Colectividades y colectivizaciones en la Revolución Española
Colectividades y colectivizaciones en la Revolución Española
La Propiedad (1947)
El término del proceso del trabajo será la ejecución de lo que ya existía al principio en la idea. Carlos Marx: El Capital.
El carácter de la propiedad determina la naturaleza de la sociedad y sus superestructuras políticas. La posta histórica de la revolución se endereza a cambiar el sistema de propiedad capitalista por el de propiedad socialista. Es la gran ruta por la que se incorporará a la civilización la inmensa mayoría de la población mundial, reducida hasta ahora a condiciones de completa o semi-esclavitud. Pero ahí termina el problema, no empieza; para quienes la apelación «comunista» o «socialista» no es una falsa enseña, empieza en cómo practicar y asegurar la transformación de la propiedad en socialista.
¿Basta apoderarse de la propiedad para que surjan como de tierra fértil superestructuras sociales en acuerdo con el socialismo, o, a la inversa, las superestructuras deberán encarrilar la formación y desarrollo de la estructura socialista? ¿Qué determina a qué? ¿Cuál es el factor decisivo? Cruel, costosísima, la derrota de la revolución española ha dado a esas preguntas una respuesta elocuente.
Secundado el derrumbe general del Estado capitalista, la propiedad privada cayó por tierra al día siguiente del 19 de Julio. Un solo golpe hizo dos muertos. Asestado al Estado de la clase propietaria, su destrucción se prolongó, tan naturalmente como la caída de un meteoro, en la destrucción de la propiedad misma. Fábricas, tierras, comercio, transportes, minas, quedaron en manos de obreros y campesinos. Apenas silenciado el tiroteo en las ciudades, el sistema económico español reanudaba su marcha sobre una nueva base. La gestión de la economía por y para la clase burguesa había cesado. Nacía un nuevo sistema económico, el sistema socialista. Cualesquiera que sean las vicisitudes por que atraviese aun el proletariado español, el recuerdo de su gestión económica en los meses siguientes al 19 de Julio, será, más que un recuerdo enorgullecedor, una obra a continuar y perfeccionar. En éste como en otros aspectos, Julio fue demasiado grandioso para que las masas españolas lo echen en saco roto. Por muchos frenos, obstáculos y zancadillas que stalinianos y reformistas les deparen, —ya reanudan sus triquiñuelas— los movimientos de las masas española se orientarán con irresistibilidad magnética a alcanzar y superar lo hecho en Julio de 1936. El proletariado y los campesinos españoles hicieron lo que debían apoderándose los unos de las industrias y el comercio, lo otros de las tierras. Aunque sus detractores, precisamente los dirigentes «comunistas» y «socialistas», se han esforzado en denigrar la obra de ambos, la experiencia de las colectividades fue un gran ensayo completamente positivo hasta los límites donde pudo desarrollarse. Cualquier otro comienzo de economía socialista se iniciará necesariamente de la misma manera; pero deberá completarse y perfeccionarse para no sufrir la anulación y el fracaso del anterior.
Incautada la industria, sin más excepción que la de pequeña escala, los trabajadores la pusieron en marcha organizados en colectividades locales y regionales por ramas de industria. Fenómeno que contrasta con el de la revolución rusa y evidencia la intensidad del movimiento revolucionario español, la gran mayoría de los técnicos y hombres especializados en general, lejos de mostrarse renuentes a la integración en la nueva economía, colaboraron valiosamente desde el primer día con los trabajadores de las colectividades. La gestión administrativa y la producción resultaron beneficiadas; el paso a la economía sin capitalistas se efectuó sin los tropiezos y la pérdida de productividad que el saboteo de los técnicos infligió a la revolución rusa de 1917. Muy al contrario, la economía regida por las colectividades realizó rápidos y enormes progresos. El estímulo de una revolución considerada triunfante, el gozo de trabajar para un sistema que substituiría a la explotación del hombre, su emancipación del yugo de la miseria asalariada, la convicción de aportar a todos los oprimidos de la Tierra una esperanza, una oportunidad de victoria sobre sus opresores, realizaron maravillas. La superioridad productiva del socialismo sobre el capitalismo quedó luminosamente demostrada por la obra de las colectividades obreras y campesinas, mientras la intervención del Estado capitalista regida por los atorrantes políticos del frente popular no rehizo el yugo destruido en Julio.
Solamente en el futuro, cuando los documentos que hayan podido ser salvados de la destrucción empiecen a ser publicados, se conocerán todos los datos acreditativos de los progresos realizados por las colectividades obreras y de los perjuicios causados a la producción por la intromisión del Estado capitalista, creciente a medida que stalinianos y socialistas se imponían. Sin embargo, se conocen ya suficientes datos para dar una base documental a la afirmación. Y aunque no existiera ni uno sólo, aunque por lo rudimentario de una economía proletaria rodeada de un poder político y una organización estatal que se reconstituían, el rendimiento de las colectividades hubiese sido insatisfactorio, los trabajadores y los revolucionarios seguiríamos insistiendo en la superioridad del socialismo sobre el capitalismo. Pero no es así. Existen cifras, siquiera incompletas, altamente favorables a la obra económica de los trabajadores. Rápidamente se inició en Cataluña la fabricación de pertrechos bélicos, industria casi totalmente desconocida en la región. Las pocas fábricas de guerra existentes en España antes de la guerra civil, habían sido cuidadosamente colocadas fuera de Cataluña. La burguesía centralista española, desconfiada siempre del catalanismo, encontró desde principios de siglo un motivo mucho más serio de desconfianza en el proletariado catalán. Hubo de recurrirse a una adaptación precipitada de industrias y a la improvisación de otras. Obreros y técnicos rivalizaron en intensidad de jornadas y en abundancia de iniciativas, satisfechos de desarrollar una industria socialista y anhelosos de producir el material necesario para asegurar el triunfo de la nueva sociedad. Pronto arrojó ese esfuerzo a los frentes gran cantidad de material de guerra, buena parte de él fabricado por primera vez en el país, la totalidad por primera vez en Cataluña. Salieron de las nuevas industrias todos los calibres necesarios de proyectiles para cañón, mortero y artillería naval; mosquetones, fusiles ametralladores de diversas categorías y pistolas; piezas de recambio para los mismos, bombas de mano de todas las clases, bombas para aviación, granadas y lanzagranadas, trues para transporte de cañón, trenes de aterrizaje de aviación, diversas clases de espoletas, piezas de recambio para cañones antiaéreos y para motores de aviación, piezas para ametralladoras de diversas marcas, caretas antigás, y toda clase de elementos y utensilios necesarios a las fortificaciones militares, como alambre de púas y estacas, picos y palas, mazas, azadones y hachas de acero, rastros, etc. Se construyeron camiones de diversos tipos y motores de avión, así como toda clase de cartuchería; también proyectores eléctricos de gran voltaje para la vigilancia antiaérea nocturna. La fabricación de maquinaria satisfizo rápidamente las más urgentes necesidades. De manos de los obreros y técnicos catalanes salieron prensas y tornos para diversos trabajos, fresas, taladradoras, máquinas rectificadoras, limadoras para enderezar cañones, para esmerilar el interior de los mismos, para recortar y ranurar vainas de máuser y de pistola, máquinas de encastar balas y máquinas verificadoras de cartuchos.
