La imposibilidad de desarrollo capitalista

La imposibilidad de desarrollo capitalista

Antes que nada hay que afirmar, otra vez, la radical diferencia existente, en nuestro tiempo, entre desarrollo de la sociedad capitalista y crecimiento económico de la misma. Durante la larga época de su formación y apogeo, uno y otro iban apareados, siquiera con oscilaciones. Mas observando de cerca no sólo la experiencia moderna, sino también la de tipos sociales pretéritos, desde los albores del periodo neolítico, la disociación entre desarrollo y crecimiento aparece neta, hasta convertirse en ruptura, y continuada ésta el crecimiento económico corroe en proporción a si mismo el desarrollo social adquirido. No se trata de un corte brusco, localizable en fecha determinada, pero sí de algo bien perceptible en el curso de algunos decenios.

Una sociedad o tipo de civilización está en desarrollo mientras van ampliándose y propagándose los factores estructurales y superestructurales contenidos en su original impulso, aquellos que han constituido su razón de ser, su necesidad histórica, su justificación humana. Porque un tipo de civilización -vale decir una clase- nunca se ha formado y elevado al rango de dominante sino como representación positiva, siquiera incompleta, de todas las clases, incluso de las que cargan con la peor suerte. Su sistema ha de consentir a todos un mejor estar material, cultural, moral, una brizna siquiera de libertad relativamente a la situación anterior. Ese contenido es lo único que cabe llamar desarrollo social.

Lo hemos visto con gran claridad durante el ascenso de la sociedad capitalista. Más que ninguna otra civilización desde la aparición de las clases y del Estado ha acrecido ella la cultura general, la libertad política, las posibilidades nutritivas y cuanto toca a la producción y reproducción de la vida humana, sin mencionar la multitud de consecuencias buenas que trajeron consigo esos tres factores. El mayor dominio de la Naturaleza característico de la civilización capitalista, aún siendo por y para la burguesía principalmente, repercutía más o menos en las clases pobres y explotadas.

Del capitalismo actual ya no puede decirse lo mismo. Su dominio de la Naturaleza, desde la física y la química hasta la genética y psicoanálisis, sigue aumentando. Pero en general ya no redunda sino en peoría pera la gran masa de clases pobres. Se fabrican hoy metales tan resistentes que permiten a las cabinas espaciales atravesar las capas densas de la atmósfera, pero, desde la cacerola hasta el automóvil, los productos ofrecidos en el mercado son de una mala calidad calculada para obligar a renovarlos pronto; se sabe fabricar tejidos de duración más que vitalicia, pero el traje o las medias vendidos por decenas o centenares de millones están confeccionados para convertirse pronto en harapos; se sabe producir alimentos de excelsa calidad y pureza, pero se han vuelto inencontrables, manjar de potentados, para la gran masa, a partir del simple pan, productos adulterados, cuando no tóxicos, envueltos en plásticos que modifican su composición química; se sabe seleccionar especies animales de carnicería y establo del mejor abasto pero el bistec, el pollo, el cerdo, etc. contienen las hormonas con que los animales han sido cebados artificialmente, mientras la leche es un aguachirle empobrecido de las substancias más indispensables a la nutrición infantil; se pueden construir edificios de habitación más resistentes que una catedral, pero la casa o el apartamento del común de los hombres entran en ruina antes de terminados de pagar.

Complemento inseparable de lo anterior, la radio y la televisión, potentísimos instrumentos de información y de formación cultural, engañan y embrutecen premeditadamente y en todos los continentes a miles de millones de personas, siempre secundadas por la prensa cotidiana; en los centros de enseñanza técnica y universitaria, la juventud es canalizada y conformada según proyectos estatal-capitalistas, al paso que la calidad de la enseñanza va degradándose año tras año; el propio psicoanálisis sirve en fábricas, establecimientos de orientación, publicitarios y policíacos, a operaciones repugnantes que rebajan la mente individual y colectiva.

