Sobre el movimiento de Septiembre
- Introducción
- I. sintesis del desarrollo de la economía argentina y del advenimiento de la crisis presente
- II. El poder en medio de la calle
- III. El 6 de septiembre
- IV. Fascista y democrático: carácter dúplico del movimiento
- V. La «oposición»
- VI. La dictadura y el proletariado
- Trascendencia del movimiento de septiembre
- Apéndice: tablas de datos
- 1. Saldos inmigratorios, por decenas de años
- 2. Acrecimiento de las vías férreas en el país
- 3. Comercio exterior argentino en $ oro
- 4. Deuda exterior
- 5. Importación de máquinas para el trabajo rural
- 6. Población urbana argentina
- 7. Las propiedades agropecuarias clasificadas por escalas de extensión. Resumen general de la República.
- 8. Comercio exterior
- 9. Recaudación nacional
- 10. Quebrantos comerciales
Introducción
La fuerza de la interpretación materialista de la historia reside en su capacidad de previsión. O sea: en tanto que hilo conductor —en expresión de Marx—, para analizar y, por tanto, experimentar el pasado como introducción del porvenir. Desarrollado esto de manera dialéctica y a un tiempo generalizando, podría decirse: toda circunstancia histórica o política, en presencia implica un devenir y en lo futuro es un pretérito. La dificultad del marxismo está allí: en el dar vida a esa fórmula abstracta, llenarla de contenido, de términos concretos, esclareciendo los antecedentes de lo que está en trance de formarse y advendrá. En el marxismo se logra lo que pretéritamente fue dificultad en lo científico: la generalización, la universalidad; siendo así una concepción unitiva del mundo, y por ello mismo, filosofía1. Así, a la afirmación de Feuerbach de que experimentando su acción nosotros conocemos el objeto (El pensar es precedido por el ser: antes de pensar la cualidad se la siente), Marx la superaba alegando que actuando a su vez sobre él conocemos nosotros el objeto. Porque si son los hombres producto del medio, éste es, precisamente y por otra parte, modificado por los hombres mismos. No hay un efecto automático de la situación económica como aman figurárselo algunos por comodidad. Son ellos mismos, los hombres, que realizan su propia historia, pero en un medio dado que les condiciona sobre la base de efectivas relaciones determinadas (Marx).
Son, pues, los hombres quienes realizan la historia. Según el determinismo, todo es condicionado por factores precedentes, razón de la cual se deduce que la libertad de hacer la historia consiste sólo en la búsqueda y hallazgo de la causalidad, en la búsqueda de aquellas leyes determinantes. La libertad es la conciencia de la necesidad.
Lo que fue antaño una consecuencia, es ahora una causa: lo que para Marx se traduce en la acción y reacción recíprocas, correlativa y contradictoriamente, entre la estructura y las superestructuras. Más concretamente: la superestructura. O lo que es lo mismo: política, partidos, Estados, leyes, costumbres, etc., poseen su dialéctica peculiar que por su cuenta influye en el proceso de la economía sin suprimir, por cierto, sus leyes fundamentales. La contradicción es el presupuesto de tal reciprocidad y de todo cambio sustantivo, por cuanto las cosas se desarrollan, entramadas con ellas, partiendo de sus inversas u opuestas. Pero una vez que ha llegada a ponerse o formularse en tesis, esta tesis —habla Marx—, este pensamiento opuesto a sí mismo, se separa en dos pensamientos contradictorios, el positivo y el negativo, el sí y el no, la lucha de estos dos elementos antagonistas, encerrados en la antítesis, constituye el movimiento dialéctico. El sí viniendo a ser no, el no viniendo a ser sí, el sí viniendo a un tiempo a ser sí y no, el no viniendo al mismo tiempo a ser no y sí, los contrarios se compensan, se neutralizan, se paralizan. La fusión de estos dos pensamientos contradictorios constituye un pensamiento nuevo que es su sintesis. En su forma mística la dialéctica estuvo de moda porque parecía glorificar lo existente. En su forma racional es un escándalo y un horror para la burguesía y sus corifeos doctrinarios porque en la comprensión positiva de lo existente incluye la inteligencia de su negación, de su necesaria caída; porque lo concibe todo en movimiento, y también, por lo tanto, como formas perecederas y transitorias; porque nada la puede dominar y es esencialmente crítica y revolucionaria (Marx).
Esto es: ver las cosas no en sí; contrariamente: en relación con un mundo complejo en movimiento perpetuo, expresando en toda su riqueza las acciones y reacciones variadas que le hacen: un mundo (o una sítuación, o un partido, o una economía, o una clase, o un sístema intelectual) en vías de perpetua transición, en transformación constante. Ir hasta el fondo, emergiendo de él a la superficie, aislando cada elemento, y estudiándolo en la historta de su desarrollo, haciendo a ésta crítica y no sólo descriptiva, implicando nuevas discustones de las ideas, yendo de lo particular y concreto a lo abstracto y general.
¡Cuánta es la diferencia de este marxismo, que es el de Marx y Engels, de Lenin y Trotsky, con el que hoy practican los epígonos y Straubinger2 detentores actuales del comunismo oficialista! El marxismo—rótulo, etiqueta, manual escolástico, cuando no procacidad3, beato objeto de admiración, bastardeado, sobre eso, en caricaturas miopes y groseras, ha servido a estas gentes, entre otras cosas, para esto: para evitarse la obligación de discurrir y analizar acerca de los hechos de cada día, indicando al proletariado el moverse entre ellos con acierto4. Bajo la aparente fundamentación doctrinal se suscitó un tipo de marxista jamás conocido hasta la época actual de degeneración de la Internacional Comunista: la del marxista sin ideas pero con muchos, con abundantes calificattvos y unos cuantos tópicos y esquemas aplicados con más o con menos acierto a las más varias y peculiares coyunturas sociales.
El subjetivismo tiene frecuentemente en lo empírico fuente de inspiración. Uno de los yerros comunes en punto a interpretación de la realidad estriba en confundir ésta con las propias intenciones. Así es que se consídera la historia no como fué, sino como hubiera podido o debido ser. A los que recaen En ese equívoco podría serles objeto de aplicación lo que los Goncourt a su vez ad judicaran al romanticismo: La historia es un romance que ha sído, el romance es la historia que habría podido ser. Prevenidos de ello procuraremos no hacer de este ensayo lo que, con acuerdo al subjetivismo del investigador debiera ser, para limitarnos a patentizar lo que fué, tal y como fué. Sin reargüir de ningún modo el tópico mentiroso de la imparcialidad. La manera cierta de exposición es el análists crítico. Colocándose en un ángulo parcial, introducirse en el pensamiento adversario, constatarlo, negarlo, e ir jalonando, opositoramente, la afirmación constructiva, es el módulo posible de una alta objetividad. Y ningún instrumento para ello más propicio que el método científico del marxismo. Su concepción total y dinámica se aplica perfectamente o, mejor, no hay fuera de ella postbilidad de aborde certero a la interpretación política.
Todo el curso político argentino de la actualidad corre a cargo de esto: al desplazamiento del radicalismo del poder por el golpe de estado de septiembre, y las consecuencias de éste, que se proyectan directa y decisivamente sobre la perspectiva presente y futura del desenvolvimiento político. Es decir, que en una cierta medida, el acontecer de nuestra política está determinado por la revolución de 1930, proceso aún no definitiva y últimamente desenvuelto. Por ello: ¿cómo y por qué fue su advenimiento y descenso a virtud de qué causas ha sido; cuál su desarrollo y trascendencia y qué sentido e importancia alcanzan éstas? Todas éstas y otras tantas y tantas han sido las interrogaciones premiosas —quedadas sin respuesta—, que entre la clase obrera principalmente y en el país en general se han suscitado. Siendo así, tiénese explicada la motivación del intento presente de análisis marxista del 6 de septiembre, interpretación clave en la previsión de lo porvenir. No es esta historia, cronología ni anécdota del golpe de estado de Uriburu. Pretende ser un escrutinio, un análisis, enmarcación crítica, proceso y diatriba de aquél (cabe formular modestamente esta salvedad: ojalá arribemos al propósito) para intentar servir al proletariado en su acción revolucionaria. Menudean las —aparentemente— digresiones. Ha sido ineludible el hacerlo, porque el marxismo aplicado a la interpretación de la realidad nacional es aquí casa poco menos que virgen. Sin la pretensión exagerada de suplir tamaña falta (sería, además, ridiculo), que es faena para mucho y para muchos, véase en ello la necesidad de fundamentar cada juicio en tanto referirse a temas que no siendo absoluta y directamente atingentes al movimiento septembrino, están unidos a él por el nexo común de la interpretación política.
Finalmente: rechazamos toda exageración tendente a rebasar lo más minimo la significación estricta de nuestros conceptos; pero por esto mismo queremos la más taxativa constancia de aquéllos.
I. sintesis del desarrollo de la economía argentina y del advenimiento de la crisis presente
Si puede estimarse el nacimiento del Estado argentino como tal ante la historia en los comienzos del siglo anterior, no es de menor certidumbre que su desarrollo hasta convertirse en el actual estado capitalista dependiente5, data de 1860 hacia adelante. Sometido desde entonces a la presión poderosa de las fuerzas económicas extranjeras, a la nominada civilización europea, la vida social argentina es, en sus rasgos esenciales, la misma que la de los pueblos de la vieja civilización burguesa. Partiendo de 1860, el proceso llamado de colonización sistemática y rápidamente toma curso. Ya el capitalismo internacional presentábase en su faz más concentrada: la importación de capitales. Se inicia el establecimiento de industrias, la fundación de bancos e instituciones de crédito; el flujo constante de la inmigración6 aportadora de agricultores y brazos para el trabajo manual urbano, es decir, proletariado; los ferrocarriles7 que, cual sistema de vasos comunicantes, irrumpen el desierto, conllevando las nuevas maneras de todo orden a los rincones últimos del país. A manera de manómetro registrador de la ebullición de una caldera, el comercio exterior8 refleja la tendencia del desarrollo capitalista del país, que, como todos los países retrógrados, ha pasado por etapas diferentes, en el curso de las cuales ha visto aumentar la prieta dependencia suya de los demás países capitalistas.
Habrá a quienes esta retrospección no acomode, por no atenerse al clásico esquema marxista: artesanado, manufactura y grande industria.
Los países atrasados —habla Trotsky— se asimilan las conquistas materiales e ideológicas de las naciones avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas servilmente reproduciendo todas las etapas de su pasado. La teoría de la reiteración de los ciclos históricos —procedente de Vico y de sus secuaces— se apoya en la observación de los ciclos de las viejas culturas precapitalistas y, en parte también, en las primeras experiencias del capitalismo. El carácter provincial y episódico de todo el proceso hacía que, efectivamente, ge repitiesen hasta cierto punto las distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos. Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas en las distintas naciones. Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente rezagados —que lo es realmente—, está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarles a asimilárselas antes del plazo previsto.
El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, intrincado, mixto.
El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de la ley del desarrollo combinado, aludiendo a la combinación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la integridad de su contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera que su grado sea.
No hemos surgido a la historia resultando de la evolución de los gremios y corporaciones. El período del artesanado es para las ciudades nuestras de ignorancia absoluta. Bajo la directa e inmediata presión del capital internacional aparece en el país la industria capitalista, posesionándose de un campo primitivo, virgen, que no choca con la tradición y la cultura corporativas. El mismo capital internacional fluye en nuestro país por las venas de los empréstitos estatales9 y el cauce de las iniciativas privadas. Luego, y a comienzos del siglo presente, se instalan las actuales grandes industrias: frigorífica, petrolífera, y las secundarias: azucarera, forestal, yerbales, materias primeras, etc., y más últimamente y en el campo, aún sin modificación de las añosas formas de gran propiedad latifundista, un acrecentamiento notorio en el uso de modernas maquinarias10 y la construcción de elevadores de granos, que llevan a la vida campesina la angustia de una desocupación más intensa en junto con un mayor endeudamiento y sometimiento de chacareros y arrendatarios al mercado internacional y al imperialismo financiero.
A través de este mismo largo curso económico, acrece el colosal urbanismo11 significante en ciudades como Buenos Aires, Rosario, Bahía Blanca, Tucumán, Córdoba, etc. Arribamos de tal modo a la Argentina de nuestros días, país de tipo intermedio, transitorio, semicolonial, en que, predominantes la gran propiedad rural, latifundista12 y la producción agropecuaria13], emparentan íntimamente con la industria y el capitalismo urbanos, comúnmente sometidos, en mayor o menor gradación, al capitalismo monopolista internacional14.
La característica primera de la presente época imperialista es la naturaleza mundial de la economía y subsiguientemente de la política. Nada queda reducido a los límites nacionales. El capitalismo superando maravillosamente todas las etapas históricas precedentes ha creado fuerzas productivas mundiales, la división del trabajo en una escala universal, un mercado mundial, haciendo que las condiciones de este último decidan hegemónicamente la marcha de las naciones, prietamente interdependientes. Por eso las antañonas utopías reaccionarias con acuerdo a las cuales se define el comercio internacional por el cambio recíproco de los excedentes de las diferentes producciones nacionales, tiene menos que nunca motivo de sostenimiento.
Aún contradiciendo las innúmeras teorías explicativas de las crisis, lanzadas por ergotizantes capitalistas, éstas tienen, según el marxismo, origen en razones muy claras. Como un mago que ha conjurado fuerzas que no logra luego dominar, el capitalismo ha hecho aumentar, con un tecnicismo sin cesar perfeccionado —la racionalización—, los métodos de producir. Del colosal acrecimiento de esta producción resulta su incompatibilidad con los límites nacionales, que le impele a expanderse en una búsqueda de nuevos mercados que a la actualidad no halla. La misma superproducción —que en realidad no es más que la imposibilidad de adquisición de las masas como consecuencia de la explotación cada vez menos remunerada y por la desocupación—, provoca una parálisis de actividades que, a su vez, implica más parados forzosos. El capital —dice Laurat—, es tomado en esta insoluble contradicción: teniendo necesitadamente un número de consumidores de más en más cuantioso? no puede subsistir y aumentar su valor sino despojando a las masas de la facultad de consumir. La sociedad capitalista, aún más, es al respecto de naturaleza crónica; esto es, no puede liberarse de las crisis, inherentes a su contradictoria naturaleza económica; éstas se producen sobre la base de las reacciones recíprocas entre el capital constante, el capital variable y la plusvalía humana. Son de carácter periódico, reproduciéndose en etapas variantes entre síete y once años. La crisis de 1825 —dice Marx—, abre el ciclo de su vida moderna. Desde ésa, hasta la actualidad, se han producido trece15. Esta última inauguróse donde debía; en el coloso capitalista símbolo de este mundo tambaleante y descompuesto, pletórico, a un tiempo mismo de oro. y de miseria: en Estados Unidos. En medio de la prosperity for ever, prodújose el pánico de la bolsa de New York denominado el krach de Wall Street. Por los motivos precedentemente expuestos con abundancia fue que la crisis, convertida velozmente en mundial, comprendió de inmediato al país.
El 22 de agosto de 1930 —las vísperas casi del golpe de Estado—, las instituciones de entre las más representativas de la burguesía nacional: la Sociedad Rural, la Bolsa de Cereales, la Unión Industrial Argentina y la Confederación de la industria, el comercio y la producción, expusieron del estado económico la situación al gobierno nacional. La deuda pública de 4.160 millones de pesos, la disminución de la exportación en 188 millones oro en sólo un semestre, los 30 millones de merma en la renta de la aduana solamente en el puerto de la capital, seis millones en impuestos internos igualmente en los seís meses en el curso del año, las quiebras que aumentan de 72 a 105 millones en igual período; la desvalorización en un 20% de la moneda; la industria ganadera sufre los perjuicios que derivan de la disminución en el consumo de ganados; las desvalorizaciones nos colocan en el trance de malvender nuestras cosechas; se ha detenido todo progreso fabril; varias empresas extranjeras han desistido de sus propósitos de radicar capitales en la Argentina. Con respecto a las finanzas se habla de los excesos en las erogaciones de carácter público y se reclama el equilibrio del presupuesto. Exigíase, además, el establecimiento de una política arancelaria proteccionista, la defensa enconada del capital y la abolición de las leyes concebidas como de protección al trabajo16. No sería demasíadamente excesivo consíderar éste como el mensaje eco— —nómico del capitaliemo reclamando la revolución.
Del análisis de los balances presentados a la inspección de Justicia por 171 sociedades comparables en los tres últimos ejercicios: 1929|30|31, desprendíase que sus resultados económicos proseguían la tendencia declinante característica em los años 1929|30. El descenso absoluto que dichas sociedades; experimentaban en sus ganancias netas alcanzaba a $ mn, 5,7 millones (16%) sí se las comparaba con 1930, y a $ mn. 10,0 millones (24 %) sí el cotejo se remontaba a 1929; en tanto que sus capitales efectivos ascendían gradualmente de $ mln. 614,0 millones en 1929 a $ min. 626,6 millones (2 %) en 1930 y a $ mln. 634,0 millones (1,2 %) en el año 1931. Por lo tanto, al relacionar aquellos resultados con los capitales efectivos de cada uno de los ejercicios considerados, la tasa de beneficios netos varía de 6,6 % en 1929 a 5,8 en 193017. Las empresas de que se trata son agropecuarias, comerciales, industriales, bancos, seguros, sin incluir los ferrocarriles y frigorificos. Como es de suponer, el imperialismo interesado de estos últimos sufrió también la crisis; en los ferrocarriles la solucionó con el prorrateo, es decir, la rebaja disimulada de los salarios. Por otra parte, de su segura y específica participación en el golpe de Uriburu, hay pocos datos. Como siempre, actúa entramado en las altas cumbres del poder, y con escasa publicidad.
La crisis afectaba, pues, a la totalidad de la nación: el costo del arrendamiento y de los gastos de producción, en el campo, superaban en mucho el precio de venta de los productos; la desocupación adquirió la cantidad enorme de cerca de medio millón de hombres; el comercio exterior18, descendido vertiginosamente, el pasivo de los quebrantos comerciales, ascendido19, las recaudaciones nacionales, idénticamente en descenso20. En lo económico y en lo político: crisís, crisis y crisis.
Estado objetivo de tal naturaleza impelía, obligaba, al capitalismo internacional y nacional, afectado, sobre eso, por tantos años de ausencia del poder de su capa más típica: la aristocracia vacuna, a llenar una página de la historia patria con la epopeya de su reinado omnisciente, haciendo saltar en pedazos la fachada formalista de las leyes, la Constitución y la democracia, arrojando del gobierno a la chusma populachera (como uno de los septembrinos ha dicho) del radicalismo, que aún sirviéndole incondicionalmente no le satisfacía, haciendo purgar al proletariado principalmente y al pueblo todo, las catastróficas consecuencias de su régimen anárquico.
