Textos del FOR sobre organización política y consciencia de clase

Textos del FOR sobre organización política y consciencia de clase

Clase revolucionaria, organización política, dictadura del proletariado (1973)

Iª Parte

La teoría revolucionaria, ¿debe ser introducida en la clase obrera desde el exterior, cual decía Lenin, o bien ha de proceder del seno mismo de la clase? Ni lo uno ni lo otro en sentido íntegro, o bien lo uno y lo otro a la vez, pero en sentido muy diferente al que le atribuyen los partidarios de ambas interpretaciones. No se trata de tesis propiamente hablando, sino de maneras de ver algo que se ha producido por acumulación de múltiples factores sociales. La querella parece absurda, pues hace un siglo largo que se habla de revolución proletaria y nadie ignora que la idea de ella y cuanto es teoría comunista no han sido descubiertas por la clase trabajadora. Pero pierde todo absurdo en cuanto se trata de determinar las relaciones entre revolución y organización desde cualquier situación presente hasta la dictadura del proletariado.

La burguesía generó su propia teoría revolucionaria porque mucho antes de apoderarse de todo el Estado era ya una clase poseyente y en general más culta que la nobleza de la monarquía absoluta. Por el contrario, el proletariado no es ni será jamás clase poseyente, y para estar embebido de cultura necesita dejar de ser proletariado. No obstante, preguntarse si el conjunto de la teoría comunista con su correspondiente praxis debe o no proceder de los asalariados es despropósito mayor que preguntarse si la química, la física, la genética, la automoción, la cibernética, etc., han de ser o no otras tantas creaciones proletarias. Sencillamente, ninguna de las ciencias habría adquirido su actual desarrollo sin la presencia de la clase trabajadora, más precisamente dicho, sin la enorme riqueza que su posición social la obliga a crear como riqueza ajena. Aunque por el momento todas y cada una de las ciencias sean utilizadas para atarla más corto, el desarrollo de las mismas no podrá ser ni óptimo ni plenamente científico sino a través del proletariado en el comunismo. Existe pues una relación palpable entre el proletariado y las ciencias, por mucho que él las ignore, y la relación se convertirá en posesión a partir de la supresión del capitalismo.

Mucho más estrecha es la relación entre el proletariado y la teoría revolucionaria, sin que importe el margen de error posible en ésta, pues es simultáneamente margen de rectificación y de desarrollo. Más que de relación debe hablarse de compenetración. No aparece, en efecto, como un saber del capital cuyo perfeccionamiento objetivo reclama a la postre volverse contra él, caso de las ciencias, y de sus aplicaciones técnicas, sino que se yergue desde el principio, insurgente, contra la sociedad fundada en el capital y en el salariato, y va enriqueciéndose a través de las luchas del proletariado contra el capital. La condición que en la actual sociedad padece la clase obrera, es lo que provoca directamente la aparición de la teoría revolucionaria.

Sin el desarrollo anterior de la filosofía, de las ciencias humanas, de las ciencias exactas y de la propia sociedad capitalista, eso habría sido imposible. Pero hubiese resultado por completo impensable sin las luchas y acometidas insurreccionales de los trabajadores, desde las más remotas hasta la Conjuración de Los Iguales de Babeuf, rebeliones como la de Lyon en 1830 y la insurrección del proletariado campando por sus respetos en casi toda Europa a partir de 1848. El entrelace de los factores materiales, intelectuales y humanos dados por el rotar histórico, con la actividad pasional, subjetiva, pero no menos dada como factor de la historia, de los trabajadores, arrojó por fruto la teoría revolucionaria. Hay pues en ella al mismo tiempo exterioridad e interioridad al proletariado, pero aquello mismo que se presenta como exterior, noya los hombres procedentes de otras clases, sino el saber, cualquier saber, representa también su interioridad en devenir.

En razón de la inexistencia de su existencia en el mundo industrial hogañero, el proletariado es la anti-clase por antonomasia, cifra del comunismo. Mas esa latencia comunista deja sobre todo ver, mientras no se manifiesta en actos, la estricta dependencia económica y cultural de la clase respecto del capitalismo. Tal dependencia veda a la mayoría de los asalariados el conocimiento teórico, sin el cual jamás habría revolución. Las excepciones individuales que en cualquier momento pudiere haber escapan, por serlo, a la condición general, como también escapan a la condición de la burguesía los revolucionarios de ella procedentes. En uno y otro caso no puede tratarse sino de minorías. Y así aparece desde el principio una distinción entre la clase revolucionaria y los revolucionarios. Hasta tal punto, que aún si imaginásemos procedentes del proletariado a todos los revolucionarios pasados, presentes y futuros, seguirían apareciendo distintos de la clase revolucionaria; mientras ésta misma no pase de lo potencial a lo dinámico, de su latencia comunista a la transformación comunista de la sociedad. Y en épocas dominadas por la reacción como la que vivimos desde 1937, cuando toda suerte de estafadores y cómitres del proletariado se fingen comunistas, la barrera entre clase y revolucionarios se hace punto menos que infranqueable, hasta el desgaste de la situación.

La afirmación de Lenin en ¿Qué hacer? es una simplificación de otra simplificación de Kautsky en Las tres fuentes del marxismo. La mente más erudita que dialéctica de ese teórico socialdemócrata le llevaba a ver el pensamiento revolucionario como una destilación pura de las ciencias y de la filosofía, aplicable luego al movimiento obrero. Con mayor tino, Rosa Luxemburgo aseveraba que Marx no había esperado a escribir El Capital para convertirse en comunista, sino que lo capacitó para escribirlo el hecho de ser comunista. Así es, en efecto; la existencia de las luchas obreras y en su seno la existencia de revolucionarios era la condición primordial de la utilización de ciencias y filosofía para elaborar la teoría revolucionaria. La distinción entre clase revolucionaria y revolucionarios es impuesta por el capitalismo, que la agranda en épocas de quietud. Pero negar su existencia es igual que negar la posibilidad de la revolución y confiar el porvenir al automatismo económico-social, revierte a evolucionismo.

Lo anterior permite abordar el problema de la conexión entre clase y revolucionarios, entre revolución y organización, entre partido y dictadura del proletariado, no en abstracto, imaginando condiciones ideales, sino en concreto, a partir de la situación de hecho existente y de la experiencia, que no dependen de querer alguno.

El simplismo de la interpretación citada de Lenin no es el único origen de su centralismo democrático, que tanto ha dado que hablar hasta hoy. A ella se suma la idea táctica de responder a la disciplina y a la centralización impuestas a la clase obrera en las fábricas, por una centralización y una disciplina paralelas, pero de signo contrario. Pasaba por alto sin darse cuenta que la acción revolucionaria de la clase va enderezada a abatir las formas de organización y de obediencia inseparables del sistema. Además, queda en esa idea un relente de aquella otra sobre la utilización revolucionaria del Estado actual, desechada desde la Commune.

Intervino también, en tercer lugar, el trabajo político ilegal dentro de la Rusia zarista, que excluía en la mayoría de los casos discusiones y decisiones democráticas. La dirección se veía en la práctica investida de poderes aún más amplios que los que el centralismo democrático le otorgaba. Lo mismo ocurrirá, por la fuerza de la realidad represiva, en cualquier situación de ilegalidad. No obstante, el centralismo democrático no era un expediente que respondiese a una situación pasajera. Pretendía ser, en condiciones normales, la forma mejor de organización de los revolucionarios y de su vinculación con la clase trabajadora.

Experiencia mediante, los poderes otorgados a la dirección central, siquiera fuera entre congreso y congreso, se revelarían a la postre despóticos y uno de los instrumentos más hirientes de la contrarrevolución en Rusia. Las críticas tocantes a él formuladas en su tiempo por Rosa Luxemburgo y por Trotsky han tenido la más trágica de las confirmaciones. Y no fue error leve del segundo haber adherido al centralismo democrático y mantenido la adhesión aún después de instaurado el stalinismo. Se dio cuenta de ello poco tiempo antes de morir asesinado, puesto que sintió la necesidad de recordar, aprobándola, su primera y enérgica oposición. No obstante, ha sido sin consecuencias para cuanto sigue diciéndose trotskismo. Más inclinado a desaprender que a aprender, en ese como en otros aspectos, continúa viendo en el centralismo democrático un talismán organizativo y lo utiliza a menudo como una maza.

Es superfluo considerar aquí el periodo que inaugura la contrarrevolución stalinista, porque ya no se trata de centralismo democrático ni de concepción alguna de la relación entre clase y partido, sino de afianzar la burocracia en sus nuevas posiciones económicas y políticas. Por consecuencia, la brutal y reaccionaria dictadura todavía imperante en Rusia no interesa en esta investigación sino en la medida en que el centralismo democrático contribuyó a su eclosión.

El partido bolchevique no identificó nunca dictadura del proletariado y dictadura de partido.

El sonsonete una sola clase un solo partido, fue un ardid de la contrarrevolución. En cambio, todavía el decreto que prohibía incluso las fracciones dentro del partido bolchevique, redactado por Lenin, tenía cuidado de advertir que la medida no era un principio revolucionario, sino un simple avío de urgencia y provisional, para salir de un aprieto. Cruelísimo sarcasmo hoy, tal precaución; pero eso no le impedirá ser un testimonio importante contra la concepción del partido único, cualquier sesgo adopte. No obstante, los bolcheviques nunca tuvieron una concepción inequívoca de la relación entre clase revolucionaria y revolucionarios y tendieron pronto, en el actuar cotidiano, a ocupar como partido el lugar del proletariado. Al clausurarse el X Congreso, en 1921, la substitución era ya más completa de lo que creían Lenin, Trotsky y los mejores militantes, tanto en la dirección como en la base. La base bolchevique misma era suplantada por la dirección y ésta lo sería pronto por la Secretaría de Organización, donde se emboscaba Stalin. Secretaría que irradiaba e imponía centralismo cada vez menos democrático.

Es en ese proceso en el que el centralismo bolchevique desempeña un papel nefasto. Gracias a los poderes que estatutariamente confería a la dirección, el secretario organizativo estuvo en condiciones, mediante simples ukases secretariales, de desembarazarse de hombres y de comités molestos, substituirlos por adictos suyos, fabricarse mayorías a discreción, aislar y privar de recursos de oposición a los más destacados dirigentes, a comenzar por Trotsky; en condiciones de asegurarse, en una palabra, la dirección exclusiva, vitalicia y tan absoluta, que sobrepasa con creces la de los peores déspotas del pasado.

La ausencia de una concepción clara y certera de la unidad dialéctica proletariado-partido revolucionario, cegó a los mejores bolcheviques impidiéndoles ver de donde provenía la contrarrevolución, e impidiéndoles reaccionar en consecuencia. Así, al caer Lenin en cuenta de que Stalin era un bestia desleal muy peligroso, y de que la contraposición política entre él y Trotsky amenazaba cortar el partido en dos, su principal preocupación es evitar la ruptura y recomienda como remedio (Testamento político) aumentar el número de miembros del Comité Central. Tenemos ahora suficiente perspectiva histórica para afirmar que la escisión habría sido, a lo sumo, un mal menor. En efecto, aunque seguramente no hubiese enderezado el rumbo de la revolución, habría forzado a los contrarrevolucionarios a salir de su madriguera burocrática y a mostrarse a plena luz. Desde bastante antes, es hoy evidente, no había otro recurso que hacer llamamiento a la base contra la dirección y al proletariado contra el partido bolchevique. Ya en la insurrección de Kronstadt vieron los dirigentes una grave amenaza para la revolución en lo que sólo era un tropiezo y una advertencia, sin que percibieran, en cambio, cómo la contrarrevolución estaba incubando en su propio partido y que la represión de los insurrectos la favorecía. Y así, todavía al constituirse la Oposición de Izquierda, Trotsky y los suyos se abstienen de recurrir a la clase obrera contra un partido que ellos mismos tenían por degenerado. Es que en forma subrepticia, sin teoría neta, la suplantación de la clase revolucionaria por el partido había dejado poso en todas las mentes. Por tal camino pudo pasarse, sin aparente solución de continuidad, del centralismo democrático al centralismo más policíaco y reaccionario de todos los tiempos.

Lo dicho antes tocante a Kronstadt vale, en menor grado, para las otras oposiciones soviéticas, entendiendo por tales las que habían propugnado el poder de los soviets. Un régimen proletario tiene que saber tratar los problemas internos a la clase de diferente manera que los bolcheviques, aún tratándose de desviaciones derechistas de algunos de sus sectores. Si la clase en su conjunto no es capaz de sobreponerse a ellas en el seno de los órganos de poder, las imposiciones de los revolucionarios gobernantes tampoco lo conseguirán. Queriendo desempeñar el cometido de la clase revolucionaria, se erigen en poder independiente de ella y aquello mismo que pretendían combatir se les infiltra en sus propios organismos como una invasión de termitas. Porque en momentos de revolución nada existe tan acomodadizo y farisaico como mentalidades burguesas en busca de arrellanamiento. Y no son, ciertamente, atributo exclusivo de los burgueses.

No obstante, ninguna de las oposiciones soviéticas que los bolcheviques encontraron merece aprobación política, salvo por la reivindicación de la libertad en los soviets. No tenían visión siquiera nebulosa de lo que habría de ser la revolución en Rusia y menos internacionalmente. A su vez, la Oposición Obrera que tanto zalamean hoy algunos grupos, era en realidad una oposición de la burocracia sindical, lo que transparenta en su programa. Kollontai y otros de sus líderes hallaron enseguida su lugar en la contrarrevolución. Pero en el maremagnum reinante entonces, no pocos revolucionarios alarmados se acogieron a ella. Irían pronto a morir en Siberia en compañía de los de la Oposición de Trotsky.

Antes de continuar adelante, se impone intercalar una reflexión internacionalista. Es difícil de creer que la revolución rusa hubiera podido ser salvada una vez que la NEP dio rienda suelta a las relaciones mercantiles. Pero sí hubiera podido ser salvada la revolución mundial, que continuó rondando de un país a otro hasta la España de 1936-37. Si el proletariado mundial hubiese presenciado inequívocamente el fin de la revolución rusa, habría vuelto la espalda a Moscú y a sus partidos, ya dispuestos a maniatarlo en todas partes, y nuevas organizaciones revolucionarias habrían surgido con facilidad. Mas faltó en Rusia algo semejante al 9 Thermidor francés, cuando, al día siguiente de destituido el Comité de Salud Pública, las cabezas de sus componentes rodaban al cesto de la guillotina y con ellas la revolución. No fue, por cierto, el miedo a la muerte por parte de los enemigos del stalinismo lo que les vedó hacer algo que marcase esa solución de continuidad innegable para quienquiera y salvadora para la revolución internacional; sí, la identificación de hecho entre dictadura de clase y dictadura de partido.

Cincuenta años de catastróficas derrotas proletarias y de una prostitución ideológica que todavía continua pringando las consciencias tienen su origen en esa falla.Nada de lo dicho obsta para negar categóricamente que la contrarrevolución estuviese prefigurada en el centralismo democrático o que la engendrase la extrema aplicación del mismo con la supresión de los partidos y de las fracciones. Los hechos se han encargado de demostrar que tales medidas no prestaron servicio a la revolución sino a sus enemigos. Ahora bien, la contrarrevolución no puede en ningún caso prosperar sin bases económicas y sociales. Ellas le dan su primer impulso, ensanchándolas progresa, y con tal finalidad utiliza cuanto esté a su alcance utilizar. Es ya decir que la contrarrevolución fue originada por el capital, mas no retrollevándolo a los burgueses, sino centralizándolo a discreción del Estado. La indeterminación característica de la revolución rusa, ni burguesa ni comunista, la hacía depender por entero del paso de su primera fase democrática (anti-feudal) a la fase comunista en que instrumentos de producción, producción y distribución recaen colectivamente en la clase trabajadora. Lejos de alcanzar esa fase, la revolución retrocede oficialmente con la NEP y se desarma entregándose al Estado, que iba a disponer a su guisa de la plusvalía existente y de la futura. La idea de retirada estratégica de Lenin: un capitalismo de Estado regido por la democracia soviética en espera de la revolución europea, no tuvo ni podía tener siquiera un comienzo de aplicación. Todo capitalismo es obligatoriamente administrado por quienes colectan la plusvalía. En este caso no sólo la burocracia que proliferaba desde los comités locales hasta el Kremlin, sino también traficantes en nuevas y buenas migas con la burocracia gracias a la NEP, burgueses en ansias de buen vivir, técnicos e intelectuales que habían boicoteado la revolución y hasta aristócratas en humilde reverencia ante los advenedizos encumbrados. Tal fue la base social de la contrarrevolución.