No tendría fin enumerar todos los aspectos en que el capitalismo (más precisamente dicho, para que el lector no excluya país alguno: la sociedad basada en el trabajo asalariado) esta pervirtiendo la vida cotidiana, corrompiendo cuanto él mismo creó. Hay que completar sin embargo el rápido esbozo anterior señalando dos aspectos aún más graves. El primero es la condición actual de la clase obrera, esclava del trabajo y del sueño, sin tiempo de solaz en esta época de automatización, sin ninguna libertad en la fábrica, cuartelariamente disciplinada y vigilada por el trió capital, sindicatos, Estado, que por añadidura la someten al destajo, la forma más vil de explotación; obligada para evitar la miseria, a someter al torbellino de esa misma explotación a la mujer además del marido; privada de oficio por el trabajo en briznas [= trabajo precario, NdE]; siempre a merced de la programación dirigista; cada vez más desposeída relativamente a lo que produce y al monto total de la riqueza usurpada por el capital. Nunca los instrumentos de trabajo y los productos de su trabajo le fueron tan ajenos y oprimentes. El propio automóvil en que circulan numerosos obreros echa varios nudos más a las ataduras que los apresan, miserias que han convertido la sociedad entera en campo de concentración cotidianamente saqueado por sus organizadores, comercio y fisco mediante.

El segundo y más terminante de los dos aspectos mencionadas es el totalitarismo político, simultáneamente policíaco y militarista, que ha ido invadiendo el mundo entero, incluso los países en que pervive, carcomida, la democracia burguesa. Por sí solo, el peso cada vez mas abrumador de ejércitos; producción guerra y policía representa un factor degenerativo de primer orden en la civilización actual. No se trata únicamente del gasto a perdí da completa que su existencia comporta, mucho mayor de lo que fijan los presupuestos oficiales, ya enorme; tampoco del trabajo baldío, parasitario, perjudicial o criminal encomendado a decenas de millones de personas; lo peor de todo es la función que han adquirido las industrias de guerra, las actividades militares y las policíacas, sin distinción de bloques ni de regímenes políticos. En efecto, si la industrialización fomentada por el capitalismo nunca fue para el consumo sino a través de la venta de' mercancías y del enriquecimiento burgués, con el ingente volumen de la producción bélica -sin olvidar la de los artículos de pacotilla-, conviértese en industrialización por la industrialización, cuya relación con el consumo necesario es cada vez más tenue y falsa. Y por su parte, policías y ejércitos encarnan el poder por el poder de un capital anónimo, superado por la técnica y las exigencias humanas, que se sobrevive a sí mismo como forma de organización social. En el antiguo Egipto llegó un momento en que el culto de la muerte consumía mas de la mitad del trabajo de la población. En el capitalismo hogañero no se trata de culto, sino de una práctica industrial y física de la muerte que se aproxima al mismo saldo y que ya es apta para asesinar en poco minutos a la totalidad de la especie humana.

¿Cómo explicar esos hechos y tal situación, siendo así que la producción de riqueza va en aumento y ha conocido una aceleración importante en los decenios recién pasados?

En ese escollo naufragan, salvo excepción desconocida, todas las tendencias reputadas marxista o anarquistas1, las consejistas comprendidas. En su concepción, híbrida de materialismo vulgar, crecimiento de la producción y desarrollo son inseparables. En rigor les está vedado hablar de decadencia de la actual civilización mientras no decrezca irremediablemente, fuera de crisis temporal, la totalidad de las producciones nacionales brutas y la capitalización se convierta en descapitalización sitemática y generalizada. No caen en cuenta de que antes de abocar a eso tendría que continuar la actual destrucitividad social del capitalismo durante cincuenta, cien años, dos siglos, imposible saberlo, y de que entonces la revolución social sería mil veces más difícil, o bien imposible. En realidad esas tendencias se desdicen a sí mismas, niegan sus propias voliciones revolucionarias implícitamente, desde el momento en que adoptan como criterio económico de positividad el característico del capitalismo: la acumulación ampliada del capital.

Cierto, nada inconcuso ha dicho Marx al respecto, menos Bakunin. Por ello, cuanto digamos yo u otros será mirado con desdén por cuantos se confinan a ejercicios más o menos eruditos de patristica materialista. Esa es, todavía, una de las formas profanas de los fantasmas religiosos a combatir en las mismísimas filas revolucionarias. Afirmo pues que la acumulación ampliada del capital se convierte en teratológica, en nociva para la sociedad y para la humanidad sin distinción, a partir de determinada correlación entre ella y el Hombre.