Antes de que finalizara el año 1936 habían sido construidas y puestas en marcha diversas fábricas, donde se producían importantes productos químicos para la guerra, de rara obtención incluso en los países más industriales. En estas fábricas se producía tetraetilano de plomo puro, cloruro de etilo, octano, natamita, pólvora para fusil y cañón, mechas diversas, ácido pícrico, dinitronaftalina, mononitronaftalina, trinitrotoluol amónico, tatralita. La enumeración de productos es incompleta. El folleto de donde la he tomado Documentos sobre la industria de guerra en Cataluña1 es fragmentario tanto en los índices de producción como en los materiales. No tiene en cuenta más que la producción de fábricas controladas por la Generalidad. La documentación completa sobre las industrias de guerra y civiles, tanto en Cataluña como en el resto de España, permitirá apoyar en datos abundantes el hecho fundamental de su evolución: progreso y alza en los primeros meses, aún en el primer año; caída después. La curva económica sigue la curva política. Los poseedores de estos datos tienen el deber de darlos a la publicidad. Las industrias civiles progresaron igualmente al pasar a manos del proletariado. Se inició la transformación de fibras textiles, operación totalmente desconocida en España, se crearon establecimientos para algodonizar el lino, para utilizar el cáñamo, el esparto, la paja de arroz; hubo pronto fábricas de celulosa trabajando con materia prima indígena. Haciendo planes para el futuro, en algunas fábricas de Cataluña se tenían ya preparados los planos para iniciar la construcción de tractores agrícolas y otros implementos, tan pronto cesaran las necesidades de guerra. En fin, no por insuficiencia de datos concretos se carece de lo indispensable para poder enjuiciar seriamente la evolución de la propiedad y de la producción durante la guerra civil. El hecho fue tan evidente, que las cifras, para la masa obrera y campesina, no pueden tener sino el valor de una ratificación precisa. Lo que se ha vivido y sufrido está demostrado por ese hecho mismo. Que los enemigos de la revolución digan lo contrario y lo propalen en su prensa mendaz. La verdad pagada con el sacrificio y la derrota de la clase trabajadora será siempre superior a la mentira impresa.
Al hablar de la situación política resultante del triunfo revolucionario en Julio de 1936, la definí como atomización del poder político en mano del proletariado y el campesinado. Otro tanto puede decirse del poder económico. Se pulverizó tanto en la ciudad como en el campo. Ese fue el movimiento de las colectividades. Y lo mismo que el poder político atomizado, incapaz de aglutinarse nacionalmente, completando y formalizando la destrucción de su contrario, dio lugar al renacimiento del Estado capitalista, así la atomización del poder económico, obstruido en su desarrollo natural hacia la planificación a escala, nacional, fue forzado a ceder paulatinamente terreno a la restauración del poder económico capitalista.
La expropiación del capitalismo por obreros y campesinos tienen necesariamente que iniciarse, como en España, por la toma de posesión por los trabajadores de los grupos económicos tal cual existan. En el campo, carente de la aglutinación celular de la industria, la agrupación se produce espontáneamente sobre la base de pueblos y comarcas que poseen una cierta unidad. Es el punto de partida de la propiedad socialista, pero no la propiedad socialista misma. Se trata de la propiedad de grupo. Ese fue el defecto principal de las colectividades, que aprovechó la combinación reaccionaria de stalinistas, reformistas y burgueses, para expropiar al proletariado.
Las colectividades se extendieron a todo el país en el campo y la ciudad, inmediatamente después de Julio. También contra ellas, los enemigos de la revolución no iniciaron el ataque hasta sentirse protegidos por suficientes fuerzas armadas. La propiedad obrera y campesina fue reconocida generalmente como un hecho consumado. El gobierno de la Generalidad, presionado por la C.N.T. y el P.O.U.M., dio un decreto reconociendo y legalizando las colectividades. El gobierno central no lo hizo nunca, y pudo recuperar más pronto la ofensiva contra las masas. De Madrid y de Valencia no salió ninguna ley atentatoria a la propiedad privada, nada que satisfaciera las necesidades del proletariado. Su decreto más radical fue el de expropiación de las fincas pertenecientes a los sublevados. Ni el «izquierdista» Caballero ni el «comunista» Uribe, ministro de agricultura, legalizaron la muerte de los latifundios, lo que basta para patentizar cuán reaccionarios eran, sobre todo por relación a las condiciones reinantes. Mucho menos iban a legalizar la muerte del capitalismo. Se limitaron a dejar hacer a obreros y campesinos lo que no podían impedir, preparándose mientras tanto para atacar las colectividades por los mismos medios que atacaron los Comités-gobierno y el armamento proletario. De una manera u otra, el hecho era que en toda la extensión de la zona roja fábrica y tierras estaban en poder de obreros y campesinos.
La mayor virulencia en el ataque provino, como en el dominio político, del partido stalinista. Desde los primeros días de la guerra civil, su prensa insistía frecuentemente en que la desconfianza de los «gobiernos democráticos» debíase a «ciertas medidas» tomadas en nuestra zona. Quería significar con ello la expropiación de la burguesía. Así, la contrarrevolución rusa, que guiaba los pasos, las lenguas y las plumas del stalinismo español, coincidía con el imperialismo mundial en devolver al tipo capitalista la propiedad incautada por los trabajadores españoles. Pero lo de «ciertas medidas» era todavía un lenguaje embozado, porque la nueva contrarrevolución no sentía el terreno firme bajo sus pies. Unos meses más y el ataque a la propiedad socialista será directo.
En efecto, a principios de 1937, coincidiendo con la disolución de las Milicias de Retaguardia, la militarización de las Milicias de Combate, y la salida a la calle de los cuerpos coercitivos capitalistas rehechos y pertrechados con armas rusas, stalinismo, Gobierno y reformismo emprendieron el ataque en regla y abierto a las colectividades. El inmundo Comorera, al mismo tiempo que calificaba de «tribus» las Milicias que habían salido a combatir las tropas fascistas, clamaba por detener la colectivización y llamaba ladrones a sus autores. Fue la señal de una campaña de vastas proporciones en la que intervinieron desde el saboteo gubernamental a las colectividades, hasta la calumnia sistemática en la prensa stalinista, reformista y burguesa, y la propalación de bulos malévolos sobre la administración del dinero por los comités obreros. La población pequeño-burguesa y los mismos fascistas servían de vehículo a las calumnias stalinistas, al mismo tiempo que ayudaban a pedir «menos comités y más pan», «todo el poder para el Gobierno» y «todas las armas al frente». Con el designio especial de luchar contra las colectividades, el stalinismo catalán organizó en un sindicato, el famoso G.E.P.C.I., a todos los comerciantes y propietarios pequeños y medios, más algunos grandes disfrazados de pequeños. Fue su base de operaciones y su columna volante contra el proletariado socialista. Si el fascismo moviliza contra la revolución a la pequeña burguesía, caldeando en ella, a manera de ideal superior, las añagazas reaccionarias sobre la patria, el supremo interés social por encima de las clases, la salvaguarda del Estado, la unión nacional, etc., otro tanto hizo el stalinismo, y por eso su obra se confunde con la de una organización fascista.
De todos los males, faltas y deficiencias fueron culpadas las colectividades. El chisme y el chiste de intención reaccionaria inundaron la calle por oleadas, sobre todo después de la derrota obrera de Mayo, cuando, encarcelados o perseguidos los revolucionarios, sus enemigos se atrevieron a salir de los escondites o del silencio a que estaban reducidos desde las jornadas de Julio. La pequeña burguesía, los comerciantes y especuladores, los católicos, los fascistas mismos, excitados por el stalinismo, se vengaban así del terror que meses antes les inspirara la certidumbre del triunfo revolucionario. Y nada es tan despreciable y vil en sus reacciones como esos estratos sociales sin norte político fijo ni interés histórico determinado. Adulones y serviles con la revolución cuando ella triunfa, se vuelven furiosamente contra ella tan pronto como la consideran vencida. La fusión entre ellos y la política stalino reformista fue perfecta. Los habitantes de Barcelona, Madrid y otras ciudades, han visto a los mismos estratos sociales que secundaban la campaña contra las colectividades y el poder obrero, levantar entusiásticamente el brazo y gritar «¡Arriba España!», a la entrada de las tropas fascistas.
Las colectividades tenían defectos, el proletariado no lo ignora. El primero de ellos, fuente de los demás, consistía en no ser más que eso, colectividades. Cada grupo de obreros incautado de una unidad económica, la hacía funcionar y la administraba independientemente. De ahí surgían numerosas dificultades. Había colectividades ricas y colectividades pobres; unas en las que se pagaban salarios o reparto de utilidades crecidos y otras que difícilmente podían sostenerse pagando los salarios anteriores al 19 de Julio. En la producción, careciéndose de plan de conjunto, se creaban desproporciones, desorganización e incluso caos. Lo mismo en la distribución de materias primas. Unas colectividades disfrutaban más de lo necesario mientras otras no llegaban al mínimo o se quedaban muy por debajo de él. En unos sitios abundaba la materia prima, en otros faltaba.