Por otra parte, si la burguesía se había mostrado incapaz de hacer su revolución y de extender su sistema en Rusia, no se debía únicamente a la amenaza comunista representada por el proletariado, sino también a que el desarrollo del capital privado estaba ya superado por la concentración en grandes trusts internacionales y en el Estado. La contrarrevolución stalinista descubrió empíricamente que la forma capitalista estatal era la más eficiente, tanto para alejar la revolución comunista como para competir con el capitalismo internacional. Aquello mismo que consintió la toma del poder por el proletariado en un país atrasado, plagado de anacronismos económicos, sociales, religiosos, etc., permitió luego a la contrarrevolución concentrar el capital hasta el grado máximo consentido por el sistema capitalista en su conjunto. Produjéronse allí dos movimientos dialécticos de sentido opuesto, uno hacia la revolución comunista pasando por la revolución democrática hecha por el proletariado, el otro hacia el capitalismo de Estado, prescindiendo de la propiedad individual. En política se quedó la revolución; política necesitó ser sólo la contrarrevolución, más no por ello menos sanguinaria.

Y, otra vez en el terreno económico, jugó contra el proletariado y contra los revolucionarios la identificación entre clase y partido, a la cual añadiose luego la equiparación entre propiedad socialista y propiedad estatal, ya mera falsificación. En consecuencia, son a desechar los métodos orgánicos del bolchevismo y cualquier substitución de la clase revolucionaria por una o varias organizaciones combinadas. Con todo, la más rica enseñanza que revolución y contrarrevolución en Rusia nos ofrecen, es la imposibilidad de hacer una revolución en dos tiempos, democrático-burgués el primero y el segundo socialista. El capitalismo se abrirá brecha siempre, si desde el principio no se le seca su manantial: la producción y la distribución fundadas en el trabajo asalariado. Sin partir de ahí, la revolución permanente es tan calenturienta quimera como la permanencia de la revolución. Lo que debe contar para cada proletariado es el nivel industrial del mundo, no el de su nación únicamente.De mal en peor, el centralismo democrático se convierte casi en un vaho de juristas burgueses a ojos del centralismo orgánico de la tendencia inspirada por Bordiga. Su simple formulación indica que el término democrático ha sido proscrito con cajas destempladas, dejando como único domiciliario de la concepción el centralismo. La otra palabra, orgánico, no añade nada, sino que redunda. Unida a la primera no significa más que centralismo centralista.

Es eso, en efecto, lo que quiere significar dicha tendencia, que se deleita retensando los errores del bolchevismo y enarbolándolos como panacea revolucionaria. En la democracia ve un estorbo para la revolución y para el proletariado, porque ¿acaso la validez revolucionaria de una teoría o medida concreta puede ser decidida por mayoría de votos? He ahí un descubrimiento del bordiguismo. Nadie, en efecto, puede responder sí a perogrullada semejante. Pero hacer de ella la base de una concepción orgánica, es afirmar implícitamente que esa validez sí puede y debe ser decidida por minoría, con o sin voto. El bordiguismo evade el problema garantizándonos sin pestañear que si las directivas dadas son justas no puede haber conflicto entre la base y la dirección. Por algo se trata de un centralismo orgánico, es decir, de una relación entre base y centro del partido, entre proletariado y partido, entre gobernados y gobernantes después de la revolución, que se regula a sí misma, como un metabolismo corporal.

He ahí otro descubrimiento bordiguista que permite a sus fieles el más altanero y huero desprecio de una democracia que con tales trabamolleras creen haber superado científicamente.

Por el contrario, salta al entendimiento que sí puede haber conflicto con directivas justas, y lo contrario, no haberlo con directivas erradas. Pero la clase obrera, los órganos de poder, el partido, son vistos por el centralismo orgánico como una colmena donde, salvo accidente secundario, todo marcha a la perfección con tal que la repartición hormonal entre las hembras obreras, los zánganos y el centro de la colmena, la reina, conserve la dosis y la calidad requeridas. En el caso aquí tratado hay que poner, se sobreentiende, en lugar de hormonas, pensamiento revolucionario segregado por el Centro, la dirección del partido. El efecto tiene el mismo valor y la misma inevitabilidad que una reacción química. Esa asimilación de un partido revolucionario y de la clase trabajadora a un organismo o colonia de organismos animales, cae por entero dentro del naturalismo, no de la dialéctica materialista, y si tiene antecedentes filosóficos no es ciertamente en el movimiento revolucionario.

La antigua filosofía china establecía una relación natural o espiritual, pero constante, entre el Imperio y el Emperador (que Mao Tse-tung sigue utilizando por lo bajo) y postulaba la misma unicidad de salud o de degeneración, de eficacia o de torpeza, que convierte en ilusoria y superflua cualquier forma de democracia o de supervisión de dirigentes. Semejante organicismo aplicado a lo que no constituye un complejo fisiológico, es la sabiduría del despotismo oriental.

Se encuentra también en la India y tiene todavía destellos en los lazos que durante el Medievo unían los vasallos al señor. El bordiguismo lo remoza con elixires proletarizantes y economicistas y vuelve a ponérnoslo ante las narices como si se tratara de un puro efluvio marxista. Y por ahí hasta el delirio.

El bordiguismo tiene méritos incontestables. En primer lugar, haber mantenido durante la guerra una actitud internacionalista. En segundo denunciar siempre al stalinismo sin ninguna contemporización, si bien tratándolo de reformista, lo que no es, y también haber reconocido en Rusia un capitalismo de Estado, aunque sobre esto su análisis deja que desear. No es cuestión de escatimarle ese valor. Pero hay que decirle terminantemente no cuando, a fuerza de engreimiento, se auto-sacraliza. El Partido Histórico de la Revolución, como quien dice los revolucionarios de sangre azul, la flor y nata, los únicos aptos para decir y decidir lo que es y lo que no es justo en la teoría, y en la práctica... y para imponérnoslo si un día les cae en la palma de la mano la breva del poder. Porque la dictadura proletaria es en la concepción bordiguista, y no puede ser otra, la ejercida por el partido, cerebro de la clase siquiera por delegación, ya que el partido mismo pende y depende de su Centro, cerebro de cerebros. Así se corona el bordiguismo con su descubrimiento cumbre; él es el partido histórico del proletariado; él ha de desempeñar la dictadura y nadie más que él; la duda misma constituye un atentado oportunista al Partido, por lo tanto al proletariado como clase y a la propia revolución. A fuerza de subjetivizarse como tendencia revolucionaria se sale del marxismo y da de bruces en un pontificalismo redentor. Por tal camino, es sobrado evidente, el proletariado seguiría siendo objeto y no sujeto de la historia, hasta su desaparición en el comunismo que le habría ido deparando filantrópica, graciosamente y quiéralo que no, el partido de marras.

Aun suponiendo que esa u otra organización cualquiera fuese en todo inatacable desde el punto de vista revolucionario, la pretensión seguiría siendo descabellada, y en concreto una vulgar usurpación. Porque el Partido Histórico nunca podrá ser otro que el proletariado mismo en acción revolucionaria. Ninguna organización conseguirá birlar esa función, cual se propone el bordiguismo, sin destruirla, pues lo que conlleva el movimiento de una clase, su devenir, no admite camisolas de fuerzas ni imposiciones partidistas, por muy sabias y quintaesenciadas que fueren. Ese momento es la conquista de la libertad frente a la necesidad, y por consecuencia sólo mediante la libertad del proletariado se realizará la dictadura del proletariado, transición hacia la libertad de todos los humanos. Y –dicho quede, en vano para ellos– que los bordiguistas depongan su ridícula cuanto idealista pretensión de ser los ungidos del cometido revolucionario de las masas trabajadoras. Poniéndonos en lo inverosímil, que llegasen a gobernar, su dictadura empezaría a jugar inmediatamente un papel reaccionario, a despecho de cuanto pudieran hacer antes de positivo. Por fortuna, el peligro apenas existe. Su concepción es repelente, y ellos mismos no cuentan poder hacernos el obsequio de su proletarísima sapiencia gobernante, sino cuando llegue el crujido último del capitalismo, con la caída catastrófica de la tasa de beneficios, es decir, el día que ya no haya negocios capitalistas posibles. Se es o no se es científico.

IIª Parte

La revolución no es asunto de partido alguno (Der Revolution ist keine Partei Sache) sentenció Otto Rhüle en su tiempo con la izquierda alemana, y años después lo pormenorizó Pannekoek en el librito El comunismo de los consejos. En ellos se invierte la concepción bordiguista del partido en una concepción consejista de no-partido, que hoy retoña aquí y allí en grupos de militantes escaldados por la experiencia rusa, aunque en general sin el acendramiento revolucionario de los consejistas primigenios.

Examinadas con todo rigor, no se trata de dos concepciones diametrales, sino de un mismo planteamiento naturalista que parte, en un caso de la teoría revolucionaria como absoluto histórico encarnado en El Partido, en el otro caso de una virtualidad empírica del proletariado, elevada también a lo absoluto histórico mediante los consejos. La garantía de la revolución comunista está en El Partido o en Los Consejos, según se elija. Y así como el naturalismo de la concepción bordiguista procede de una asimilación de proletariado y partido a un complejo fisiológico, el de la concepción consejista amuralla ese mismo complejo en los lindes de la clase proletaria, con exclusión de todo partido. A ojos de la primera, la democracia es un escarnio, mientras que en su forma obrera o consejista es para la otra el supremo, el exclusivo agente de la revolución y del comunismo.Una dificultad insuperable de la ideación consejista estriba en que su primera medida tendría que consistir en la prohibición de cualquier partido, decapitando del mismo golpe su famoso agente revolucionario: la democracia obrera. Partido es cualquier agrupación de personas por afinidad de ideas o concepciones teóricas. Partido político han sido siempre los anarquistas, muy a despecho de sus denegaciones. Ni los consejistas ni grupo imaginable alguno, provéase de una teoría u otra, constituirá jamás caso aparte. De manera que la concepción de no-partido llevaría a los consejistas a ejercer la dictadura ellos y no el proletariado, a semejanza del bordiguismo que de antemano la reclama para sí.

Antes de situarlo en el estadio post-revolucionario, el proyecto consejista presenta una falla sobrado grave para hacer de él algo inoperante. La aparición de los organismos obreros o consejos tiene que ser, en su visión, muy anterior al momento de la toma del poder político, y han de disfrutar, todavía en el seno de la sociedad capitalista, de condiciones óptimas de libertad durante tiempo indefinido. Sin ella, en efecto, resultaría imposible que por su propia experiencia y deliberación, ajenos a la experiencia pasada y a la teoría de el o los partidos revolucionarios, llegasen los consejos al momento y a la decisión de la toma del poder, no digamos a otras decisiones de mayor calado. Imaginando tal caso posible, la revolución misma se convierte en superflua. La transformación del capitalismo en comunismo sería un proceso reformista, evolutivo y no revolucionario. Tanto más cuanto que el empirismo descubridor de los consejos tendría que continuar hasta la desaparición de las clases y de sus innumerables consecuentes. En nombre de una experiencia que en buena cuenta se limita a ser, mal que bien, la de la revolución y la contrarrevolución rusas, el consejismo arroja por la borda toda la teoría y la experiencia revolucionaria adquiridas en el decurso de siglo y medio, mismas que recogen, siquiera fragmentariamente y con yerros, las tendencias revolucionarias.

Por otra parte, está lejos de ser indudable, y más lejos todavía de ser obligatorio, que los órganos obreros de poder o consejos se organicen antes del aniquilamiento del poder capitalista, por más que las actuales tendencias revolucionarias, demasiado apegadas, pese a todo, al modelo ruso, vivan pendientes de su creación. Una revolución es algo demasiado hondo y proteico para sujetarse a reglas de desenvolvimiento. Es ahí donde aparece la espontaneidad y no en lo que pretende el llamado espontaneismo. En la revolución alemana de 1918-19, donde surgieron los consejos por repercusión de los soviets rusos, quedaron enseguida mediatizados por diversas corrientes pseudo o semi-revolucionarias. En lugar de progresar experimentalmente, retrocedieron hasta anular sus potencialidades revolucionarias. En China, tampoco se sobrepusieron a la orden de disolución girada por Stalin vía Mao Tse-tung y comparsas. En cambio, no existía un solo consejo en la España de 1936, antes de que el proletariado despedazase al ejército nacional y con él todas las estructuras capitalistas.

Llamándose comités, aparecieron, no como condición de la acción insurreccional sino como su resultado instantáneo. Durante varios meses fueron ganando localmente prerrogativas económicas y políticas, decayendo luego hasta su extinción, debido a la misma insuficiencia revolucionaria que en los casos citados. El ejemplo de España informa aún mejor que los otros la concepción consejista, pero, por lo que respecta a la aparición de los órganos de poder, tenderá probablemente a repetirse con variantes, cual insinuó en Francia la situación de Mayo de 1968.

En resumen, faltándoles la más certera inspiración revolucionaria, y por lejos que vayan, los consejos u órganos obreros de poder no pasan de ser un episodio importante de la lucha de clases, pero circunscrito en el capitalismo o a él retrollevado, como lo demuestra el caso deEspaña y el de Rusia mismo, si bien de otra manera éste. Por su propia naturaleza, la existencia de los consejos, y por ende su experiencia, no puede prolongarse mucho tiempo sin alcanzar el primer objetivo revolucionario: arrancar de cuajo el capitalismo. La relación clase-teoría revolucionaria (en su aspecto actuante consejos-partido) no es un injerto artificial de dos factores de origen distinto, sino la manifestación dialéctica, la unidad dual de un solo devenir histórico. Sólo ella abrirá calle, mediante la revolución y el comunismo, a una unidad dialéctica superior, entre la naturaleza y la especie humana.

Puede argüirse con entera razón que son los partidos los culpables del fracaso de los consejos, lo que ilustran los consejistas con estampas de la revolución rusa. Algunas de esas estampas están retocadas, mas ello no quita verdad al hecho de que los bolcheviques, acaparando los soviets, se substituyesen como partido al proletariado y facilitasen la contrarrevolución, aquello mismo que pretendían evitar. Sin considerar aquí lo peculiar de la revolución rusa, el defecto está en la concepción que se hacían los bolcheviques del partido y de los órganos de poder. Ese defecto llama a otra clase de concepción, pero reafirma en lugar de anular la unicidad necesaria entre órganos de poder y partido. Sin las ideas de los bolcheviques sobre la revolución mundial, los soviets no habrían ejercido el poder siquiera un instante. Para bien como para mal, esa relación jugará siempre, porque no existirá jamás práctica revolucionaria duradera sin ideas, ni idea revolucionaria válida sin práctica.

En el consejismo creen sus parciales haber descubierto el remedio infalible contra la burocratización, cual si ese virus no pudiese infectar a los consejos igual que a un partido, a un obrero no menos que un intelectual. La clase como tal está a salvo de burocratización, pero no una parte cualquiera de sus componentes. Abundan los ejemplos. El remedio tiene que atacar las causas, no los efectos. Dondequiera que haya funciones especiales que desempeñar, distintas de las del vivir cotidiano de la mayoría, allí germinará el virus burocrático con tanta mayor facilidad cuanto menor sea la densidad revolucionaria de quienes las desempeñen. Porque la causa última de la burocratización, disposiciones psíquicas comprendidas, está en la satisfacción artificial, de parada, puramente vanidosa, que los hombres buscan para encubrir la ausencia de satisfacción individual verdadera, la carencia de personalidad a que, en general, no pueden escapar en la sociedad de explotación. Es una manifestación de la alienación del hombre y sólo desaparecerá por completo al paso de ésta. Lo importante es que una revolución estructure la sociedad de forma que desaparezca la ley del valor y el Estado. Con la desalienación resultante se esfumarán las estúpidas satisfacciones burocráticas y los graves peligros que conllevan.