II. El poder en medio de la calle
El área de la política argentina de 1890 hacia los días presentes ha sido semiplenamente llena por el radicalismo. Como un inmenso cero extendido por sobre el país, abarca éste a todas sus clases sociales, brindando los más varios matices. Es el partido por quien vota todo el mundo. Sin ser urbano ni rural, extiéndese en el campo y la ciudad. El elemento de que se nutre: empleados, comerciantes, pequeños industriales, en suma, la pequeña burguesía numéricamente tan preponderante de nuestras ciudades e incluso capas calificadas de obreros, a saber: ferroviarios, tranviarios, etc., y chacareros, arrendatarios y aún terratenientes y estancieros en el medio campesino. Un partido que reúne en su seno a los nietos de nuestros próceres fundadores y a los hijos de los modernos inmigrantes, al obrero manual y al estudiante universitario, al chacarero de la pampa y al peón de la puna21. Despojándole de la regustada tónica nacionalista —es decir, del sentido que su autor le dió—, literalmente, esa definición es cierta. Manifestándose como una reacción de aquellas masas populares en frente de la oligarquía terrateniente, ganadera, que sé perpetuaba en el poder —habiendo previamente designado ministros, diputados, profesores y todo género de funcionarios en sobremesas del Jockey Club—, con la esgrima de la violencia y el fraude electorales, hace suyo el reclamo del sufragio universal, empleando en ello sucesivamente la abstención y la revuelta (ofreciendo demostrativa cabal de su crónica incapacidad para llegar al poder practicándola, cuando por ese medio han llegado todos los bandos politicos, incluso ese niño precoz del socialismo independiente), irrumpiendo desbordantemente el comicio luego y asumiendo en 1916 el gobierno que no había de abandonarlo hasta 1928.
En nuestro país el presupuesto gubernamental simboliza un estado social y es un arma política. La frondosa burocracia, entre la clase media principalmente reclutada, es manejada, aquel presupuesto mediante, por el gobierno, que tiene así bajo su dependencia directa grande suma de intereses y seres humanos.
De este recurso, gran valimento electoral, se aprovechó el radicalismo hasta su agotamiento.
Pero, entendido taxativamente, los partidos todavía no son las clases. Es reaccionario, y es la táctica denotadora de senilidad política usada tantas y tantas veces por el capitalismo y en nuestro país particularmente por el socialismo, plantear por sobre los intereses de clase, los intereses generales de la nación. Pretexto puro y simple para defender, con el mantenimiento de la sítuación presente en que domina, los privilegios de su clase. Sólo hay una formulación concreta y verídica de los intereses de la nación, bajo el parcialismo de la clase dominante o de la que pretende adueñarse del poder. Ni estos intereses de clase pueden formularse de otro modo que mediante un programa, y únicamente mediante un partido se pregona, difunde e impone ese programa. A su vez, programas y partidos no son sino el resultado del chocar de las clases entre sí. Ahora bien: un programa de partido puede no ser la formulación científica de los intereses de clase que representa. Y, más aún: entre los intereses de las capas sociales sobre que un partido halla sustentación, y su política y su dirección puede no haber correspondencia e inclusive contradicción (caso mundial de la socialdemocracia). Hasta un cierto límite, disociación tal en el radicalismo se ha producido. Es equívoco, por muy condicional y sobre eso de escasa eficiencia política en orden a la acción revolucionaria del proletariado, afirmar de modo absoluto que el radicalismo fue antes que nada una reacción de la pequeña burguesía urbana contra la oligarquía ganadera—terrateniente, como sostuvo por veces repetidas el Partido Comunista oficial22. Existe entre las capas dirigentes del radicalismo y la burguesía agropecuaria un entrabamiento que es el que ha impuesto, en junto con el común sometimiento a la oligarquía financiera internacional, las huellas más intensas en la política del Partido Radical y del pais todo. Tampoco excluye esto las inevitables contradicciones en el seno de la burguesía misma y más notoriamente en cuanto a la política, clara en el curso de la pugna del régimen con la causa. Los grandes propietarios de tierras, abogados de capitales extranjeros, jefes del ejército, profesores universitarios y grandes periódicos capitalistas tienen ubicación, aunque en iniguales proporciones, en ambas corrientes. De idéntico modo que, en mediando los monopolios de comunicaciones, transportes marítimos, ferroviarios, frigorificos, bancos e instituciones de crédito, empréstitos, etc., el capitalismo financiero internacional, parcialmente o en su conjunto, ejerce un contralor sobre la economía toda del país, valiéndose indistintamente síempre de la una o de la otra tendencia política en servicio de aquellos mismos intereses económicos e influenciando así en el acontecer político. Todo lo cual refuta la concepción errónea y símplista de que el sector norteamericano del imperialismo está afiliado o embanderado con los grupos de las derechas y, a su vez, el sector británico con el radicalismo. También explica ello el carácter eminentemente burgués, contradictorio, heterogéneo, de este partido radical, cuyo democratismo tarado no pasó más allá del halago electoral y la satisfacción de pequeñas reivindicaciones obreras en categorías en que al proletariado habría sído posible imponer por su acción sindical propia, mostrando la cara vuelta de un reaccionarismo feroz cada vez que la clase trabajadora ensayó su incipiente energía revolucionaria como en la semana de enero o en Gualepuaychú, Santa Cruz y van Francisco, etcétera).
En tiempos de madurez y florecimiento del régimen capitalista, la burguesía da a sus métodos de dominación social, y hasta de explotación económica, módulos liberales, ordenados, regulares, conservadores, democráticos. Es en tiempos en que funciona con la regularidad máxima de posible en su seno este atomizado y contradictorio organismo capitalista. Al artificio ingenioso de la juridicidad, la ley y la Constitución se someten todas las fuerzas sociales. La burguesía proclama a coro sus corifeos socialistas la posibilidad ilimitada de satisfacción de las justas aspiraciones de las clases trabajadoras dentro del orden y las leyes. De manera idéntica que la tierra gira sobre un imaginario eje, se desenvuelve todo entonces girando en la órbita de la legalidad, que corresponde formal y exactamente, en estructura y fisonomía al capitalismo, que la ha creado a su imagen y semejanza, Retrospectivamente mirando, el radicalismo gobernó dentro de ese período próspero de nuestro desenvolvimiento económico que trascurre después de la crisis de 1890. Es común la objeción machacona, particularmente esgrimida por los socialistas, de que el radicalismo carece de justificación, que se desenvuelve en una enmarcación arbitraria, carente de métodos, por cuanto no hace suya la ejecutoria de un programa previamente proclamado, por cuanto —para ellos— tiene base sólo en el caudillismo y la única norma inscripta en sus banderas es la Constitución. En verdad, lo arbitrario es una interpretación de tal índole. La humanidad jamás se plantea enigmas que no puede resolver, es decir, que en la vida, desde un punto de vista objetivo, nada se produce arbitrariamente, porque sí, venido del cielo. Esto, extremado, conduciría al absurdo de la negación de la historia, sí a alguien se le ocurriera argüir que tampoco ella tiene justificación porque fue equivocado, erróneo su decurso.
Los hechos sociales tienen todos, siempre, una explicación, sus causales se producen a virtud de las más varias circunstancias. Lo característico de la ciencia —en particular para Marx—, está en el hallazgo y concatenación vigorosa de los motivos y causas, o sea: una totalización de un número importante de relaciones y determinaciones. Importa y es congruente ver tras la inconfesada existencia de métodos, los métodos mismos. En el radicalismo —como en toda la apelada política criolla— son los métodos implícitos ejercitados sin explicación ni declaración: soborno, halago, dádiva, caudillismo, Constitución. Sobre todo esta última. Nada se aviene mejor a la naturaleza de las clases de que se nutre el radicalismo, que la Constitución como programa, siendo, como ésta dice ser, para todos.
Ya Marx ridiculizaba y criticaba las ilusiones ordinarias respecto de la consideración de la burguesía como un monolítico bloque social sin hendiduras ni grietas. A él mismo cabe el haberla revelado como una serie de fracciones en guerra perpetua. Corresponde escrutar el sentido y la consecuencia de esas contradicciones entre las tendencias opuestas del capitalismo ante la coyuntura social y política en sus detalles, no pudiéndose deducir éstas apriorísticamente de una o dos tesis generales, En las circunstancias actuales de crisis económica agudísima, estas tendencias contrarias se operan sobre la mis— ma como base, pero repercutiendo en la superestructura con oscilaciones distintas. Lal el caso del golpe de Estado de septiembre de 1930. Un sector del capitalismo como el radicalismo, no mostraba ante la crisis más que su incapacidad para salvaguardar los intereses de aquél en su conjunto, en tanto que en el seno de los opositores, aunque de acuerdo respecto de la deposición del radicalismo, debatíanse dos corrientes: fascista una, democrática la otra. Así, la crisis económica planteaba al capitalismo argentino la ruptura con el Estado tradicional que tuvo siempre; aquel estado burocrático, dadivoso, deficitario, sin capacidad de previsión ni creación, de un laissez faire, laissez passer criollo; necesitaba ahora un estado regido con mano de hierro, ajustado a sus exigencias premiosas.
Y el irigoyenismo no sólo era incapaz de una tal transformación, sino que constituía su mayor obstáculo. Comenzó así a realizarse una tenaz campaña opositora que importa saber quiénes ejecutaban: las fuerzas de la derecha reaccionaria que cohonestan perfectamente con el institucionalismo argentino y que, bajo fases distintas, los 44, federación nacional democrática y concordancia, son la única forma de poder capitalista —después del fracaso fascista—, opuesto al radicalismo. Conservadores de la provincia de Buenos Aires, demócratas de Córdoba, antipersonalistas de Entre Ríos y Santiago del Estero, como los grupos no radicales de Corrientes, Tucumán, San Luis y Salta. Agréganse los socialistas independientes que, surgidos del Partido socialista con más audacia y menos hipocresía que éste, estaban y están dispuestos a ultimar el pensamiento colaboracionista con la burguesía, haciendo de camouflage a sus mandantes23. Por todo el país desencadenose la furia opositora; en el Parlamento y en la calle, en el mitin y en la prensa. La máquina burguesa encargada de fabricar la opinión pública fue puesta en marcha con el máximo de presión. Una misma consigna: el gobierno no sirve, no existe gobierno, hay que cambiar el gobierno. La burguesía supo rodear su movimiento de una aureola popular, imprimiéndole un brillante liberalismo verbal. Por ello, en el ultimátum que significó el manifiesto de los 44 legisladores de la oposición, se hablaba un lenguaje democrático y civilista invocando el desamparo de los intereses agrarios y el incumplimiento de la ley de 8 horas. A menudo las consignas sirven para ocultar las intenciones. Se acusaba al irigoyenismo de la falta de una obra positiva de gobierno sobre haber desnaturalizado y subvertido las leyes, la Constitución y las autonomías provinciales, concitándose para una acción de resistencia a los desmanes oficialistas. Y dos días antes del movimiento militar, declaraba que hacía la convocatoria para dejar evidenciado que el gobierno civil, responsable legal de la Constitución y el respeto al sufragio organizado por la gran ley Sáenz Peña, constituyen el patrimonio indestructible y la aspiración ferviente y tenaz de las fuerzas cultas, sanas y libres de la república. Y tras la épica entonación y el exceso de democratismo verbal ocultábanse los manejos de la otra cara de la revolución: la que disponiendo de la fuerza hablaba menos, aprestándose a ensayar la implantación del fascismo.
El irigoyenismo hallábase de tal manera ausente de la sustentación popular de las masas, de tal modo descendido en la impotencia, tan comprometido y abrumado por la consecuencia de sus errores administrativos y políticos; tan grotesca era la caricaturización del poder que ofrecía con su reaccionaria demagogia enfrente del proletariado y la incapacidad e inestabilidad que mostraba al capitalismo todo, cuando éste más que en otras circunstancias estaba urgentemente precisado de un poder fuerte que, omnimodo y capaz, solventara la crisis por el sacrificio de las masas obreras y populares, que fue impotente para arriesgar su resistencia, que, en caso cualquiera y con la salida mejor, no habría pasado de esto: de intentona.
La calle Florida, la feria de vanidades de la burguesía y pequeña burguesía porteñas era toda en esos días un mitin confuso de la revolución; predominaban las damas elegantes, los oficiales del ejército y los niños bien.
El Poder estaba en medio de la calle...
III. El 6 de septiembre
En la psicología del lenguaje hay un hecho que se impone: el pensamiento excede la expresión. O equivalentemente: el contenido desborda la frase. Pero en cuanto se abisma la atención en cualquiera aspecto de la realidad argentina, es sólito esto otro: la frase desborda el contenido. El bajo nivel cultural en general, y político; el carácter localista lleno de un alarde nacionalista y una jeringoza extranjerizante y cosmopolita, de toda la vida social argentina; resultado de este tipo de Estado intermedio que en lo político y económico constituye una burguesía agropecuaria, desconocedora del impulso, el calor y el progreso de la grande industria moderna, financieramente dependiente, que ha llenado los cauces del devenir social con corrientes de cretinismo rural: política caudillista, atrasada, inculta; y literatura gauchesca, único producto propio en lo cultural.
Nuestra historia no cuenta con un Thomas Münzer y ni qué decir tiene, con un Mirabeau, Robespierre o Dantón. No podemos, referidos al caudillaje: Ibarra, López, Bustos, Artigas, El Chacho, Facundo, consistir en una estimación revolucionaría ni aún en la órbita de su tiempo y su medio.
Las montoneras —recurrimos a una citación de Justo—, eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores de las ciudades. Las memorias del general Paz, que tan gran papel tuvo en esas guerras, pintan bien a las claras su carácter de lucha de clases, de los pobres contra los ricos, de la parte ignorante contra la más ilustrada, de la plebe contra la gente principal. La población de la campaña en masa estaba con los caudillos. Artigas, Ramírez, López, Bustos, Quiroga, fueron los jefes de la insurrección del paisanaje contra el odiado gobierno burgués de Buenos Aires. Los gauchos no eran un pueblo lleno de la conciencia de sus intereses y de sus derechos políticos, como lo afirma el historiador López y lo creen quienes toman en serio el mote aquel de Federación; no eran tampoco una inmunda plaga de bandoleros alzados contra los poderes nacionales, como dice el mismo historiador. Eran simplemente la población de los campos acorralada y desalojada por la producción capitalista, a la que era incapaz de adaptarse, que se alzaba contra los propietarios del y suelo, cada vez más ávidos de tierra y de ganancia. Los gauchos eran el número y la fuerza, y triunfaron. Pero su incapacidad económica y política era completa, y su triunfo fue efímero, más aparente que real. Pretendían paralizar el desarrollo económico del país, y mantenerlo en un estado de estancamiento imposible precisamente cuando la valorización de la lana estimulaba más ese desarrollo, y cuando los buques A vapor empezaban a cruzar el Atlántico. El matiz de fanatismo religioso de que se tiñó en ciertos puntos el movimiento campesino señala también su sentido retrógrado.
Facundo no asume los caracteres de una representación campesina insurreccionada, como la de Münzer en las guerras campesinas del siglo XVI en Alemania, de significación progresiva, ni es tampoco como lo quería Sarmiento (aún con ello su Facundo es notable y valiosísimo para una estimativa de aquella época del desarrollo argentino) simplemente la barbarie rural en pugna con la civilización urbana. El Martín Fierro, como toda la poesía gauchesca, es un símbolo nacional históricamente, como que refleja una etapa económica y social, preterida, del pasado precapitalista, y todos los exorcismos nacionalistas tendientes a perpetuarla, tropiezan contra esto: contra la realidad actual capitalista —y sus consecuentes modificaciones sustanciales en todo orden—, extranjera, cosmopolita, tanto del campo como de la ciudad.
Más herencia no cuenta en nuestro haber que el romanticismo utopista de Echeverrí y Fragueiro; y el liberalismo burgués de Vieytes, Moreno, Monteagudo, Sarmiento, Alberdi. Pasado superado del pensamiento, que para conocerlo fuera categóricamente mejor inquirir directamente en las corrientes literarias, filosóficas y políticas del romanticismo, el utopismo y los enciclopedistas franceses en que aquéllos tomaran inspiración. La acción revolucionaria del proletariado, salvos efímeros aconteceres, no alcanzó nunca categoría de tal y, ni por descontado, no mostró su empuje en huelgas ni movimientos insurreccionales que causaran conmoción del Poder. No tiene, pues, ni herencia teórica, ni experiencia histórica de la acción.
Aquí no habría apetencia para relatar el romance de la historia que hubiera podido ser; la historia que fue y que es tiene suficiencia para alicortar ese vuelo.
A virtud de toda esta varia y múltiple concatenación de hechos económicos, políticos y culturales, el 6 de septiembre no podía, no debía ser más —tal para cual—, sino lo que fue: un golpe de estado tendente a la instauración de la dictadura militar, burocrática, reaccionaria de la burguesía (con una más larga y posteriormente frustrada aspiración: el fascismo) y no podía ser otro su jefe que el general Uriburu.
Los motivos que determinan de un modo inmediato los acontecimientos de la revolución —vengamos ahora a este certerísimo análisis de Trotsky—, son las modificaciones que ge operan en la conciencia de las clases beligerantes. Las relaciones materiales de la sociedad no hacen más que trazar el cauce de esos procesos. Por su naturaleza, esas modificaciones de la conciencia colectiva tienen un carácter semisubterráneo; sólo cuando alcanzan un determinado grado de fuerza de tensión se evidencia en la superficie el nuevo estado de espíritu y las nuevas ideas, en forma de acciones de masas, que establecen un nuevo equilibrio social, aunque muy inconsistente. La marcha de la revolución pone al descubierto, en cada nueva etapa, el problema del poder, para disimularlo de nuevo inmediatamente después, hasta ponerlo luego nuevamente al desnudo. Esta es, así mismo, la mecánica de la contrarrevolución, con la diferencia de que, en este caso, la película se desarrolla en sentido contrario. Cuanto acontece en los círculos dirigentes no es en modo alguno indiferente para la marcha de los acontecimientos. Pero sólo es posible penetrar el auténtico sentido de la política de los partidos y desentrañar las maniobras de los jefes relacionando uno y otro con los profundos procesos moleculares que se operan en la conciencia de las masas.
La ley fundamental de las revoluciones —dice Lenin—, confirmada por las tres revoluciones rusas del siglo XX, demuestran lo insuficiente para el advenimiento de la revolución, de que las masas oprimidas y explotadas tengan conciencia de la imposibilidad de vivir como hasta entonces, reclamando una transformación. Para que la revolución se produzca es necesario que los explotadores no puedan vivir y gobernar como antes. Solamente cuando las capas inferiores no soportan más el antiguo régimen y cuando las capas superiores no pueden más continuar ese mismo régimen, solamente entonces la revolución puede triunfar. En otros términos, esta verdad se expresa en la siguiente proposición: la revolución es imposible sin una crisis nacional general (de explotados y explotadores). Para hacer la revolución precisa, ante todo, obtener que la mayoría de los obreros (o en todo caso la mayoría de los obreros concientes, reflexivos, políticamente activos) comprenda enteramente la necesidad de la revolución y esté pronta a arriesgar su vida por ella; es necesario, así mismo, que las clases dirigentes atraviesen una crisis gubernamental que despierte a la vida política aún a las masas más retardatarias (el criterio de toda revolución verdadera es una rápida elevación al decuplo y aún al céntuplo de un número de hombres aptos para la lucha política de entre las masas laboriosas y oprimidas, apáticas hasta entonces) que debilite el gobierno y haga posible para los revolucionarios el pronto derribamiento del poder.