A las dificultades forzosamente creadas por esta organización vino a sumarse el saboteo gubernamental. Desde Madrid y Valencia primero, después desde la Generalidad catalana, se pusieron en práctica una serie de medidas destinadas a ahogar las colectividades, obligarlas a reconocerse incapaces de continuar y a ponerse por consecuencia en manos del Gobierno. Ya el gobierno de Largo Caballero hacía al extranjero sus pedidos de ropa para el ejército, en lugar de hacerlos a las colectividades textiles catalanas. Las colectividades no encontraban más que dificultades en todas las gestiones que requerían el apoyo o la ayuda del Gobierno, en cuyas manos estaba el capital financiero. Bien pronto, la nacionalización de los transportes les asestó un fuerte golpe. El acarreo de materias primas y el transporte de mercancías les resultaron problemas casi insolubles. El paro obrero, a pesar de la absorción de hombres cada vez mayor por la guerra, se introdujo en todas las industrias no directamente ligadas con las necesidades del frente. Al principio, las colectividades continuaron pagando el jornal a los obreros parados, pero sus fondos eran limitados y sus negocios no llevaban camino de mejorar. No habiendo incautado el capital financiero, las colectividades tenían que vivir de su propio capital. La mayoría de ellas necesitaron préstamos, siempre negados por el Gobierno. Así, éste podía dar pábulo a la idea de la incapacidad productiva y administrativa de las colectividades, e ir creando en los trabajadores la predisposición a entregar las industrias al Estado. En efecto, paulatinamente fueron capitulando las colectividades, empezando por las más pobres. En las regiones del centro y Andalucía, siendo más débil el proletariado y más fuertes el stalinismo y el reformismo, la lucha se decidió pronto a favor del Gobierno. Con poca resistencia, las industrias pasaron a su dependencia. En Cataluña la lucha fue más larga y obstinada, pero el Estado capitalista salió también triunfante.
La propiedad de grupo no puede ser más que un momento en la transformación socialista de la producción. Es imposible que se conserve sino el tiempo mínimo necesario para que los trabajadores en posesión de las antiguas empresas capitalistas articulen toda la producción y el consumo a escala nacional. La intención del proletariado y los campesinos al expropiar a la burguesía, no fue en manera alguna la de convertirse ellos mismos en propietarios, sino crear la economía socialista. La experiencia propia de las colectividades les llevó a comprender que éstas deberían ser el punto de partida de una organización a escala nacional de la producción y la distribución. La economía socialista debe plantearse siempre dos objetivos principales: satisfacer las necesidades de la población pobre y aprovechar hasta el máximo todos los recursos naturales y posibilidades técnicas. Lo segundo constituye la base de la satisfacción de las necesidades de la población pobre y, desarrollado en escala internacional, ha de crear las condiciones para la desaparición completa de las clases y del Estado. Tarea irrealizable sin planificar la economía, faltando lo cual ni siquiera es posible aprovechar toda la productividad que permite la técnica moderna. La incautación y puesta en marcha de los centros productores por los trabajadores respectivos era un primer paso obligado. Quedarse en él debía resultar funesto.
El impulso revolucionario que tan rápidamente había hecho progresar la producción, no pudo encontrar su prolongación y perfeccionamiento en la coordinación planificada de la nueva economía. Las imperfecciones y pérdidas resultantes de las iniciativas inconexas y de las múltiples administraciones independientes fueron reconocidas por las propias colectividades. La idea de la unificación se presentaba por sí sola y surgió, en efecto, incluso en las propias colectividades agrícolas Pero ya el poder político burgués superviviente empezaba a tomar la ofensiva contra el socialismo. También él habló de coordinar, mejorar y aumentar la producción en beneficio de la guerra. Pidió que los comités de fábricas y las direcciones de las colectividades se le sometieran aceptando su control; después, aspiró a nacionalizar y dirigir él mismo las industrias, dejando a los obreros el cometido de colaboradores de las disposiciones gubernamentales. Desde el mes de agosto de 1936, la Generalidad hacía esfuerzos para introducir su control en las industrias expropiadas. Chocó con la oposición de «aquellos comités que desde el primer momento se habían apoderado de las fábricas»2. Sin embargo, con perseverancia, salió triunfante. Su intento era facilitado por los hombres de la C.N.T. y el P.O.U.M. que colaboraban en el gobierno catalán. Ocupando puestos de mando del Estado, ¿qué inconveniente podían ver en que ese mismo Estado adquiriera la gestión industrial? Sólo veían ventajas, por lo que naturalmente debilitaban la instintiva resistencia de los obreros al intento de la Generalidad.
Al principio, la intervención del Estado se limitó a una simple fisga. Ni los obreros hubieran permitido más ni él estaba suficientemente rehecho para permitirse imposiciones o bravatas. En la mayoría de los casos, su intervención se ejercía a través de los elementos obreros más ligados al poder político. El proletariado seguía considerando la economía suya, y definitivamente ido el capitalismo. Las consecuencias funestas en el terreno de la producción no se hicieron sentir hasta después. Pero el Estado capitalista se reconsolidaba progresivamente; más aún, adquiría la convicción de que podía intentarlo todo, seguro de que el proletariado no encontraría apoyo alguno, y que incluso sería condenado por sus propias organizaciones, caso de que intentara resistir. La fisga gubernamental se transformó en control, el control en dictadura y ésta en saboteo directo y descarado de las colectividades, hasta que la industria pasó toda a poder del Estado. El proceso no se cumplió vertiginosa, sino paulatinamente. Va desde los meses finales de 1936 hasta principios de 1938, cuando puede considerarse completo el triunfo gubernamental.
Como todos los crímenes cometidos en España, éste de la expropiación de las colectividades se hizo también «en interés de la guerra», pero 1agtierra resultó gravemente perjudicada, porque la producción bajó y desaparecieron las iniciativas y la inventiva de que habían dado muestras los trabajadores en los meses siguientes, al 19 de Julio. En la carta citada de Companys a Prieto, confiesa el primero que la producción de las industrias de guerra catalanas había disminuido considerablemente. Companys da por comenzada la baja en el mes de junio de 1937, pero otros dados indican que se había iniciado en marzo. En todo caso, a fin de año la disminución era de un 35 a un 40%. En su carta, Companys no trata de defender la gestión obrera de una industria socialista, sino la gestión de su gobierno regional, frente al gobierno nacional. Desde antes de los acontecimientos de Mayo, el gobierno central había intervenido en algunas industrias catalanas, como la Elizalde y la Hispano-Suiza. Tras numerosos intentos fallidos de dirigir el todo, la derrota de los trabajadores en Mayo le dio oportunidad para decretar la intervención general. Los pequeño- burgueses republicanos, «socialistas» y stalinistas anticatalanes quedaron satisfechos. La producción industrial bajó del 35 al 40%, pero ellos habían satisfecho sus furores centralistas, que en ese momento eran esencialmente antiproletarios, porque era en Cataluña donde más se había desarrollado la revolución. Y conviene recordar que en aquel momento el stalinismo y Prieto estaban íntimamente unidos contra las colectividades. En fin, para que no admita dudas el efecto real de la política stalino-reformista gubernamental, he aquí una cita tomada del discurso pronunciado por Comorera, en un pleno stalinista de guerra celebrado en Lérida, en enero de 1938: «La situación de las industrias de guerra hay que confesar que no ha mejorado suficientemente y que en algunos casos, incluso ha empeorado». Y en el III Congreso de la U.G.T. catalana, Rodríguez Vega admitió que en algunas industrias el rendimiento obrero había disminuido a la mitad del normal. En lenguaje claro todo eso quiere decir: estamos saboteando la guerra pero como la saboteamos en nombre de la democracia burguesa, bien saboteada está.