No aludo a la nocividad creada por la polución industrial y automovilística, ni a la nocividad agropecuaria de insecticidas, abonos químicos y cebaduras animales, pues el propio capitalismo se verá obligado a ponerles límite, ya que no a suprimirlas. Tampoco significo la supuesta desproporción entre el número de habitantes de nuestro planeta y sus recursos en productos alibles y en materias primas, nueva maldición divina con que nos amenaza un malthusianismo redivivo. La fertilidad del suelo está lejos de ser bien utilizada en cantidad y calidad, mientras que el subsuelo empieza apenas a ser escudriñado. A su vez, la plétora de población de un sistema social no la mide únicamente la naturaleza, sino la interacción dialéctica entre ella y esa otra fuerza natural dotada de subjetividad que es el Hombre. Y como el género de asociación entre los hombres mismos constituye parte importantísima de dicha interacción, no tiene nada de quimérico contemplar, en una sociedad sin clases, abastanza completa fundada en el dominio de sí misma, clave del mejor dominio de la Naturaleza. La transmutación de la materia a partir del hidrógeno o de cualquier otro elemento, los cultivos y la ganadería enteramente científicos, lo que supone sin comercio de por medio, abrirán horizontes insospechados.

Hechas esas salvedades, el lector distinguirá sin equívoco que la relación nociva entre la acumulación ampliada del capital y la sociedad, no proviene de causa exterior o de fatalidad alguna, sino de algo que le es intrínseco hoy. Dicho lo más brevemente posible, proviene precisamente del nivel alcanzado por la acumulación capitalista, desmesurada concentración de instrumentos de trabajo en manos del Estado o de pocas compañías internacionales, que va dislocando y degradando -cuando no depravando- las condiciones de vida material y espiritual de los hombres. En su estadio anterior, la acumulación de capital por los burgueses comportaba un desarrollo numérico, técnico y cultural del proletariado y de la población en general, que por sí sólo consentía mayor libertad a los individuos, independientemente de la democracia burguesa, consubstancial también de la libre concurrencia entre capitalistas privados. El proceso, la relación entre el tipo de civilización y la sociedad se ha invertido. A partir de los grandes trusts internacionales y del Estado industrial y banquero, lo que comportan imperativamente las mismas exigencias de la acumulación, ahora dirigida, es rebajar el nivel técnico y cultural del proletariado, modelar su mente en consonancia con la circulación acelerada de mercancías de pacotilla, bautizada sociedad de abundancia, ir tronchando libertades en el trabajo y fuera de él, crear un tipo de hombre y de mujer sin personalidad, normalizado, blandengue y manoseable a capricho de dirigistas económicos, políticos, sindicales, categorías intercambiables. Hecho innegables la clase obrera vive hoy mucho más dominada por los detentadores del capital que hace cincuenta años. Incluso su crecimiento numérico, sujeto a discusión, va contrabalanceado por una extensión enorme del trabajo inútil o perjudicial a la sociedad. En el periodo anterior, rasgo importante a notar, los capitalistas respondían a las conquistas obreras de salario que acortaban la plusvalía, mediante introducciones técnicas que aumentaban la cantidad, la calidad y la baratura de los productos. Hoy el aumento de salario va asociado, por lo general, a una progresión mucho mayor de la plusvalía, siempre con limitación calculada de la calidad de los productos y encarecimiento ininterrumpido. La técnica es pues utilizada a contrasentido y en detrimento de la mayoría.

Su utilización a fondo, según las conveniencias materiales y morales del conjunto humano, ha venido a ser imposible en forma de capital. Requiere, en efecto, que conocimientos técnicos y cultura en todos sus aspectos dejen de ser privativos de una minoría para hacerse accesibles a todos. Y esto, a su vez, requiere una disminución muy importante de las horas de trabajo por persona, la supresión de los trabajos superfluos, la puesta 'en marcha de los instrumentos de producción con arreglo a una distribución de valores de uso, no de valores de cambio o mercancías. En resumen, precísase suprimir la acumulación ampliada del capital, el trabajo asalariado que es su condición previa, y cuantas relaciones sociales engendran, lo que ha sido la civilización capitalista.