Las revoluciones burguesas como aquellas del siglo XVIII —según Marx—, se precipitan de suceso en suceso, sobrepasando su dramático efecto, los hombres y las cosas semejan ser tomados entre dos fuegos, el entusiasmo estático es el estado permanente de la sociedad, pero estos períodos son de corta duración. Rápidamente asumen su punto culminante, y un malestar prolongado apodérase de la sociedad antes de que haya podido asimilarse de una manera calma los resultados de su período borrascoso. Contrariamente, las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican a sí mismas constantemente, interrumpiendo su curso propio a cada instante, volviendo sobre lo que parece haber sido cumplido para recomenzarlo nuevamente, ridiculizando implacablemente las hesitaciones, debilidades y miserias de sus primeras tentativas, pareciendo no querer abatir su adversario para permitirle sacar nuevas fuerzas de la tierra y arrojarse otra vez formidable frente a ellas, retrocediendo ante la inmensidad infinita de sus propios fines, hasta que se produce, en fin, la situación que hace imposible todo retroceso y que las circunstancias, ellas mismas, gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta!. (¡Si lo eres, demuéstralo!).
La historia en general —dice otra vez Lenin—, y la historia de las revoluciones particularmente, es siempre más rica en contenido, más variada de formas y aspectos, más viva, más astuta de lo que se figuran los mejores partidos, las vanguardias más concientes de las clases más adelantadas. Esto es, por otra parte, fácilmente comprensible, pues las mejores vanguardias expresan la conciencia, la voluntad, la pasión, la imaginación de docenas de miles de hombres, mientras que la revolución la hacen, en un momento de tensión y excitación especiales de todas las facultades humanas, la conciencia, la voluntad, la pasíón, la imaginación de docenas de millones de hombres sacudidos por la lucha de clases más aguda.
No había más sino que hacer de esta manera: contrastar la definición del proceso revolucionario para venir a la conclusión categórica de que, ni burguesa ní proletaria, la del 6 de septiembre no tiene rasgo alguno de coincidencia con una auténtica revolución, para terminar con las aseveraciones —admitidas incluso en otros sectores— del campo fascista y, en general, reaccionario sobre su carácter y trascendencia de tal. La revolución es un implacable método de resolución de los problemas históricos; durante ella las situaciones y contradicciones resultantes de las luchas de las clases sociales contrapuestas en su gradación más alta de agudeza; las masas intervienen directa y enérgicamente, derribando cuantos obstáculos hay al logro de sus aspiraciones, sin detenerse en las innúmeras trabas y formalismos de los tiempos comunes; es decir, irrumpen el área histórica dispuestas a regir sus propios destinos, traduciendo en el lenguaje ultimado de las consignas revolucionarias sus necesidades y pasiones sociales. No. El 6 de septiembre de 1930 no hubo nada de esto. Las masas que aquel día marchaban tras el ejército, no intervenían directa y enérgicamente, reivindicando sus exigencias; no eran millares de hombres sacudidos por una tensión y excitación especiales de todas sus facultades humanas, de su conciencia, su voluntad, su pasión e imaginación. Eran hombres que iban tras las consignas democráticas de uno de los sectores de la burguesía empeñada en la revuelta; pero, en verdad, escoltando a las fuerzas, al general, que valiéndose de ellas procuraba objetivos aún más opuestos a los intereses, pasiones y exigencias sociales de las masas: el fascismo.. No era la mayoría de los obreros que no soportando más, arriesgaba su vida por asaltar el poder.
Es axioma histórico—político que la clase media, la pequeña burguesía, no tiene preponderancia en el rol político, una función rectora en la lucha social. Que siendo, como Jano, un dios bifacial, fluctúa entre dos opuestos polos de atracción: el proletariado y el capitalismo. Particularmente numerosa en nuestro país, marchó mayor número de circunstancias tras el radicalismo, tras el presupuesto burocrático y por veces, en la capital, tras el socialismo. No halló nunca en el proletariado, que políticamente débil no supo nunca arrastrarla tras sí, polo de atracción. Eran esas masas, descontentas de la situación económica y del gobierno, sobre todo de este último, a quien hacen siempre, cualquiera que él sea —y no al régimen social—, culpable de su situación, de su inestabilidad, seducidas por el brillo de la prédica opositora, eran esas masas, mitad alegres, mitad expectantes, las que el 6 de septiembre marchaban tras el ejército.
Que ésta no era una revolución, ni una renovación, iba a decirlo en seguida el jefe del movimiento en una fórmula clásica de retórica militar: Invocamos, pues, en esta hora solemne el nombre de la patria y la memoria de los próceres que impusieron a las futuras generaciones el deber de engrandecerla.
Los hombres —asegura Marx— hacen su propia historia, mas no arbitrariamente, en condiciones elegidas por a ellos, sino en las circunstancias heredadas directamente del pasado. La tradición de todas las generaciones pasadas opera con intensa gravitación sobre el cerebro de los vivos. Y aun cuando ellos se ocupan de transformarse, a sí y a las cosas, de crear cualquier cosa de nuevo, precisamente en estas épocas de crisis revolucionaria, evocan temerosamente los espíritus del pasado para que les presten sus nombres, sus palabras y costumbres para aparecer sobre la nueva escena histórica con esa respetable fachada y ese lenguaje prestado.
Sólo las auténticas revoluciones que trastornan de la raíz a la copa el árbol social, sólo los auténticos revolucionarios desdeñan la apelación a los manes del pasado en justificación de sus actos del presente. Aún más que eso: toda tradición, todo prejuicio, aún próximos o cercanos, que sean capaces de impedir lo más mínimo la acción revolucionaria. Lenin, en las vísperas de octubre, censurando a sus camaradas por no abandonar principios que habían predicado dos décadas, les interrogaba: ¿Teméis traicionar viejos recuerdos? No os aferréis a términos descompuestos hasta la médula.
Los aconteceres más formidables de la historia humana son la revolución y la guerra; la primera es también una guerra civil; la segunda no es sino su prolongación, esto es, lucha de clases. Ni lo uno ni lo otro, el 6 de septiembre no alcanza siquiera la categoría de una caricatura histórica que se distingue, cuando menos por eso, como el golpe de estado de Luis I Bonaparte; fue sólo el reemplazo de una fracción de la burguesía por otra, simplemente, sin heroísmo y sin brillo, con las trazas de un país semicolonial avanzado como la Argentina, en que se da todo a medias, más o menos larvado, más o menos evolucionado. Ni fue revolución ni tuvo heroísmo ni, mucho menos, héroes.
Hácese irreprimible aquí el venir a las páginas —bien que el héroe y los héroes del 6 de septiembre no lo merecen—, en que habla Hegel de los individuos históricos.
Los grandes individuos en la historia universal son, pues, los que aprehenden este contenido universal superior y hacen de él su fin; son los que realizan el fin conforme al concepto superior del o espíritu. En este sentido hay que llamarlos héroes. No hallan su fin y su misión en el sistema tranquilo y ordenado, en el curso consagrado de las cosas. Su justificación no está en el estado existente, sino que otra es la fuente de donde la toman. Tómanla del espíritu, del espíritu oculto que llama a la puerta del presente, del espíritu todavía subterráneo, que no ha llegado aún a la existencia actual y quiere surgir, del espíritu para quien el mundo presente es una cáscara que encierra distinto meollo del que le corresponde. Ahora bien, todo esto es por igual distinto de lo existente. Los individuos que cuentan en la historia universal son justamente aquellos que no han querido ni realizado una mera figuración u opinión, sino lo justo y necesario y que saben que lo que estaba en el tiempo, lo que era necesario se ha revelado en su interior. Pero tienen el derecho de su parte, porque son los clarividentes; saben lo que es la verdad de su mundo, de su tiempo, lo que es el concepto de lo universal que viene; y los demás, como se ha dicho, se congregan en torno a su bandera, porque ellos expresan lo que está en el tiempo. Son los más clarividentes de su mundo y los que mejor saben lo que debe hacerse; lo que — hacen es lo justo. Los demás les obedecen necesariamente, por qué sienten esto. Sus discursos y sus acciones son lo mejor que podía decirse y hacerse. Por eso los grandes individuos históricos son sólo comprensibles en su lugar; y lo único digno de admiración en ellos es que se hayan convertido en los órganos de este espíritu, sustancial. Los individuos históricos son los que les han dicho a los hombres lo que éstos quieren. Se puede, en efecto, querer algo y estar, sin embargo, en el punto de vista negativo; y no estar satisfecho. Puede faltar muy bien la conciencia de lo afirmativo.
Es decir, son los arquetipos representativos de su clase, de su pueblo, surgidos de él, que reflejan las aspiraciones de las masas; los hombres colosales que sin ser, como el idealismo lo quiere, la historia misma, constituyen el resultado de ella en determinadas circunstancias: César, Napoleón, Robespierre, Lenin y, más próximamente y salvadas las proporciones, Moreno, Rivadavia, Sarmiento.
¿Quiénes eran en el movimiento septembrino —descendiendo del amplio y maravilloso horizonte de la historia universal a este minúsculo episodio localistta— los hombres que —haciéndose eco del espíritu todavía subterráneo de las masas les dijeron a éstas lo que ellas querían, teniendo conciencia de lo afirmativo, los hombres que expresaban lo que estaba en el tiempo? Sólo se encuentra lo opuesto: los hombres que venían a imponerle a las masas lo que ellas no querían: el fascismo.
Sobre las diferentes formas de propiedad, sobre las condiciones de existencia social se eleva —decía Marx— toda una superestructura de impresiones, ilusiones, de formas de pensar y de concepciones filosóficas particulares. La clase en su conjunto las crea y las forma sobre la base de estas condiciones materiales y de las relaciones sociales correspondientes. El individuo que las recibe por tradición o educación puede imaginarse que ellas constituyen las razones verdaderas determinantes y el punto de partida de su actividad. Y, de modo idéntico que en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa o dice de él y lo que realmente es, precisa diferenciar, aún más en las luchas históricas, entre la fraseología y las pretensiones de los partidos y su constitución, con sus intereses verdaderos, entre lo que éstos imaginan ser y son en realidad.
Toda época social requiere sus grandes hombres; cuando no existen, los inventa y la lucha de clases ha creado circunstancias y condiciones que han permitido a un personaje mediocre y vulgar desempeñar un papel de héroe.
Soy y he sido siempre —dijo Uriburu a Pinedo— un hombre de orden, pero la fatalidad ha querido que comience e mi vida con una revolución y que la termine con otra. ¡Sí, la fatalidad lo ha querido! ¡Y es a este hombre a quien se ha presentado como héroe! El doctor De la Torre —su intimo amigo de cuarenta años—, aseguró que sus inepcias y discursos los redactaba su secretario. Movíase entre los comunes tópicos de la estulticia militaresca: patria, orden, jerarquía, Dios, fuerza; ni grande hombre ni pequeño hombre, su rasgo esencial y de cierto poco distintivo, era éste: mediocridad, que se puso de manifiesto en el decurso azaroso, vacilante, de su ejercicio del poder. (La Prensa decía que carecía de condiciones políticas...). Hablaba jactanciosamente, cosa injustificada, basada sólo en su jerarquía generalesca (en ello se fundaba toda vez que se expresaba públicamente, aunque, es de justicia reconocer, otra cosa no tenía); era un militar que, fuera de sus conocimientos como tal, no habría leído en su vida más que algunos pocos libros y que por toda información doctrinaria conocería la colección de La Nueva República. De todas las maneras, ni en su biografía ni en sus características personales distinguíanse los rasgos justificantes de su candidatura. Sobre toda la experiencia universal de la inconsistencia de la democracia, había de producirse entre nosotros la del 6 de septiembre, para poner en evidencia clara, directa y decisivamente, la fragilidad de un régimen que con casi 80 años de desarrollo normal, pacífico, delicuescente se desmoronaba, como una construcción infantil, con el puntapié de una bota militar, árbitro superior a las jeremiadas sobre la Constitución, la ley, el sufragio y el mito mentiroso en el régimen social de la actualidad, aún democrático, de la soberanía popular. Es que la bota militar, que indigna tanto a los demócratas y pacifistas, simboliza ese árbitro histórico, ese elemento real y decisivo en el transcurrir de los hechos sociales: la fuerza en la oportunidad presente al servicio de la clase capitalista argentina, que había decidido acabar con los métodos del Estado democrático para acudir a los métodos fascistas.
Esta del 6 de septiembre no es tampoco una de las variantes comunes en el turno de los partidos burgueses en el poder; es un golpe de estado con evidentes finalidades sociales o, más concretamente, de clase. El golpe de estado es un cambio en las cumbres del poder, pudiendo ser escasa o larga su prolongación en el tiempo y distinta su vigencia e influencia en la variación de la vida social, económica y política del país, dependiendo esto de sus objetivos y ejecución. De la definición que queda hecha, dedúcese la nula participación —considerando ésta como la gravitación de sus intereses— de las masas populares en la realización de aquél. Pero es de toda evidencia que la masa popular, que no obrera, participó con su presencia de la marcha militar de aquella tarde de septiembre y fué, en verdad, quien permitió el triunfo del movimiento. Uriburu, que había planteado, según De la Torre, sus propósitos fascistas a algunos militares que le acompañarían, no era apoyado por estos en tales disposiciones. La revolución —dice el mismo De la Torre— estaba fracasada, sin embargo, a las 9 de la mañana. El Campo de Mayo no se pronunciaba por el general Uriburu; un jefe de regimiento, el coronel Alcárez—Pereyra, se había cruzado en el camino de la sublevación, y no permitió en todo el día que nadie se moviera; la tercera división permanecía quieta en Entre Ríos, lo mismo que sus cuerpos destacados en Rosario y Santa Fe; el general Justo quedó en su domicilio hasta el mediodía; tampoco se pronunciaba la escuadra cruzada de brazos a tiro de fusil de la Casa de Gobierno. Uriburu se da cuenta de que el ejército con cuya totalidad no contaba, no bastaba a hacer la revolución; debía rodeársele de civiles, de pueblo. Nuevamente sirvieron para encubrir la desnudez del aspecto de la revuelta, las fuerzas democráticas, a quienes se dirigió el coronel Descalzo, a nombre de Uriburu, diciendo que necesitaban la presencia de civiles para no dar la impresión de un motín cuartelero, el concurso de pueblo es indispensable; si no hay pueblo, las tropas no saldrán. Y sabiendo que la situación estaba madura, sin la totalidad del ejército, y más bien con una minoría de él, Uriburu se lanza a la toma del gobierno. Y acierta con el punto de partida: Buenos Aires, ya no es sólo la capital federal del país; su capitalidad es mucho más efectiva: social, económica, política, cultural y geográfica, único punto por donde en el país debe empezarse cualquier movimiento tendente a la apoderación del poder.
Pero las masas que iban a la revolución sólo creían que ésta se proponía reemplazar temporalmente el irigoyenismo, para biemponer de nuevo en ejercicio el armazón institucional. Una asamblea estudiantil (el reformismo universitario, que dicho de paso, demuestra aquí definitivamente lo que es), votó a las diez horas del mismo día 6, esta resolución: que interpretaba el movimiento militar como tendente a lograr los fines del movimiento civil. Que las fuerzas armadas deberán luego reintegrarse al ejercicio de su única misión señalada por la ley, entregando las funciones del gobierno a las autoridades constitucionales, con el fin de convocar de inmediato a comicios libres, para restaurar el funcionamiento normal de las instituciones republicanas. Lo de siempre en el pensamiento democrático; ilusiones, y lo que es peor, que no sirven más que para encubrir calamidades. Trazarse apriorísticamente un plan ideal, sacando al ejército, es decir, a la fuerza, de su única misión —con lo que ya se ve que no es esa la única— para que, también ideal y felizmente, se vuelva luego al cuartel, respetuoso dé la sofistería y de las ingenuidades democráticas. ¡Que sancta simplicitas! Quien dispone la fuerza, en este caso, dispone lo que ha de ejecutarse. Pudiera considerarse, a pesar de ello, esta declaración como el sentido dado al golpe de estado, en consonancia con lo proclamado hasta entonces por las fuerzas opositoras, por la parte popular que lo apoyó. De su parte, la escuadra declaraba:
- Que no están dispuestos a seguir apoyando el gobierno de Hipólito Irigoyen,
- Que solicitan su inmediata renuncia y la de su ministerio,
- Que no harán uso de las armas de la Nación para utilizarlas contra el pueblo ni contra sus camaradas del ejército.
- Que se opondrán con las mismas armas a todo intento de dictadura militar o civil.
- Que defenderán el fiel y estricto cumplimiento de la Constitución Nacional, después de producida la renuncia del presidente y sus ministros.
Y el ejército:
- El movimiento se dirige contra los hombres que actualmente ocupan las más altas posiciones públicas y que, olvidando la fe jurada a la Nación, se han apartado de toda norma regular y ética en el ejercicio de sus funciones, llevando al país al estado de subversión institucional y de desorden político y económico que ha sublevado la conciencia nacional.
- El gobierno provisorio proclama su respeto a la Constitución y a las leyes fundamentales vigentes y su patriótico anhelo de volver cuanto antes a la normalidad, ofreciendo a la opinión pública garantías absolutas, afin de que la Nación, en comicios libres, pueda elegir sus nuevos y legítimos representantes.
Y posteriormente, el héroe que había tomado por asalto — una casa vacía, aseguraría desde los balcones de la misma: Envainamos las espadas, y que hablen las urnas.
Así, pues, comenzaba la farsa, la comedia, que ulteriormente iba a trocarse en drama. Los caídos, según sus acusadores, habían olvidado la fe jurada; asimismo, los ascendidos, el golpe de estado mediante, habían de incumplir la fe jurada; las predicciones de los unos y las promesas de los otros no hallarían ejecución sino a pesar de ellos mismos: la Constitución que unos juraban respetar, sería despreciada; la dictadura, a la que los otros se opondrían, ejercida; el hablar de las urnas en comicios libres, convertiríase en un vulgar fraude bonaerense, con las protestas vanas de los apaleados.
¡Y son estas gentes, estas mismas gentes que juran por sus manes históricos, por su patria, su honor y su religión, los que se llenan de horror aspavientoso ante la verdad expresada por Lenin que en política sólo los idiotas creen en palabras de honor!
Bien inmediatamente el 6 de septiembre mostraría la cara vuelta, nueva para la Argentina, de esa sangrienta caricatura del imperio romano: el fascismo.
IV. Fascista y democrático: carácter dúplico del movimiento
¿Respondió el advenimiento de una manera dictatorial de gobierno en el país, a razones inmanentes de un largo proceso, fue la suya factura de acontecimientos extranormales? La historia económico—política argentina que va de 1890 hasta 1928, que podríamos nominar moderna y presente, es de normalidad y prosperidad regulares, normales. La crisis y iniciada en 1928 y que correspondientemente y de tan intensa manera afectara el país, en junto con la crisis política iniciada inmediatamente después, precipitó la ruptura de ese ordenamiento, imponiendo necesidades nuevas a la burguesía y al imperialismo rectores de la política nacional. Por ello, aunque con caracteres de extranormal, históricamente, en el plazo pretérito inmediato el movimiento de septiembre era previsible. Pero, ¿esas necesidades históricas determinaban el cambio de las fracciones políticas tradicionales, no sólo del radicalismo, sino de ellas en su conjunto, para reemplazarlas por un poder fascista? Aquí comienza la diferenciación operada a las claras entre los dos sectores coautores del golpe de Estado: El sector civilista, democrático, juzgó de conveniencia despedir el radicalismo y no ir más allá. El sector fascista, minoritario, pero más audaz y decidido a virtud de la fuerza de que disponía, juzgó lo opuesto. Y el desenvolvimiento posterior del golpe de Estado se nutre de completo por esta diferencia que había de terminar con el triunfo del sector democrático.