En este aspecto, como en el aspecto político, la obra del gobierno central representa una prolongación natural y acentuada de la del gobierno de la Generalidad. El factor principal de la baja de la productividad y de la producción global, era la política antisocialista ejercida desde el poder. Debido a la correlación de fuerzas más favorable al proletariado en Cataluña, el gobierno central iba delante del regional, pero éste seguía la misma dirección. Sus intervenciones tenían idéntica naturaleza; la de provenir de un Estado capitalista. ¿Qué efecto podía producir y qué objeto podía tener el control del viejo Estado sobre una economía recién expropiada, socialista por principio y por necesidad de desarrollo? Efecto desorganizador, objetivo restaurador de las relaciones capitalistas. Ambas cosas totalmente confirmadas en el curso de la guerra civil. La Generalidad desbrozó el camino al gobierno central. Antes de que éste interviniera libremente en Cataluña, el proletariado había comprendido que la Generalidad le estaba arrebatando sus conquistas. Ya en lo político, la reconstitución de las fuerzas coercitivas burguesas y el desarme del proletariado fueron altamente significativos. En seguida llegó el turno a lo económico. La intervención de la Generalidad había logrado provocar bastante desorganización y disgusto entre los trabajadores para hacer bajar la producción, antes de que Valencia decretara el paso de las industrias a su dependencia. La producción empezó a bajar en el mes de marzo de 1937. Fecha reveladora. En diferentes puntos de nuestro territorio, las fuerzas armadas gubernamentales recién constituidas habían sido lanzadas contra los trabajadores y los campesinos, causando entre éstos muertos y heridos. La campaña contra las colectividades y contra todo lo que respirara la revolución socialista se desplegaba ya a tambor batiente. Los revolucionarios empezaban a entrar de nuevo a la cárcel. Las masas pobres tenían la plena sensación de que se las traicionaba. Inmediatamente llegaron los acontecimientos de Mayo. Derrota espantosa para la revolución, inicio verdadero de la pérdida de la guerra. En toda nuestra zona, a partir de entonces obreros y campesinos tuvieron la convicción completamente justificada de que se les habla arrebatado la revolución.
Ningún esfuerzo de organización sobre base capitalista lograría superar los resultados productivos que era permitido esperar de una economía y de un poder político socialistas. Los esfuerzos gubernamentales no lograron siquiera, cual ya se ha visto, igualar el realizado por las colectividades, con todos sus defectos de economía en estado de transición.
El Estado regionalista no puede gloriarse de haber sido más efectivo en la gestión económica que su hermano mayor, el Estado central. La caída general de la producción y de la productividad obrera llega al máximo después de los sucesos de Mayo, cuando para ningún obrero admite dudas que una nueva reacción se ha instalado en el poder. Antes, la intervención de la Generalidad era considerada por los obreros catalanes como una impertinencia que sus propias organizaciones les obligaban a aceptar, pero de la cual podrían desprenderse con una simple sacudida de hombros.
Sólo en las proximidades de Mayo empezaron a ver que la impertinencia iba convirtiéndose en dogal. Pero al tratar de romperlo, la propia Generalidad llamó en su auxilio al gobierno central. La Generalidad no defendía frente al gobierno central otra cosa que los privilegios de la burguesía regional, mejor dicho, del Estado regional, puesto que la burguesía como tal era inexistente. Frente a las necesidades y aspiraciones de la clase trabajadora, gobierno central y Generalidad hacían uno solo. El Estado regional echando a un lado lo secundario, reclamaba el auxilio de la burguesía central, en lo político, en lo militar y en lo económico, con tal de someter al proletariado. En Mayo repitiose una vez más lo que ya había ocurrido repetidas veces en la historia de las luchas sociales españolas. Las fanfarronadas de los regionalistas se transforman en súplicas de intervención al gobierno central. Como en el terreno internacional, en el terreno regional español el único lema verdadero es clase contra clase. Desgraciadamente, hubo, anarquistas, e incluso poumistas, que se eximieron de apelar al proletariado depositando su confianza en el regionalismo del presidente de la Generalidad, Companys.
El triunfo sobre el proletariado obtenido en Mayo por stalinismo y Gobierno, lanzó a éste, siempre inspirado por el primero, a un curso abierto de restauración capitalista. El poder político ya pertenecía indisputadamente a la contrarrevolución populista; los últimos organismos de poder obrero fueron destruidos en mayo o poco tiempo después. Sin embargo, la economía, en unas partes total y en otras parcialmente, seguía en manos de obreros y campesinos. Gobierno, frente popular y su fuerza de choque, el stalinismo, pusieron proa a la restitución de la propiedad capitalista. Pero encontraron una dificultad grave: no había sino escasos capitalistas. Estando la mayoría huidos a territorio de Franco (muchos con protección del frente popular), habiendo sido ajusticiados otros por los trabajadores después del 19 de Julio, los filo-burgueses frente-populistas encontráronse con que no tenían sino pocos «honrados» capitalistas a quienes restituir sus propiedades. Pero la dificultad era obviable. Si el conjunto de los capitalistas se da como administrador y gendarme un Estado propio, es evidente que esa concreción colectiva de todos sus intereses particulares puede desempeñas las funciones generales del capitalismo, si por azares de la lucha de clases llegan a faltar los capitalistas individuales. Fue el caso de nuestra zona.
El hediondo stalinista catalán, Comorera, entonces hombre de las mayores intimidades con las cumbres del G.P.U. se expresaba así en el Pleno ya mencionado de Lérida (enero 1938):
Los sindicatos no pueden ser apartados de la dirección económica del país. En primer lugar, porque el Gobierno no tiene aparato económico bastante bien montado aún para tomar él solo toda la responsabilidad de la dirección. Por otra parte, Cataluña es un país de arraigada y antigua tradición sindical. Nosotros no podemos quemar las etapas ni violentarlas. Hoy es absolutamente necesario que las centrales sindicales intervengan en la dirección económica del país. (Subrayado por mi).
El mecanismo de la contrarrevolución en su aspecto económico está claramente expuesto aquí por Comorera. Se trata de algo nuevo, como veremos después. Por una parte, el Estado capitalista, en cuyo nombre habla el orador, no tiene aún el aparato necesario para eliminar toda intervención obrera, por otra, las tradiciones sindicales de Cataluña, después de un 19 de Julio y a pesar de un Mayo del 37, siguen siendo lo suficientemente fuertes para no dejarse eliminar por voluntad de Comorera y sus semejantes. En consecuencia, la única táctica posible con vistas a los intereses del sistema es que el Estado se sirva del control obrero o sindical en las fábricas para salvar los intereses colectivos del capitalismo, mientras prepara el aparato económico que le permita prescindir por completo del control obrero, y devolver las fábricas a los burgueses o retenerlas completamente como propiedad del Estado.
Un gobierno revolucionario, lejos de pensar en prescindir de la intervención obrera en la dirección económica, debe aumentarla continuamente hasta la desaparición del Estado y el establecimiento del sistema administrativo comunista, de componentes iguales económicamente. Cuando Comorera hablaba, la mayoría de las colectividades industriales, sistemáticamente empobrecidas por el boicot gubernamental, habían capitulado poniéndose en manos del Estado. El reconocimiento expreso hecho por el hombre de. Stalin, de la incapacidad técnica del Estado, es una prueba adicional de lo poco que importaban los intereses de la producción, de los que la guerra dependía estrechamente, a él y a todos los nuevos reaccionarios con él coaligados. No se trataba de otra cosa que de consumar, costase lo que costase, la expropiación del proletariado. Después, el Estado expropiador devolvería «sus legítimas propiedades» a los burgueses individuales, o bien seguiría poseyéndolas como propiedad nacionalizada. Pero en ambos casos la revolución quedaba destruida y el capitalismo como siempre salvado.