Ninguna tendencia consejista, nueva o antigua, parece haberse dado cuenta de que los consejos obreros son una forma de organización pasajera, interina, como la dominación social de la clase obrera misma. Si la clase obrera ha de desaparecer, signo único del acceso al comunismo, los consejos u órganos de poder también. De modo que éstos no durarán sino el tiempo que tarde en desaparecer la huella infamante de las clases. En cambio, la agrupación de las personas por tendencias, es decir, por partidos, adquirirá mayor importancia y fecundidad gracias a la cultura generalizada que arrumbará la milenaria división del trabajo en intelectual y manual. No se tratará, cierto, de partidos en el sentido actual del vocablo, con intereses materiales opuestos, o simplemente de prestigio, pero sí de grandes grupos de pensamiento, en leal brega por tal o cual solución a tal o cual problema. La sociedad actual estereotipa a los hombres por categorías, mengua, suprime o pervierte la personalidad de casi todos. En cambio, la individuación máxima de cada uno, que irá extendiéndose y afirmándose a medida de la organización del comunismo, pondrá en juego capacidades de elección y de creación en todoslos dominios, de que no dispone hoy nadie. La división y la contienda entre partidos tendrá lugar sin menoscabo material ni moral para ninguno y redundará en beneficio del devenir colectivo. Mucho antes, los consejos se habrán diluido, junto con las clases, en el conglomerado humano.

De los dos términos de la unidad dialéctica: consejos-partido (proletariado-teoría revolucionaria en su forma más general) el uno es perecedero, mientras que el otro irá revivificándose y diversificándose en contenido y número, a medida que se profundice y ensanche el conocimiento de la humanidad una, en cuanto término antitético complementario del mundo exterior. Por ello mismo importa superlativamente reafirmar que ningún partido podrá suplantar a los consejos o manejarlos, sin destruirlos y sin destruirse él también como factor revolucionario. Sólo por facilidad de expresión, e incorporando diversos matices en un solo color, cabe hablar de partido en singular, a semejanza del Tercer Estado tomado como partido antes de la revolución francesa. Aunque es de suponer que en algunos casos la revolución sea inspirada principalmente por un solo partido o se identifique con él, ese mismo lleva en su seno el germen de varios otros, cuyos contornos se perfilarán en el período post-revolucionario. Pueden, también, surgir al margen. Fuere lo que fuere, la lucha de tendencias en los órganos obreros de poder debe ser libérrima y estar sujeta a la regla de mayoría. La dictadura de la burguesía sobre la sociedad tuvo su más alta expresión en el ejercicio simultáneo o sucesivo del poder por varios partidos suyos. El proletariado es mucho más homogéneo que la burguesía. Su cohesión material irá en aumento tras la toma del poder, al mismo paso que deje de ser clase, y paralelamente se multiplicarán las posibilidades de tomar iniciativas en el dominio social y en cualquier otro. La pluralidad de partidos le será tanto más propicia cuanto que prefigura la gama infinita del conocimiento desalienado, y que prefigura también la conquista de la libertad frente a la necesidad, dicho quede sin pedir excusas a los detractores de la libertad en nombre de la dictadura de partido. La dictadura del proletariado nada tiene de común, en efecto, con una tiranía individual o colegial. Es una situación social inducida, como la corriente de un circuito eléctrico en otro, por las relaciones de clase anteriores, provisional por consecuencia, y en lugar de excluir la democracia, ha de darle veracidad y amplitud desconocidas antes.

El problema de una posible contrarrevolución no admite solución orgánica ni tampoco moral. Las formas de organización, la honradez y la aptitud de quienes desempeñan funciones dirigentes tendrán siempre gran importancia, pero hace falta ir más allá, hasta un punto en que los defectos organizativos, las taras burocráticas, la ineptitud y el dolo mismo de ciertos personajes no puedan redundar en perjuicio material para unos, ventaja para terceros, y menos en dominio social de unos por otros. El sistema mercantil actual presupone siempre deshonestidad y defectos individuales en proporciones diversas. A medida que se sobrevive va haciendo de ellos condición de poderío y de riqueza. Al fin, sus instituciones y hombres representativos actúan legal o ilegalmente como hampones encumbrados. Eso está haciéndose cada día más evidente y es correlato inseparable del capitalismo. Ahora bien, la revolución no limpiará de golpe las taras y defectos inculcados a los hombres y desde vísperas de su victoria se infiltrarán en ella sujetos calculadores. Esperar otra cosa es idealización torpe. No importa. A la inversa del sistema capitalista, revolución y comunismo reclaman de forma imperativa, sine qua non de su existencia, eliminar de las mentes la hez residual de la estratificación económico-política anterior, le es pues indispensable a la revolución dotarse de relaciones sociales que por su propia función hagan imposible que taras antiguas y burocratismo en general se concreticenen ventajas materiales o privilegios de otro tipo para sus portadores, fuente de contrarrevolución. Y como todo el complejo de relaciones sociales, hasta las científicas y artísticas, reposa sobre la primera de todas y a partir de ella se ramifican y cunde las demás, modificarlas radicalmente es la única prevención frente a cualquier amenaza contrarrevolucionaria. El mercantilismo universal y la corrupción del sistema actual, más de las personas, brotan de la operación inicial de compra de la fuerza de trabajo por un salario; es su relación social básica. Sin suprimirla, ninguna revolución conseguirá desarrollarse y desembocar en el comunismo. Por el contrario, ni burocratismo ni taras de los individuos conseguirán desviarla, dándose por base funcional un trabajo productivo guiado por la satisfacción material, intelectual y psíquica de cada persona. Mientras no quede descartada la ley del valor ninguna combinación orgánica (centralismo, federalismo, verticalismo, horizontalismo, consejismo, autonomismo, partidismo) ni la más prístina honradez de los hombres más aptos conseguirán alejar el peligro de marcha atrás.

A tal respecto, cobra importancia grande, ya que no decisiva, definir lo que ha de entenderse por partido revolucionario. Hablar de la revolución y del comunismo para el futuro más o menos remoto, es charlatanería aviesa en unos casos (stalinismo confeso o vergonzante) y en otros atardado conservantismo economista. Aquellos buscan intencionalmente el capitalismo de Estado; los segundos no, pero caerían en él por vicios de concepción y atavismo. Tampoco basta aceptar y propugnar el poder político de los consejos obreros, el armamento de la misma y la estatización de la economía. Hay que afinar aún exigiendo: a) que el poder de los consejos no sea asimilada al de un partido o al de varios partidos coligados; b) que el armamento de la clase excluya la formación de ejército o de policía profesionales; c) que la socialización signifique entrega a la sociedad de los instrumentos de producción, los indirectos y auxiliares incluidos (centros docentes, informativos, etc.), ello por intermedio de la clase trabajadora en su conjunto, y el quebrantamiento inmediato de la ley del valor (intercambio de equivalentes) hasta su desaparición mediata, el todo en contraposición a la propiedad de Estado y a cualquier control obrero o autogestión.

En fin, un partido revolucionario puesto en minoría por otros partidos situados dentro de esos lineamientos generales, debe inclinarse. Por el contrario, debe llamar a las armas contra quienesquiera los conculquen, incluso si tuvieren mayoría, y contra quienes pretendan asumir por su exclusiva cuenta el cometido comunista del proletariado.

No obstante, ni lo dicho ni cualquier otra precaución constituirá garantía cierta frente al peligro contrarrevolucionario, ni aun siquiera el derecho de insurrección bien estatuido.

Mientras no decaigan hasta desaparecer las relaciones capitalistas de distribución, que presuponen las de producción, el peligro permanecerá. De ahí que toda revolución venidera deba, ante todo, preocuparse de terminar con el trabajo asalariado, asiento de la demoledora ley económica del valor y de todos los valores morales del capitalismo, amén de sus corruptelas decadentes, estúpidamente presentadas a menudo como revolucionarias.

Resumiendo, la distinción entre clase revolucionaria y revolucionarios, tan visible en épocas de letargia política, empezará a reabsorberse con la revolución e irá disipándose con la actual tria económico-cultural, que es, en último análisis, de donde procede. Mas no serán los revolucionarios, y por ende sus partidos, los que se extinguirán, no, sino la sociedad entera, en posesión de sí misma y por su propio funcionamiento, la que será revolucionaria.En cuanto a la estructura orgánica particular de un partido revolucionario, no puedo representármela sino inspirada por las tareas post-revolucionarias, tal como quedan expuestas, y de las cuales se desprenden por sí solas las tareas pre-revolucionarias. La estrategia genera la táctica; la finalidad apronta sus propios medios. No es necesario, ni cuadra en este trabajo formular los estatutos de un partido. Pero sí es oportuno establecer algunos puntos importantes, experiencia por consejo.

  1. Con excepción de lo que pudiera servir a la represión policíaca, la polémica política o teórica debe de ser pública, no interna y reservada a los afiliados. Aun cuando tenga lugar en boletines especiales, éstos deben ser puestos a disposición de cualquier trabajador, con o sin tendencia. El pensamiento revolucionario no se concilia con ninguna clase de esoterismo, ni siquiera el esoterismo formal de para nuestros militantes sólo.

  2. El derecho de fracción debe estar garantizado por las reglas de organización, hasta el límite compatible con los principios de la misma.

  3. En todos los organismos electos, las minorías deben estar proporcionalmente, desde el escalón local hasta el mundial cuando lo hubiere.

representadas 4. La selección de comités debe hacerse por voto directo hasta el máximo que permitan las posibilidades de relación entre designantes y posibles designados, evitando el nombramiento de un comité restringido por otro u otros comités elegidos por votación directa o de segundo grado.

  1. El congreso elige la dirección del partido, y él mismo, si hubiere lugar, una comisión restringida para despachar los asuntos corrientes, pero sin poder de decisión.

  2. Ningún comité tendrá la facultad de incorporarse por decisión propia nuevos miembros, siquiera sea provisionalmente, hasta ratificación por los militantes o por sus delegados. Tal derecho, como el de destitución, pertenece constante y exclusivamente a los afiliados.

  3. La expulsión de una sección o de una fracción deberá sujetarse a mayoría de dos tercios.

La dirección sólo tendrá la facultad de razonar una petición de expulsión. Tratándose de individuos, la dirección tendrá facultad para suspender sus actividades exteriores como miembro del partido, hasta decisión definitiva por las asambleas, pero sin privarlo entre tanto de sus derechos de voz y voto.

  1. Como regla general, de donde deben sacarse otras muy concretas, hay que evitar que la dirección esté en condiciones de tomar medidas de organización y actitudes políticas que una vez decididas sean de difícil rectificación; hay que precaverse contra el hecho consumado. No es el paso marcado por el conjunto de los militantes lo que hace la fuerza de un partido revolucionario, sino la común inspiración combativa, política, teórica, filosófica y moral. Ella le dará una cohesión y una fuerza de irradiación inalcanzables mediante cualquier reglamento disciplinario.

  2. Debe quedar escrito que el partido es un instrumento y parte de la clase revolucionaria, sin que pueda, en ninguna circunstancia, ocupar su lugar ni desempeñar su cometido. La confianza de la clase hay que ganarla; decretándola se la destruye. Por lo tanto, debe quedar garantizado el derecho de hacer llamamiento de la clase contra el o los partidos, el propio incluido.

Lo que impulsa la clase obrera a la revolución y al comunismo, no son sus conocimientos teóricos, ni una aspiración ideal, sino la necesidad de dejar de ser clase asalariada, clase, sin más. Tal necesidad es cada día más apremiante y palpable, y coincide con un devenir superior de la humanidad. Cuanto le ponga obstáculo es errado, apócrifo, o mucho peor, abyecto disimulo de trepadores... o de encaramados ya.Si entre esa necesidad revolucionaria de la clase, resumen de su cometido histórico, y los revolucionarios de cualquier procedencia se interponen ideas, tácticas, y estrategias aprendidas, deberán echarlas por la borda para merecer el nombre de revolucionarios.

En la España de 1936, se hizo célebre una frase de Durruti: Renunciamos a todo menos a la victoria. De ahí partió la resbalada anarquista al lado del stalinismo y sus aliados, que decían: Primero la guerra, después la revolución. Muy otro habría sido probablemente el desenlace de aquella situación, caso de que los anarquistas hubiesen rectificado su tiro diciendo: RENUNCIAMOS A LO QUE SEA, SALVO A LA REVOLUCIÓN Y AL COMUNISMO.

El Estado capitalista habría sido formalmente abolido y el poder hubiese quedado, íntegro, en los Comités-gobierno de la clase trabajadora.

Así hoy, la divisa de cuantos cabe considerar como revolucionarios, a pesar de su conservadurismo de escuela, debe ser:

Renunciamos a lo que sea, salvo a la Revolución y a la supresión del trabajo asalariado, dintel del Comunismo

En esa tarea está la junción y la fusión final de la clase y de los revolucionarios. Superar la distinción es sobrepasar la teoría, lo que sólo puede ser hecho transponiéndola en realidad social.

Alarma nº 24, 1973

Acendremos camaradas (1975)

La primera calidad del ser revolucionario consiste en adoptar posiciones políticas netas y defenderlas sin medias lenguas. Eso, lo mismo en el batallar directo, cerca del proletariado, que en contrastada discusión con terceros, grupos o personas. Los camaradas a quienes nos dirigimos en premiosa demanda de acendramiento, no son individuos dispersos en la clase obrera, ni indeterminados. Militan en grupos varios, autónomos entre sí, y su determinación política, si bien vaporosa en determinados aspectos, es lo bastante precisa en otros aspectos importantes para reclamar clarificación teórica completa, hasta la convergencia orgánica.

Cada uno de los grupos referidos tiene sus militantes, sus publicaciones, sus actividades, y hasta sus particularismos, a defecto de armazón teórico y bien delimitado. El todo dentro de un giro estanco que no es simple ardid de clandestinidad, sino tapia política más bien artificial. En semejantes condiciones, ni que decir tiene, la capacidad de propagación, de convicción, de lucha, y hasta el nivel ideológico menguan sobremanera, mientras se multiplica el desperdicio de energías y de recursos económicos.

No seremos nosotros quienes escatimemos valía revolucionaria a tales grupos. Al contrario.

Dado el luengo periodo de oscurantismo católico-fascista, de engañifas no menos oscurantistas propaladas en la clandestinidad so capa de antifranquismo, sin olvidar las infiltraciones de ocurrencias ultima moda en el extranjero, su aparición ha sido un hecho de mucha importancia, nuncio de luchas obreras de gran envergadura, cualquier rumbo tomen en fin de cuentas tales grupos.

Su propia autonomía a medida de su constitución representaba una garantía, por ser al mismo tiempo ruptura deliberada con la organizaciones del antiguo frente popular y con sus adláteres hoy: populistas del FRAP, pro-chinos, sindicalistas y trotskistas de cualquier retinte.

Los grupos aquí atañidos (nos abstenemos de nombrarlos, pero ellos saben a cuales nos dirigimos y a cuales no), dieron el paso de ruptura con éxito para su propia formación y la de lostrabajadores con ellos relacionados. El camino así recorrido, sus propias adquisiciones, y por encima de todo las exigencias del período de descomposición del régimen que ya vivimos, les coloca ahora ante la obligación de superar esa etapa, a menos de recocerse cada uno en su propio caldo autónomo y de perder incluso lo adquirido. La revolución, cuyos aldabonazos están oyéndose ya, no es diversión de cenáculos ni de individuos, tampoco podio de campeonato. Es el juego mas apasionante y decisivo de la humanidad. Hay que entrar a él de cabeza y sin sombra de autobombo, siempre orgullo y amor propio fatuos, por carencia de orgullo y amor propio veros.

La nueva etapa a cubrir es la constitución de una organización revolucionaria, todas las autonomías en fusión. Al solo enunciado de esa palabra se crispan no pocos camaradas, lo sabemos. Razón de más para ponerla en delantera y cortar el paso a todo equívoco. El estado natural del agua no es el hirviente, según piensan los gatos escaldados; tampoco la obra natural de una organización es el ahogo de sus hombres y la contrarrevolución en perspectiva, según creen fútiles intérpretes del drama ruso. Si el proletariado como clase es el partido de la revolución comunista, jamás actuará como tal sino conglomerando a sus componentes más activos y conocedores. Un partido revolucionario no es otra cosa que eso. Es parte destacada de la clase en búsqueda de un movimiento generalizado de la misma, a la vez batalla practica y teórica que cristalizará en la revolución.

La espontaneidad del devenir histórico, única real, ofrece las condiciones indispensables para ella, pero el hecho grandioso de su realización exige un grado de consciencia tanto más penetrante cuanto más complicada es la situación política, caso actual en España y en todos los países.

Para ser consecuentes consigo mismos, los adversarios de la organización en partido debieran prohibirse cualquier exteriorización práctica, oral, o escrita, que no sea estrictamente individual.

La concordancia entre dos, diez o cien personas es ya un partido o un núcleo de partido. Lo es también cualquier grupo de los dichos consejistas, quiéralo que no. Analizado a fondo, el consejismo es un economismo apolítico con otro nombre, tan ilusorio como el apolitismo ácrata.