En los días que tuvieron lugar las primeras conversaciones de los representantes de los diversos partidos —relata Pinedo, dando testimonio histórico de su función de demócratas conversos en introductores concientes de la dictadura—, llegaron hasta nosotros versiones que presentaban a los militares divididos en dos tendencias: una de marcado carácter democrático, que quería, según esas versiones, limitar el rol del ejército al de ejecutor de los designios populares y que se proponía en caso de triunfar en un movimiento armado, entregar las riendas del poder a gobernantes civiles y volver sin demora al régimen constitucional; otra, a quien se atribuía el propósito de implantar su propio predominio para quitar al país algunas de sus instituciones que nosotros consideramos de la esencia misma del régimen democrático, y que en opinión de esos militares eran la causa real de los males que sufríamos.
Y luego:
Durante el transcurso de la conversación el general (Uriburu) no ocultó ideas políticas y sociales que yo le conocía de mucho tiempo atrás. El general no creía en la conveniencia, para nuestro país y para todos los países en general, de ciertas instituciones que la mayoría de los argentinos consideramos esenciales y básicas de una democracia. No creía que los ciudadanos debieran tener un voto como simples ciudadanos, es decir, sin ninguna calificación basada en sus actividades, sus intereses económicos, su función social, su categoría o jerarquía. Creía que la agrupación de los hombres a los fines de la organización política, en forma puramente geográfica y confundidos dentro de cada distrito, todos los ciudadanos, sin distinción entre ellos, con un voto por cada hombre, es decir, el sistema electoral vigente en todos los países democráticos, era y seguiría siendo pernicioso. Afirmaba que sobre ese sistema tendría ventajas inmensas aquel que fundara el poder político agrupando a los ciudadanos en categorías, gremios, grupos profesionales o corporaciones de intereses.
¡El espectáculo ridículo de un hombre político que girando de general a general quiere convencer a uno de ellos, fascista, de sus mínimas diferencias con el otro recomendándole la lectura de publicistas liberales!. Fuera éste —si no vinieran en corroboración de ello los acontecimientos anteriores y posteriores—, el testimonio suficiente del doble aspecto del movimiento septembrino. Pero, sobre eso, está aquí en exposición la función desempeñada por estos socialistas y demócratas. ¡Lanzarse al camino del asalto del gobierno en compañía de quien disponiendo de la fuerza y la jefatura del movimiento expone su decisión de acabar con el sistema democrático que consideran ellos la esencia de la Nación! ¡Cuán claro es que por encima de las diferencias políticas hay un nexo común que une a los hombres: la clase social a que pertenecen!
En manifiesto dado el 30 de septiembre, el héroe fascista rompía con el sentido civil del movimiento de septiembre.
Creemos que es necesario, interpretando aspiraciones hechas públicas desde hace largos años por parlamentarios, hombres de gobierno, asociaciones representativas de grandes y diversos intereses que la Constitución sea reformada de manera que haga posible la armonización del régimen tributario de la Nación y de las provincias, la autonomía efectiva de los estados federales; el funcionamiento automático del Congreso y el perfeccionamiento del régimen electoral de suerte que él pueda contemplar las necesidades sociales, las fuerzas mismas de la Nación. Cuando esos intereses puedan gravitar de una manera efectiva no será posible la reproducción de los males que ha extirpado la revolución. Cuando los representantes del pueblo dejen de ser meramente representantes de comités políticos y ocupen las bancas del Congreso, obreros, ganaderos, agricultores, profesionales, industriales, etc, la democracia habrá llegado entre nosotros a ser algo más que una bella palabra.
La revuelta ponía ya a las vistas algunos de sus más acusados rasgos: hipocresía y falsedad. Igual que una obertura de ópera toma los temas musicales de la pieza entera y les da una expresión resumida, sintética, esta obertura política no ha podido más que escoger las melodías que en el porvenir se desenvolverán del todo con la colaboración de los platillos, de los contrabajos, de los tambores y de otros instrumentos de una grave música de clase, estando inclinados a tomar la obertura por la ópera misma. El concierto, sin embargo, estaba destinado a fracasar. La revolución no extirpó ningún mal. Y en el actual régimen democrático-burgués, bien que con limitaciones, impuestas en salvaguardia propia, ganaderos, terratenientes e industriales —que no los obreros—, ejercen efectiva, específicamente, su gravitación, poco menos que omnímodamente. Ni tampoco el régimen corporativo fascista solventará más que a costa de las masas obreras y populares ningún mal. Ni es, de modo alguno, democracia.
Los héroes septembrinos, envueltos en las contradicciones inherentes a la naturaleza de su ejercicio del poder, proclamaban sólo mediadamente sus objetivos criminales. No otro método podían seguir hombres como Sánchez Sorondo, este abogado a salario de la Standard Oil y de sociedades almaceneras (su pensamiento tampoco podía ser más que la contradicción resultante de capitán de tan distintas industrias), ante fracaso de político, que a lo más a que puede aspirar es a realizar un buen fraude electoral en la provincia, éste que quiere ser fascista y no logra más que ser un conservador de Buenos Aires, este hombre de oratoria grandilocuente y ramplona, esta lamentable remedación de Fouché. La dictadura vino, pues, a moverse, según su presupuesto, conforme á la consigna: fuera, y por encima de la Constitución, fuera y por encima de los partidos, a romper, ni que decir tiene, con toda superstición electoral, parlamentaria, democrática. Que lo primero podía hacerse era claro, por cuanto, según ha dicho la sirena reaccionaria de Lugones (naturalmente, la identificación con este pensamiento proviene de muy distintas razones que las suyas) de la Constitución no quedaba, y no queda, más que una tapera. Pero lo otro: ¿cómo eludir sin tener con que reemplazarla la mecánica política precedente, cómo acabar así como así, con el otro sector de su clase que reclamaba los métodos tradicionales? ¡Estos fascistas iban a ensayarlo por el comicio! El plan era éste: se convocaría a elecciones, por grupos de provincias: Es decir, ofreciendo elecciones a los partidos que fueran sometiéndose al criterio dictatorial, et sí non, non.
Se comenzó por la provincia de Buenos Aires. Los resultados24 no expresaban más que esto: las masas tomaban a radicales y socialistas, es decir, a la oposición como trampolín de expresión (otra forma, a falta de sindicatos revolucionarios y partido comunista mediante los cuales quizá hubieran manifestado por sí mismas de manera distinta no había) de su reprobación de la dictadura, que mantenía el estado de sitio y la ley marcial, contra las prisiones de obreros, la destrucción de los sindicatos, la amenaza de supresión del sufragio, el aumento de aranceles aduaneros a primeros artículos de consumo, el aumento de tasas postales e impuestos. Puede aseverarse que este fue el más rotundo golpe asestado a la perspectiva fascista del uriburismo, que hizo trastabillar incluso al poder dictatorial como tal25.
Si la llamada oposición no hubiera sido, como fue, más que una oposición endeble y cobarde, quizá hubiera sido ese resultado electoral fatal para la dictadura. Los socialistas afirmaron reiteradamente que no crearían obstáculos al gobierno provisional en su retorno a la normalidad. Es decir, que le abrían una segura y larga perspectiva de paz. Pero hasta allí la revuelta había dado de sí cuanto podía. El sobrevivirse posterior no fue más ni otra cosa que esto: la búsqueda de una retirada, en su concepto más o menos decorosa, con una sucesión que le garantizara ese mismo descenso, impidiendo la vuelta al poder del radicalismo. En un nuevo manifiesto (18 de junio) propiciaba la autonomía financiera de las provincias, la independencia del Congreso y su regular funcionamiento. ¡Medidas de la más precisa filiación liberal! Y para dar cabalmente la miseria de su pensamiento, la hesitación de su proceder, la incapacidad de su política, la torpeza de su desenvolvimiento, la tragedia de su represión criminal, hecha a nombre del fascismo, decía que esas reformas caracterizaban concretamente el contenido y la razón histórica de la revolución del 6 y que sin su sanción sería ella infecunda como un hecho efímero, como una sustitución pasajera del personal de gobierno.
Fuerte frente a cada una de las fuerzas democráticas opositoras (radicales, socialistas, demócratas progresistas y radicales antipersonalistas de Entre Ríos inclusive, es decir, el 75 % de la opinión nacional) era inferior y débil (aparte el ejército) en oposición a la totalidad de esas fuerzas mismas en su conjunto. Como tampoco los bandos políticos que le apoyaban estaban en disposición de propugnar el fascismo, forzoso le fue proseguir una acción dual que a la postre le frustró el alcance de ese mismo fin. Esa dualidad consistió en efectivas medidas dictatoriales, fascistas (abolición de la Constitución, Parlamento, comunas; anulación de elecciones y exclusión de partidos y —sobre todo— represión sangrienta del movimiento obrero revolucionario) y en la promesa constante de dar a la solución de las masas y los partidos, mediante elecciones, libre y legalmente el problema del poder. No era esta duplicidad impuesta subjetiva, voluntariamente por: los promotores distintos de la revolución.
Jamás se dan los procesos sociales, por decir así, con una exacta pureza química. A gentes que se juzgan marxistas porque mal ven la lucha de clases a través del papel en que está impreso el pensamiento de Marx y no por medio del sistema marxista, rico, variado, complejo pero claro, más fácil resulta tomar de las relaciones de clase un esquema general sociológico que el choque y entrelace de las mismas en sus formas históricas concretas. Esto es, no someten el estilo a las ideas, sino que recurren a su inversa, confundiendo la denominación del proceso político por el proceso mismo. De premisas justas puede arribarse a deducciones erróneas, pero del análisis equivocado de las causas se llegará siempre a falsas conclusiones. Por ello es de frecuencia y sencillo que quien desconozca las causas se sorprenda de los resultados. Así, pues, el Partido Comunista oficial, durante el período dictatorial todo, no hizo sino repetir monocordemente que la dictadura militar, burocrática, reaccionaria de Uriburu, era fascista. sin ver que porque aplicó medidas fascistas para la represión del movimiento obrero, esto no bastaba a una tal calificación, por cuanto el uriburismo no fue un sistema particular de estado (corporativo, mantenido por un partido militarizado y gobernado por un comité de éste, para atender a los rasgos salientes del actual estado italiano) que exterminara no sólo la vanguardia más auténtica y combativa del proletariado, el comunismo, sino también a las organizaciones obreras reformistas, a los socialistas, e incluso suprimiera el resto de los partidos burgueses y a toda oposición; esto, en cuanto a las características del poder fascista, que no fueron ciertamente las mismas del uriburismo, sino parcialmente. Y sí alguien pretende —y aun más a nombre del marxismo—, afirmar que la dictadura fue fascista, no hay más sino que encogerse de hombros frente a él y volverse a la masa obrera a explicar la realidad.
Si sobre eso se afirma como sin un análisis ni una argumentación, por cierto, ha hecho el stalinismo—, que la oposición (radicales, socialistas, etc.) y los de aquel entonces fracción distinta del uriburismo, hoy en el poder, son también fascistas, o como en su pintoresca jerigonza se dice, fascistizantes, es cerrarse a virtud de premisas falsas, y lo que es más grave, no verificadas ni aun desde su punto de vista, —lo que demuestra que sólo obedecen a voces del centrismo dirigente de la Internacional—, a ver las luchas o diferencias propias de la burguesía, a la deducción de toda perspectiva estratégica y táctica de la clase obrera.
La duplicidad cuyo señalamiento precedente se ha hecho cabe en este diagnóstico: teniendo, como tenían, las fuerzas políticas del capitalismo (terratenientes, ganaderos, industriales, capital internacional), posibilidad de constituir un gobierno no radical, ¿a qué lanzarse a la experimentación del fascismo, de inalcanzables consecuencias? El espíritu y el pensamiento políticos tradicionales de un sector de la burguesía dominaron sobre el espíritu y el pensamiento políticos renovadores (renovadores de los métodos brutales y criminales de su dominación y explotación) de otro sector de la misma clase. La experiencia histórica ofrece un caso de analogía, aunque de sentido contrario o, sí se quiere, similar: Pilsudsky, en mayo de 1926, vióse obligado, mediante un golpe de Estado expresamente dirigido contra los tradicionales partidos de lá burguesía polaca, a salvar la sociedad capitalista. Los peligros que las sacudidas sociales provocan, el fascismo incluido, son el origen de estas tendencias capitalistas distintas.
A la dictadura, pues, sólo dos trayectorias o, mejor, salidas quedaban. Una, el gobierno dictatorial reaccionario en ejercicio; pero éste no podía, claro está, sino realizar una política fuerte (la garantía de un poder fuerte, en cualquiera de sus aspectos: democrático —como lo es ahora el gobierno de Justo—, dictatorial o fascista, pero fuerte, eran exigencias naturalmente inaplazables del capitalismo nacional y extranjero, como se demuestra en el capítulo dedicado a las circunstancias económicas promotoras del golpe de Estado) que para serlo, necesitaba a un tiempo mismo presionar y explotar (impuestos, ventajas y concesiones a empresas extranjeras, rebajas de salarios y, políticamente, cesación absoluta de toda liberalidad en orden a la prensa, organización, etcétera) más intensamente la masa popular y particularmente la obrera esto impedía de manera terminante el atraerse siquiera parcialmente esas mismas capas sociales sobre que necesita sustentarse inevitablemente todo poder, aún dictatorial. Ni aún de ese modo habría sido posible prolongarse indefinidamente, ya que Uriburu no se conformaba con la dictadura, sino que su exigencia, su aspiración, era implantar el fascismo. Como éste necesita, indiscutiblemente (Italia, Alemania) el apoyo popular, la clase medía, con que Uriburu no contaba, cuanto que las masas que participaron el 6 en el golpe de Estado no se movieron por objetivos fascistas sino democráticos, cuanto que la actuación del uriburismo en el movimiento fue un escamoteo, sí se quiere, del poder al sector mayoritario de la clase dirigente que en junto con él y su camarilla militar y financiera promovió la revolución, no estando abonada, pues, en ningún caso la tendencia fascista por apoyo eminentemente efectivo, popular, cuanto que no era un movimiento de masas, por ello, esta primera salida o trayectoria era, más corta 0 prolongadamente, de fracaso.
La otra, estaba en dejar paso a las fuerzas añejas, reaccionarias, democráticas, por los métodos electorales anteriores. Pero el entregar la solución a las masas por esos derroteros, significaba el triunfo seguro del radicalismo, esto es, la negación incluso más primaria, elemental e inmediata de la revuelta: la exclusión del radicalismo. Y como que, incapaz de imponer el fascismo, bien poco les costaba volver a a metodología tradicional, el recurso para ellos estaba claro: el fraude electoral, forma criolla, argentina y sudamericana distinta del resto del mundo capitalista, de expresión democrática de la soberanía popular.
¡Qué desgraciada caída de las perspectivas históricas! ¡De una revolución fascista a un fraude electoral común!
La evidencia cabal de esto que acaba de exponerse se halla en un artículo cuya titulación es acertadamente La aventura, del periódico fascista antes citado.
Dos eran las principales soluciones posibles al problema planteado por el hecho revolucionario: la reforma del Estado [el fascismo, A.G.] y la pronta vuelta a la normalidad. La primera era sostenida por el jefe de la revolución y sus más eficaces colaboradores en la preparación del movimiento revolucionario; la segunda, por los núcleos electorales que se plegaron a él cuando ya no vieron posibilidad de evitarlo: amigos de última hora hasta el día antes fueron sus enemigos, y a quienes no guiaba otra mira que la de aprovechar en beneficio propio los frutos de la desinteresada labor ajena. Los revolucionarios legalistas gravitaron de modo excluyente en las decisiones del gobierno provisional. Y entre ellos, sobre todo, los de tendencia conservadora, supervivientes o herederos materiales y espirituales de aquellos oligarcas que instauraron el régimen de sufragio universal sin sospechar que éste los desalojaría de las posiciones que ocupaban. De una parte el instinto los prevenía contra el espíritu de innovación que a ellos les diera tan pésimo resultado, y lo que les hacía las veces de razón no les permitía ver su necesidad. La reforma fue calificada de aventura, los reformistas de ilusos. En el peor de los casos y admitido que la reforma del estado fuera una operación de éxito dudoso, la vuelta a la normalidad era en todos los casos un desastre seguro. Pero el método puesto en práctica fue un compuesto de discrecionalismo, en el que las dos cosas se estorbaban recíprocamente, con grave daño de la acción a realizar. Demasiado dictatorial para lo que tiene de legalista, y demasiado legalista para lo que tiene de dictatorial, el gobierno provisorio acumula los inconvenientes de ambos sistemas sin tener las ventajas de ninguno de ellos. Y pese a los propósitos reiteradamente manifestados por el jefe revolucionario, sus agentes inmediatos transformaron una revolución hecha contra el espíritu de partido en el imperio del espíritu partidario. (10|10|1931).
Realizando la adaptación de una página magistral de Marx, podría analizarse y definirse de este modo el transcurrir de la dictadura uriburista: el período que ante nosotros tenemos es la más variada trabazón de contradicciones irritantes: constitucionalistas que conspiran abiertamente en contra de la Constitución, revolucionarios que se declaran constitucionalistas; una oposición que hace profesión de la paciencia, consolándose de sus derrotas presentes profetizando victorias futuras; demócratas que, siendo los patre conscripti de la democracia, se la entregan a sus enemigos; alianzas la primera cláusula de las cuales es la separación; batallas en quienes la indecisión es la ley primera. En nombre del orden, una agitación salvaje y sin objeto; la prédica más solemne en favor del orden realizada con motivo de la revolución. La colisión es un escándalo y la lucha una intriga. Pasiones sin verdad, verdades sin pasión; héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos; transcurrir del cual la fuerza motriz única es el calendario, fatigante por la repetición constante de las mismas tensiones y los mismos estallidos; antagonismos que semejan agudizarse periódicamente a sí mismos para poder embotarse y estrellarse sin resolución; esfuerzos pretenciosamente detenidos y temores burgueses ante el fin del mundo; y a un mismo tiempo, de parte de los salvadores del mundo, intrigas y comedias; y, en fin, la voluntad del país, cuando se manifiesta, halla su expresión inadecuada entre los inveterados enemigos de las masas.
V. La «oposición»
La suma del pensamiento democrático podría expresarse por aquella frase goetheana: Avanzar sin prisa y sin pausa, como la estrella. La historia es, para los demócratas, evolución indefinidamente, lisa, llana, simple, como una buena carretera en un día de sol; oponen la evolución —la que conciben como ininterrumpida reforma que va superándose a sí misma—, a la revolución, como métodos distintos elegibles a piacere, sin ver que son momentos más que métodos distintos; la revolución es, en su concepto, un desenfrenado desatarse de fuerzas elementales; la reforma, opuestamente, el razonamiento conciente. Y a pesar de ellos, la revolución y la guerra son hechos —los máximos del acontecer humano—, tanto o más comunes que la evolución y la reforma. La violencia la conciben como la máxima arbitrariedad —la fuerza bruta, la violencia estéril—, adjudicando a los que la reconocen como un hecho necesario el que la pretenden imponer como la prima ratio, y no la admiten siquiera como la última ratio. Todo lo cual no les impide, de cierto, que en estando en el poder la usen sí, de un modo en última instancia arbitrario y antihistórico, en defensa de sus intereses de clase, esto es, aplicada al proletariado, que se rebela revolucionariamente, a virtud de las leyes de su desenvolvimiento histórico. Pero enzarzarse con el demócrata en la discusión de la violencia y la revolución, equivaldría al intento de discutir de ruidos con un sordo.