Es ése el elemento nuevo que la contrarrevolución en España, fundamentalmente stalinista, aporta al acervo ideológico del proletariado mundial. La nacionalización se reveló un arma reaccionaria de expropiación de los productores, y el control obrero de la producción algo susceptible de ser empleado en el mismo sentido, paralelamente a la nacionalización y gracias al oportunismo de las direcciones sindicales. En la obra de nuestros gobiernos, sea el de Caballero, el de la Generalidad o el de Negrín más acusadamente, concurrían dos factores. Por un parte, necesitaban quitar la economía al proletariado, pues debían probar a todas las capitales raccionarias, desde Washington hasta Moscú, que estaban haciendo recular la revolución, y como por lo general no había capitalistas a quienes devolver propiedades, el único recurso para arrancarlas al proletariado era nacionalizarlas. Por otra parte, es en una economía nacionalizada donde la burocracia surgida de la clase obrera encuentra una función más útil y permanente al servicio del Estado capitalista. Entre ella y el Estado se produce una fusión que cambia por completo el papel desempeñado hasta ahora por la burocracia obrera. De oposición de izquierda dentro del sistema capitalista, pasa a convertirse en uno de sus estamentos, con lo que se abre una nueva perspectiva de solución reaccionaria a la vieja y decadente sociedad.
Siguiendo pues los intereses de la reacción mundial, los burócratas stalinistas y reformistas no dejaban de contar con los suyos particulares. A cambio de. destruir la revolución procuraban adquirir un puesto permanente dentro del Estado y del mecanismo económico capitalista, tal vez aligerado de propietarios individuales, pero no menos reaccionario y opresor. El capitalismo no desaparece porque la industria deje de ser propiedad individual, pues su característica esencial es la privación de los instrumentos de trabajo en que mantiene a los trabajadores, cuya fuerza de trabajo compra como una mercancía cualquiera. Por eso la nacionalización en nada cambia el sistema, si es que no refuerza sus rasgos opresores, y en momentos de revolución se presenta como el mejor medio de expropiación del proletariado.
El éxito de esa profunda maniobra reaccionaria, cuando empezó a ser puesta en práctica, inmediatamente antes de las jornadas de Mayo y después más generalmente, dependía en sus tres cuartas partes de la actitud que adoptasen la C.N.T. y la U.G.T., las dos centrales sindicales. La partida estaba de antemano perdida para el proletariado y la revolución del lado de la U.G.T., bien habituada como estaba a someterse al Estado. No así del lado de la C.N.T., la cual, con altibajos, oportunismos y aventurismos, había sido, hasta la guerra civil, una central sindical combativa y en general fiel a la lucha de clases. Pero, una vez que los dirigentes anarquistas prefirieron la colaboración con el Estado capitalista a la lucha por un poder -proletario, y sobre todo, después de su actitud en Mayo, ¿por qué iban a oponerse a que el Estado nacionalizase las industrias? Mientras tuvieron armas, los obreros habían rechazado la nacionalización, despidiendo con cajas destempladas a los representantes gubernamentales que se presentaban en las fábricas. Todavía después de Mayo hubieran logrado retener la industria si hubiesen contado con el apoyo de sus organizaciones. Mas la C.N.T. consintió en sumarse a la U.G.T. para prestarse al. control sindical que pedía Comorera. Y el Estado capitalista tuvo por gestores económicos a dirigentes sindicales de las dos centrales.
Tanto en la U.G.T. como en la C.N.T. el capitulacionismo dirigente halló resistencia en la base, mucho más en la segunda que en la primera. Pero en ninguna de las dos la oposición logró encontrar una expresión orgánica idónea. En la U.G.T. a lo más que se llegó fue a la famosa escisión, que aún dura, entre Largo Caballero y los elementos staliniano-negristas. Caballero no tenía ninguna divergencia de principio con la política gubernamental. Sólo era opuesto a la preponderancia stalinista en el Gobierno y el ejército. Sus ideas respecto al destino de la economía eran idénticas a las del gobierno Negrín-Stalin: nacionalización y control por el Estado. Durante el gobierno de Caballero empezó a quitarse industrias a los trabajadores en Madrid, Valencia y otros sitios. Sin embargo, la oposición de Caballero hubiese podido desempeñar aún un importante papel revolucionario lanzándose a fondo contra el stalinismo.
Pretextando intereses de guerra, Caballero renunció a la lucha, cuando precisamente el interés máximo de la guerra exigía la lucha. En realidad no tenía ninguna política revolucionaria que oponer. Pero el oportunismo no deja nunca de encontrar pretextos de apariencia honorable. Con ello, la oposición caballerista, nacida del descontento de los mejores elementos ugetistas y socialistas, fue desvirtuada, castrada y devuelta al tradicional remanso reformista.
En la C.N.T. surgió desde antes de Mayo, la oposición denominada «Amigos de Durruti». Por causas ya dichas en otro capítulo, no logró madurar con la rapidez necesaria a pesar de contar con la simpatía de la inmensa mayoría de los afiliados. Después de Mayo, la policía colaboraba muy eficazmente con los altos dirigentes derechistas de la C.N.T., en la persecución de los «Amigos de Durruti». A más de esto, los burócratas pseudoanarquistas hubieron de vencer casos particulares de oposición suscitados ya directamente por la base, ya por los comités medios e inferiores o por las Juventudes Libertarias. Pero con ayuda de la represión gubernamental, toda oposición sindical fue rota o reducida a proporciones insignificantes. Los capitostes de la U.G.T. y de la C.N.T. pudieron llegar a concretar en un pacto su política de auxilio a la contrarrevolución económica, por medio de la nacionalización.
La significación verdadera del pacto firmado entre las dos centrales sindicales fue convertir oficialmente la C.N.T. en organismo auxiliar del Estado capitalista; la U.G.T. ya lo era antes. Todo el pacto era beneficio para s y reformismo. En él se materializaban las palabras citadas de Comorera: puesto que el Estado no dispone ahora de elementos suficientes y los obreros aún son algo fuertes, las centrales sindicales deben colaborar en los designios del Estado. En efecto, el pacto no se comprometía a pedir la legalización de la expropiación de la burguesía y de los grandes terratenientes, mucho menos a liquidar el capitalismo. Se limitaba a pedir «la nacionalización de las minas, ferrocarriles, industria pesada, navegación de altura, banca y de aquellas otras industrias que se consideren de necesidad para la reconstrucción nacional, después de aprobada aquella por los organismos competentes del Estado».
El punto siguiente (número 7 del párrafo «Industria»), recalcaba: «Para la puesta en marcha de este plan de nacionalización industrial, así como para la organización y planificación general de la producción, la U.G.T. y fa C.N.T. propugnan la formación inmediata de un Consejo Superior de Economía, dentro del Estado y con participación de las dos centrales sindicales». Y a continuación: «El Gobierno legislará en materia económica de acuerdo con el Consejo Nacional de Economía. El Consejo Nacional de Economía establecerá un servicio de inspección del trabajo en todas las manifestaciones productivas». Y el pacto terminaba con una adición en que la U.G.T. declaraba no ser contraria a la incorporación de la C.N.T. al Gobierno, y juntas prometían estudiar el problema de la incorporación de la C.N.T. al frente popular. Es sabido que la cosa terminó efectivamente con la incorporación oficial de la C.N.T. — práctica desde Julio de 1936— a la traidora táctica proclamada por Dimitrov en el VII congreso de la Internacional Comunista.
El Estado, el Estado, el Estado; he ahí el término último y verdadero de todos los problemas. Si la C.N.T. hubiese discernido la naturaleza de clase del Estado existente en España seguramente no habría aportado su importantísimo socorro al triunfo de la contrarrevolución. Antiestatal antes de la guerra, ésta le hizo hincar la cabeza en un stalinismo plenamente capitalista. No necesito volver a demostrar que el Estado destruido por la insurrección de Julio, y rehecho por el frente popular con la colaboración de las demás organizaciones obreras, era de carácter capitalista. Su intervención en el ejército, en la guerra, en la política, en la economía, llevaba el sello de su carácter de clase. La nacionalización, que C.N.T. y U.G.T. pedían al Estado, era precisamente lo que éste necesitaba para impedir la marcha de los obreros al socialismo. Stalinistas y socialistas, más conscientes que el anarquismo de los caracteres de clase del Estado, y determinados a cortar el paso a la revolución proletaria, no podían ver en las peticiones del pacto sino una excelente garantía antirrevolucionaria, la mejor posible en vista de la ausencia casi general de los burgueses individuales. El Estado burgués debía representarles; las centrales sindicales auxiliarle. La C.N.T. era temida por stalinistas, reformistas y burgueses en general por su antigua tradición revolucionaria y por el arraigo que entre las masas tenía. Sujetarla al círculo capitalista del frente popular daría por doble resultado desarticularla como fuerza revolucionaria y comprometer la dirección a luchar contra las tendencias revolucionarias de base. Ese proceso de sujeción empezó, de hecho, aún antes de Julio de 1936, aumentó inmediatamente después de él y se completó tras las jornadas de Mayo. El pacto C.N.T. U.G.T. no hacía más que rubricar y dar estado legal al hecho consumado paulatinamente desde la constitución del frente popular.