A semejanza de este último, se desmiente de continuo a sí mismo, porque le es imposible actuar sino concertadamente, igual que un partido. Por añadidura, en lugar de evitar o disminuir siquiera el peligro de degeneración, le da facilidades. En efecto, la única fuente posible de degeneración está en la estructura social; localizándola en un partido, el consejismo se desentiende de las causas para no ver otra cosa que sus efectos.

No es cuestión, ni mucho menos, de forzar la unidad, ni de pasar por alto nada de lo negativo en la experiencia de los partidos anteriores, desde la Primera Internacional hasta la Cuarta, en primer término la experiencia de los bolcheviques hasta la contrarrevolución stalinista. Una unidad orgánica sobre bases laxas se revelaría no menos inconsistente y perniciosa que el actual salpicado de autonomías. Por el contrario, se trata de sacar todas las repercusiones positivas que para nosotros se desprenden de lo negativo anterior. Mas como ese negativo está estrechamente ligado a la evolución y a la involución del sistema capitalista, la concreción teórica en un partido revolucionario adquirirá así, y solo así, una coherencia y un potencial de acción subversiva en máxima consonancia con el cometido histórico, ya inmediato, del proletariado.

En suma, la teoría revolucionaria tiene que haber asimilado las lecciones negativas, aún mejor que las positivas, de sesenta años de luchas obreras, y hasta el por qué de la larga ausencia de luchas revolucionarias después de la última guerra; tiene que rectificar sin mitigaciones lo sobrepasado y lo errado en las nociones teóricas anteriores y que proyectar en cosecuencia su desdoblamiento combativo. Pero nada de eso es hacedero sin empezar por desprenderse del perjuicio antipartido o consejista. La teoría revolucionaria persigue una transformacion social que suprimirá la clase obrera también, y con ella sus consejos, salta a la mente. En cambio, esa transformación no suprimirá la teoría, sino que por el contrario le conferirá dimensión humana generalizada, abriéndole dominios vastísimos, insospechados, infinitos. La validez comunista de la teoría rovolucionaria hoy, su absorción por el todo social mañana, le consienten enmendarse y ampliarse sin cesar. Es la expresión más límpida del ser humano en posesión de sí mismo. Proletariado y teoría revolucionaria son respectivamente cifra de emancipación económica y de emancipación intelectual; juntos, cifra de desalienación.

¡Entonces, camaradas! El verdadero problema empieza en el contenido teórico de la unidad orgánica a efectuar.

Indicamos a continuación sus lineamientos principales a criterio nuestro.

Todos ellos están englobados en el internacionalismo. Su abandono, en 1914, por la Secunda Internacional en beneficio de la defensa patriótica (capitalista, no puede ser otra) fue un gran descalabro para el proletariado. Puesto de nuevo en marcha por la revolución rusa, origina la primera oleada revolucionaria mundial, que va siendo contenida en un país tras otro hasta ser vencida en España. Causa directa de esa eliminación del proletariado como clase en lucha, fue la traición al internacionalismo por la IIIª Internacional, traición que provenía de los intereses del capitalismo estatal erigido en Rusia e hipócritamente etiquetado socialista.

El internacionalismo nos da pues la clave para comprender todos los problemas y para adoptar en conclusión las nociones teóricas necesarias a la próxima ofensiva del proletariado.

Él permite deslindar méritos y errores de la revolución rusa, comprender su marcha atrás hasta la contrarrevolución stalinista, el papel reaccionario mundial de la misma a través de sus partidos, la derrota de la revolución española, la victoria de Franco y su duración en el poder, la guerra de 1939-45, las resistencias nacional-imperialistas y todas las guerras o movimientos nacionales posteriores de igual naturaleza, la conversión de los que fueron partidos comunistas en partidos anti-comunistas, el crecimiento industrial degenerativo tanto en Occidente como en Rusia, China y países atrasados, el largo marasmo del proletariado desde la guerra acá y la importancia reaccionaria creciente de los sindicatos; permite comprender igualmente la actual estupidez retrógrada del trotskismo, y hasta los primitivismos, charlatanerías, yerros teóricos o indigencias de numerosos grupos mas postineros que llanamente revolucionarios.

Por otra parte, rebasando con mucho la situación de guerra imperialista generalizada o regionalizada, el internacionalismo nos da también la clave de la táctica y la estrategia a adoptar en la lucha del proletariado contra el capitalismo, lucha que se cisca en las fronteras y que no puede ser sino mundial, empiece donde empezare. Mundial en lo geográfico, mundial por su contenido concreto, reivindicativo. Nos veremos así abocados a hacer frente a todos y cada uno de los regímenes políticos del capital (el de España, el de Estados Unidos, el de Rusia o el de cualquier Angola), con las soluciones que la revolución comunista apronta a los diversosaspectos de la explotación del hombre por el hombre. Imposible entrar en el detalle en esta proposición, si bien por nuestra parte no estamos horros de ideas a tal respecto.

Tocante a la estructura orgánica a adoptar una vez concordantes los diversos grupos en los principios teóricos de su unificación, las dificultades, estamos seguros, serán do poca monta, al contrario de lo que sospecha el prejuicio antipartido. El doble error de los bolcheviques en tal dominio, a saber centralismo democrático y substitución de la dictadura de partido a la dictadura del proletariado, debe servir de escarmiento. Y aún mas allá; habrá que excluir cuanto otorgue a la dirección elegida facultad de poner la organización, y con ella la clase entera, ante hechos consumados, políticos u organizativos. Pero hay que esquivar también la simplona equivocación de identificar bolchevismo y stalinismo. Debe quedar bien sentado, en cambio, que contra la posibilidad de degeneración no existe truco o garantía orgánica imaginable, pero sí, una garantía social: la desaparición del trabajo asalariado, con su séquito de clases y de vestigios de Estado.

Y la desaparición del trabajo asalariado es la de la ley del valor. A menos de consumarla, cualquier revolución degenerará en su contrario, por muchas garantías democráticas que ofrezcan partidos obreros, consejos y disposiciones legales. Pues si la revolución y la dictadura del proletariado son inseparables de la democracia obrera, ésta por sí sola está lejos de poder realizar la una y concretizar la otra. El reino de la libertad no sucederá al de la necesidad mientras no quede afianzado en relaciones sociales excluyentes del valor.

Una organización revolucionaria debe sacar las reglas de su funcionamiento de las necesidades de su actividad práctica y teórica cerca de la clase, lo que impone una selección de personas por su concordancia y por su consagración a la lucha del proletariado. Pero pretender estatuir reglas de antemano es infantilismo inoperante. En cambio, de un acuerdo sobre la interpretación del pasado y sobre las tareas venideras se desgajarán de por sí formas orgánicas y reglas de funcionamiento. A ello pues, si no queremos ser aplastados por el peso del aparato de funcionarios, que será también aparato policiaco del stalinismo.

Alarma nº 30, 1975

Consciencia revolucionaria y clase para sí (1976)

Entre todos los grupos que a tuertas o a derechas se tienen por revolucionarios, ningún tópico es tan sobado y resobado como este de la consciencia. Los escritos que tratan de ella como tema conceptual son raros e insatisfactorios1. En cambio, apenas puede leerse una publicación proletarizante que no la invoque, siempre para remitir el hecho revolucionario mismo al momento de su aparición en el proletariado (en francés toma, prise de conscience, casi como la toma de un elixir). Creyendo elevar el tema, algunas de esas publicaciones echan manos de la substitución dialéctica de la clase trabajadora en sí por la clase para sí. Llegan a igual resultado, y por añadidura convierten en un mismo factor clase para sí y consciencia revolucionaria, lo que denota un importante defecto de concepción dialéctica precisamente.

En ese dominio no menos que en otros del pensamiento teórico, confusión y pobreza provienen directa o indirectamente de 40 años de inactividad del proletariado internacional, la cual, a su vez, ha consentido el crecimiento capitalista postbélico. A la inversa, los referidos grupos (trotskistas, bordiguistas, consejistas penitentes en mesiánico engreimiento tipo Revolución Internacional, amén de los literatuelos del espectacular strip-tease situacionista) toman efectos por causas mientras la causa real del efecto la ignoran de todo en todo. Temiendo abandonar el terreno materialista, se refugian en un materialismo ramplón. A su entender, la somnolencia del proletariado en cuanto clase revolucionaria es consecuencia obligada del crecimiento capitalista, confunden este último con desarrollo del sistema, y por ende se les escapa el por qué de las derrotas anteriores, o bien las achacan a la inmadurez de las condiciones objetivas. Así, la espléndida acometida de la clase trabajadora entre las dos guerras aparece como atolondrada impaciencia suya o de los revolucionarios en su seno, y en todo caso pierde significación. En tal orden de lucubraciones hay quienes clausuran el período revolucionario anterior en 1920 o 22, con la derrota de la revolución en Alemania. Tanto vale decir que no ha existido ofensiva proletaria fuera de Rusia y Alemania. De una manera u otra, todos se inventan una cómoda base material para explicarse el rechazo de la revolución entre guerra y guerra y la ausencia de movimiento insurgente mundial desde la última acá.

Desentendiéndose del aspecto subjetivo de la experiencia anterior, en particular de 1914 a 1934, ese materialismo abdica la dialéctica, incapacitándose así para ver las objetivaciones negativas de aquella, sedimentadas durante decenios. Mal puede, por lo tanto, aprontar la nueva subjetividad requerida para desprenderse de tales objetivaciones y poner a contribución los factores económicos, culturales, psíquicos, científicos, dados, acumulados y reiterados por la historia.

Errando por tal modo en las premisas, se yerra de necesidad, y con agravantes, en las consecuencias. En efecto, las ideas tocantes a los vericuetos o las situaciones que hubieren de permitir a la mentada consciencia deslizarse en los cerebros proletarios, cuando no son evolucionista son milagreras, las unas triviales las otras chuscas. Se quedan dentro de un mecanismo simplista, cuando no obtuso, pero, se sobreentiende, de ínfulas dialécticas y hasta con algún texto de Marx por escapulario. Véase de más cerca.

Entre los milagreros hay dos categorías; los milagreros de la crisis de sobreproducción y los de la caída definitiva de la tasa de beneficio del capital. Según los primeros, las condiciones objetivas de la revolución no están dadas mientras el capitalismo crezca, y la clase obrera misma no piensa en ella cuando encuentra el llamado pleno empleo. Los secuaces de tal visión desdeñan, por consecuencia, dirigirse a la clase, viven en círculo de íntimos, destilando su propia pureza. Están al aguardo de su hora, y han localizado su hora en la crisis de sobreproducción, con el paro obrero en escala gigantesca, la quiebra de las más sólidas compañías capitalistas y la baja salarial de los obreros no despedidos. Entonces, el círculo de íntimos se echará a la plaza pública cual consciencia en carne y hueso, y el proletariado irredento la hará suya. No caricaturizo; así se representan la famosa prise de conscience los milagreros al gusto Revolución Internacional. Y comparten la misma idea, sin otra variante que la actitud cotidiana hasta el momento de la crisis, los diversos conciliábulos trotskistas.

Peor, la comparte también el stalinismo, en la medida en que una gran extensión del paro obrero en occidente le permitiría poner en juego el embauco de presentarse como salvador socialista reclamando la nacionalización generalizada.

Dándose visos científicos, la otra variante milagrera asegura sin pestañear que la adquisición de consciencia por el proletariado, por tanto la posibilidad de revolución misma, llegarán cuando la mengua tendecial de la tasa de beneficios del capital toque su fondo. A fuer de materialistas bastos, sus teóricos, bordiguistas entre otros, tenían que encontrar un motivo económico mayor que vede la continuación del sistema capitalista. Es inapelable que cuandollegue ese momento, si llega, no quedando un pijatero negocio que hacer, el capitalismo finiquitará. Pero en tal caso finiquitaría como llama que consume todo el oxígeno disponible.

Lejos de ser entonces liquidado revolucionariamente, por el paso a un tipo superior de sociedad, con él y en delantera de él irían consumiéndose las condiciones objetivas de la revolución y el propio proletariado como clase revolucionaria. Eso basta para ver claro, sin necesidad de entrar en otros aspectos, que tal categoría de milagreros cae en desvarío aún peor que la primera. Si su ideación se realizase, sería preocupación imperativa general, no la revolución comunista, sino la simple sobrevivencia de los individuos, siquiera como esclavos o nuevos siervos de la gleba.

No existe en la actualidad corriente alguna que conciba evolutivamente el paso del capitalismo al comunismo. Las organizaciones stalinistas y socialistas, de cualquier bordo que sean, hablan, cierto, de ese paso pacífico y legal, pero lo hacen a sabiendas de que se trata, para ellas, de atracar en el capitalismo de Estado. En cuanto visión social, el reformismo se acabó hace sobrados años. Hablar pues de una socialdemocratización del movimiento obrero enturbia todo concepto, impide tener noción exacta del período histórico que vivimos, y desde luego aisla del buen trabajo revolucionario inmediato y futuro. Para colmo, certifica como veraz la demagogia democrático-burguesa del stalinismo. En tal sentido asistimos, por el contrario, a una stalinización del que fue reformismo y hasta de las propias instituciones del capitalismo occidental. Sin embargo, hay un neto relente evolucionista en determinadas nociones tocantes a la formación de la consciencia revolucionaria del proletariado y la constitución de la clase para sí. Aunque no pase de ahí, reblandece la acción combativa de sus adeptos; y la acción es por su propio impulso ciencia y formadora de mayor consciencia.

Dos son también las corrientes principales de ese evolucionismo. Una de ellas cree poder suscitar consciencia en la masa de asalariados poco a poco, mediante peticiones de carácter inmediato, o sea de simples mejoras dentro del capitalismo. Eslabonándolas con radicalismo progresivo, el proletariado pasaría, pretende, de la mentalidad democrático-sindicalista a la mentalidad revolucionaria, de la defensiva a la ofensiva contra el sistema, de clase gobernada a clase gobernante. De ahí se deduce el trabajo fraccional en los sindicatos, o en sindicalismo de pretensiones revolucionarias, el frente único con el stalinismo y el ex-reformismo, la utilización de los parlamentos, así como las consignas: gobierno de los dirigentes de esas organizaciones (falsamente tildado de obrero), control obrero de la producción, nacionalización de la industria y otras por el estilo. Con todo, también ese evolucionismo táctico deposita sus esperanzas en la crisis de sobreproducción. Sin ella no entreve revolución posible, ni por ende aplicación fructuosa de su tacticismo. En el mejor de los casos –y casi todos son peores– sigue las huellas de los bolcheviques en 1914, cual en su tiempo hizo el Programa de transición de la IVª Internacional incipiente.

Retraso enorme, pues desde entonces han cambiado profundamente la naturaleza de las grandes organizaciones antes obreras, la experiencia de la lucha de clases mundial y las posibilidades inmediatas de la revolución comunista, mientras el capitalismo, por su parte, se adentra en la forma estatal, signo inequívoco de su reaccionaria decadente nocividad. De ahí que las tendencias en cuestión se sitúen hoy a la derecha de su modelo bolchevique o trotsquista, y mucho más a la derecha de cuanto exige hoy la actividad revolucionaria.

El otro evolucionismo, inconfeso, lo inspira la ya antañona frase de Otto Rühle: La revolución no es asunto de partido alguno, aberrante deducción de la inapelable sentencia: La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. Se trata, va sobrentendido, de la tendencia llamada consejista. Su simplismo teórico ha conocido en losúltimos años un rebrote en calidad de reactivo al abrumador paso de la contrarrevolución stalinista, con toda su nefasta obra en Europa y Asia desde antes de la guerra hasta el presente.

La contrarrevolución aparece como cosa de un partido; la revolución, por consecuencia, es contemplada como necesariamente antipartido. Y la consciencia revolucionaria resultaría, entonces, de una lenta, progresiva adquisición de la clase en el seno del capitalismo, y hasta de los propios consejos obreros una vez surgidos. Procurando obviar esa dificultad, los consejistas llaman en su auxilio el economismo de la crisis de sobreproducción asociado a un falso espontaneísmo. Acciones espontáneas de la clase obrera debatiéndose contra los efectos catastróficos de la crisis, precipitarían, pretenden, la formación de consciencia y con ella la victoria de la revolución. Encubren así un yerro con otro yerro, pues lo único verdaderamente espontáneo es lo creado por el movimiento histórico en cuanto condiciones sociales y en cuanto ocasiones concretas de luchas. Ni la clase obrera ni los revolucionarios tienen posibilidades de elegir unas y otras. Acertar en su interpretación y conseguir utilizarlas, en eso consiste el cometido de los revolucionarios y con ellos de su clase. En cuanto a las llamadas acciones espontáneas de la clase obrera, parten, todas, de una iniciativa, por desconocida que sea, de lo contrario no podrían producirse. Son pues acciones volitivas en un terreno muy propicio, por lo general ignorado. Sin él, imposible provocarlas. Negarse a crear un partido que se esfuerce en interpretar atinadamente la espontaneidad dada por el devenir, es reducir al mínimo la volición, el empuje combativo del proletariado, cuando no desangrarlo.