Jamás se hubiera sospechado —son palabras de Rojas— que en la República Argentina, la patria de San Martín y de Sarmiento, pudiera darse, en 1930, un espectáculo de esa especie.
Desde septiembre de 1930 hasta hoy, hállanse frente a frente en la Argentina la fuerza de la espada y del espíritu.
Tales engendros de capricho individual y del egoísmo agresivo, vienen del más triste pasado sudamericano. Porque son absurdos, exóticos y anacrónicos...
Tal la posición del radicalismo frente a la dictadura; perseguido, vejado, excluido, el Partido Radical no hacía sino reclamar a nombre de garantías jurídicas. Lo único que se le ocurrió fue una intentona revolucionaria desde Corrientes, que, está claro, no podía más que fracasar. Expulsados con tal motivo del país sus dirigentes, lo que se ha dado en llamar ironía de la historia se convierte entonces en bufonería. Alvear, reaccionario medular, jefe otrora de las fuerzas que ahora acaudilla Uriburu, aparece vindicando la democracia y haciendo el papel elegante del campeón popular. ¿Aún con ello, tienen Alvear y Uriburu conciencia de esa diferencia? El dato no tiene sólo un interés psicológico. La clase enemiga por igual de ambos, el proletariado, sabe para sí que una tal diferencia sólo es episódica, que ambos son caudillos de una misma clase, pero que por eso mismo importa apreciar. Portavoces distintos del capitalismo, bajo la cubierta común de la república burguesa, oprimirán los dos al proletariado, pero con métodos distintos que implican para éste también una conducta diferente a proseguir.
El partido socialista argentino, como la II Internacional en su conjunto hasta 1914, desempeñó un rol progresivo hasta 1917. De entonces acá, el socialismo no ha sido más que un partido legalitario, parlamentario, que lejos de representar y defender los intereses del proletariado como clase, ha pospuesto en el más delicuescente liberalismo burgués la deposición del capitalismo, ateniéndose a una táctica que constituye la adaptación servil a ese mismo sistema; más atento a salvarse como partido, como aparato, su misión está cumplida impidiendo a la clase obrera desembocar por el camino revolucionario, convirtiéndose en la válvula de escape del régimen social de la actualidad, reteniendo la urgencia de las masas ante su miseria creciente y su falta de libertad política. Puede más en él lo accesorio, lo demócrata, que lo esencial, lo socialista. Como que ello todo quedaría demasiadamente en evidencia sí a esto sólo se limitara, admite, estudia y explica la lucha de clases en el pasado y acepta plantearla... en el porvenir. Cuanto al presente —se justifica— no tiene la mayoría de la nación. Referida a la socialdemocracia internacional, y por ello mismo a la argentina, no hay crítica más certera que esta de Trotsky:
La parte más degenerada del capitalismo está constituida por la burocracia socialdemócrata. Entró en el camino de la Historia bajo la bandera de Marx y Engels. Se planteó como fin la destrucción de la dominación burguesa. El poderoso esfuerzo del capitalismo se apoderó de ella y la arrastró a su remolque. Primero en los hechos, más tarde en las palabras, renunció a la revolución en nombre de las reformas. Es cierto que Kautsky prosiguió todavía durante algún tiempo empleando la fraseología revolucionaria, que él adaptaba a las necesidades del reformismo. Por el contrario, Bernstein exigía el renunciamiento a la revolución; el capitalismo representaba la época de la revolución pacífica, sin crisis y sin guerra. ¡Un modelo de profecía! Podía parecer que entre Kautsky y Bernstein existía una contradicción inconciliable. En realidad, se completaban simétricamente él y el otro, como la bota derecha a la bota izquierda del reformismo.
Estalla la guerra. La socialdemocracia apoyó en nombre de la prosperidad futura. En lugar de la prosperidad vino la decadencia. Entonces, la tarea no consistía en manera alguna en deducir de la insuficiencia del capitalismo la necesidad de la revolución, sino en reconciliar a los trabajadores con el capitalismo por medio de las reformas. La nueva política de la socialdemocracia consistía en salvar a la sociedad burguesa a costa de renunciar a las reformas. Pero tampoco esto fue la última etapa de la decadencia. La crisis presente del capitalismo agonizante obliga a la socialdemocracia a renunciar a los frutos de la larga lucha económica y política, y a llevar a los obreros al nivel de vida de sus padres, de sus abuelos y de sus tatarabuelos. No existe espectáculo histórico más trágico y al mismo tiempo más repugnante que la descomposición ruin del reformismo en medio de los restos de todas sus conquistas y de todas sus esperanzas.
Constituido principalmente por la pequeña burguesía urbana, el Partido Socialista argentino no cuenta con más rasgo propio que un quakerismo honesto que opone a lo que él llama la corrupción de la política criolla. El único hombre de relieve en su seno fue Justo. Capitulante declarado ante el capitalismo, adaptó la corriente reformista de Bernstein a las particularidades del país, agravándola con su teoría absurda sobre el capitalismo sano y el capitalismo espúreo, que conduce a la justificación del imperialismo en alguno de sus sectores. De idéntico modo que en la obra de Kautsky hay cosas valiosas, el trabajo teórico de Justo es utilizable en sus atisbos sobre la cuestión agraria en el país.
No podía, pues, sorprender la actitud del socialismo ante la dictadura. Diferentemente que sus colegas españoles, prefirió no colaborar con ella, ofreciendo una resistencia pasiva. La Vanguardia decía el 7 de septiembre:
debemos guardar ciertas reservas sobre el procedimiento de fuerza que se ha escogido... Cuando haya transcurrido algún tiempo y se hayan serenado los espíritus, nos haremos un deber en demostrár que siín el movimiento militar y mucho más después del movimiento militar, existió la posíbilidad de provocar el desenlace dentro de las normas constitucionales.
Mientras Bravo, en cambio, argüía no era posible, por haber llegado las cosas a un estado irreparable, confiar en los cambios legales, por difíciles y por lentos. En el manifiesto del 11 de septiembre, el partido manifestaba que aceptaban la revolución como un hecho consumado y su disposición a cooperar para que la normalidad de la Constitución se imponga en la república. O sea, que ofrecían a la dictadura su garantía de paz ilimitada. Respondiendo a un discurso de Uriburu, Repetto afirmaba esas concepciones utópicas, reaccionarias y escandalosamente pasivas, mitad ingenuas, mitad hipócritas del pensamiento liberal sobre el ejército: La prescindencia absoluta de los militares en política es un ideal difícil de alcanzar, pero imprescindible que lo alcancemos para estabilizar las bases democráticas del gobierno... la política es función exclusiva de los civiles. El ejército no es sino un instrumento concentrado, de la sociedad a que sirve, y no puede ser ajeno, puesto que es esa su misión específica, a la lucha política interior como exterior en la que decide, por la fuerza en favor de la clase dominante. La historia toda lo demuestra y, sí eso no bastara, el acontecimiento mismo del 6 de septiembre es ilustrador. El ejército —como la policía, la prensa, la Universidad, etc.—, no es sino uno de tantos instrumentos de dominación del capitalismo. ¿Cómo permanecer, entonces, neutral ante los hechos políticos o, lo que es igual, ante las relaciones y choques de las clases entre sí? Y toda la posición fundamental del socialismo durante la revolución fue el reclamar eso: la prescindencia militar, presentando esa pasividad como sucedáneo de la lucha contra las instituciones capitalistas.
Hay un documento que aunque repugnante de reproducir, caracteriza concluyentemente la actividad del partido bajo la dictadura, dirigido el 4 de noviembre a Sánchez Sorondo, y que invalida definitivamente a sus autores ante la clase obrera:
Apenas se constituyó el Gobierno Provisional surgido de la revolución del 6 de septiembre, nos apresuramos a declarar —después de haber formulado las imprescindibles salvedades sobre el origen de fuerza sobre la nueva situación— que de nuestra parte no crearíamos al Gobierno Provisional la más mínima dificultad para el cumplimiento de una tarea que reputábamos ardua e indispensable. No obstante habernos mantenido totalmente extraños a los trabajos de la revolución, comprendimos, una vez producida ésta, que ella contaba con el apoyo de una gran parte de la opinión, y tanto a causa de esta circunstancia como por la de encontrarnos frente a un hecho consumado, adoptamos la posición sensata que todo el mundo aplaude y reconoce. Nos consideramos, por lo tanto, investidos de la autoridad moral suficiente para dirigirnos a ese Gobierno, a fin de hacerle algunas sugestiones relativas a actitudes y procedimientos.
A despecho de aparecer redundantes y hasta ingenuos, nos permitimos hacer presente a ese Gobierno que es necesario tranquilizar, pacificar el ambiente del país, llevando la calma a todas las clases sociales, y muy especialmente a las menos favorecidas, para que el país y el propio Gobierno Provisional puedan superar las grandes dificultades de la hora presente y restablecer la marcha regular y próspera que todos anhelamos para este hermoso trozo de tierra, dotado de tantas posibilidades para el trabajo fecundo y susceptible de llegar a ser, por el esfuerzo inteligente y aplicado de sus hijos, uno de los países más admirados y más libres de la tierra. Y esta tarea de pacificación debe ser realizada francamente, lealmente, sin reticencias de ninguna clase y dando a todos la evidencia del buen deseo que anima al Gobierno Provisional. El país necesita ahora de mucha calma, de toda su calma, para afrontar con serenidad y resolver con éxito las grandes dificultades en que se debate. Esta calma debe venirle, le vendrá en primer lugar de la confianza que sepa inspirarle el Gobierno Provisional, de la seriedad y mesura de su gestión, de la habilidad que ponga en evitar luchas y roces inútiles y de la convicción que sepa crear en el pueblo de que es un gobierno que cifra todo su honor en desempeñar leal y honestamente las funciones transitorias que le ha encomendado la revolución.
¿Francamente, lealmente, sin reticencias, qué significación, qué propósitos eran los de esta baja adulación a la dictadura? ¿En qué consistía para ellos el cumplimiento de una tarea que reputaban ardua e indispensable? ¿Acaso no sabían que la ardua e indispensable tarea de la dictadura era implantar el fascismo? ¿Y la posición sensata que todo el mundo aplaude, cuál es? Estas gentes, hábiles intrigantes parlamentarios (aquí no han llegado a serlo ministeriales), consumados burócratas en el oficio de confundir a los trabajadores, en cuanto las circunstancias se ponen críticas y se ven descentrados de la órbita del cretinismo parlamentario, de la pasividad y la banalidad legalistas, no saben otra cosa que capitular cobardemente ante el enemigo de clase y a eso le llaman sensatez, cordura, serenidad... Un caballerito de Versalles no habría mejor hecho un más cumplido mohín cortesano que estos socialistas ante la dictadura.
Aconsejaron, además, a la dictádura la constitución de un partido nacional que apoyara sus propósitos y solicitaron ¡de la misma! el saneamiento del Poder Judicial, interviniéndolo.
Frente de cada nuevo arresto de violencia de la dictadura, cuando no aconsejaba juicio y sensatez, es decir, aceptación y pasívidad, el socialismo se prevenía a sí y a los demás de la imposibilidad de sustentamiento por parte de aquélla, de semejantes intenciones26. O su equivalente, en términos de precisión mayor: hacíase la ilusión de destruir a priori la realidad, negándola. Con lo que no mostraba más que el reverso de su impotencia. O si no, se sacudía con violentos pero inofensivos accesos de iracundia moral clamando un histerismo democrático que habrá hecho sonreír al gobierno dictatorial. Lo que no le impidió luego utilizar la exclusión del radicalismo, para aliarse con la burguesía santafesina y obtener una buena representación parlamentaria que, a no mediar esas condiciones de excepción, no habría obtenido. Sin embargo, sería insuficiente esta apreciación psicológica. El socialismo apoya al capitalismo no como los magnates de éste, por las ganancias en la explotación industrial, etc., sino por los beneficios que le corresponden como partido, en su aparato potente y numeroso.
Ya que se juzga al socialismo en su conjunto, en función de su actuación bajo el poderío dictatorial, importa analizar igualmente —con lo que, mediante un caso particular se vuelve, asimismo, sobre el aspecto general del asunto—, la personalidad de su jefe, como tal, representativo.
Apenas puedo contener el júbilo que me producen —Repetto declaraba—, al citarlas, estas palabras del conocido socialista austriaco Carlos Renner: La lucha es lo fundamental, y la doctrina sólo su reflejo cerebral en la teoría. Estas palabras sintetizan toda mi convicción y el sentido mismo de la vida.
Efectivamente, la doctrina es el reflejo cerebral, sólo que en el cerebro de algunos luchadores las imágenes se dan invertidas. El uno remedaba a Renner, el austromarxista y éste, a su vez, a Bernstein (El fin no es nada, el movimiento es todo), sin ser originales siquiera en orden a la declinación del pensamiento.
Él cultivo del hombre práctico es, en el fondo y en la realidad, la manifestación de la impotencia y la justificación de la misma. Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria. En ellos, la teoría es un fastidioso ente abstracto, una especulación demasiadamente intelectual, inconducente, no esforzada y dificil elaboración conciente, obtenida en el mirar cara a cara la realidad para mejor moverse dentro de ella. Esto cohonesta en su pensamiento a la perfección con una admiración beata y supersticiosa de la ciencia y el progreso, verdadero absurdo científico. Toda su política es, pues, empírica, improvisada y, parapetada tras el realismo, la marcha zaguera de todo acontecimiento. Cuanto que jamás han previsto ni predicho nada, para no recaer en teorizaciones no dado jamas el salto o empuje para decidir una situación histórica, les resulta fácil la adaptación al hecho consumado (y claro, proclamar ante él su impotencia), tomando del proceso social y político un cómodo cliché por detrás. Lo inalcanzable para ellos es el logro de lo que ha sido la característica del comunismo: la intransigencia en cuanto a la ejecución correlativa de lo proclamado teóricamente y la diferencia entre unos y otros estriba en la base social sobre que se apoyan. Los socialistas, oscilantes entre el proletariado y el capitalismo, decidiéndose por éste en los momentos culminantes, no pueden más que conducirse así. Ya Marx ridiculizó en Lasalle y su Realpolitik este realismo que atiende solo a hipotéticos resultados inmediatos.
El oportunista —habla Lenin— no siempre traiciona su partido, no lo abandona. Lo sirve sincera y asiduamente. Lo que sobre eso le caracteriza, es la sujeción a impresiones momentáneas, su incapacidad de resistir a la corriente, su miopía política. El oportunismo es el sacrificio de los intereses esenciales y durables del partido a sus intereses pasajeros, momentáneos, secundarios
De tiempo atrás viene en Repetto su empeño en congraciarse con la clase gobernante; ha hecho para ello la vindicación de los hombres del régimen, el elogio del honor de los hombres de negocios, y declarado veces repetidas que es el suyo un partido de orden, pretendiendo así demostrar su capacidad de hombre de gobierno. Vive el cretinismo parlamentario como el pez en el agua. Ni orador ni escritor, desempeña prolíficamente, sin embargo, ambos oficios a la vez; en su calidad de hombre práctico, atiende por igual las minucias partidarias (alguien —creemos que Palacios— le denominó el genio de las nimiedades) como las grandes cuestiones políticas. Sus principales recursos: su indiscutible honradez personal, y la esforzada actividad partidaria, que le han dado grande valimento. No alcanzó nunca la altura de Justo, no pasando de ser un Babbit de la política, respetuoso de la ley y temeroso de la fuerza. El nivel cultural de nuestra política toda le ha conducido y permitido ser, lógicamente, jefe del socialismo a quien no debió pasar, a diferencia del personaje de Lewis, de ser un buen médico provinciano.
Con una oposición como ésta, en efecto, nada debía temer la dictadura. Su caída se debió a factores materiales y propios de su mismo desenvolvimiento y no a la presión de estas caballerescas, amables, cobardes y capitulantes fuerzas de oposición.
VI. La dictadura y el proletariado
El proletariado se halló ante la dictadura, desprevenido e indefenso. Sin un partido revolucionario fuerte, ni siquiera uno reducido pero capaz y con un movimiento sindical reformista —la Confederación General del Trabajo—, de quien sus dirigentes no tuvieron inconveniente en adaptarse a tratativas apolíticas con aquélla como antes lo habían hecho con cualquiera otro gobierno. Sin partido, pues, y sin sindicatos, había de soportar sin defensa los golpes terribles que posteriormente le asestaría la revolución.
Si el proceso político del uriburismo fue vacilante en gu desarrollo propio y en su relación con los demás grupos burgueses, en cuanto a la acción represiva contra la clase trabajadora fue firme, recto, tenaz. Clausuró, persiguió y colocó en la legalidad más absoluta a los pocos sindicatos y minorías revolucionarias y la prensa auténticamente obrera; encarceló, torturó y deportó a sus más concientes militantes. Cualquiera sea la clase que lo detente, el Estado es conservador. De su poder, sobreentendido. Apela para ello a cuantos medios, fuertes o leves, humanos o inhumanos dispone. Como que no somos anarquistas, reconocemos la necesidad e inevitabilidad histórica del Estado y las consecuencias inherentes a su existencia, que explicamos con arreglo a este supremo criterio: la clase que lo detente. Aquella norma de defensa del Estado —llamémosla así—, se aplica frente a movimientos que en presencia o en su devenir implican un peligro seguro para ese mismo poder, para su estabilidad. De otro modo, no trascienden de actos vulgares de criminalidad, de homicidios comunes. Bien se ve que el proceder de la dictadura con ciertos militantes del movimiento anarquista y aún con otros no pertenecientes a ese movimiento, no fueron más ni menos que esto último (fusilamientos de Penina, Scarfíó y De Guovanni), motivado sólo por el deseo de aparecer como un gobierno fuerte, omnisciente, seguro de su poder, sí no es para justificar la permanencia del estado de sitio y la ley marcial.
Ahora queremos, en función de su actividad durante el periodo dictatorial, realizar un juicio crítico sobre el Partido Comunista argentino.
Este ha adolecido, principalmente, de incapacidad para elaborar un pensamiento, una interpretación marxista de los fundamentales problemas económicos, políticos y sindicales del país, sobre que fundar los rasgos particulares de su estrategia y táctica y de incapacidad más notoria en cuanto a la preparación de cuadros dirigentes, lo que le ha impedido arraigarse en el seno de la clase obrera. Vivió de un parasitismo extraño al ambiente y las masas humanas en que debía conducirse, adoptando fórmulas que no interpretaban las características nacionales de que habla Lenin. La gravedad de esta crisis que podría llamarse permanente es más notoria cuanto que no es una crisis de formación o de crecimiento. Y s1 bien es cierto que ella es en gran parte producto del partido, fundamentalmente se debe al curso erróneo de la Internacional. Innúmeros camaradas —sobre todo los procedentes de las divisiones de los años 1922, 1925 y 1927— son dados a creer que el comunismo en el país adolece principalmente de errores argentinos. La política nacional no puede juzgarse sino en función de la internacional. Particularmente después de la división del año 1925, la crisis del partido sé precipita vertiginosamente, correlativamente con la crisis de la Internacional Comunista. Desde entonces hasta hoy, y más acentuadamente que antes, el partido ha realizado la política de Jornadas fijas, repitiendo generalidades de la política comunista mundial sin llenarlas de realidad y concreción, aplicándolas a las exigencias del movimiento obrero del país, y sometiéndose total e incondicionalmente a la Internacional, de donde resulta que sus errores no son sino el resultado de la política de ésta (tercer período, radicalización de las masas, divisionismo sindical, social— fascismo, dictadura democrática de obreros y campesinos, revolución agraria antiimperialista, etc.). Hoy es una secta destinada a obedecer, ciega y sorda a toda otra sugestión, las consignas absurdas de la burocracia centrista dominante en el Partido Comunista ruso, rector, a su vez, de la Internacional, con lo cual ha contribuido inconcientemente a dar vigencia en el seno del proletariado a las torpes e intencionadas abstracciones burguesas y patrióticas de considerar a éste un país afortunado para el cual la historia ha creado leyes de excepción, con acuerdo a las cuales aquí no eran ni son posibles la explotación capitalista, las crisis económicas, la lucha de clases y, consecuentemente, el movimiento revolucionario nada más que una estéril importación.