De ahí que la distinción entre desarrollo y crecimiento del capitalismo sea actualmente una noción de primordial importancia, preñada de contenido. Sin ella, cualquier proyecto de lucha revolucionaria queda suspendido en el vacío, mientras que se desaprovechan las posibilidades inmediatas de educación y de intervención subversiva del proletariado o de cualquier otro estrato social. Por otra parte, se idealiza el crecimiento industrial como factor de estabilización y, lo que es más grave, se mitifica la crisis de sobreproducción, confiriéndole el mágico y exclusivo poder de empujar el proletariado a la revolución.

Las crisis cíclicas de sobreproducción han acompañado todo el periodo de desarrollo del capitalismo. Representaban una avería de su funcionamiento cuya reparación le daba mayor vuelo. El sistema ha aprendido a soslayarlas. Lo que se llama recesión se queda en un porcentaje inferior de crecimiento. Mas aunque sobreviniese un desajuste económico tan intenso o más que el 1929, no aparecería como consecuencia forzada -hay que reiterarlo- una situación revolucionaria, ni el capitalismo perdería la posibilidad de reanudar después su crecimiento.

La dialéctica del devenir histórico no pone la revolución social en el orden del día porque balanzas de pagos e inversiones estén desquiciadas, ni porque las mercancías invendidas se abarroten en cantidades fabulosas y arrojen al paro millones y millones de obreros. Por el contrario, una situación semejante amenazaría ponernos ante graves consecuencias reaccionarias. La última y la más intensa de esas crisis instauró a Hitler, consolidó a Stalin, liquidó lo que quedaba de movimiento revolucionario mundial y desencadenó la guerra.

No, no; lo que origina posibilidad y necesidad de revolución comunista es mucho más profundo que eso, es esencial, no accidental. Reside en el funcionamiento mismo de la civilización capitalista, cualquiera sea el estado de sus negocios. No se trata tampoco de algún aspecto determinado del sistema, sino de todo él, estructuras y superestructuras, lo económico, lo político, lo cultural en sus múltiples facetas, las propias costumbres y relaciones entre los hombres que le son propias. Todo ello se ha transformado en restrictivo, inadecuado, obstáculo al florecimiento individual y colectivo. El paro obrero es una de las consecuencias del capitalismo, pero no es él lo que engendra la necesidad de revolución, sino las condiciones de trabajo, consumo y vida impuestas al proletariado mundial, el trabajo asalariado; cualquiera sea la paga. Así mismo, la crisis dicha de sobreproducción es o ha sido un bache en la senda del desarrollo industrial, pero no es su aparición, sino la persistencia del industrialismo capitalista lo que llama a la supresión del sistema, pues los instrumentos de producción han adquirido sobrada capacidad para liberarlos de su mezquindad mercantil. Y así sucesivamente.

En resumen: la forma asalariada del trabajo está en contradicción absoluta con la capacidad de los instrumentos de trabajo. La separación entre uno y otros se ha convertido en innecesaria, y por lo tanto es destructora, cualesquiera sean los índices de crecimiento.

He ahí una síntesis de la enorme diferencia entre el economismo mecánico y a las veces pedante de que están aquejados tantos grupos revolucionarios y la concepción dialéctica del devenir histórico. El materialismo sirve a aquellos para convertir el hombre en mero objeto, por no decir juguete de los altibajos de la economía capitalista; la segunda descubre en el proceso de crecimiento capitalista mismo los factores materiales de subversión contra él, y entre todos ellos da la precedencia, el papel decisivo, al proletariado, al Hombre, por ser el factor material consciente.

Por lo demás, el crecimiento industrial de países atardados, cual España, estará siempre subordinado al de los países encabezados, y en España igual que en éstos, ha de ser el proletariado quien corte el crecimiento, a fin de entrar en posesión comunista de la vida humana.

Para colmo, en tales países el crecimiento industrial es en primer lugar un crecimiento, en su suelo, del capital americano, alemán, inglés, ruso, chino en algunos casos. Igual da. El proletariado no tiene patria, y los instrumentos de producción una vez expropiados y a su servicio, tampoco.

Septiembre 1972

G. Munis.


  1. En Alarma no se incluye nunca dentro del marxismo a las facciones stalinistas; pues son de hecho capitalistas estatales, ni a las llamadas socialistas, por ser meramente democrático-burguesas. Tampoco se tiene aquí por anarquistas a las tendencias que, proclamándoselo, van siguiendo a tanteo la senda de lo que fue reformismo.