La emancipación del proletariado como obra del proletariado mismo presupone su constitución en partido y es imposibilidad absoluta sin tal constitución. Pero ésta misma no será jamás una unidad maciza, cerrada, sino necesariamente compuesta, abierta a la rosa de los vientos revolucionarios. De lo contrario no se trataría del proletariado constituido en partido, sino un partido constituido en proletariado o sea de una usurpación. Lo compuesto de ese proletariado erigido en partido irá, va ya bajo su condición actual de clase explotada, desde la pasividad indiferente a cualquier acción, hasta la acción y el conocimiento máximos asequibles, pasando por todas las graduaciones imaginables. La exaltación originada por la victoria obrera reducirá a poco el peso muerto de los pasivos, enardecerá, por el contrario, a la gran mayoría, y sobre todo suscitará a medida de su propia consolidación capacidades y opiniones revolucionarias insospechadas, susceptibles de cuajar en otros tantos centros de agrupación, sin perder la unidad revolucionaria general. Evitando de entrar aquí en más amplio análisis por estar fuera de lugar, de ahí depende en buena parte el cumplimiento de la revolución hasta el comunismo, ya que de garantías es quimérico hablar. Es inimaginable un tipo de organización social postrrevolucionaria que no recele, al principio sobre todo, peligros mortales, en la medida en que una fracción de la clase obrera pretendiere, con cualquier argumento, desviar el resultado del trabajo colectivo a aplicaciones que conserven o extiendan, en lugar de aplanar, las diferencias económicas del capitalismo. Una nueva categoría de explotadores reaparecería en ella.

Más o menos acusado, el evolucionismo en cuanto a la formación de consciencia no ha sido, en verdad, infrecuente excepción en la historia del movimiento revolucionario. Más debido al barullo introducido en teoría por la falaz publicidad de la contrarrevolución stalinista, a sus repercusiones tanto en la clase como en sus mejores grupos, el hecho es hoy mucho más extenso y grave.

Dos teóricos que en su tiempo prestaron en sus respectivos países señalados servicios a la contrarrevolución stalinista, influencian todavía a hombres que prescindiendo de su patrociniomejorarían sin duda alguna sus concepciones. Se trata de Lukács y de Gramsci, que no superan el economismo y caen en tal suerte de evolucionismo. Aquellos mismos que hoy hablan de la consciencia revolucionaria en tercera persona (la del proletariado), y de la propia en primera persona (la consciencia de cada grupo teorizante), andan diversamente fallos al respecto.

Muy diferente por su posición como militantes es el caso de Gorter, Rühle, Pannekoek y la vieja izquierda germano-holandesa en general. No obstante, sus concepciones sobre la formación de la consciencia revolucionaria y sobre la edificación de la sociedad comunista requerirían para realizarse, particularmente en el último, tiempo indefinido de progresiva acumulación. Suponen libertad y cultura crecientes para la clase obrera dentro del capitalismo, al revés de lo que ocurre. Por ello su influencia actual en ese dominio es disolvente.

La acumulación y la centralización ampliadas del capitalismo arrecian en proporción a sí mismas la sujeción material y cultural del proletariado. No dejan lugar, por lo tanto, para un gradualismo cualquiera en la formación de consciencia. Tampoco puede aparecer bruscamente, como consciencia revolucionaria neta en la clase entera o siquiera en la mayoría de sus componentes. El disparate mayor, sin embargo, cómico infantilismo materialista, es hablar de una formación científica de la consciencia. A ella quedaría reducida toda la teoría revolucionaria si tal posibilidad existiese y sin fracaso alguno posible, la victoria estaría matemáticamente asegurada en el instante histórico x en que la ciencia alcanzase su objeto formador. Sólo que no se trataría entonces de una sociedad humana sino de un agregado inorgánico, a lo sumo de una termitera.

Nuestro comunismo es científico porque no saca de la imaginación los factores económicos, culturales e incluso psíquicos de su propia hechura en el devenir humano. Los descubre en la sociedad presente y en las exigencias de cada persona, cuya satisfacción le permiten lo anteriormente adquirido puesto a su servicio. Dicho de otro modo, los descubre en el antagonismo de la organización industrial con el trabajo asalariado, que acentúa la esclavitud del hombre, cuando aquella le consciente plena libertad haciendo saltar sus cerrojos capitalistas.

Pero el antagonismo no encontrará jamás desenlace automático favorable al proletariado, o siquiera inevitable en el tiempo. Seis decenios rebasados hace que la posibilidad está presente y que el antagonismo fundamental se agrava. Durante tanto tiempo, la consciencia revolucionaria no ha seguido, ni mucho menos, una progresión ascendente. Era menos intenso 40 a 60 años atrás, momentos en que la consciencia del proletariado en cuanto clase mundial y sus hechos tuvieron clárida expresión. Desde entonces, ese antagonismo que permite y requiere la revolución comunista se ha acentuado en grado sumo, los signos de putrefacción de sistema se multiplican, mientras la consciencia y los hechos del proletariado han resbalado al punto más bajo desde 1948 acá.

Que la consciencia de clase conoce altos y bajos es mera constatación, están siempre relacionados con los avatares de la lucha viva. Pero el bajón que hemos presenciado desde la revolución española hasta la fecha no tiene precedente por su duración, ni por la importancia de los daños causados. Es que la más desalentadora de las derrotas no es la ocurrida en combate frontal, sino la que ha sido infringida por la felonía de supuestos amigos. Y un vistazo a los acontecimientos desde 1914, basta para convencerse de que el proletariado no ha sido vencido en país alguno por la burguesía, su enemigo secular bien identificado, sino por las organizaciones políticas y sindicales llamadas socialistas, anarquistas o comunistas.

Puntualizando, a éstas últimas –en puridad stalinistas– ha correspondido el papel principal de la faena a partir de 1923. Asumían así el propósito de la vieja reacción, pero con característicasnuevas, no burguesas, sino capitalistas de Estado, y por ello susceptible de contraponerse a la burguesía y sus monopolios hasta absorberlos de grado o por fuerza, pero agudizando hasta el paroxismo los rasgos negativos del capitalismo en general. Al mismo paso, la falsificación de las nociones revolucionarias ha ido tan lejos, que el capitalismo estatal es presentado y pensado como economía socialista en casi todo el mundo.

Como resultado de ese proceso negativo, el proletariado de Europa occidental caía presa del capital, vía representantes políticos y sindicales de la contrarrevolución rusa, al tiempo que en Europa oriental quedaba apabullado por la férrea dictadura de ésta misma. Y en todos los continentes, la mendacidad ideológica ha llegado hasta atribuir a los movimientos nacionalistas naturaleza radicalmente opuesta a la que tienen, pues desde el más hasta el menos corrupto de ellos, todos son una anacrónica y reaccionaria supervivencia del pasado, juguete venal de las grandes potencias.

Mientras tanto ninguna tendencia se destacaba que pusiese sin mitigaciones el dedo en la llaga y comprendiese que la posibilidad de revolución comunista seguía presente, sin necesidad de crisis mercantil ni de mayor crecimiento capitalista. A la objetivación reaccionaria de las antiguas organizaciones obreras se yuxtapuso así la carencia de subjetividad revolucionaria válida por parte de los grupos y tendencias más sanos. Resultante: el proletariado mundial, cercado por la criminal rivalidad inter-imperialista, permanencia inerte, dejando juego libre a todos sus enemigos, vieja y nueva reacción en colaboración-rivalidad. Tan larga ausencia de acometividad ha dado pie a determinados intérpretes para hablar, ora de una integración del proletariado al capitalismo, contrasentido estúpido, ora de la prosperidad del capital como causa directa y suficiente de aquella inercia.

Es incontestable que la consciencia de la clase históricamente revolucionaria está por debajo del nivel adquirido entre las dos guerras, a despecho de los signos de nueva rebeldía surgentes aquí y allá. Y no sólo la de ella, sino también, acentuándola la de los grupos revolucionarios, o sea, de aquellos que cabe considerar, mal que bien, como el sector más alerta de la clase.

Repetición de nociones muertas, embrollo y pobreza de concepto, ausencia de visión global del pasado y por tanto del porvenir inmediato también, son el lote general de esos grupos. Otros, de pretensiones más hueras que consistentes, pseudos-innovadores con antiguallas olvidadas, están en verdad más fuera que dentro de la clase revolucionaria. Unos y otros creen, sin excepción conocida, que la pasividad del proletariado reside en el pleno empleo, o en lo que llaman, acomodándose a la terminología dirigista, sociedad de la abundancia. Es un vicio economista atávico que les lleva a manifestarse, quiéranlo que no, como sujeto de la historia de naturaleza enteramente diferente a la del proletariado. A su entender la clase no puede sentirse impedida a la lucha decisiva sino forzada por una necesidad material directa, cuando, en crisis de sobreproducción, el capital arroje al hambre 30, 60, 100 millones de obreros, o bien después de otros tantos millones de muertos en la tercera guerra mundial. En cambio, todos ellos han adquirido su grado particular de consciencia –validez real salvada aquí– al margen de esa necesidad material, por conocimiento intelectivo e incluso al margen de cualquier experiencia propia, pues ninguno de ellos ha tenido ocasión de vivirla. Por consecuencia, la clase obrera y los dichos grupos aparecen como determinaciones y sujetos diferentes del devenir humano.

Ese es su defecto más general engendrador de otros, y lo que, cualquiera sea su importancia numérica y su propio querer, hace de ellos sectas, cada una enquistada en cuatro ideas cojas cuando no falsas, y sobre todo en sus risibles jactancias pretendiendo dar cuenta de un pasado mal o muy parcialmente comprendido, dándose en tal traza a sí mismo como esencia delpresente y del futuro, casi por las claras como punto de arranque –año 1– de una nueva era, esos arbitristas modernos tachan de ideología cuanto sale de su propia ideación del actuar revolucionario. Y así, entre la Tierra prometida de la clase para sí y el cenizo ideología, mero vade retro Satanás, la flaqueza y la incongruencia teórica de unos y otros toca un límite allende el cual no se ve nada. No caen en cuenta de que son, por sus fallos, en unos casos producto indirecto, en otros víctimas de la corrupción de las nociones revolucionarias imperantes durante largos decenios.

Una referencia elemental se impone aquí. Entre lo que Marx llamaba ideologías y lo que designan con la misma palabra dichos grupos, no existe ninguna relación. Para Marx se trataba de ocurrencias sistematizadas, más bien que de ideas, y no deducidas de la realidad social dada en continuo devenir, sino inventadas como doctrinas de salvación para el proletariado y para la humanidad. Marx adoptaba el comportamiento de hombre de ciencias que estudia los materiales de su disciplina, intuiciones propias comprendidas, antes de enunciar ideas al respecto. Veía claro que las ideas revolucionarias no podían ser una pasión del cerebro, sino el cerebro mismo de la pasión humana. Para los inventores de ideas se trataba, al contrario, de mera pasión cerebral de credos redentores sin fundamento en la realidad objetiva de la sociedad. En tal sentido, las ideologías han dejado de existir. Incluso hablar de una ideología burguesa o stalinista, no digamos socialdemócrata, es descabellado. Se trata de engañifas intencionales y sobrado evidentes, aunque todavía impuestas a grandes masas. En cambio los utilizadores actuales del término recurren a él prejuiciosamente y rehuyendo especificar, previo estudio de las condiciones existentes, las tareas revolucionarias concretas de la clase, por ende las suyas propias. Enarbolan en cambio panaceas: revolución social, o abolición de trabajo asalariado, cuando no del trabajo escueto. Adoptan, por lo tanto, escapatorias y actitudes más o menos marginales, abandonando la realidad viviente y cotidianamente vivida. Quiéranlo que no, en poco o en mucho, participan pues de lo que Marx llamaba ideologías.

A un nivel político mejor del proletariado entre guerra y guerra, correspondía una calidad teórica de los revolucionarios superior a la actual, sin hablar aquí de otros aspectos concomitantes. Y a su vez, nivel político y calidad teórica campeaban en un terreno de clase por lo general sano y optimista, todavía poco hollado por la perversión que el stalinismo y sus aliados han vertido a raudales, sobre todo desde el momento más candente de la revolución española, 1936-1937, hasta la fecha. Entre esos tres factores, a saber, nivel político de la clase, calidad teórica del sector revolucionario y sano optimismo de su ámbito, se da una interrelación muy evidente, sin que sea posible acordar a cualquiera de ellos la primicia en la aparición o reaparición de consciencia revolucionaria entre la mayoría de los trabajadores. De seguro que un realce de cualquiera de los tres acarreará tras él el de los otros dos. La validez teórica es importantísima a la larga, como lo es también, en lo inmediato, para la formación de organizaciones aptas. No obstante, ni la mejor de éstas conseguirá introducir consciencia en la clase revolucionaria. En tal empeño, la escuela del proletariado no será jamás la reflexión teórica, ni la experiencia acumulada y bien interpretada, sino conquista de sus propias realizaciones en plena lucha. La existencia va por delante de la consciencia; el hecho revolucionario precede al conocimiento del mismo para la abrumadora mayoría de sus protagonistas. Lo que la clase obrera en su conjunto, o uno de sus sectores, piensa de cualquier lucha en juego, se queda muy por debajo de lo que la lucha misma realiza o podría realizar. El contenido latente rebasa con creces el contenido aparente. Sólo cuando el primero adquiere cuerpo aparece la consciencia revolucionaria del hecho mismo consciencia concreta, noteorizada por la clase, pero si conversión de la teoría revolucionaria en realización, o nueva condensación de la experiencia en teoría. Así ha ocurrido invariablemente desde 1848 y la Comuna de París hasta la revolución española. Resulta por consecuencia imposible trazar un plan, siquiera muy aproximativo de desarrollo de la consciencia revolucionaria. Es el número de obreros conscientes dentro de la clase el que sí puede y debe aumentar y esa es incumbencia principalísima de los revolucionarios organizados. La consciencia de la clase obrera entera irá abriéndose camino en la medida en que los avatares de la lucha, que no dejarán de presentarse, la lleven a destrozar en la práctica las nociones que el capitalismo le inculca y las cadenas que las organizaciones políticas y sindicales del mismo le tienen echadas encima.

Llegada esa tesitura, la concepción revolucionaria concreta, puesta en línea de combate por minorías de la clase, desempeñara un papel catalizador importantísimo. No gracias a cualquier planteamiento progresivo, sino al contrario, por su aptitud para favorecer y llevar al máximo esas situaciones bruscas. Ahora bien, por muy allá que vaya, tal consciencia seguirá siendo parcial, vaga para la mayoría, por lo tanto susceptible de ser adulterada y manipulada hasta desbaratarla. Resulta, en efecto, infantil, por no decir esperanza idealista, creer que con el acto revolucionario supremo la consciencia revolucionaria y la clase para sí quedarán plenamente realizadas. La clase para sí es más bien alegoría militante que la representación de una situación venidera. La burguesía hizo su revolución para sí, y para sí organizó la sociedad entera. Imposible ser clase para sí sin oprimir a otras clases. Nuestra revolución es un acto de la clase trabajadora en completo, pero no para sí estrictamente, pues por ser la clase comunista por antonomasia, negando las demás clases se niega a sí misma. Deberá paralizar a sus enemigos, pero ni necesita ni puede explotarlos. Por lo tanto, no hay otro para sí que el fugaz instante de la revolución, a partir del cual la clase obrera empezará a disolverse en el todo social rehecho, a menos de recaer en la condición de clase explotada para el sí de otros. En cuanto el para sí revolucionario se afirma y se confirma, desaparece el proletariado (negación de la negación) y con el las demás clases y estratos. Queda abierto el horizonte al individuo, libre de coacciones y de contrahechuras más o menos degenerativas, único cimiento posible de una sociedad humana homogénea. Y hegemonía no significa uniforme sino al contrario, la máxima diversidad de sus componentes individuales, permitida por la desaparición de todos los antagonismos materiales entre grupos y personas.