En tiempos de ilegalidad, el Partido Comunista, y más aún si, como el argentino, es reducidamente minoritario, se afirma sobre sí mismo, reajusta su organización, se capacita. O, si sus efectivos materiales lo permiten, organiza un aparato clandestino, sin el cual es criminal, como lo hizo el partido bajo el gobierno dictatorial, lanzar a los militantes a la acción ilegal. El partido, antes del advenimiento de la dictadura, durante ella y ahora, debió y debe luchar no por la conquista inmediata del poder sino por extender su influencia en la clase trabajadora a nombre de la lucha venidera por él. Contrariamente a lo que la realidad de la situación imponía, durante todo el período dictatorial el partido agitó un infantil ultrarradicalismo proclamando, cuando las circunstancias distaban como el cielo de la tierra de ser revolucionarias, y sin contar con una preponderancia no ya intensa, que tampoco mínima en las masas obreras, ¡la constitución de consejos, el armamento de los trabajadores, la huelga general y la insurrección, para instaurar el gobierno de obreros y campesinos! La fuerza de la política marxista reside en la verificación que sus métodos y soluciones encuentran al proclamarse correlativamente con las exigencias reales y concretas de la coyuntura social. Por ello mismo, es en estas circunstancias críticas que la política realista del marxismo ejerce el máximo de atracción y que todo falseamiento de la misma en uno u otro sentido —el adelantarse a los acontecimientos o dejarse rebasar por ellos—, no hace más que acentuar su fracaso. Era evidente, bajo la dictadura, la tensión política existente, que con una táctica acertada, con una política marxista justa, podría haber dado al partido fuerte impulsión. Pero la política desastrosa perseguida por la dirección de aquél, no sólo no supo utilizar acertadamente circunstancias como aquellas objetivamente propicias: ante las mismas, no hizo sino agravar la desproporción existente entre tal realidad y sus voces de mando. Y como so eso no bastara, jamás supo dar una interpretación más o menos exacta sobre el golpe de Estado. Lo explicó exclusivamente con la concepción ultra—simple de la lucha interimperialista, que es en su ver el factor único determinante de la política nacional, y presentándolo como un triunfo del sector estadounidense. Naturalmente —esto se halla muy por encima de los dirigentes— no fundamentaron tan importantes afirmaciones con un estudio económico revelador de las mismas, ni dedujeron sus consecuencias políticas, ni una actitud correlativa de la acción del partido ni del movimiento sindical que él controla. Todo esto fue reemplazado por la procacidad de unos cuantos insultos y de sesudos artículos contra el trotskysmo.
Se declaró gobierno fascista a la dictadura: todos los partidos burgueses en el poder o aspirantes al poder, no quieren otra cosa que oprimir a los trabajadores con métodos fascistas; los dirigentes de la F.O.R.A. y de la C.G.L.; fascistas y social—fascistas indistintamente, al igual que los socialistas; La Crítica, diario fascista norteamericano; fascistas, a los dirigentes reformistas del gremio tranviario; fascista y fascistizante al radicalismo27. Enfrente de cada movimiento, partido, sítuación e incluso sindicatos, se calificaba sin más ni más (y aún se repite), fascismo, fascistizante. Cuando se presencia este grotesco conducirse de la dirección de un Partido Comunista que tiene a su disposición el arma extraordinaria del pensamiento marxista, la herencia privilegiada de la lucha del proletariado internacional compendiada en la revolución triunfante de octubre, en la Internacional, y en los triunfos y derrotas de ésta; cuando se sabe que por las consignas dadas por esa dirección se jugaba la vida de centenas de obreros, y que de su conducta dependía la macha del movimiento político del proletariado en el país, por largo tiempo, no se atreve a dictar la calificación por temor a llevarla demasiado lejos, pero sí se tiene el deber inaplazable de acusar a esa dirección de inepta, de criminalmente errónea y de señalar a la masa obrera comunista la necesidad de acabar con ella, de someterla al látigo de una crítica implacable, para impedir que continúe conduciéndola constantemente por caminos de derrota y de desastre.
En un folleto que constituyó un acontecimiento teórico desconocido en el partido —en el que el jefe del mismo, el autor, eleva potencialmente su incapacidad—, se hace un incompleto resumen de lugares comunes, la reedición de una serie de esquemas numerados, producto único con que el centrismo burocrático ha reemplazado al marxismo, se habla de la alianza demócrata—socialista y... de las guerras defensivas, pero no de la dictadura. El propósito del folleto era justificar las aberraciones stalinistas actualmente en circulación, todo esto que si es teóricamente pobre, inconsistente y vano, en la práctica (como al presente en Alemania y como durante el curso todo de la revolución española), conduce segura y sistemáticamente a los yerros más graves.
En este folleto28, después de demostrar que por los cauces económicos el imperialismo incide por igual en todos los sectores políticos nacionales —lo que es cierto, pero limitada y no automáticamente—, se asegura que el radicalismo mantiene una permanente y absoluta ligación con la fracción británica de aquél —sin especificar por qué y contradiciéndose con la premisa anterior, recayendo en el clásico error del partido de considerar la política nacional como el resultado exclusivo de la lucha interimperialista entre el sector estadounidense (conservadores y las derechas en general) y el británico (radicales e inclusive socialistas). Reincidiendo también —y satisfaciéndose sólo a sí propios, que no a las necesidades del movimiento—, en la concepción vulgarmente economista de una relación automática entre la economía y la política. Cierto, según la definición tradicional, la economia es la política concentrada. Pero no fue vanamente que Marx estableció la distinción entre la estructura (economía) y las superestructuras (ideas, política, partidos, Estados), importando, según decir de él, distinguir siempre su recíproca correlación. Esta correlación se produce en última instancia, esto es, pasando por una serie de procesos intermedios. Más concretamente: economía y política se intersuponen, y la dialéctica superestructural se introduce por veces en la base económica sin suprimir, ni que decir tiene, sus leyes fundamentales. Mientras no se traslade esto a nuestra realidad, a los efectos de analizar claramente las relaciones del imperialismo financiero y la política nacional, con el propósito de establecer, principalmente, la estrategia sindical y su aplicación táctica particular a las empresas imperialistas (ferrocarriles, tranvías, frigoríficos, etc.), en relación con las situaciones políticas dadas, el movimiento comunista no saldrá de su marasmo e ineficiencia presentes.
Lo más grave del folleto está en esto:
La democracia (se trata de la democracia burguesa, de la democracia en la sociedad burguesa actual, no de una democracia hipotética, sino de una democracia irrigada por los intereses de la clase predominante), no es lo opuesto del fascismo. Son dos formas de un mismo hecho substancial. La democracia burguesa es la forma encubierta y refinada de la dictadura burguesa—terrateniente; el fascismo es su forma descubierta y franca. La existencia del Parlamento (sin contar con que el fascismo es perfectamente compatible con el Parlamento, tan cierta es la identidad fundamental de democracia y de fascismo)29, la Constitución del 53 y los demás atributos democráticos no impiden a la burguesía instaurar su dictadura de hecho y, llegando el caso, mostrarlo así con desenfado.
La burguesía fue en su nacimiento una de las clases más revolucionarias de la historia. La democracia, que nació con ella —del tercer Estado—, era su ideal político y social, que representaba a la vez la felicidad para el pueblo. Progreso y democracia constituían una sinonimia, la idealización del dominio de aquella, mediante la cual proclamaba su soberanía, es decir, la del pueblo, contra las clases y castas precedentes, contra el feudalismo. Inspirada en el enciclopedismo, el socialismo utópico, el romanticismo literario, la filosofía racionalista y la ciencia experimental (iniciada al finalizar el siglo XVI, con Galileo, constituida a fines del XVII con Newton, se desarrolla en el XVIII), había realizado ya —a virtud de su precedente desarrollo económico—, la revolución en el pensamiento que había de permitirle proclamar la primacía absoluta de la razón, la igualdad jurídica de todos los seres humanos, el derecho natural, la voluntad general, conjugadas con la soberanía del pueblo y demás mandamientos rousseaunianos. Todo esto no significa —con su belleza— el establecimiento efectivo de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Cuando los privilegios y trabas del feudalismo hubieron desaparecido, como los reglamentos restrictivos del comercio y los mercados, despertaron en toda su vigorosidad los afanes de enriquecimiento, de la explotación del hombre por el hombre, evidenciando por debajo de la igualdad jurídica las inigualdades más poderosas de la propiedad y la preponderancia económica. Se apeló para ello a los métodos más crueles y sangrientos, y ya en su nacimiento quedaba caracterizada la democracia como el sistema político destinado a encubrir el contrabando económico—político de una clase.
La libre humanidad —dice Marx en unas páginas cuya reproducción hacemos in extenso30—, y su reconocimiento no son otra cosa que el reconocimiento del individuo burgués, egoísta, y del movimiento sin freno de los elementos espirituales y materiales, que forman el contenido de su situación social, el contenido de la vida burguesa moderna; que los derechos del hombre no emancipan por sí al hombre de la religión, pero le dan la libertad de religión, le procuran la libertad de propiedad, no le exentan de la tarea de ganarse la vida, pero le acuerdan, en cambio, la libertad de trabajar. El reconocimiento de los derechos del hombre por el Estado moderno no tiene una distinta significación del reconocimiento de la esclavitud por el Estado antiguo. La base de éste era la esclavitud; la base del Estado moderno es la sociedad burguesa, el hombre de la sociedad burguesa, esto es, el hombre independiente, únicamente unido a los otros por las ligaciones del interés privado y la inconciente necesidad natural, el esclavo del trabajo utilitario, de las propias necesidades y las ajenas necesidades egoístas. Esta base ha sido reconocida como tal por el Estado moderno en los derechos universales del hombre. Y él no los ha creado. Producto de la sociedad burguesa impulsada por su propia evolución más allá de sus trabas políticas, proclamando los derechos del hombre no hacía más que reconocer sus orígenes y bases propias.
El acrecer de las empresas comerciales, el deseo de enriquecerse, la embriaguez de la nueva vida burguesa, de la cual el primer goce es audaz todavía, frívolo, enervante; el progreso realmente fulminante de la propiedad fundiaria francesa, cuya organización feudal había sido quebrantada por el golpe de martillo de la revolución y que, en la primera fiebre de la posesión, sus numerosos propietarios sometieron en todas partes al cultivo intensivo, todas estas manifestaciones primeras de la industria libre —he aquí algunas expresiones de la nueva sociedad burguesa. La burguesía inaugura su régimen. Los derechos del hombre van a realizarse prácticamente.
Al realizar este análisis Marx ponía, por deducción, en descubierto la naturaleza política de la sociedad capitalista. También los utopistas Owen, Fourier y Saint Simon ponían en evidencia el contenido del nuevo régimen.
Crítica toda ésta superada por el moderno pensamiento marxista. La democracia se presenta hoy como una inmensa superestructura formalista. Pretendiendo englobar en una abstracción por sobre las clases que en la realidad no se produce, basada en el acuerdo, a los miembros todos de la sociedad, no a hace sino encubrir los factores reales y específicos de poder que se ejercen omnímodamente, por medio de sus detentores, entre la textura del sufragio, el parlamentarismo y las leyes; la tierra, las fábricas, los bancos, el capital financiero, el ejército y la prensa y las escuelas. Se pretende que ella es la opinión de la mayoría, expresada en los sufragios lectorales, cuando bien se sabe los innúmeros e inmensos recursos materiales —que acaban de nombrarse— con que la burguesía cuenta para fabricar la opinión pública, corromperla, engañarla.
El régimen democrático no resuelve ni evita nada: las sacudidas sociales de la izquierda o la derecha; entregado al fuego de los tres poderes, o a la lucha entre el Ejecutivo o el Parlamento es, como gobierno, ineficiente. El socialismo, constituido hoy en su máximo apologista, concibe como un sucedáneo de la lucha de clases las elecciones y el sufragio; como centro nervioso, vital de la nación, el Parlamento, en donde, según estas gentes, la burguesía realiza como una abdicación de su política de clase, permitiendo al proletariado realizar una pacífica revolución progresiva mediante mociones parlamentarias. Lo cierto es que hoy ——más que nunca— el proceso social se desarrolla fuera del Parlamento, cuando no por sobre él y contra él. La táctica del proletariado frente a él no consiste más que en utilizarle, en la medida posible, como instrumento de propaganda. Las reformas que antes podían arrancarse por la vía legislativa, carecen hoy de valer, dada su inestabilidad, ante la situación declinante del capitalismo, que las anula contra la ley, bajo la presión de sus necesidades. (Aun con ello, debido a las ilusiones que respecto de este sistema conservan en nuestro país las masas obreras, se impone la utilización extrema y hábil de la combinación de las reivindicaciones democráticas con la acción eminentemente revolucionaria, no negando abstractamente el democratismo burgués, sino mostrándolo, experimentándolo ante las masas con la experiencia activa). Pero ahora la democracia no sólo es combatida desde el sector obrero, comunista, sino también por algunos sectores del capitalismo.
Así como la democracia corresponde al período de desarrollo y madurez del capitalismo, la corriente política de la burguesía opuesta a esos métodos de dominación, que pregona la lucha civil contra el proletariado, el fascismo, se expresa en el periodo declinante de aquél. Surgido primeramente en Italia en 1920, con una concepción ideológica basada en las teorías de Sorel sobre la violencia, y su aplicación sistemática, tomó de los núcleos sindicalistas que le apoyaban (Rossoni) la ideación corporativa del Estado, y del campo nacionalista, al mismo como entidad supra—temporal e individual. (Todo en el Estado; nada contra el Estado: nada fuera del Estado, Mussolini). El Partido Fascista representa y encarna el Estado; el gran consejo, regentado por éste, es la institución central de gobierno y los sindicatos como instrumento de ligación entre el pueblo y el Estado. (Bien que los tales sindicatos no desempeñan más función que la de someter pacíficamente el proletariado a los patrones). Primitivamente presentose como socialista, al extremo de que en 1919 sostenía un programa de esa índole, apoyando las demandas campesinas de socialización de la tierra y apoyó la ocupación de la fábricas en Lombardía, pareciendo que quedaría en ser una fracción socialista. Apoyándose en el descontento de las masas rurales y pequeño burguesas, los excombatientes y profesionales liberales, que se veían amenazados de sustitución, y sustituidos, por los que no habían ido a la guerra, agitando un programa socializante y aprovechándose principalmente del fracaso de la ocupación de las fábricas y la huelga general del proletariado, debido a la traición de los reformistas, subvencionado abundosamente por el capitalismo, llegó al poder, en donde arrasó con todas las organizaciones de la clase obrera e inclusive de toda oposición burguesa, abjurando asimismo de su primitiva demagogia anticapitalista.
Por todo esto se ve que no sólo es un fenómeno de reacción capitalista sino, hasta un cierto grado, un método político nuevo del capitalismo, cuyo análisis y conocimiento importa sumamente al proletariado. Constituye hoy un poder estatal especial, que ha abolido todas las formas democráticas, reemplazándolas por el gobierno de un partido militarizado y burocrático que mantiene en un estado de opresión absoluta a toda la población.
Su influencia mundial se manifiesta, aparte el poderoso movimiento análogo de Alemania, en las tendencias antidemocráticas.
El sistema de los decretos burocráticos —dice Trotsky— es inestable, incierto, poco viable. El capital tiene necesidad de otro género de política, de una política decisiva. El apoyo de la socialdemocracia, que debe dirigir su mirada hacia los obreros que la siguen, es no sólo insuficiente para realizar sus fines, sino que comienza ya a oprimirlo. El período de paliativos ha pasado ya. Para intentar encontrar una nueva salida, la burguesía debe desembarazarse completamente de la presión de las organizaciones obreras, desviarse de ellas, dispersarlas. Aquí comienza la función histórica del fascismo. Este pone en pie a esas clases que se erigen inmediatamente por encima del proletariado y temen ser precipitadas en sus filas. El fascismo organiza estas fuerzas, las militariza con los medios del capital financiero, las cubre con el manto del Estado oficial y las orienta hacia la destrucción de las organizaciones proletarias, desde las más revolucionarias a las más conformistas. El fascismo no es simplemente un sistema de represión, de actos de fuerza y de terror policíaco. El fascismo es un sistema de Estado particular fundado en la exterminación de todos los elementos de la democracia proletaria en la sociedad burguesa. El objetivo del fascismo no consiste sólo en romper la vanguardia del proletariado, sino también en mantener a toda la clase en un estado de fragmentación forzosa. Por eso, la exterminación física de la clase obrera más revolucionaria es insuficiente. Esto quiere decir destruir todas las organizaciones autónomas y voluntarias: aniquilar todos los puntos de apoyo del proletariado y exterminar los resultados del trabajo de tres cuartos de siglo de la social—democracia y de los sindicatos. Hay que tener en cuenta que sobre este trabajo se apoya también en última instancia el Partido Comunista.
Después de haber analizado la democracia y el fascismo (en evitación anticipada de todo intento de hacernos aparecer como Sosteniendo el mal menor y la reivindicación de la democracia burguesa que, a falta de argumentos, adjudica a la Izquierda Comunista la burocracia staliniana), volvamos, tarea ingrata, a nuestro teórico.
La democracia —dice muy seguro— no es opuesta del fascismo; pero son dos formas —¡ah, desdichado teórico!—. Si son dos formas de dominación capitalista, está claro que son distintas, como él mismo, negándose, dice luego: una es la forma encubierta y refinada y la otra descubierta y franca. Pero —agrega luego—, en la época actual, la democracia como reivindicación es uno de los caminos de la fascistización. Naturalmente, no argumenta por qué; al burócrata le basta con ordenar.
La dialéctica no excluye, por cierto, la lógica formal; pero la supera. Según la ley del tercero excluido, dos proposiciones contrarias exclúyense una a la otra; ahora bien, la dialéctica marxista niega la contradicción absoluta. Sin embargo, este teórico no va más allá de la ley de identidad y así afirma que entre democracia y fascismo no hay ninguna oposición. Entre la democracia y el fascismo —a pesar de ciertos teóricos que podrán sólo adoctrinar sobre la identidad de los ignorantes con su propia ignorancia—, hay una diferencia.