Lejos de ayudar a los obreros a conservar y defender sus posiciones económicas, el pacto prestaba a la nueva reacción el auxilio indispensable para consumar completamente la expropiación de los trabajadores, sobre la base de un capitalismo de Estado. El cerco en torno a las colectividades se acentuó. Una tras otra, las colectividades industriales iban capitulando y entregándose al Estado. Las propias colectividades agrícolas, que por su naturaleza podían defenderse mucho mejor, sintieron las consecuencias del sabotaje gubernamental. También ellas estaban destinadas a ser asfixiadas o a reducirse a la categoría de organizaciones cooperativas, como tantas otras existentes en diversos países dentro del sistema capitalista de propiedad. La C.N.T. lo reconocía así implícitamente cuando en el pleno económico celebrado en Valencia proyectó la creación de un Banco Confederal. La idea carecía por completo de sentido si la economía en su conjunto se hubiera orientado en sentido socialista. Todo el capital financiero español habría estado a la disposición de la organización económica proletaria. En manos del Estado, ese capital se aplicaba a destruir las incipientes formas socialistas de propiedad. Las proposiciones mismas del pleno citado lo reconocían al querer subsanar la falla del capital financiero con un capital financiero de uso exclusivo de la C.N.T. Como remedio era disparatado, tan disparatado como si el proletariado, para acabar con el capitalismo, se propusiera hacer negocios por su cuenta con el intento de apoderarse de todas las empresas. Pero como síntoma político, más que disparatado. era una renuncia expresa a la expropiación general del capitalismo, y una carta de crédito a la contrarrevolución frentepopulista para que continuara sin temor de oposición su labor restauradora.
No se nos enfaden los anarquistas; al menos los anarquistas verdaderos quienes seguimos considerando revolucionarios, si bien torcidos en cuan se refiere al apoliticismo y al Estado. Durante la guerra civil, cuando la expropiación general de la burguesía era un hecho consumado, el único paso revolucionario que podía dar el proletariado era la organización planificada de la economía que tenía en sus manos. Para ello necesitaba apoderarse también del capital financiero, que no llegó a estar en sus manos ni siquiera inmediatamente después de Julio. Ponerse a hacerle concurrencia, cual pretendía la proposición de Banco Confederal, equivalía a reconocerle el derecho a la existencia independientemente del proletariado, es decir como tal capital financiero. No exagero pues un ápice, al escribir que la C.N.T. renunciaba a la expropiación general del enemigo, conformándose con adquirir un cierto rango económico dentro del sistema general capitalista. La C.N.T. se comporté como una organización corporativa, pero en manera alguna como una organización que tiene por objeto único, obsesivo, la destrucción del capitalismo y el triunfo de la revolución socialista. Cito sólo el ejemplo de }a C.N.T. porque, a pesar de todo, seguía siendo una central sindical más radical que la U.G.T. No quiere decir en manera alguna que no condene yo terminantemente la actitud de ésta. Significó únicamente que si la actitud de la organización sindical más izquierdista, la convirtió en cómplice consciente o inconsciente del restablecimiento capitalista en España, la U.G.T. fue el cebo con cuya alianza (sindical, «apolítica» y otras zarandajas con que los anarquistas se dejan impresionar), se hizo tragar a la C.N.T. el anzuelo de la colaboración. La verdad estricta obliga a decir que la C.N.T. fue durante la guerra civil un instrumento del capitalismo de Estado, aspiración suma de la reacción stalino-reformista. Los militantes que han dado a esa central sindical energías, entusiasmo y fe inquebrantable durante años, se indignarán quizás al leer lo anterior. Me veo obligado a reafirmarlo pensando particularmente en el valor revolucionario de la militancia confederal. Y no precisamente, como pensarán ingenuos o truculentos apolíticos, con la intención de destruir la C.N.T., sino con la de salvarla como central sindical revolucionaria.
Volvamos a las palabras iniciales de este capítulo. ¿Lo determinante en la sociedad es el poder político o el poder económico? No creo que haya un solo obrero revolucionario español, entre quienes han vivido la experiencia de la guerra civil, que pueda dudar a este respecto. Y al escribir esto me refiero muy especialmente a los anarquistas. Con toda certidumbre, puede asegurarse que las intenciones íntimas de los dirigentes anarquistas no eran dar el triunfo al capitalismo ni renunciar a la revolución socialista. Durante el primer semestre de 1937, cuando la lucha entre la revolución y la contrarrevolución estaba todavía decidiéndose, los dirigentes de la C.N.T. sacaron a relucir una consigna: «Todo el poder económico al proletariado». Y se quedaron satisfechos como una parturienta. Su intención subjetiva, concorde con sus ideas, era ésta: Que los políticos hagan lo que quieran; nosotros vamos a apoderarnos de la economía, como apolíticos que somos, y así haremos la revolución proletaria. Sus falsas nociones teóricas les llevaban a considerar la economía y la política como dos mundos diferentes, sin ninguna relación entre sí. Pero la política, quisiéranlo o no, se les metía por todos los poros a los dirigentes anarquistas. Allí estaban, particularmente, los políticos stalinistas, reformistas y republicanos, pidiendo ayuda a los apolíticos para rehacer el desvencijado Estado. Al ver los apolíticos tas funestas consecuencias de su ayuda, dieron la consigna: «Todo el poder económico al proletariado», pero sin dejar ellos de colaborar con el Estado capitalista. En realidad los líderes anarquistas no trataban más que de aligerar su conciencia con esa consigna, pues siendo grata a las masas, desviaba la atención de ellas del verdadero problema. ¿Quiénes eran enemigos de la economía socialista sino el Estado y los hombres con quienes la C.N.T. colaboraba? Si realmente la C.N.T. hubiese estado decidida a defender el poder econ6mico del proletariado, se habría planteado necesariamente la necesidad de luchar contra el poder político capitalista. Ya entonces sabía por experiencia cuán imposible es rehuir el problema del poder. Junto a su consigna económica habría aparecido, como coronamiento indispensable, esta otra: «Todo el poder político al proletariado».
La economía había estado en manos del proletariado y los campesinos durante meses. La consigna de la C.N.T. era entonces un hecho. Cuando la puso en circulación, vísperas de Mayo y después, ya empezaba a dejar de serlo. Por eso no se la puede considerar más que como una concesión verbal arrojada a la angustia del proletariado. Bien pronto, la dirección cenetista olvidaría su propia consigna, como tantas otras frases revolucionarias que en medio de su colaboración hizo, para limitarse a pedir la organización del capitalismo de Estado en el Pacto C.N.T. - U.G.T... y una cartera en el malhadado gobierno Negrín. En una palabra, la posesión por el proletariado de la economía no impidió a la nueva contrarrevolución triunfar en todos los aspectos, porque para impedírselo era también necesaria la posesión del poder político, factor decisivo en la transformación económica revolucionaria.
No menos clara aparece la relación entre lo político y lo económico si se contempla lo acaecido en España desde el punto de vista del capitalismo. Puede decirse que al principio de la guerra civil el poder económico estuvo en manos del proletariado, puesto que el propio capital financiero no podía usarlo el Gobierno sino por consentimiento de los líderes obreros. Al capitalismo no le quedaba más que una sombra de poder político representado por el stalinismo y el reformismo. Sólo eso, le bastó para reconstituir todas las relaciones sociales capitalistas, desde el gendarme hasta la propiedad. Ya hemos visto por qué medios y con ayuda de quiénes. Igual que para la revolución, el poder político es decisivo para la contrarrevolución capitalista.