A la inversa, la consciencia revolucionaria en su sentido cabal no hace más que entrar en su fase formativa con el ataque al capitalismo y la constitución del proletariado en clase gobernante. Lo componen, con el acto revolucionario, también, el proceso subsiguiente de transformación de la sociedad hasta la eliminación de los vestigios mismos de las clases. El primero será siempre, más que una volición general de la clase, un hecho consumado en el fragor de la lucha, a partir del cual la consciencia revolucionaria irá afirmándose en profundidad, extensión y calidad al mismo paso que, en la práctica, la sociedad comunista. La plenitud de la consciencia no puede dimanar sino de su propio encarnarse en la estructura de la nueva civilización y en la mente de cada persona. Es el descubrimiento del hombre por el hombre mismo, al fin posible.

Eso en cuanto a la consciencia revolucionaria propiamente dicha y generalizada, cuya existencia, suponiéndola posible en medio del mundo actual, convertiría la transformación comunista en todos los continentes en un candoroso juego de niños. Tocante a la otra, la inicial pero indispensable para dar muerte al capitalismo, depende hoy en suprema medida de los revolucionarios todos y en particular del afiance de los obreros revolucionarios en la mayoría dela clase. En su defecto, cualquier acto subversivo de ésta se resolverá en fin de cuentas en contra suya. Lo hemos presenciado en diversas ocasiones, la última en Polonia. Lo determinante será la conjunción del ímpetu subversivo de la clase con la subversión teórica y práctica de su sector revolucionario. Y la teoría comprende pasado y futuro inmediato enlazados por nuestra acción presente.

La consciencia de los revolucionarios, es, por consecuencia, la que primeramente tiene que situarse a la altura de las posibilidades ofrecidas espontáneamente por la historia. Tan grandiosas, tan ilimitadas son éstas a despecho de impresiones superficiales, que apremian cada año más cuajar en revolución. Más los revolucionarios han estado y continúan estando en zaga de las posibilidades. Piden a las condiciones históricas que les ponga entre las manos una situación revolucionaria, cuando en realidad tienen ante sí, con creces, cuanto se requiere para suscitarla... excepto su propia subjetividad. De ahí que los aparatos políticos-sindicales ex-obreros, hoy pilares del capitalismo, sigan imponiéndose, aunque han perdido todo influjo veraz en la mente de los trabajadores. Destrozar el imperio de esos aparatos debe ser la primera de las pugnas para dejar libre curso a la revolución. Hay que ir derecho a la clase obrera e incitarla contra ellos sin tapujos ni vociferaciones de hueca resonancia radical, sino con proposiciones de lucha enderezada a la destrucción de tales aparatos, requisito paralelo a la destrucción del capitalismo. La consciencia revolucionaria no se esconde esotéricamente; dice su verdad profana y profanante, y su vigor apasionado elimina la estridencia.

Postular la revolución comunista, incluso flanqueada por la abolición del trabajo asalariado, no pasa de ser noción borrosa, aún suponiéndola –esperanza vana en el mundo presente– compartida por la mayoría. Porque la eliminación del salariato en cuanto objetivo directo una vez arrancado el poder al capital, está lejos de ser un acto único, cual la abolición de las leyes del mismo o el desmantelamiento de su armatoste estatal. Se descompone o subdivide en una serie de medidas, de cuyos efectos inmediatos y mediatos resultará la dicha eliminación, estructura social básica de la sociedad comunista. Las principales medidas, las más transcendentes se desprenden de la situación actual de la clase, de sus posibilidades máximas en contraste con un capitalismo apabullador y decadente, ya sin derecho a la existencia. ¿Donde, en qué sino en la formulación y defensa de las mismas cerca del proletariado puede aparecer la consciencia de una organización revolucionaria? Se condenan al bullicio inocuo, cuando no al charlatanismo, las tendencias que rehuyen hacerlo, cualquiera sea su cuantía numérica.

Sin entrar en detalles aquí superfluos, véase Las tareas de nuestra época, en Pro Segundo Manifiesto Comunista. El programa mínimo de finales y principios de siglo estaba intencionalmente limitado en el seno del capitalismo, al aguardo de condiciones para acometer el programa máximo de la revolución. El Programa de Transición fundamento de la IVª Internacional, quería fundir en uno sólo el máximo y el mínimo, pasando por la nacionalización, error cuyo origen se encuentra en Marx y Engels, aunque todavía sin las implicaciones reaccionarias después reveladas. En fin, las tareas de nuestra época jalonan sin discontinuidad el acceso del proletariado a clase dominante y su propia desaparición, con las demás clases en la sociedad comunista. El impulso combativo del proletariado provendrá de reclamaciones que lo pongan en situación de no tener en lo sucesivo necesidad de reclamar nada, porque dispondrá de todo. Hay que hacer palpable la inmediatez de esa posibilidad para que la consciencia de la clase que insurja por la revolución y del mismo golpe haga saltar en añicos los aparatos políticos-sindicales que la estrangulan. En suma, la motivación material de la liquidación del capitalismo está dando por la ya desgarradora contradicción entre él y la libertad del género humano. Empieza ésta en la del proletariado y abarca desde el consumo alible hasta el cultural en sus múltiples y más espirituales facetas. Y riámonos de quienes esperan la crisis de sobreproducción, la caída catastrófica de la tasa de beneficios, la tercera guerra mundial, o no se sabe qué espíritu Santo preñador de consciencias.

Bien propagado, semejante programa tendrá grandes repercusiones en lo inmediato y aún mayores en lontananza. Pero en la corrupta situación que vivimos está lejos de bastar para abrir el cauce torrencial necesario. La Primera Internacional (Asociación Internacional de Trabajadores) creció vertiginosamente apenas fundada, porque presentaba ideas limpias, a un proletariado sin influjos ponzoñosos, virgen. Todavía la Internacional Comunista encontraba un medio obrero poco pulido por la social-democracia, enemigo del proletariado mucho menos dañino que los de hoy. En nuestros días, los revolucionarios topamos con dificultades inmediatas tremendas, dimanantes del saldo negativo del período anterior, que ha instalado a organizaciones y sujetos que continúan diciéndose comunistas o socialistas en la mismísima estructura económico-policíaca del sistema capitalista. Tanto por sus intereses poderosamente constituidos en escala mundial como por reaccionario cálculo, sus partidos y sindicatos son acicate del capitalismo estatal allí mismo donde todavía no les pertenece el poder supremo. Y lo que es mucho peor, malean de mil modos el entendimiento de la clase obrera y prostituyen hasta la noción de comunismo. El antiguo reformismo era democrático burgués y colaboracionista; ellos preconizan en realidad la entrega total, indefensa de la clase obrera al Estado omnicapitalista. Bajo su mando el resto, eurocomunismo, pluralismo, parlamentarismo, etc., es hipocresía táctica, burda ficción puesta de manifiesto en cuanto aparece una iniciativa revolucionaria de la clase obrera. Por lo tanto, conocer y saber explicar el por qué, el cómo y hasta el cuando se han producido cambios tan importantes y amenazadores relativamente a la situación entre las dos guerras, será no menos determinante que el programa de lucha para el porvenir inmediato. Se hace pues indispensable un conocimiento crítico certero de los principales avatares históricos a partir de 1914. Ahí empieza, para los núcleos de espíritu revolucionario, la consciencia que los capacitará para ser, en medio de la clase, fermento de subversión comunista.

No obstante, ni en el mejor de tales grupos, por muchos obreros que individualmente se le afilien, conseguirá despertar consciencia en la mayoría del proletariado mediante simple aleccionamiento. Lo prohiben innumerables trabas de la sociedad actual que sólo desaparecerán con ella. Pero cualquier conflicto con el capital, aunque empiece por simple mejora de salario, es susceptible de abocar a una lucha que sobrepasa de largo las reivindicaciones iniciales. Lo mismo puede ocurrir en una región, una rama industrial o un país entero. Lo latente tenderá siempre a manifestarse atropellando lo aparente; es la verdad frente a la ficción, el porvenir volviendo la espalda al pasado. Si al llegar un momento así continúan dominando los actuales falsarios político-sindicales, todo volverá atrás. Al revés, si por lo menos una minoría les sale al paso, poniéndolos en la picota y formulando revolucionariamente la lucha en marcha, la consciencia de la clase habrá dado un paso adelante propiciador de acciones mayores, por muy local que fuera. La combatividad de la clase mana irresistiblemente, explosiva en determinados momentos, de su propio trasfondo histórico. Se cristaliza en hechos que sólo después son pensados por ella y le dan base y energía para ulteriores avances. Procede pues, en los hechos como en la consciencia, por saltos en el desarrollo, la continuidad de cuyo discontinuo ha de asegurarla su sector deliberadamente revolucionario. La propia victoria decisiva será para la mayoría de la clase una realización antes que una intención consumada. No en balde es la claserevolucionaria forjada por la historia a despecho de la opresión y el dirigismo intelectual que acompañan su vida cotidiana. Por lo mismo, en los núcleos obreros revolucionarios recae, mucho más que desde hace 150 años, un cometido en fin de cuentas determinante. De ellos depende que la revolución salga avante o naufrague por segunda vez.

Desde Babeuf y Marx hasta nosotros, la consciencia revolucionaria es el rayo de luz creado por el choque entre la explotación y los explotados, es la subjetividad humana en rebelión contra una objetividad que pervierte y niega esa misma subjetividad, sin la cual el hombre no es hombre sino cosa. O nuestra subjetividad acomoda el mundo exterior a sus requerimientos –no puede haber otros– o se somete, esclavuna, a la nauseabunda objetividad existente.

El hecho objetivo engendra la palabra que lo nombra y lo hace comprensible, operación objetiva; sin nuestra palabra, la posibilidad de revolución se esfumará cual si nunca hubiese estado presente. Y fallando su sector más subjetivamente revolucionario, la clase obrera marraría entonces el golpe que acabaría por siempre con el achicamiento del hombre porque explotado y la prostitución de otros hombres porque explotadores.

Alarma nº31, 1976

Algunas líneas sobre la necesidad y papel de la organización (1978)

Mucho se escribió tras la derrota de la Revolución rusa tratando de encontrar sus causas. Una corriente que cobró importancia en la intelectualidad revolucionaria adoptó la famosa frase de Otto Rhule: la revolución no es un asunto de partido, una frase vacía donde las haya, que los amantes de las frases biensonantes retoman hoy para ilustrar la idea de que el Partido lleva en sí mismo a la contrarrevolución, explicando así el fracaso de la revolución rusa. Obviemos el simplismo de esta concepción. Tras ésta famosa frase, mencionan la igualmente célebre de Marx y Engels: la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos sin comprender que la existencia de un partido no contradice el hecho de que la revolución será obra del propio proletariado.

La única organización aceptable, para quienes han descubierto que el Partido es sinónimo de contrarrevolución, es la organización que el proletariado se da o se dará en su lucha contra el capital (soviets, comités, consejos o, por último, grupos fabriles autónomos). Todo lo que habría que hacer es esperar, tomando buena nota de que cada vez que el proletariado de una fábrica en particular, en una parte del mundo en particular, actúe subversivamente, estaremos ante la marca inevitable de la recuperación revolucionaria. Se informan, nos informan, escriben, y en la cima de su conocimiento del materialismo histórico y dialéctico, se regodean afirmando que los bolcheviques eran solo contrarrevolucionarios al servicio del sistema capitalista de estado que todo el mundo, en ese momento, quién puede dudarlo, ya apreciaba como el sistema más bárbaro que podía existir.

Nuestro propósito aquí no es analizar las circunstancias y causas de la derrota de la revolución rusa, pero es necesario recordar que los bolcheviques estaban en minoría, y que fue dentro de los propios consejos donde se convirtieron en mayoría.

El funcionamiento interno del partido bolchevique, el centralismo democrático, los revolucionarios profesionales, etc., que rechazamos categóricamente, no pone en duda la urgente necesidad de una organización revolucionaria. De hecho, no vemos cómo una organización revolucionaria permanente podría estar expuesta más fácilmente a la burocratización que los consejos obreros. Este pánico pavor a la burocratización es una forma muy cómoda de evitar involucrarse en la lucha revolucionaria. El proletariado no es una entidad mítica con sede en la fábrica, sino también todos aquellos que, en una comprensión del término más allá del sentido económico estricto, quieren poner fin a la sociedad de clases y actuar en consecuencia, convirtiéndose así en parte del movimiento histórico de la clase revolucionaria. El Consejo Obrero no es un organismo puro e impermeable a toda influencia, el Consejo Obrero es un órgano profundamente dinámico donde chocan varias tendencias, donde chocan varios puntos de vista, es la expresión de un movimiento y no de algo fijo al que se espera como el Dios Todopoderoso que habría de llegar a la tierra para liberar a la humanidad... y mientras tanto, bastaría con que algunos escribieran libros y revistas que exaltaran y adoraran la espontaneidad de las masas y su capacidad subversiva.

Otras corrientes, no negando la organización revolucionaria en teoría, la rechazan en la práctica, sin duda cansados por unos pocos años de intenso activismo, interpretan al escurridizo el Zorro, después de haber descubierto en su evolución cada vez más subversiva, que la organización representa la rutina diaria, el menosprecio de las ideas (¡es bonito cuando se entiende todo!), el bla-bla-bla-bla. Estas personas, que sólo saben criticar el izquierdismo en relación con su militancia ciertamente alienante, llegan a la conclusión de que uno no debería usar su fuerza innecesariamente, de ahí la crítica al voluntarismo y al activismo tan de moda hoy en día. Por sus conclusiones, alcanzan el mismo nivel lamentable que los consejistas criticados anteriormente. La expectativa de la gran velada que trastornará para siempre el orden existente impulsa sus serenos y reposados textos tanto como sus correspondencias polémicas en el medio pseudo-revolucionario. ¿Quién tiene la mayor originalidad teórica?

Mientras tanto, el capital continúa su camino en una barbarie cada vez mayor, encontrando sólo unos pocos obstáculos en su camino, cuya insignificancia se debe en gran parte a nuestra propia incapacidad revolucionaria y a la de la clase en su conjunto. Unos idealizan al proletariado, otros se retiran para reinventar la teoría revolucionaria, otros, felices herederos del Partido Histórico, esperan la hora gloriosa de la gran crisis del capital que inevitablemente hará que el proletariado mundial reaccione de tal manera que conduzca a la victoria final, contemplando desde lo más alto de sus santos pronósticos la bancarrota de cualquier otro grupo.

No y no, la organización revolucionaria no basa su existencia o inexistencia, su actividad o inactividad en crisis, espontaneidad u otras deidades, es el fruto de individuos que, por odiar profundamente este sistema, intentan actuar en todo momento contra el pútrido viejo mundo y sus defensores. Los consejos sólo surgen en momentos de radicalización de la clase en su conjunto, son los órganos del poder futuro. La organización revolucionaria, por otro lado, es permanente, se crea sobre bases teóricas precisas que determinan su acción continua dentro de la propia sociedad como una fracción más consciente del proletariado para llevarla al campo de clase del cual todos los partidos que no sean revolucionarios y los sindicatos la desvían y la desviarán. Ser revolucionario es mantener un lenguaje y una actividad subversiva incluso si no se te entiende y sin miedo de gastar fuerzas innecesariamente. Vivimos ahora en medio de la decadencia social y esto desgraciadamente tiene repercusiones en el medio revolucionario donde algunas personas ya no saben qué inventar para romper con el viejo movimiento obrero.

La organización revolucionaria ha sido, es y será un arma indispensable para la revolución comunista internacional. La revolución es un asunto de la clase obrera misma y un asunto del Partido en la medida en que es un partido que pertenece a la clase y que defiende sus propias posiciones dentro de los consejos obreros sin reemplazarlos. No son necesarios pseudo-intelectuales satisfechos de sí mismos y sus conocimientos contemplando el flujo y reflujo del movimiento proletario en la sociedad, sino los revolucionarios que actúan dentro de este movimiento.

Alarme nº2, 1978

Organización y actividad revolucionaria (1979)

Los trabajadores sólo son hombres mientras sienten tu enojo contra la clase dominante. Se convierten en bestias tan pronto como se adaptan a su yugo, buscando sólo hacer sus vidas placenteras bajo el yugo sin tratar de romperlo.

F. Engels. La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1844-45

El proletariado cuando no reacciona es sólo la fuerza mediante la cual el capitalismo se reproduce aprovechando la apatía general de su enemigo histórico. La clase obrera es entonces sólo un conglomerado amorfo de personas que se las arreglan lo mejor que pueden para sobrevivir en una sociedad insoportable, reproduciendo el ambiente de competencia y enemistad, el espíritu insano del capitalismo. En una palabra, no actúa como clase con intereses comunes frente a las alimañas capitalistas.