Esta contradicción —citamos a Trotsky nuevamente— no es de ninguna manera absoluta o, para hablar como marxista, no significa en modo alguno la dominación de dos clases irreductibles. Pero significa sistemas diferentes de dominación de una sola y misma clase. Estos dos sistemas, el sistema parlamentario, democrático, y el sistema fascista, se apoyan en diferentes combinaciones de las clases oprimidas y explotadas y chocan inevitablemente entre sí de una manera aguda. La socialdemocracia que hoy es la representante principal del régimen parlamentario burgués, se apoya en los obreros. El fascismo se apoya en la pequeña burguesía. La socialdemocracia no puede tener influencia sin las organizaciones obreras de masa. El fascismo no puede consolidar su poder sino destruyendo las organizaciones obreras. La arena principal de la socialdemocracia es el Parlamento. El fascismo está basado sobre la destrucción del parlamentarismo. Para la burguesía monopolista, el régimen parlamentario y el régimen fascista no representan más que diferentes instrumentos de su dominación: recurre a uno u otro, según las condiciones históricas. Pero para la socialdemocracia, lo mismo que para el fascismo, la elección de uno u otro instrumento tiene una importancia particular; más aún es para ellos una cuestión de vida o muerte política.
¿Significa ello que el proletariado prefiere un sistema a otro? Sencillamente, habida cuenta de esas contradicciones, de esas diferencias, deduce tácticas distintas, aprovechándose de las mismas. ¿Es o no es esto política revolucionaria? Si estas gentes no hubieran arrumbado como intelectualizante el sistema marxista, para suplirle con la procaz jerigonza stalinista, tendrían en cuenta esto:
La conciencia de las masas obreras —citamos a Lenin— no puede ser una verdadera conciencia de clase si los obreros no aprenden a aprovechar los hechos políticos actuales para observar cada una de las otras clases sociales en todas las manifestaciones de su vida intelectual, moral y política, sí no aprenden a aplicar el análisis y el criterio materialista a todas las formas de la actividad y la vida de todas las clases, categorías y grupos sociales. Agudizar la atención, el espíritu de observación y la conciencia de la clase obrera únicamente o aún principalmente sobre ella misma, esto no es ser comunista, pues por bien que se conozca a sí. misma, la clase obrera debe tener un conocimiento de las relaciones recíprocas de todas las clases de la sociedad contemporánea no solamente teórico..., digamos mejor: menos teórico que fundado sobre la experiencia de la vida política.
Y aún más:
Las diferencias entre Churchill y Lloyd George, de una parte —tipos políticos que existen en todos los países con particularidades ínfimas—, y entre Henderson y Lloyd George de otra parte, no tienen absolutamente ninguna importancia y son insignificantes desde el punto de vista del comunismo puro, esto es, abstracto, incapaz todavía de acción política, práctica. Mas desde el punto de vista de esta acción práctica de las masas, semejantes diferencias son importantísimas. Saber estimar estas diferencias, determinar el momento en que estarán completamente en sazón los conflictos inevitables entre tales amigos, conflictos que debilitan y hasta neutralizan a todos los amigos tomados en su conjunto, tal es la obra, tal es la misión del comunista que no quiere ser sólo un propagandista doctrinal, conciente y convencido, sino también un director práctico de las masas en la revolución.
Cuando se le preguntó a Fenerbach —seguimos citando a Lenin 31—, síiaceptaba el materialismo de Buchner, de: Vogt y Moleschott, respondió: acepto ese materialismo con respecto al pasado, pero no con respecto al porvenir. Exactamente de la misma manera, el comunismo acepta el régimen burgués. El comunismo no ha tenido jamás y no tendrá nunca miedo de decir que acepta el régimen burgués de la república democrática en comparación con el régimen burgués de la autocracia. Pero el comunismo acepta la república burguesa solamente, como la última forma de la dominación burguesa, como la arena más cómoda para la lucha del proletariado contra la burguesía; la acepta no por sus prisiones y su policía, por su propiedad y su prostitución, sino para una amplia y libre lucha contra esas instituciones.
Lo esencial es saber aplicar esa táctica de modo que contribuya a elevar y no a hacer descender el nivel general de la conciencia, del espíritu revolucionario, de la capacidad de lucha y de la victoria del proletariado.
Con una acertada política de frente único, no sólo por la base, sino de organización a organización, bien puede el partido en nuestro país aprovechar esos antagonismos episódicos entre los socialistas y las organizaciones reformistas con los grupos fascistas e incluso con el gobierno actual. Dando al traste con la experiencia histórica (incluso con las enseñanzas directas y extraordinarias del momento actual alemán), la dirección centrista seguirá afirmando que eso es la apología del mal menor o... traición.
Hablará, sí, abstractamente, de las luchas independientes, proclamará la expropiación de las tierras y las fábricas y la insurrección armada, que será la justa línea comprendida por las masas. Consignas justas que se convierten, hoy que el partido carece de fuerzas, en estupidez, y en desastre cuando las tenga, sí no se dictan en oportunidad, a requerimiento de las circunstancias, cuando se lanzan —como ahora lo hace el partido—, abstractamente, sin una realidad presente que las determine.
Proseguirá proclamando la dictadura democrática de los obreros y campesinos y la revolución agraria antiimperialista, con acuerdo al credo encarnado de manera absoluta en Stalin; adaptación formalista, falsa, absurda (con la que se condujo desastrosamente a la derrota la revolución china), con la que jamás llegará a ponerse en el orden del día con claridad suficiente para las masas el problema del poder. Teóricamente, esas consignas son sólo una lamentable sofistería, que pretenden que entre la dictadura capitalista y la del proletariado puede erigirse un poder intermedio, transitorio; pero prácticamente es el origen de errores incalculables, porque no resuelve la fase más aguda de un proceso revolucionario: el tránsito de la revolución democrático—burguesa al socialismo, o lo resuelve de forma que implica la colaboración con la contrarrevolución (caso chino).
El internacionalismo abstracto que practican hoy los epígonos que manejan la Internacional, después de haber convertido a ésta en nada más que una agencia de propaganda de la U.R.S.S., ha conducido al desprecio e incapacidad para interpretar las particularidades del proceso revolucionario en cada país.
Mientras haya —volvemos a Lenin— diferencias , nacionales y gubernamentales entre los pueblos y los Estados, diferencias que subsistirán incluso mucho tiempo después de la implantación universal de la dictadura del proletariado, la unidad táctica internacional del movimiento obrero comunista; de todos los países exige, no la supresión de toda diversidad, no la supresión de las particularidades nacionales —lo que por ahora es un sueño insensato—, sino exclusivamente la aplicación a la práctica de los principios fundamentales del comunismo. (Poder de los Consejos y dictadura del proletariado), que haga variar como es debido estos principios en sus aplicaciones parciales, que los adopte, que los aplique convenientemente a las particularidades nacionales y políticas de cada Estado. Indagar, estudiar, descubrir, adivinar, comprender lo particular y específicamente natural en la manera como cada país aborda concretamente la solución de un solo y único problema internacional: el triunfo sobre el oportunismo y el doctrinarismo de izquierda en el seno del movimiento obrero, la desaparición de la burguesía, la implantación de la República de los Consejos y la dictadura del proletariado, es el principal problema de la época histórica que atraviesan los países adelantados y los demás países.
Las particularidades nacionales significan una combinación de los fundamentales aspectos económicos mundiales. Pero sí ellos no bastaran a desacreditar aquí absolutamente la teoría de la dictadura intermedia, está precisamente demostrado en el terreno internacional la imposibilidad de aquel poder intermedio, como se ha visto en las dos revoluciones rusas del año 17 y en el fracaso de la revolución china. En nuestro país, las etapas diremos formales de la república democrático—burguesa, se hallan de prolongado tiempo atrás en ejercicio (régimen parlamentario desde 1853, sufragio universal, libertad de reunión, de prensa y asociación). Naturalmente, no puede ser motivo de sorpresa para nosotros el carácter limitadísimo y más frecuentemente negativo de tales conquistas en régimen capitalista (particularmente bajo el gobierno actual, sin incluir el de Uriburu, por ser manifiesta dictadura reaccionaria que venía a expresarse precisamente contra el sistema parlamentario democrático). Están, naturalmente también, incumplidas las etapas fundamentales de la revolución democrático—burguesa: expropiación y división del latifundismo, la anulación de las deudas exteriores, expropiación de las propiedades y la riqueza eclesiástica, etc. ; pero estos problemas democráticos de la revolución socialista, emparentan estrechamente con la marcha de ésta como tal, imprimiéndole un carácter de permanencia, que no pueden ser realizados ni solventados más que por el proletariado, en todos los países, el nuestro comprendido. Argüirán los stalinianos que el nuestro es un país semicolonial no apto, no maduro para el socialismo.
La conquista del Poder por el proletariado —dice Trotsky— no significa el coronamiento de la revolución, sino solamente su iniciación. La edificación socialista sólo se concibe sobre la base de la lucha de clases en el terreno nacional e internacional. En las condiciones de predominio decisivo del régimen capitalista en la palestra mundial, esta lucha tiene que conducir inevitablemente a explosiones de guerra interna, es decir, civil, y exterior, revolucionaria. En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal, independientemente del hecho de que se trate de un país atrasado, que haya realizado ayer todavía su transformación democrática, o de un viejo país capitalista que haya pasado por una larga época de democracia y parlamentarismo.
Entre nosotros como en el mundo, la revolución debe ser acaudillada por el proletariado, apoyándose en los pequeños chacareros, arrendatarios, jornaleros y peones, esto es, en todos los trabajadores rurales. Tanta más razón tenemos para este planteamiento directo de la revolución socialista, cuanto que a pesar de la naturaleza predominantemente rural de nuestra economía, de la importancia capital en la misma de la cuestión agracia, no hay un partido, ni siquiera un movimiento campesino revolucionario burgués, y que toda la clase capitalista argentina (radicales, conservadores, etc. ) rechaza en ese sentido hasta las tímidas propuestas de los socialistas. Pretender buscar aliados entre estas gentes para realizar la dictadura intermedia, que aquí se formula revolución agraria antiimperialista, sería (como en China), en cuanto el partido alcanzara alguna influencia, ir de inmediato al desastre.
Queriendo justificar la dictadura democrática de los obreros y campesinos, el oficialismo comunista habla, en una fantástica fuga de la realidad que lo llena de ridículo, de los restos feudales y de los bandos feudal—burgueses. En realidad, habrá sólo sombras feudales pesando sobre su cerebro. No existen aquí, con toda su trascendencia política y social, supervivencias económicas feudales, por cuanto las que podrían asumir esos caracteres (y a las que ellos se refieren) se han fundido químicamente con la explotación capitalista moderna y con el capital financiero. Tales como los ingenios azucareros del Norte (Tucumán, Salta, Jujuy), las explotaciones forestales del Chaco y del Norte de Santa Fe, y los yerbales de Misiones, etc. Se reargüirá: pero el sistema de explotación de los obreros es verdaderamente feudal (jornadas ilimitadas, látigo, vales, etc. ). Pero esa es la norma común del capitalismo moderno en los países coloniales, semicoloniales y atrasados.
En cuanto al latifundismo, se trata de la gran propiedad rural capitalista, explotada mediante el arriendo y con una técnica moderna en gran parte. Desde una interpretación marxista no hay, pues, otra perspectiva del proceso revolucionario en el país que la revolución socialista, permanente, que acaudillada por el proletariado convertido en guía de las masas rurales y del pueblo todo, es decir, en guía y caudillo de una verdadera revolución popular, solucione los problemas democráticos convertido en poder dictatorial, siguiendo por ahí adelante el camino del socialismo.
Esta revolución, dialécticamente, es y no es socialista, pero se transforma en tal ininterrumpidamente, sin detenerse en un estado, período o —de ningún modo— poder intermedio, combinando, complicando y completando las distintas etapas y problemas del transcurso de la revolución democrático—burguesa (problemas democráticos de la revolución proletaria) a la revolución socialista. Desde Lassalle sabemos que los objetivos dependen en última instancia —por veces, incluso en primera— de los métodos, de la táctica. Al plantear de este modo la cuestión, dedúcese un problema estratégico fundamental: la clase que realizará esta revolución. En las circunstancias actuales, aún más que durante las precedentes, no hay sino una clase revolucionaria: el proletariado. Pero éste, al posesionarse del poder (Rusia) no se detiene en las medidas democráticas del proceso revolucionario, sino que tiende inmediatamente, con medidas más trascendentales, a la socialización. De aquí no puede deducirte que sea posible realizar el socialismo aisladamente, en un país atrasado como el nuestro. Entra en juego lo que podría denominarse —según Trotsky— el tercer factor de la revolución, el factor internacional. El capitalismo, creando fuerzas productivas mundiales, la división del trabajo en una escala universal, un mercado mundial, que rigen omnimodamente la marcha de las naciones, ha preestablecido las condiciones universales del socialismo y, naturalmente, también para los países intermedios como la Argentina.
Pero a estas gentes que dirigen el Partido Comunista argentino, atentos sólo a las voces de mando del stalinismo, no hay modo, como al tonto de que habla un filósofo, de desalojarles de sus yerros comunes y conducirles alguna vez más allá de ellos a que contrasten su torpe visión habitual con otras maneras de ver más certeras.
En tanto, el radicalismo crece más amenazante cada vez, con la aureola del martirologio dictatorial, con un más acentuado izquierdismo demagógico; las bandas legionarias, apoyándose en la corriente fascista del 6 de septiembre, alentadas por el actual gobierno democrático, que como un corcho entre dos tenedores, se sostiene en ambas corrientes, también se muestran cada día más audaces; el socialismo —sin que el comunismo lo amenace lo mínimo—, basándose en su aparato parlamentario, hoy voluminoso, se extiende idénticamente, sembrando en la clase obrera, bajo el confusionismo reformista, la pasividad y la capitulación.
El Partido Comunista marcha a la zaga de los acontecimientos, incapaz de prever, dirigir y crear; sordo, ciego, esto es, decapitado, no sabe encontrar eco y calor en la clase obrera, y el desprestigio de su dirección es de clara evidencia.
Trascendencia del movimiento de septiembre
Una política de acierto, ha restaurado estados burgueses; la Francia imperialista de hoy es un ejemplo concluyente. Por sobre el turno de los partidos y los hombres en el poder gubernamental o, mejor, por medio de ellos, la clase capitalista en su conjunto, mantiene el equilibrio relativo que las contradicciones económicas inevitables inherentes a su naturaleza le permiten, y aunque afectada por la crisis actual, es entre las grandes potencias capitalistas la menos conmovida. (Cierto que gracias a una opresión colonial inaudita, a la rapiña de Versalles y a una idéntica explotación de las masas obreras en el orden nacional).
Una política falsa puede conducir a una extrema agudización en todos los órdenes; ejemplo: la Argentina. La dictadura venía a establecer el régimen de orden, político y administrativo que creía necesario imponer en el Estado argentino tradicional, deficitario, dadivoso, displicente. En el uno y en el otro sentido, el gobierno dictatorial no alcanzó ninguna eficiencia; no economizó en los gastos públicos, aumentandos el presupuesto del radicalismo en 52 millones de pesos; la deuda flotante en 122 millones, a pesar de haber aumentado los impuestos en general, las tarifas postales; los impuestos aduaneros, impuestos a los sueldos y salarios de empleados y obreros, etc.; aumentó la burocracia y persistió en el desorden de la misma de los gobiernos tradicionales, y obsequió al ejército con los dobles sueldos administrativos. ¿Se recaerá por ello en la ridícula acusación socialista de no haber bien manejado los dineros públicos? Sólo se demuestra la ineficiencia de la política de clase perseguida por la dictadura en todos los órdenes y, sobre eso, el trazado posterior de una perspectiva política, cuya idea central sería ésta: el fracaso de la dictadura ha agravado el estado precedente —desde el punto de vista burgués— que ella venía a remediar, subsistiendo, pues, las condiciones de su advenimiento, y agravado, asimismo, los factores políticos contingentes y aún otros (radicalismo mayoritario excluido del gobierno; gobierno actual inestable, crisis financiera agudizada, etc.), estado social que conduce a nuevas sacudidas de violencia.
En orden a lo político, la dictadura trajo al capitalismo la zozobra de la presente inestabilidad, sin haber destruido el radicalismo, acabado con las escaramuzas parlamentarias, con la democracia como sistema insuficientemente fuerte de su dominación y, en su reemplazo, un gobierno que salido de su seno no continúa estrictamente su política, apurando así sus contradicciones, al sostenerse —ya se dijo— como un corcho entre dos tenedores, en las fuerzas reaccionarias democráticas y los grupos fascistas. Las razones determinantes de estas contradicciones políticas de la burguesía argentina estriban fundamentalmente en esto: teniendo, como el capitalismo internacional en su conjunto, la exigencia imperiosa de un poder fuerte (ejemplos: fascista en Italia, democrático en Francia), no pudo realizarlo porque el golpe de Estado. tendente a ello fue, en el sentido fascista que Uriburu quiso imprimirle, prematuro, viéndose obligada, a virtud de ese fracaso, a recaer en las viejas normas. Normas hoy agravadas, debido a que el gobierno democrático que ellas significan, no goza del apoyo en las masas indispensable. Y este gobierno se halla encerrado en un círculo sin salida: o se inclina definitivamente a los métodos democráticos, con lo que se gana la indisposición fascista, o viceversa; en ambos casos, su inestabilidad es una. Lo más probable es que vuelva al punto de partida; la dictadura, sí no, ¿qué medio dispone para su mantenimiento? Mas, a su vez, este método, que le daría seguridad de su existencia por un tiempo, precipitaria de manera segura su caída.
La dictadura de Uriburu, mejor, la dictadura fascista que éste quiso implantar, fue prematura por esto: no surgió de un movimiento de las masas (como en Italia, y actualmente, el nacional—socialismo alemán) que la sustentara, encarnado en un partido, ni la burguesía argentina sentía de manera imperiosa y absoluta el instante crítico como para romper con su organización tradicional (se explica así la corriente democrática de la revolución hoy en el poder) ; no tenía enfrente, por ejemplo, al proletariado en pie de guerra civil, amenazante. De manera, pues, que el movimiento de septiembre, sin corregir los métodos políticos tradicionales, dejó una herencia agravada de los mismos. Fracasó en ese orden y fracasó en sus proyectos fascistas.
Quizá importe aquí una revisión del concepto de fracaso. Además conviene, en todo género de cuestiones, y más aún en las de orden social, no atribuir al enemigo una incapacidad total. El sentido de fracaso como frustración de un proceso histórico, político, más que en el de una obra y una vida personales, no es absoluto. Las acciones aparentemente mas ineficaces y aún de derrota más completa, dejan siempre un substrato que más pronta o tardíamente se revela en su fructificación. Ejemplos: la grande , la experiencia histórica practica y teórica enorme, trascendental, promovida en el curso de periodos históricos distintos por la Commune de París y el ensayo general de 1905, en Rusia, dos fracasos. Más circunscriptamente: ¿puede decirse que los quince años de la acción comunista en el país hayan transcurrido vanamente?
Guardadas las proporciones y diferencias, también hay que relativar el concepto de fracaso referido al movimiento de septiembre en su aspecto fascista. Ha provocado en las capas más reaccionarias de la burguesía argentina —lo que es peor, ligadas éstas a partidos tradicionales como el Conservador de Buenos Aires y con un terreno fértilmente abonado, en la pequeña burguesía por la demagogia radical—, tras el despertar aparente de una psicosis nacionalista, una firme conciencia política, de clase, como hasta entonces no había tenido. Este orden, el periodo dictatorial inaugura en el país un rumbo político nuevo. Las innumeras agrupaciones nacionalistas, las legiones armadas, son un directo resultado del fracaso fascista de septiembre. Agrupándose bajo la mística patriótica, sin programa concretado —exactamente que como el fascismo italiano en sus tiempos primarios— si no se las contrarresta inmediatamente, ¿puede preverse su alcance futuro?