Las colectividades agrarias constituyen una de las más positivas experiencias hechas en España. El proletariado industrial es socialista por imperativo de la función, que desempeña. Su lucha contra la clase capitalista le conduce inmediatamente a la socialización de los medios de producción. No ocurre lo mismo con el campesinado, ni aun siquiera con los jornaleros agrícolas, tan numerosos en todo el sur de España. La emancipación económica les aparece inmediatamente como un problema individual, a resolver convirtiéndose en propietarios de tierra. Particularmente en los países atrasados, donde la masa campesina no ha hecho aún la experiencia de la pequeña explotación, ni existen medios técnicos suficientes para convertir la labor en una gran operación industrial, la masa pobre agrícola es empíricamente empujada a buscar la solución individual, más que la socialista. Pero la educación revolucionaria contrarrestó poderosamente en España las tendencias individualistas del campesino, induciéndolo desde el primer momento a la solución socialista.
La revolución rusa, una vez pasado el período de entrega de la tierra a los campesinos, encontró en éstos graves dificultades. Carentes de una educación socialista, tendían naturalmente a la acumulación privada mediante sus respectivos lotes. El gobierno revolucionario tenía que contrarrestar esa tendencia al mismo tiempo que se esforzaba en crear medios técnicos y una educación susceptible de preparar la socialización del agro y de asegurar la colaboración inmediata entre éste y la ciudad proletaria. Agravado el problema por el monopolio stalinista del poder, la contradicción o desnivel entre proletariado y campesinado condujo a la deportación de millones de campesinos, a la destrucción de aperos de labranza y al degüello de millones de cabezas de ganado como oposición a la colectivización forzada que el gobierno stalinista impuso.
Después de la experiencia de las colectividades agrícolas, puede asegurarse que la revolución española no tropezará con esas dificultades. La mayoría del campesinado se reveló socialista desde el primer momento; prefirió trabajar en colectividad a poseer su propio terreno. La alianza entre la ciudad y el campo se situaba así en un terreno superior al circunscrito por la consigna: la tierra a los campesinos, posibilitando el empleo de esta otra: socialización del agro. En ese terreno, obreros y campesinos adquieren una base económica común, su vínculo de alianza es socialista y no está limitado sino por las dificultades técnicas para industrializar el campo y hacerlo pasar de la etapa de las colectividades o propiedad de grupo, a la etapa de la socialización en escala nacional. Cuando la agricultura sea convertida en rama de la industria y los trabajadores agrícolas en proletarios, la revolución no tendrá que temer ningún termidor. El grado de educación socialista de que dieron pruebas los campesinos españoles por medio del movimiento de las colectividades promete obviar muchas dificultades a la revolución triunfante.
El movimiento de las colectividades tuvo mucha mayor importancia y significación porque, como todo el mundo sabe, fue impuesto por los campesinos contra la voluntad, las maniobras, el boicot y el terror gubernamental. Desde el Ministerio de Agricultura el stalinista Uribe se esforzaba en crear condiciones económicas que probaran el fracaso de las colectividades, organizaba sindicatos agrícolas reaccionarios, paralizaba el transporte de productos o impedía que las colectividades se abastecieran en una región de lo que les faltaba en la propia. Las colectividades agrícolas siguieron su marcha. Aunque debido a éstas y otras dificultades la gestión económica de algunas no era muy brillante, la idea socialista privaba sobre el resultado material inmediato. ¡Hecho de gran valor revolucionario! No se olvide que si la base objetiva para el triunfo de la revolución debe ser dada por la evolución material, el elemento humano o subjetivo es lo decisivo. Que este último hubiera penetrado hasta el campo en el grado en que penetró en España, constituye una verdadera hazaña y una promesa grandiosa. Stalinismo y Gobierno, levantando las tendencias individualistas y reaccionarias del campesino, nada o muy poco pudieron contra sus sentimientos socialistas. De haber sido ayudados por un gobierno revolucionario, los campesinos hubiesen socializado pronto toda el área cultivable del país.
Llevando hasta el extremo máximo posible su designio antisocialista, el gobierno Negrín quiso acabar militarmente con las colectividades agrícolas en la región donde eran más numerosas y fecundas, en Aragón. Para ese cometido repugnante se eligió a un hombre adecuado. Fue el cretino stalinista Lister —dogo humilde de Contreras, el «comandante Carlos», importante jefe de las bandas asesinas de la G.P.U.—, el encargado de obligar a los campesinos aragoneses a convertirse en propietarios capitalistas. Con la bestialidad distintiva del stalinismo, Lister irrumpió en Aragón con sus tropas, cual si se tratara de país enemigo, disolviendo por la fuerza las colectividades y obligando a los campesinos, pistola en mano, a adquirir la propiedad de la tierra. Hasta ahora, la historia conoce millones de casos en que la propiedad individual ha sido defendida o adquirida con las armas en la mano, pero no conocía ningún caso en que se hubiera tratado de hacer propietaria a toda una clase, obligándola con amenaza de muerte. Para verlo ha sido necesaria la presencia del stalinismo.
Quizás el stalinismo llegó a creer que los campesinos eran realmente enemigos del socialismo y que el partido de la G.P.U. alcanzaría gran popularidad entre ellos distribuyéndoles la tierra. Sólo logró aumentar su ya muy extendida impopularidad. La mayoría de los campesinos eran enemigos de la propiedad privada por convicción. Apenas se alejó Lister de territorio aragonés, las actas de propiedad fueron rotas y reconstituidas la mayoría de las colectividades. Este constituye, junto con las jornadas de Mayo, uno de los episodios más ejemplares de la revolución española. Los campesinos aragoneses hicieron una nueva afirmación de sus ideas socialistas a pesar del terror gubernamental y del organizado boicot económico de que fueron objeto. La importancia de la educación revolucionaria reveló su decisividad. Si el campesino español se hubiese encontrado al mismo nivel de desarrollo ideológico que el ruso, la labor de un Lister y del stalinismo en general habría encontrado un apoyo sólido en el campo, en detrimento del proletariado urbano. En su primera etapa, la contrarrevolución ha tomado siempre pie en el campo contra la ciudad. El espíritu revolucionario de los campesinos españoles en general, vivamente manifestado por los aragoneses, obligó a la contrarrevolución a buscar sus apoyos en otra parte: la pequeña burguesía urbana y rural, los oficiales de los cuerpos armados anteriores a Julio, los burócratas políticos y sindicales, los reaccionarios y fascistas amedrentados. Fueron estas colaboraciones las que dieron el triunfo a la contrarrevolución frente-populista.
La derrota no quita valor al ejemplo dado por los campesinos. Hasta ahora, la alianza de éstos con el proletariado, particularmente en los países con restos de organización agraria feudal, planteábase en un terreno desigual. En el terreno industrial y urbano, expropiación de la burguesía (medidas socialistas); en el campo, distribución de la tierra a los campesinos (medidas democrático-burguesas). La revolución española ha revelado que puede plantearse, al menos en España, la alianza del proletariado y los campesinos sobre una base socialista. Las insuficiencias técnicas del país pueden ser suplidas provisionalmente por la suficiencia revolucionaria del campesinado.
La lucidez socialista de los campesinos aragoneses llegó hasta comprender la necesidad de una coordinación económica entre sus colectividades y las colectividades industriales del proletariado. Del campo vino la primera iniciativa en ese sentido, proponiendo un solo sistema de producción y administración para todas las colectividades. Por propia experiencia, la idea se impuso también a las colectividades industriales. Pero era absolutamente irrealizable sin la posesión íntegra del poder político por el proletariado y los campesinos. Cuando la idea llegó a ser más o menos clara, ya el Estado capitalista expropiaba al proletariado y el armamento, los órganos de poder y la energía revolucionaria de éste habían sido destruidos en Mayo.