Otras veces, sin embargo, el proletariado actúa unido como una clase portadora del único devenir humano posible: el comunismo. Entonces dos tipos de sociedades pueden enfrentarse entre sí, una reaccionaria y otra revolucionaria. Entre estos dos estados de hecho y estos mismos hechos hay individuos que son revolucionarios independientemente del estado momentáneo en el que se encuentre la clase en su conjunto, sólo su número varía según la situación social. Son revolucionarios porque son conscientes de que su objetivo y el de la clase en su conjunto es el comunismo.

Estos individuos revolucionarios tienden a organizarse por afinidad de ideas, ideas que no caen del cielo sino que provienen de una interpretación particular de la historia de la lucha de clases. De cada confrontación entre el capital y el proletariado se aprenden lecciones, de las cuales nace la teoría revolucionaria y lo que la hace evolucionar. Por lo tanto, no es ni puede ser invariable, como creen algunos idiotas, difundiendo constantemente textos sagrados que obviamente no pueden existir. Pero, ¿qué es y cuál debe ser la actitud de los revolucionarios hacia el proletariado en su conjunto, del que a menudo sólo forman una pequeña parte?

Para la gran mayoría de los grupos, se trata de mimar al proletariado, ya que su comentario periodístico no tiene nada que envidiar al de los comentaristas de los partidos de fútbol, especialmente cuando creen que su equipo va ganando. No vamos a hablar aquí, sería una crítica demasiado fácil, de los que dicen ser consejistas, ya que su actitud es sólo un relato más o menos optimista de lo que está sucediendo, intervenir sería convertirse en un gran y malvado líder. De todos modos, sigamos adelante.

Mimar al proletariado también significa no actuar cuando no se manifiesta y estar contento, ya que no se puede influir directamente en él, para mantener en un círculo de personas íntimas la idea inminente y religiosa de la revolución comunista. Es el momento ideal, casi soñado, para que la fracción más decidida (¡realmente no vemos a qué!) haga balance del pasado, para que entienda casi matemáticamente el momento en que el proletariado se verá de nuevo obligado a sacar las garras, y así esperar a que el período contrarrevolucionario se transforme en su contrario. Esto es lo que estos grupos han entendido sobre el método científico y el materialismo histórico... Esta comprensión los convierte en máquinas de la revolución y, por lo tanto, en seres desprovistos de toda sensibilidad humana. Deberían releer lo que Marx y Engels criticaban a los utópicos. Ciertamente no en su naturaleza profundamente humana y en su deseo de cambiar las relaciones sociales. Lo que los socialistas científicos han entendido y destacado son las fuerzas motrices de la historia y por lo tanto el proletariado como la única fuerza capaz de destruir para siempre cualquier sociedad basada en la división de clases. Por lo tanto, su concepción ya no se basaba en ideales que provenían de una voluntad sana y encomiable, sino que, por el contrario, se basaba en la realidad. El comunismo es posible porque el proletariado existe como clase y sólo el proletariado es el portador del devenir humano, porque al negarse a sí mismo como clase destruirá cualquier posibilidad de dominación del hombre por el hombre.

Tomemos un ejemplo específico de la aniquilación total del proletariado. La guerra imperialista, un momento en que cada proletariado nacional se deja envolver detrás de un trapo con los colores nacionales. ¿Deben los revolucionarios izar la bandera del internacionalismo proletario (transformación de la guerra imperialista en revolución social) a riesgo de ser exterminados, o deben refugiarse en lugares sagrados para hacer un balance del pasado y así poder reconstruir el futuro partido proletario defendiendo por principio el derrotismo revolucionario salvado al ser escrito en pedazos de papel irrisorios que se exhibirán más tarde gracias a las colecciones personales cuidadosamente conservadas durante el período de guerra?

Señores revolucionarios, debemos elegir. El derrotismo revolucionario, así como la relación entre la clase en su conjunto y los partidarios más conscientes de esta clase, no son lecciones aprendidas que se difunden después del hecho, son actos. No hay cuadros que salvar en nombre de la futura victoria de la revolución. Pueden prescindir de ellos, especialmente cuando sólo están acostumbrados a charlar. Curiosa coincidencia, estos grupos son generalmente los que tiemblan de indignación cuando uno se atreve a criticar la no combatividad o las debilidades del proletariado. Volveremos sobre esto un poco más adelante.

Ahora, echemos un vistazo al período que estamos viviendo hoy, y más específicamente para aligerar nuestra presentación, eventos como los del Norte y Lorena. En el momento de estos acontecimientos, como siempre, hay más o menos organizaciones en la escena política. No hablaremos naturalmente de aquellos (¡más conocidos!) que de hecho están situados en el terreno del capital y por lo tanto en contra de los trabajadores (sindicatos, PC, PS, extrema izquierda), sino de aquellos a los que los anteriores tachan de fascistas o ultraizquierdistas aunque por nuestra parte no reivindicamos ninguno de estos dos términos. Estas organizaciones, incluyendo la nuestra, han alcanzado posiciones más o menos precisas. Estas posiciones, las suyas en tanto en cuanto no sean desafiados públicamente por quienes las defienden, no caen del cielo y provienen de una cierta interpretación de la lucha del proletariado en el pasado. En lo que nos centraremos es en la actitud de algunos grupos hacia las posiciones que deberían defender. Tomemos como ejemplo la cuestión sindical.

Ataquemos inmediatamente a aquellos que, gracias a su brillante cerebro, han comprendido que los sindicatos son organizaciones contrarrevolucionarias entregadas en cuerpo y alma al capitalismo en general y al capitalismo de estado en particular. Pero que piensan que los revolucionarios deben evolucionar dentro de los sindicatos porque el proletariado está allí, mientras proclaman que los verdaderos órganos de lucha serán las organizaciones que el propio proletariado adopte por sí mismo. ¿Cómo pueden denunciar al sindicato como tal y no por sus malos líderes pueden ser tolerados un solo instante en su seno si mantienen posiciones verdaderamente antisindicales? De hecho, no hacen sino justificar la existencia de estas organizaciones militando en ellas. Una cosa o la otra: o están haciendo campaña para transformar a los sindicatos desde dentro para empujarlos a ir más allá, y no entienden lo que es la contrarrevolución, o adoptan la siguiente posición: salgan del sindicato, yo me quedaré y sacaré a los demás. Una vez más, el obrerismo triunfa. Reduciendo a la nada su actividad. No se puede ser gato y ratón a la vez, especialmente porque el gato tiende a comerse al ratón. Nuestra actitud como individuos revolucionarios, así como nuestra actitud como organización, será denunciar y atacar a los sindicatos en todas partes, incluyendo a las personas que los critican pero que realmente ayudan a mantenerlos vivos. Los sindicatos como organismos capitalistas no son una excepción a la regla del capitalismo en general. Saben cómo ceder al peligro para destruir mejor cualquier movimiento auténticamente proletario. Los que militan en los sindicatos sólo pueden ser denunciados y combatidos.

Tomemos ahora el caso de los que consideran que los sindicatos son contrarrevolucionarios, no militan en ellos pero son partidarios de algunas de sus manifestaciones, como fue el caso de Revolución Internacional el 23 de marzo en París. De hecho, esta actitud no difiere mucho de la anterior. Una vez más, ¡obrerismo obliga! Dondequiera que estén los trabajadores, van, gritando victoria, unos por principio, otros por un análisis más exhaustivo del período actual: luchas crecientes, curso hacia la revolución. No sólo debemos ir, sino que también debemos pedir a los trabajadores que se unan a la procesión sindical. ¡No y no! Ser una fracción más consciente y determinada es defender posiciones claras y precisas sin ambigüedades ni equívoco posible. Esto es algo que se demuestra en los hechos a riesgo de ir en contra de la corriente. Si conocemos la naturaleza y la forma de actuar de los sindicatos, no podemos apoyarlos de ninguna manera, aunque creamos que, forzados por una oleada de luchas, están intentando tomar el tren ya en marcha poniéndose a su cabeza. Las ideas revolucionarias, una vez más, no caen del cielo, son el fruto de la experiencia de la lucha de clases, y no vamos a pasar nuestro tiempo repitiendo estas experiencias. Sólo porque la clase en su conjunto no haya comprendido la naturaleza totalmente reaccionaria de ciertas organizaciones, no deberíamos llamar para manifestarnos tras ellas o con ellas con la esperanza de que los trabajadores las desborden. No es extasiándose frente al proletariado y tirando muchos volantes que no van más allá del nivel real de la lucha, como se participa en tanto que revolucionarios en los conflictos de clase. Así se llega, en el límite, a un solo resultado: hacer crecer las filas de la propia organización. El revolucionario no es una campana que suena cuando ya han sonado todos los despertadores.

En conclusión: los revolucionarios deben defender abiertamente las posiciones en las que creen en todo momento, independientemente del nivel de consciencia en el conjunto del proletariado y del nivel de combatividad proletaria. En cualquier caso, son las propias situaciones las que limitan esta actividad cuando reina una pasividad total entre el proletariado, no hay que autolimitarse en nombre de la crítica al activismo. Los revolucionarios deben mostrar y defender los objetivos de la clase, y saber cómo criticar a la clase cuando no actúa en su propio terreno. Es por eso que saludamos a los muchos grupos que, por diferentes motivos, que han criticado nuestro volante del 1º de mayo. Parece que estábamos insultando a la clase. ¿Pero qué clase? ¿La mezcla de gente bendecida por el capital marchando detrás de todas las organizaciones contrarrevolucionarias? Para nosotros no es la clase actuando como tal, sino la suma aritmética de gente mistificada, gente engañada, conducida a la matanza por mierdas y sinvergüenzas. Los que renuncian expresamente a luchar contra la corriente y a no decir nada a la clase obrera que no pueda entender están condenados a su propia bancarrota así sean atentistas, voluntaristas o activistas.

El objetivo final no es nada, es el movimiento que lo es todo. NO, al revés, el movimiento como tal, sin relación con el objetivo final, el movimiento como fin en sí mismo, no es nada, es el objetivo final lo que es todo.

Rosa Luxemburgo

Alarme nº5, 1979

La consciencia de clase y el papel de los revolucionarios (1981)

Con demasiada frecuencia, cuando nos expresamos, tendemos a confundir dos términos que no son de ninguna manera equivalentes, a saber, lucha de clases y consciencia de clase. En efecto, la lucha de clases existe en todo momento porque la sociedad está dividida en clases sociales. La lucha de clases, por diminuta que sea su expresión, es inherente a cualquier sistema de explotación, su consciencia de clase, aunque sólo puede existir a través de la lucha antagónica de las clases sociales de la sociedad, no aparece automática ni mecánicamente ni tampoco de manera lineal. Para abordar el problema de la consciencia de clase partiremos de dos ideas que son fundamentales para nosotros. La primera es que la existencia precede a la consciencia. La segunda, que es esencial y complementaria a la primera, la tomaremos de la (tercera) tesis de Marx sobre Feuerbach para no caer en un materialismo vulgar y mecánico.

La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado.

En resumen, lo que es esencial entender de ésto es que no existe una consciencia pura ideal que flote en el aire y que debamos tratar de alcanzar. La consciencia en general, y la consciencia de clase en particular, no son productos geniales o diabólicos del cerebro, sino la consecuencia directa de la existencia material del hombre en la sociedad. Sin embargo, y esto es extremadamente importante para no caer en un mecanicismo estéril, los propios individuos tienen un papel muy importante que desempeñar en y en relación con la consciencia de clase, una vez que los fundamentos materiales están presentes. Es decir, que el materialismo histórico, por dialéctico, no excluye, todo lo contrario, una vez que se dispone de datos objetivos, la contribución importante y decisiva del factor subjetivo.

Lo que se acaba de expresar aquí está confirmado materialmente por la historia. La consciencia de clase se manifiesta, se expresa de diferentes maneras y en diferentes grados según las clases sociales y las situaciones específicas. Esta consciencia de clase no cayó del cielo, no es el fruto de ninguna divinidad, cualquiera que sea el nombre que adopte (Dios, el Partido, la Organización, la clase obrera, inteligentzia etc.) sino el producto del antagonismo social entre dos o más clases de la sociedad. Este antagonismo es en sí mismo producto de la oposición de intereses, intereses que surgen de las condiciones materiales de la existencia. Está claro que el señorío, aunque dependiente de la nobleza, y la propia nobleza tenían intereses distintos y opuestos a los de los siervos, así como el burgués que tiene los medios de producción en la sociedad capitalista tiene intereses que van en contra del proletariado del que se beneficia. De este antagonismo surge la lucha de clases y a través de ella una cierta consciencia de clase.

Echemos un vistazo más de cerca a algunos hechos históricos. Como clase, la burguesía tenía intereses que no podían expresarse plenamente en el modo de producción feudal. Como clase, en vísperas de la revolución, la burguesía ocupó el primer lugar en la sociedad y en su cultura frente a una aristocracia en decadencia cuya dominación ya no correspondía al nivel alcanzado por las florecientes fuerzas productivas y constituía otros tantos obstáculos para el progreso social. La burguesía, unida, apoyándose en las capas más explotadas de la sociedad, arrasó el viejo régimen. El establecimiento de una nueva sociedad de explotación, intereses y consciencia de clase no podía desaparecer ya que las propias clases sociales permanecerían. La burguesía, consciente de sus propios intereses, se enfrentaba por un lado con los últimos vestigios de la sociedad feudal, con la clase que defendía estos últimos vestigios, y por otro lado con la clase social, el proletariado, que iba a tomar cada vez más importancia a medida que se desarrollaban las nuevas relaciones de producción basadas en el trabajo asalariado: el capitalismo. Sin embargo, sería absurdo creer que una vez en el poder la burguesía con B mayúscula, permanecería unida e indivisible. En efecto, las relaciones de producción establecidas por ella, que no tienen nada que ver con la constitución de una sociedad humana, sino con una sociedad basada en el beneficio, darían lugar a luchas internas, que por supuesto no tienen nada que ver con la lucha de clases. Pero lo interesante es mostrar que la unidad de la burguesía y por lo tanto su consciencia de clase reaparece cuando un área que no es parte de su clase lucha por sus propios intereses y pone en peligro su poder. Eso es lo que sucederá cada vez más claramente desde los días de febrero y después en junio de 1848, y desde la Comuna de París hasta la ola internacional de 1917-37 (de la revolución rusa a la española). El proletariado ya se ha mostrado históricamente como una fuerza independiente y, lo que es más, una fuerza internacional capaz y dispuesta a destruir el abyecto sistema de explotación del hombre por el hombre.

Lo que ya podemos decir es que el proletariado, por su propia existencia, es la crítica, la negación de estas formas de existencia y, en consecuencia, la negación de su propia existencia y la de la sociedad dividida en clases sociales. El proletariado, como clase, no tiene ninguna otra clase por debajo que explotar y, con su revolución, sólo puede establecer la comunidad humana mediante la supresión de las clases sociales. Destaquemos desde ya que, a pesar de la experiencia práctica del proletariado en la lucha, sólo minorías pueden ser conscientes de ésto dentro del capitalismo. Pero volveremos sobre esto después.

La consciencia de clase no aparece de repente y menos mecánicamente. Entre la consciencia de pertenencia a una clase y la consciencia revolucionaria que expresa clara, teórica y prácticamente la voluntad de una transformación radical de la sociedad, no puede haber una lenta evolución progresiva. Este proceso tiene lugar en saltos cualitativos y cuantitativos, mediante saltos hacia adelante pero también con saltos enormes hacia atrás (por ejemplo, la dominación casi total del capitalismo sobre el proletariado gracias a la contrarrevolución rusa y al stalinismo). La existencia material de una clase no implica en sí misma una consciencia de clase y menos aún una consciencia revolucionaria. Un gran extracto del Manifiesto Comunista lo muestra claramente:

El proletariado pasa por diferentes etapas de desarrollo. Su lucha contra la burguesía comienza con su surgimiento.

Al principio, la lucha es entablada por obreros aislados, después, por los obreros de una misma fábrica, más tarde, por los obreros del mismo oficio de la localidad contra el burgués individual que los explota directamente. No se contentan con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos instrumentos de producción: destruyen las mercancías extranjeras que les hacen competencia, rompen las máquinas, incendian las fábricas, intentan reconquistar por la fuerza la posición perdida del artesano de la Edad Media.