Aquí esta la tarea inmediata de toda la clase obrera en su conjunto. Con un partido fuerte —en lo que al comunismo respecta—, capaz, que utilice el pensamiento marxista, de modo conciente, pertrechado eficientemente en punto a teoría, táctica y organización, que se aplique a una tarea práctica para reunir a la clase obrera en un frente único no verbal, sino efectivo, que utilice las contradicciones entre el socialismo y la masa sindical reformista con el fascismo, y sobre eso, que sepa combatir sin tregua al radicalismo, que abandone (o que la Oposición de Izquierda le haga abandonar) los errores debidos a la dirección desastrosa impresa a la Internacional por el gran organizador de derrotas, que se mueva por las consignas: libertad de prensa, reunión y organización para el proletariado, que se aplique a la conquista de la clase obrera no como una frase burocrática sino como una ineludible exigencia y las bandas fascistas no pasarán.
El 6 de septiembre está allí, con sus consecuencias.
Toda prognosis histórica —habla Trotsky— contiene inevitablemente un elemento condicional. Cuanto más breve es el plazo a que se extiende esta prognosis más grande es este elemento. En general, es imposible establecer una prognosis mediante la cual los dirigentes del proletariado no tuvieran necesidad más adelante de analizar la situación. Una prognosis no tiene el valor de mando, sino de orientación. Se puede y se debe reservar hasta qué punto es condicional. En determinadas situaciones se puede dar distintas variantes para el porvenir, delimitándolas con reflexión. También se puede, en fin, en un ambiente confuso renunciar completa y provisionalmente a la prognosis, limitándose a aconsejar: ¡Espera y observa!
Las circunstancias presentes exigen la lucha tenaz contra los grupos fascistas. En las condiciones en que se halla el gobierno democrático de la normalidad constitucional, surgido como sucedáneo del gobierno dictatorial, pero no exclusivamente como continuador de la trayectoria política de aquel, no debe excluirse la posibilidad de que se convierta en dictadura, sobre todo ante la perspectiva de que el radicalismo llegue al poder por cualquier medio: violento o legal. Que continúe parapetado tras la sofistería deocrática, utilizando cono hasta ahora lo máxino el Parlamento y la pasividad colaboracionista del socialismo, consolidándose así por plazo más o menos largo, implica aún más seriamente la posibilidad del retorno de los radicales, y con ello el estallido de los septembrinos fascistas para impedirlo.
En la Argentina, como en el mundo, hay solo dos diagonales políticas definitivas: comunismo o fascismo. Sin embargo, no sería exacto deducir de esto que las formas democráticas de dominación del capitalismo sean en un plazo inmediato, total y definitivamente abolidas. Tiempo hace que históricamente, el capitalismo ha cumplido su época, pero aun es necesario plantear la lucha contra de él y dentro de él. El tiempo es un elemento de consideración. En política, contar por meses y aun por años escasos, es mala medida, por corta. Siempre, es una palabra de sentido absoluto que no tiene por eso valor en la historia ni vigencia en la política. Con estas limitaciones puede afirmarse que las formas democrático-burguesas son un régimen de transición. Por este lado el radicalismo tiene, asimismo, ante el futuro del proceso político, un crédito amplio y seguro.
La dictadura le excluyó temporalmente del poder y aún de la vida política, mas no logró destruirle. Con las persecuciones de que le hizo objeto, con las acusaciones reiteradas de que se hallaba en convivencia con el extremismo, resaltando con ello el pobre democratismo de aquél con la acción dictatorial suya, contribuyó a promover, contrariamente, dos cosas: la primera, su evidente resurgimiento; la segunda, la acentuación demagógica de su vaporoso izquierdismo. Los que fueron, son hoy otra vez. La certidumbre de la vuelta del radicalismo al poder, con esas características señaladas, le sindican como un enemigo mortal de la clase obrera. Porque con la siembra demagógica de aquella confusa definición doctrinal justificaría la violenta represión del movimiento obrero a que está acostumbrado, y abonará extraordinariamente las capas sociales que lo integran para el fascismo.
La Historia no se detiene, no otorga plazo ni tregua. toda la inmediata y principalísima tarea del proletariado argentino consiste en las tres condiciones clásicas: un Partido, un Partido y un Partido...
A. Gallo. Buenos Aires, noviembre—diciembre 1932.
Apéndice: tablas de datos
1. Saldos inmigratorios, por decenas de años
Años | Saldo migratorio |
---|---|
1857-69 | 164.784 |
1870-79 | 294.600 |
1880-89 | 845.869 |
1890-99 | 376.514 |
1900-09 | 1.019.042 |
1920-27 | 728.843 |
2. Acrecimiento de las vías férreas en el país
Año | Kms |
---|---|
1860 | 39 |
1885 | 4.502 |
1910 | 27.994 |
1932 | 40.000 |
3. Comercio exterior argentino en $ oro
Año | $ oro |
---|---|
1864 | 45.510.000 |
1885 | 176.101.000 |
1900 | 154.600.000 |
1910 | 768.423.000 |
1925 | 1.774.777.000 |
1928 | 4.298.200.000 |
1931 | 2.626.007.000 |
4. Deuda exterior
deudor | miles de pesos |
---|---|
Nación | 3.871.572.000 |
Provincias | 1.156.720.000 |
Municipios principales | 358.105.000 |
Casi 5.400 millones de pesos, moneda nacional |
5. Importación de máquinas para el trabajo rural
Año | arados | cosechadoras (segar y trigar) | sembradoras | tractores (y máquinas agrícolas en general) |
---|---|---|---|---|
1922 | 27.710 | 693 | 4.639 | 1.252 |
1923 | 53.138 | 2.752 | 13.999 | 1.600 |
1924 | 60.202 | 7.712 | 18.934 | 1.756 |
1925 | 98.168 | 1.352 | 29.756 | 2.952 |
1926 | 53.076 | 4.565 | 28.119 | 2.676 |
6. Población urbana argentina
Año | % |
---|---|
1895 | 44% |
1914 | 58% |
1932 | 71% |
7. Las propiedades agropecuarias clasificadas por escalas de extensión. Resumen general de la República.
Extensión de | hasta Ha | Nº de propiedades | extensiones en ha |
---|---|---|---|
0 | 25 | 110.836 | 964.410 |
26 | 50 | 34.662 | 1.337.910 |
51 | 100 | 45.364 | 3.479.210 |
101 | 500 | 86.635 | 19.848.907 |
501 | 1.000 | 13.825 | 9.645.336 |
1.001 | 5.000 | 19.998 | 47.952.890 |
5.001 | 10.000 | 3.161 | 25.252.932 |
10.001 | 25.000 | 1.566 | 25.397.126 |
25.011 | y más | 506 | 28.959.853 |
8. Comercio exterior
año | miles de pesos | saldos |
---|---|---|
1928 | 4.298.200.000 | + 495.010.000 |
1929 | 4.126.681.000 | + 208.513.000 |
1930 | 3.075.652.000 | - 284.272.000 |
1931 | 2.626.007.000 | --- |
9. Recaudación nacional
Año | miles de pesos |
---|---|
1928 | 744.570.000 |
1929 | 734.909.000 |
1930 | 663.933.000 |
10. Quebrantos comerciales
Año | miles de pesos |
---|---|
1928 | 147.425.000 |
1929 | 164.930.000 |
1930 | 226.174.000 |
1931 | 365.398.000 |
Sírvennos de información las obras de Marx y el libro de Plekhanov Las cuestiones fundamentales del marxismo. ↩
En su correspondencia de 1846, Marx y Engels apelaban Straubinger a los compañeros impregnados de una mentalidad corporativa que, faltos de horizonte político, consideraban sólo como tales a sus compañeros de manos callosas. Pero estos de hoy son una reedición tanto más odiosa cuanto que ha transcurrido casi una centuria y se ha esclarecido definitivamente el papel intelectual en la acción revolucionaria, Los que reinciden hóy en tal posición no son, en verdad, más que burócratas con fines interesados. ↩
Por vía de ejemplo: los stalinianos editores de Actualidad, que en Un principio se propusieron hacer una oposición comunista de orden nacional y capitularon luego, usan como el máximo argumento contra la Izquierda Comunista Internacional el insulto cajetillas imbecilizados, aplicado a los componentes de ésta. Según un buen consejo, estas gentes debieran dedicarse, en sus ratos de ocio, a leer buenos libros en lugar de escribir malos articulos. ↩
El Partido Comunista argentino no ha dado en parte alguna síuiera el intento de una completa interpretación marxista de lo que ocurrió el 6 de septiembre y posteriormente. ↩
Tiene Lenin una página de su libro El imperialismo, dedicada a la Argentina, en que con visíón certerísima caracteriza la naturaleza del Estado de este país. Puesto que hablamos —dice— de la política de la época colonial de la época del imperialismo capitalista, es necesario hacer notar que el capital financiero y la política internacional que le corresponde, la cual se reduce a la lucha de las grandes potencias por el reparto económico y político del mundo, crean una serie de formas transitorias de dependencias de los Estados. Para esta época son típicos no sólo los grupos fundamentales de países que poseen colonias, y las colonias, sino también las formas variadas de Estados dependientes, políticamente independientes, desde el punta de vista formal, pero envueltos por la red de la dependencia diplomática y financiera. Una de estas formas, la semicolonial, la hemos indicado ya antes. Como modelo de la segunda citaremos la Argentina. Y después de unas cifras carentes hoy de actualidad: No es difícil imaginarse qué fuertes lazos se establecen entre el capital financiero (y su fiel amigo la diplomacia) con la burguesía argentina y los sectores dirigentes de toda su vida económica y política. ↩
Véase la tabla número 1: Saldos migratorios por decenas de años. ↩
Véase la tabla número 2: Acrecimiento de las vías férreas en el país. ↩
Véase la tabla número 3: Comercio exterior argentino $ oro. ↩
Se recordará la acción de Canning en la época precapitalista poco después de la Independencia. A la hora presente la sumisión del país al crédito y el endeudamiento exteriores es, con poco más o menos, total. Véase tabla número 4: Deuda exterior ↩
Véase tabla número 5: Importancia de las máquinas para el trabajo rural ↩
La población obrera de la ciudad como del campo, en estimativa aproximada es de 3.400.000 seres humanos. Yerro grave sería para la estrategia revolucionaria conceptuar el rol efectivo de la clase obrera argentina por su cantidad relativa. El peso específico de ésta lo dicta su preponderancia en la economía moderna. Los medios más poderosos del país se hallan en sus manos: ferrocarriles, usinas eléctricas, transportes en general, fábricas, correos, telégrafos, etc. Naturalmente, deducir de esto lo contrario, o sea: la posibilidad de la inminente tona del poder en un plazo más o menos próximo, sería no menos erróneo. El triunfo de la revolución socialista, citamos a Trotsky, es inconcebible dentro las fronteras nacionales de un país. U na de las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los límites del Estado nacional. La revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la internacional y llega a su término y remate en la mundial . El esquema de desarrollo de la revolución tal como queda trazado, elimina el problema de la distinción entre países «maduros» y «no maduros» para el socialismo, en el sentido de la clasificación muerta y pedante que establece el actual programa de la Internacional Comunista. El capitalismo, al crear un mercado mundial, una división mundial del trabajo, y fuerzas productivas mundiales, se encarga por sí solo de preparar la economía mundial en su conjunto para la transformación socialista. Este proceso de transformación se realizará con distinto rito según los países. En determinadas condiciones, los países atrasados pueden llegar a la dictadura del proletariado antes que los avanzados, pero más tarde que ellos al socialismo. Véase la tabla número 6 población urbana argentina. ↩
Caso del año 1914. Véase la tabla número 7: Propiedades agropecuarias clasificadas por escala de extensión. ↩
En 1928, 37.129.000 toneladas constituyendo el 97% de las exportaciones. ↩
Para 1916 estímase la riqueza argentina en 32.656 millones de pesos. Las inversiones extranjeras en 7.000 millones, en su gran mayoría británicas y norteamericanas, sin inclusión total de los empréstitos. El marxista L. Laurat nociona aquella fortuna en 620 mil millones de francos y en el 12% las inversiones extranjeras. Mengler estipula estas últimas en 2.200 millones de dólares por parte de los británicos y 750 millones de dólares del lado de los estadounidenses. ↩
La crisís famosa argentina de 1890, que tanta percusión alcanzara en nuestra vida toda, y, principalmente, política, no fue más que el eco de la crisís mundial del mismo año. ↩
Lateralmente se ve el programa posterior de la dictadura. ↩
Revista Económica del Banco de la Nación Argentina. ↩
Véase tabla número 8: Comercio exterior. ↩
Véase tabla número 9: Recaudación nacional. ↩
Véase tabla número 10: Quebrantos comerciales. ↩
Ricardo Rojas tiene una originalidad que es un defecto y a un tiempo le hace inófensivo: acostumbra escribir sobre cosas invisibles: El Cristo invisible, El radicalismo de mañana... En este último, libro pensado como una confidencia, escrito entre el 8 de noviembre de 1931, nefasto de la ley: Sáenz Peña, y el 20 de febrero de 1932, fasto ilusorio de la normalidad constitucional, ha dado un texto escolar de instrucción histórico—cívica, pretendiendo la arbitrariedad histórica de confutar el desarrollo de nuestro pasado más pretérito —el virreynato inclusive——, con el radicaliszmo de hoy y... de mañana, desdeñando aceptar una más reciente herencia: el irigoyenismo. Quizá creyendo ser original, ha recaído en todas las antañonas convencionalidades burguesas: patria, nacionalismo, democracia, etc., compitiendo en puja reaccionaria con Lugones, oponiendo a la Grande Argentina de éste, su Nueva Argentina. No ya en última, sino en primera instancia, el pensamiento de Rojas es intrascendente de los manes del liberalismo. Montesquieu, Rousseau y, naturalmente, con brillo menor que el de éstos, Rojas piensa, se ve, con atraso de ciento y pico de años... ↩
Con frecuencia se encontrarán alusiones y críticas al comunismo oficialista o, lo que es idéntico, al stalinismo, que rige hoy la Internacional Comumista. Crítica de tal naturaleza debe indispensablemente llevar el aval de una corriente internacional comunista en que se apoye. Sólo puede y debe concebirse la política nacional en función de la internacional. Partiendo de la falsa consideración de que en la URSS aisladamente puede realizarse el socialismo (y no de que debe significar la base sobre que se apoye la revolución internacional), la I.C. ha sido transformada en una agencia de propaganda, sostenida con los recursos materiales y políticos inmensos del Estado soviético, desnaturalizando su misión específica que consiste en dirigir, promover el movimiento revolucionario en el mundo. Al centrismo burocrático, opónese la corriente orgánica de la Izquierda Comunista Internacional, inexactamente denominada trotskysmo, que en nuestro país comenzó a manifestarse desde el año anterior y en la que se incluye y apoya el autor de las líneas presentes. ↩
Que tal es su rol, lo ha puesto en evidencia, mostrando su lamentable naturaleza política y a un tiempo mismo la táctica de Sánchez Sorondo, el síguiente trozo de los prolegómenos de la revolución del relato de Pinedo mismo: El doctor Sánchez Sorondo hizo algunas objeciones :en cuanto al trato de nuestros partidos con algunos partidos provinciales, pero no tuvo el menor reparo que hacer a la coordinación de los partidos considerados más importantes, el conservador de Buenos Aires y el Socialista independiente, declarando, con gran satisfacción y no escaso asombro de mi parte —porque yo creía, con error sin duda inexcusable, que él nos tenía cierta prevención—, que éramos nosotros los socialistas independientes quienes debíamos tomar la iniciativa de la coordinación de las fuerzas políticas entonces opositoras, sí no se quería malograr el éxito alcanzado en los comicios. ↩
Esta nota, que presumiblemente debería contener la citada tabla de resultados electorales, está sin embargo ausente en la edición original, que pasa de la 23 a la 25. Nota del editor. ↩
Es de oportunidad reproducir de fuente insospechosa, el Juicio que según el periódico fascista La Nueva República merecía la situación de aquellos días: Nunca la confusión de las personas y de los conceptos ha llegado entre nosotros a un extremo más pavoroso que en el momento presente, cuando se habla de «la revolución», «del radicalismo», de la «salvación pública», de la «legalidad», nadie se entiende ya. El espíritu de partido todo lo perturba y la política se debate en el equívoco. Vemos a notorios ladrones fiscales erigiéndose en paladines exaltados de los principios moralizadores del movimiento septembrino, a políticos arcaicos, con todas las mañas del viejo régimen, pretendiendo aparecer como los representantes auténticos de una política de renovación; a empedernidos legalistas como el doctor Matienzo, —el marido de la Constitución una vez infiel con la «carta blanca»,— apañando los métodos violentos e ilegales contra sus adversarios; a jóvenes llenos de entusiasmo haciéndose matar por una revolución que no merece ya tamaño sacrificio, y a políticos de todos los credos y categorías negociando las más imprevistas alianzas, sin otro propósito que el éxito y subordinándolo todo a dicho fin. El más desenfrenado electoralismo se ha substituido a cualquier otra preocupación en la mente de quienes tienen a su cargo la responsabilidad del bien público. Los primeros adversarios del gobierno provisional no fueron radicales; fueron los cabecillas de los llamados «partidos revolucionarios» que sentían defraudados sus apetitos por la orientación que tomaba el gobierno. La oligarquía conservadora, que se consideraba, según expresión de uno de sus voceros, «virtualmente en el gobierno», trató de aprovechar la circunstancia del triunfo revolucionario para incautarse nuevamente del poder por tiempo indefinido. El doctor Sánchez Sorondo fue el ejecutor de esa aspiración partidaria, como lo ha confesado él mismo en un discurso reciente. Y con la profunda incapacidad política que lo caracteriza, calculó mal —felizmente— las consecuencias, proponiendo como ejemplares de pureza política a sus entrañables amigos Rodolfo Moreno y Alberto Barceló, obtuvo como resultado que los réprobos le ganaran las elecciones. En ese error inicial —hay eufemismo en lo de error—, está el origen de los males presentes. Lo que resulta indiscutible, pues, es que la política facciosa fue iniciada por los conservadores y que sígue siendo fomentada por ellos. ↩
Consúltese La Vanguardia durante todo el período dictatorial. ↩
Todas. estas afirmaciones están textual, literalmente tomadas de La Internacional del período dictatorial. ↩
Marx y la alianza demócrata-socialista, R. Ghioldi, páginas 111-14. ↩
Como acostumbradamente en las disquisiciones de estos teóricos, faltan cuatro datos fundamentales: ¿por qué, cómo, cuándo, dónde? ↩
La Sainte famille, Oeuvres philosophiques, tomo II, páginas: 201|20. ↩
El autor de estas líneas se da perfecta cuenta del abundamiento de citaciones. Alega en justificación la necesidad de apoyarse en la experiencia y la autoridad de los clásicos marxistas, a efectos de que no caigan como temerarias; en el vacío, afirmaciones aplicadas a nuestro ambiente ue parecieran separarse del mismo, a virtud de su novedad, producto, a la vez, de la poco menos que inexistencia de la literatura socialista en el país, producida en él y referida a él. Ocurre —reincidimos, citando a Marx—, que el debutante que aprende una nueva lengua, la retraduce siempre en su lenguaje original, pero no rechaza el asimilarse el espíritu de este nuevo idioma, y servirse de él libremente cuando arribe a manejarla sin remontarse a su lengua maternal, y cuando llegue inclusive a olvidar completamente esta última. ↩