Por una parte, la sumisión de las organizaciones obreras al Estado capitalista destinaba las colectividades a la muerte; por otra parte, la inercia socialista de las colectividades llevaba consigo la necesidad de destrucción del poder político existente. Pero en él se incluían «socialistas», «comunistas» y «anarquistas», las tres tendencias a las que pertenecían la casi totalidad de los obreros integrados en las colectividades. Había una contradicción flagrante entre las necesidades de la colectivización, y la actitud de las organizaciones a las que pertenecían los colectivizadores.
Resumiendo, el proletariado cometió un error dejando a las colectividades producir y administrarse independientemente unas de otras, y no expropiando también el capital financiero, savia del sistema capitalista. Debió unir todas las colectividades en una sola, con una caja única y una administración central democráticamente elegida por la totalidad de las unidades productoras. Así, organizada la economía en un solo sistema, hubiera podido plantear la producción para satisfacer lo mejor posible las necesidades de la guerra, y las de la futura expansión de la industria y del consumo de la población. La planificación socialista debe combinar necesariamente el desarrollo industrial con el consumo de las masas y su libertad política. Sin esa condición no puede verificarse la unión de los productores con los instrumentos de trabajo, meta de la revolución social. Habiendo cometido el error de no pasar a la planificación socialista, el proletariado español condenaba las colectividades a la desorganización, a los abusos en su interior, y daba a los enemigos de la revolución argumentos para combatirlas en nombre del capitalismo.
Pero el origen de ese error, y lo que más tarde impidió al proletariado pasar de las colectividades a la planificación socialista, fue el no haber tomado para sí todo el poder político, destruyendo por completo el Estado capitalista. En factor político es, con mucho, el decisivo en épocas revolucionarias. Si el proletariado hubiera tomado en sus manos firmemente el poder, todos los errores y pérdidas ocasionados por la dispersión económica de las colectividades se habrían subsanado positivamente, porque la idea de la planificación se presentaba como una consecuencia necesaria de la situación.
Así como frente a los Comités-gobierno se erguían stalinistas y reformistas como representantes del viejo Estado, así aparecieron también como representantes de la propiedad capitalista frente a las colectividades. Aprovecharon sus defectos e inventaron calumnias contra ellas, con el único fin de restituir la propiedad a los moldes capitalistas.
Habiendo logrado afirmarse como poder capitalista, se afirmaron también como guardadores de la propiedad capitalista. La nacionalización practicada por ellos era la revancha económica de la contrarrevolución; el control obrero que a las centrales sindicales pedían, un instrumento de la misma; y la planificación de que gustaban hablar como señuelo, era una economía capitalista dirigida, prenda de su fusión permanente con el decadente sistema actual de producción y distribución. El proletariado mundial encontrará en la experiencia de la revolución española importantes advertencias contra la futura labor reaccionaria del stalinismo y el reformismo. ¡Alerta contra su nacionalización y su control obrero!
Ya triunfante, después de Mayo, la nueva reacción acaudillada por el stalinismo, ésta empezó a devolver propiedades a los antiguos capitalistas, en prueba de que su representación estatal había sabido ser efectiva. Pero Negrín se veía obligado a dar cada vez más garantías a la reacción mundial. No bastaban algunas decenas de propietarios restituidos. Era necesario establecer un principio general. En consecuencia, el mes de octubre de 1938, el gobierno Negrín (primero en Europa a las órdenes de Stalin) promulgó un decreto garantizando la devolución de sus bienes a los antiguos propietarios y el respeto a los derechos de todo el mundo, es decir, a los derechos de los herederos de los capitalistas ajusticiados por el proletariado. Y en un acto de ostentación de unidad nacional, el decreto se comprometía a devolver propiedades a cuantos las reclamaran directamente o por intermedio de persona debidamente autorizada. Desde la zona franquista, todos los propietarios que habían poseído fábricas, tierras, minas, capitales en acciones o en metálico, podían recuperarlos otorgando poder a cualquier persona radicada en nuestra zona o en otro país.
¿Qué puedo decir como comentario, sino recordar las consignas que permitieron llegar a semejante resultado? Helas aquí: «Menos comités y más pan», «todo el poder para el Gobierno», «todas las armas al frente», «alto a la colectivización», «guerra de independencia nacional», «nacionalización de la industria», «los trotskistas, y los anarquistas que hablan de revolución social, son agentes de Franco», etc., etc.
Carta de protesta a la revista «Autogestion et Socialisme» (1972)
Paris 14 octubre 1972
Camaradas:
Daniel Guerin me pidió publicar en vuestra revista el capítulo sobre las colectividades españolas de mi libro «Jalones de derrota: promesa de victoria», habiendo puesto yo por condición la publicación simultánea de un texto sobre la autogestión aparecido en un número de Alarma que le adjunté a mi respuesta. Y le expresé mi deseo de permanecer al margen caso de que no aceptarais la proposición,
Se justificaba esa actitud, porque siendo mi pensamiento opuesto a la autogestión, sin que el capitulo en cuestión se exprese al respecto, por razón evidente de asincronismo entre la época de su redacción y la época en que empezó a hablarse de autogestión, su publicación en vuestra revista induciria cualquier lector a situarme entre los partidarios de la autogestión, al revés de la verdad.
He ahí que lo habeis hecho en vuestro número. 18-19, enero abril, del que he tenido conocimiento por casualidad y con retraso, pues no habéis tenido a bien mandármelo, Ocho páginas de la revista son extraídas del capitulo, sin reproducirlo íntegramente. ¿Qué equívoco o qué idea os ha permitido obrar así?
Lo ignoro, pero confío en que no os parecerá excesivo que os reclame la publicación de esta carta y en particular las líneas que siguen en el proximo número de vuestra revista:
- La autogestión es para mi uno de los desatinos mas turbios que haya sido introducido en las filas obreras, sin perjuicio de la honradez de los revolucionarios que la toman por un descubrimiento. Abundan las personas y tendencias a todas luces no revolucionarias -reformistas y burgueses- e incluso contrarrevolucionarias -stalinistas y jefes de Estados policíacos- hacen también suya. Y para nada sirve atribuirles un abuso de la fórmula o intenciones mistificadoras,
- Las colectividades de 1936-37 en España no son un caso de autogestión antes del nombre. Algunas organizaron una especie de comunismo local sin otras relaciones mercantiles que hacia el exterior, precisamente como las antiguas sociedades de comunismo primitivo, Otras eran cooperativas de oficio o de pueblo, cuyos miembros se distribuían los antiguos beneficios del capital. Todas abandonaron más o menos la retribución de los trabajadores según las leyes del mercado de la fuerza de trabajo, así - como, unas más que otras, según el trabajo necesario y el sobretrabajo de donde el capital saca la plusvalía y toda la substancia de su organización social. Además, las colectividades hicieron a las milicias de combate dones en especies tan abundantes como reiterados. No se puede pues definir las colectividades sino por sus características revolucionarias, en suma, por el sistema de producción y de distribución en ruptura con las nociones capitalistas de valor (de cambio necesariamente), siendo la autonomía de gestión mera forma en contradicción con su contenido profundo. Tanto, que esa fué no sólo causa de sus dificultades, sino lo que permitió al stalinismo y al gobierno a él infeudado, combatirlas y finalmente destruirlas. La autonomía de gestión fue pues la negación de las colectividades. Ellas mismas se dieron cuenta, pero demasiado tarde.
- Vuestra revista me presenta como trotzkista ortodoxo, sin maligna intención, pero a contrasentido de la realidad. Para un pensamiento dialéctico, ortodoxia y revolución se excluyen reciprocamente. Yo seguiré siendo revolucionario, no ortodoxo de lo que sea. Rompí formalmente con la IVª Internacional en 1948 —como Natalia Sedova-Trotzky hizo posteriormente- pero eso no me impedira levantar la mano como trotzkista frente a los calumniadores policiacos de Moscú o de Pekin, o frente a ese tercera categoría de sujetos, factura XXº Congreso, que se regodean ahora con los errores de Trotzky, cual si pudieran justificar sus conchabanzas con la contrarrevolución stalinista.
Saludos.
G. Munis
PS. Una errata, sin duda obsesiva, en vuestra traducción, página 166: «extremando su designio auto-socialista, el gobierno Negrín...» etc. Hay que leer: su designio anti-socialista.