En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y disgregada por la competencia. Si los obreros forman masas compactas, esta acción no es todavía consecuencia de su propia unión, sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines políticos debe -y por ahora aún puede- poner en movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir, contra los restos de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico se concentra, de esta suerte, en manos de la burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria de la burguesía.

Por lo tanto, la lucha de clases no expresa por sí misma una consciencia de clase revolucionaria. La historia sólo muestra que es en la lucha donde el proletariado puede constituirse como una clase independiente, una clase revolucionaria, y que es a través de ella que se desarrolla la consciencia de clase. Por lo tanto, es necesario distinguir a toda la clase y a las minorías que se han apropiado de la historia de la lucha de clases y que tienen una consciencia más o menos clara del objetivo histórico a alcanzar (estas minorías pueden provenir de la propia clase durante la lucha y/o de personas sociológicamente ajenas a la clase obrera pero que han tomado partido por lo que históricamente está llamada a ser).

El proletariado en su práctica casi siempre tiende a ir más allá de su consciencia de esta práctica, pero nunca es el conjunto de la clase la que aprende y saca lecciones de la lucha de clases pasada o presente. Es en este sentido, que Lenin dijo que el proletariado, con sus meras luchas defensivas, sólo podía acceder a una consciencia tradeunionista y concluyó que no había práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria, es decir, sin vanguardia organizada. Pero esta concepción y el conjunto de la teoría asociada a ella en relación con la 11 organización (saber revolucionario) es cuando menos errónea pues descuida totalmente el aspecto dialéctico de la cuestión, aunque sus defensores la reivindiquen. En efecto, si bien es cierto que sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria, no es menos cierto que no hay teoría revolucionaria sin práctica revolucionaria. La teoría no surge de la nada, no es el producto exclusivo de un cerebro brillante y emancipador. ¿No rectificó Marx su posición sobre el Estado después de la experiencia práctica de la comuna de París? ¿No cambiaron los bolcheviques su posición en los consejos obreros después de la experiencia práctica de 1905 en Rusia?

Criticar, rechazar, combatir, esta concepción de la organización y por lo tanto la teoría de que la consciencia revolucionaria sólo puede venir de fuera de la clase, no significa que caigamos en la absurda creencia mítica de un proletariado que se vuelve... espontáneamente revolucionario. A menos que se incluya en esta espontaneidad la práctica de los elementos más determinados de la lucha proletaria por la desaparición de las clases sociales. Pero en esta hipótesis Lenin Bordiga o cualquier otro líder burocrático bestial son parte de esta espontaneidad porque a menos que se crea en milagros y en la comunión solemne, ningún movimiento social aparece sin la determinación más o menos consciente de una de sus partes, por pequeña y antidirigista que sea. En consecuencia, los revolucionarios organizados no están ni más allá del proletariado ni por debajo de él, sino que forman parte de él tanto como cualquier comité de fábrica que sea revolucionario. Su intervención como parte de la lucha de clases debe ser, por lo tanto, total en todos los niveles (organizativo, político y social) y tanto mejor si el movimiento social supera sus propias concepciones en el curso de la lucha. Lamentablemente, aún no hemos llegado a ese punto. Por eso los argumentos del tipo...

no merece la pena avanzar reivindicaciones para atacar al capitalismo, le corresponde a la clase hacerlo, ya lo hace por sí misma, no hay necesidad de contribuir a la organización del proletariado, es al proletariado al que le corresponde hacerlo, ya lo ha demostrado

...son de una total inconsecuencia. Porque en nombre de un democratismo a toda costa, esta argumentación resulta tan antidialéctica y en cualquier caso muchas veces más inoperante (para bien o para mal, no importa aquí) que la posición del Partido o de la Organización infalible que se otorga la exclusiva posesión de la consciencia de clase que ofrecerá generosamente al pequeño proletariado pobre e inculto.

No es la aceptación de los términos Partido u Organización lo que cambiará la naturaleza de lo que es, si en la práctica, a pesar de la propaganda de principio, confiamos en lo que falsamente se llama espontaneidad. Si afirmamos que los revolucionarios son una parte más consciente y decidida del conjunto del proletariado, debemos afirmar que son parte de la espontaneidad de clase. De lo contrario nos situaríamos, queramos o no, como elementos ajenos al movimiento histórico de la clase.

Alarme nº11, 1981

Por la organización de clase (1985)

Entre la clara consciencia de la necesidad de derribar más milenios de explotación a través de la destrucción del capital y el trabajo asalariado y las luchas actuales, generalmente empantanadas en un aspecto puramente defensivo (y éso cuando hay lucha), existe una brecha que puede y debe ser superada. Pero superarlo ahora presupone, en primer lugar, que aquellos que aspiran al comunismo, una sociedad sin clases, tienen un mejor enfoque de la situación real de la lucha de clases y una comprensión más clara de su propio papel para influir en esta situación.

¡No tenemos divisorias, no las queremos y no las tendremos! Pero es necesario notar la diferencia, por no decir el abismo, que separa a un proletario revolucionario de un proletario sumiso, un proletario que aspira a la unidad de clase de un proletario tan egoísta y miserable como la sociedad que lo oprime y explota. Esta diferencia no la hacemos gratuitamente, es el sistema basado en el trabajo alienado el que nos la impone y la mantiene por la fuerza de su poder y su dictadura de clase ya sea con una salsa democrática o totalitaria. La falta de una perspectiva clara en el mundo explotado y por el mundo explotado amplía o restringe según los períodos y las situaciones, la brecha entre las posibilidades objetivas que sólo las minorías comunistas hacen suyas en un primer momento, y el elemento subjetivo de toda la clase cuyos miembros actúan dentro del marco estrecho y mezquino del sistema que los explota sin darse cuenta. Toda las tergiversaciones silogísticas, mecanicistas, dialécticas, etc... queriendo eludir o negar esta realidad porque al hacerlo pondría en cuestión el conjunto de una praxis (teoría y práctica), nos impiden tomar el toro por los cuernos y transformar la realidad misma. Pero esta realidad la queremos y la podemos transformar ahora. No todo el mundo lo ve de esta manera, incluso entre aquellos que no tienen ningún interés en este sistema social más que para preservar sus propias cadenas. Magro interés éste sin embargo. Desde el famoso manifiesto (que proclamaba los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas, tienen en cambio un mundo que ganar), el mismo sistema de explotación domina el planeta a pesar de que las condiciones materiales para su transformación revolucionaria están archipresentes.

Si la clase proletaria en su conjunto, impulsada por sus condiciones de vida, fuera revolucionaria en todo momento, o al menos linealmente mecánica en relación con la determinación relativa o absoluta de sus condiciones de vida, habría pasado mucho tiempo ya desde el triunfo de la revolución social. El problema de la organización permanente de los proletarios revolucionarios ni siquiera se plantearía ya que toda la clase explotada constituiría inmediatamente una fuerza suficientemente poderosa y consciente para derrocar el orden existente. No es así, ya que todo el mundo puede ver que seguimos viviendo bajo el régimen de explotación capitalista y, además, en su forma decadente, es decir, antihistórica. A este respecto, es necesario aclarar la definición y el uso del término histórico. Con este término no queremos decir, como el stalinismo y sus ramificaciones de todo tipo (maoístas, trotskistas, etc.), una línea recta que comprende varias etapas por las que todas las sociedades que viven en la corteza terrestre (y por qué no, en el universo) deben pasar inevitablemente para poder plantear y sobre todo resolver el problema de las contradicciones internas y externas de las sociedades basadas en la explotación de los demás.

Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente rezagados -que lo es realmenteestá en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie de etapas intermedias. Los salvajes pasan de la flecha al fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa en el pasado esas dos armas.

León Trotski, Historia de la Revolución Rusa, capítulo uno

Lo que entendemos por históricas son las condiciones generales que existen sobre el terreno, independientemente de los particularismos de un sector u otro del mundo, promoviendo la realización colectiva e individual de la especie humana.

El capitalismo es ahora antihistórico porque, independientemente de su voluntad, ha desarrollado las condiciones óptimas a nivel mundial para su propia superación mediante la revolución. En otras palabras: todas las condiciones materiales están presentes para poder afirmar e imponer en la práctica el comunismo, la sociedad sin clases.

Continuemos ahora después de esta necesaria aclaración.

El proletariado, por su lugar en las relaciones de producción en una determinada etapa de la evolución histórica, es la única clase históricamente revolucionaria. Siendo subversiva históricamente, no puede ser subversiva ni en su conjunto ni mecánicamente. Otros factores activos (objetivos y sobre todo subjetivos) intervienen para impedir que actúe como debería en tanto que clase explotada que puede apropiarse de los enormes medios materiales que promoverían su emancipación y la de la humanidad. El fracaso del comienzo de la revolución mundial en Rusia y su transformación en contrarrevolución nos lo probó y desgraciadamente lo prueba todavía. Que muchas generaciones de proletarios creyeran en la patria del socialismo permitió la segunda carnicería mundial no sin la ayuda de los supuestos opositores, principalmente trotskistas, quienes traicionaron los principios mismos del derrotismo revolucionario y el internacionalismo proletario. En el momento en que estalló la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, ¿quién puede negar la enorme diferencia entre el conjunto de la clase y las minorías (demasiado minoritarias) que fueron capaces de mantener posiciones clasistas y revolucionarias? Nadie a menos que distorsione la realidad hasta el punto de hacerla coincidir con sus propios deseos! Pero este optimismo de espejismo no tiene nada que ver con el necesario análisis de la situación. Ni llorar, ni reír sino comprender y actuar en consecuencia nos ayudará.

Todo esto para afirmar que la asociación práctica y permanente de las minorías comunistas levantándose contra las barreras de fábrica, sectoriales, regionales, nacionales o continentales, es una necesidad inducida no sólo por la voluntad y el espíritu de los revolucionarios sino también (hay una relación dialéctica) por la lucha de clases, cualquiera que sea el nivel en que se encuentre. La constitución del proletariado en clase revolucionaria no puede dejarse tan solo a la espontaneidad histórica sin traicionar a la propia clase y a la espontaneidad de la que somos parte. Pues de hecho, todo revolucionario, todo comunista, independientemente de su origen sociológico individual, es parte integrante de de la única clase subversiva ascendente hoy en día y debe contribuir *casi siempre contracorriente a la unidad de clase contra el viejo mundo. En este sentido reafirmamos, con el Manifiesto comunista de 1847, que la constitución del proletariado en clase supone su constitución en partido (en el sentido amplio del término).

Lo que también significa para nosotros que ningún grupo, organización o partido puede pretender representar a este futuro partido, es decir, la constitución del proletariado en clase, a menos que sea estúpido o incluso peligroso. La modestia nunca ha matado a nadie, más bien al contrario, no se ha de buscar en esta afirmación un parentesco con el cretinismo democrático. No somos tontos ni demócratas, somos comunistas sin pretender ser los únicos, aunque estamos convencidos de nuestra razón, nuestras ideas, nuestra base programática y nuestra acción.

El comienzo de una revolución proletaria internacional en Rusia fracasó y se convirtió en una contrarrevolución global (véase Partido-Estado, stalinismo, Revolución de G. Munis). Aunque todas las condiciones objetivas están presentes para la realización del comunismo, la guerra no ha cesado en el mundo desde la segunda carnicería imperialista, un tercio del planeta se está muriendo de hambre y la lucha por el lugar de trabajo alienante que proporciona lo suficiente para reconstituir la fuerza de trabajo a expensas de las necesidades de otros proletarios persiste a pesar de algunas sacudidas episódicas y luchas masivas, como en Polonia, aunque sin orientación comunista, unidad ni solidaridad reales en la mayoría de los casos. Por lo tanto, hay una enorme brecha o retraso entre la posibilidad material de realizar el comunismo y el nivel de consciencia de clase (aspecto subjetivo); es en este sentido que retomamos la frase de Trotski: La crisis de la humanidad es una crisis de dirección revolucionaria, esta última, diezmada por la contrarrevolución stalinista con la asistencia de la IVª Internacional, nacida muerta desde el punto de vista comunista, a pesar de que una actitud internacionalista por su parte durante la guerra imperialista podría haberla convertido en un fuerte y poderoso polo de atracción comunista, capaz de desafiar todas las falsas ideas sobre las que se basaba su constitución. El término dirección puede escandalizar, pero sin embargo se inserta en lo que comúnmente se llama espontaneidad de clase: los elementos más combativos y más decididos, aunque hasta entonces no estuvieran organizados. Cualquier acción comienza necesariamente de una determinación individual o colectiva reducida antes de abarcar al conjunto de la clase. Es necesaria la práctica a todos los niveles (organizativo, político, social) de los elementos ya organizados a favor de la sociedad humana sin clases. Éstos no pueden bajo ningún pretexto autolimitar su acción. ¡El presente ya nos limita bastante! Toca a la clase ésto, la clase sabe por sí misma aquello etc. no más que subterfugios que favorecen la inacción donde precisamente la acción revolucionaria es indispensable. Sobre todo cuando la reacción se organiza y de qué manera (sindicatos, comités de empresa, asambleas prefabricadas, etc. No basta con aceptar la organización de los revolucionarios, que ciertamente puede permitir discusiones fructíferas y la publicación regular de una revista teórica y de una revista propaganda, sino que también es necesario que ésta no espere felizmente la espontaneidad de la post-crisis; se deben presentar propuestas concretas que puedan promover la unidad de clase atacando la base sobre la que se basa el capital (extracción de plusvalía): no a la economía nacional, menos trabajo y más paga, no a los despidos, contratación masiva de desempleados, no al cronometraje, no a la jerarquización de nuestra clase, atacan de lleno la acumulación de capital con miras a su abolición tomando el poder político del proletariado. ¿En nombre de qué principio no deberíamos defenderlos con uñas y dientes contra toda la escoria de la tierra de nuestras empresas? Además, estas instrucciones no implican ninguna mejora en el marco del sistema que nos explota, sino que tienden a la construcción dinámica de una unidad de clase lo suficientemente fuerte como para hacer que las cerraduras que sujetan nuestras cadenas se rompan irremediablemente. Si no hay necesidad de colocarse deliberadamente por encima de la clase proletaria considerándola sólo como una masa maleable, ¿por qué habría que ubicarse debajo de ella? ¡No! Somos proletarios. Somos proletarios revolucionarios y actuamos como tales, al menos eso es lo que decimos hacer. No hay voluntarismo ni activismo excesivo en nada de ésto: sólo estamos planteando problemas importantes que pueden ser resueltos dentro y por el movimiento comunista.

Nuestras posiciones y la práctica que nos proponemos no caen del cielo, es necesario comprender lo que ha sucedido desde 1914 para comprender la abyecta situación actual de modo que evitemos las trampas en que cayeron los revolucionarios del pasado (cuando no las han propiciado directamente por falta de experiencia o de distancia de los acontecimientos). El movimiento de subversión del orden establecido no comienza con nosotros. Somos el producto histórico de la lucha de clases y de los avances teóricos que ha facilitado. Los jalones de la derrota deben ser promesas de victoria. Contribuimos y contribuiremos con todas nuestras fuerzas a esta victoria, aunque sólo sea porque rechazamos este mundo inicuo y criminal. Con esto en mente, los que constituyeron nuestra organización han escrito, entre otras cosas, Pro segundo manifiesto comunista, un pequeño folleto que parte de una revisión del pasado revolucionario de nuestra clase y propone una orientación y una alternativa para ayudar a transformar radicalmente el presente.

Es preciso romper tajantemente con tácticas e ideas muertas, decir a la clase obrera sin reticencias toda la verdad, rectificar sin duelo cuanto obstaculice el renacer de la revolución, proceda de Lenin, Trotzky o Marx mismo, adoptar un programa de reivindicaciones en consonancia con las máximas posibilidades de la técnica y la cultura moderna puestas al servicio de la humanidad.

Pro Segundo manifiesto comunista, 1961

Alarme nº27, 1985


  1. Ejemplo reciente de vacuidad es el libro Marxisme et conscience de classe (Collection 10-18, París 1975). Más de 400 páginas andándose por las ramas, sin entrar en el meollo del sujeto enunciado en el título, ni definir siquiera lo que ha de entenderse por consciencia de clase. El autor, Henri Weber, la confina en el Partido, y el Partido lo da por prefigurado en su Liga Comunista, que no pierde oportunidad de arrodillarse ante el stalinismo. Con señalar que Weber ve en el programa francés un signo de concesión stalino-socialista al proletariado, queda evidenciada la calidad no revolucionaria de su consciencia.