La Perestroika y la implosión de la URSS stalinista

En Rusia, segunda desestalinización stalinista (1987)

El cadáver de Stalin apesga como montaña plúmbea sobre sus descendientes directos, sobre todos y cada uno de los componentes de la casta esquilmadora, sin perder de vista sus émulos y secuaces, los que gobiernan en otros países sobre todo. La razón de ello es simplicísima porque Stalin está vivo y, -sin retruécano- seguiría estándolo en cuanto hay y acontece de oficial en los vastos dominios oteados desde las torres del Kremlin. Nada nuevo en la faramalla gesticulante del lucio secretario general de todas las Rusias. Ya Stalin en persona organizó espectáculos como el que ahora escenifica Gorvachev. Entre otras, el de la constitución de 1936, que culminó en el exterminio de los bolcheviques de 1917 mismo que dio sus características definitivas al sistema. Más audaz que Gorvachev fue Jrutchev siquiera de labia señalando la bestialidad de Stalin, y por ciertas medidas. Como Gorvachev hoy y el fundador antes, Jrutchev hizo críticas a la burocracia de manera imprecisa reconoció «imperfecciones» a corregir sin precisarlas, corrupción de funcionarios sin precisiones, escasa productividad del trabajo, sin precisiones, mala calidad de los productos y penuria de abastos, siempre sin precisiones. Prometió libertad, mejoría de todos los dominios y el oro y el moro hacia 1980. Apenas doblada esa fecha, he aquí una nueva escenificación con iguales críticas, las mismas imprecisiones, la misma autosatisfacción respecto a sistema y gobierno, y promesas no menos engañosas de próxima abundancia, libertad, fruición general. Siempre con un estilo estoposo, enteramente hueco (lengua de palo, dicen en Francia), que rezuma la superchería.

La recurrencia de esas situaciones y la bullanga publicitaria que se les imprime trae a la mente un antiquísimo ceremonial: ¡El rey ha muerto; viva el rey! La similitud con lo que sucede en Rusia es aún más de fondo que formal: ¡El secretario general ha muerto; viva el secretario general! El buen gobierno y la salud los imparte un individuo secretado por una institución inamovible, férrea, monarquía o partido. El sujeto secretado dice por revelación, lo que es error y lo que es acierto, señala el mal y el bien, más, a recaudo siempre de oposición lo que hay que hacer. El buen pueblo no tiene más que aplaudir, ejecutar disciplinadamente lo que se le manda y admirar tan sabia dirección así como el nuevo rey despertaba esperanzas, el nuevo secretario general causa expectación, inclusive algunas ilusiones pese a que él se limita a recalentar el viejo «plato picante» de Stalin (Lenin dixit) antes reservido por Jrutchev. No debiera hacer falta decir que sólo una multitud humana sojuzgada, explotada, humillada, asqueada de sus gobernantes puede ver con beneplácito la llegada de un nuevo amo , secretario general o rey. En este caso, la interminable represión, la miseria, el constante lavado cerebral que padece la gran masa obrera, basta para explicar que cualquier palabreo de tartufo a la Gorbachev encuentre acogida. Lo mismo explica el alcoholismo.

Tanto el flamante secretario como los pasados, se presentan como remediadores de un mal que dimana del conjunto del Partido-Estado, de la totalidad de la nomenklatura, y de ellos en lo personal, por parte enpingorotada de la misma. El mal no puede curarlo aquello que lo origina y agrava. La incompetencia y la venalidad de la jerarquía en completo, inclusive entre los intelectuales, no es de ahora. Victor Serge la denunciaba en su libro «El asunto Tulaev» (1936). Antes que él, Rakovsky, en un artículo escrito en Siberia poco antes de ser asesinado por Stalin, señalaba que el partido ruso había dejado de atraer a los obreros para convertirse en covacha de trepadores venales. Por añadidura, hay el atraso técnico, la poca productividad, la desgana en el trabajo del proletariado; todo aquello, en suma, que Gorbachev quisiera atenuar al menos. Pregúntese quién lo necesita; ¿cómo es que ha podido producirse, ¡y durante medio siglo largo!, en un país dicho socialista? Allí donde todo debiera marchar mucho mejor y con libertad incomparablemente mayor que en los países democráticos-capitalistas, resulta que es al contrario. No hay enigmas. Las lacras señaladas, y otras, representan afectos y defectos característicos e inseparables del capitalismo en una u otra proporción; lo único singular en Rusia es su enormidad. Con sólo eso, la verdad se hace incontrovertible: la economía rusa es capitalista de punta a cabo y la nomenklatura que la explota es el anti-socialismo por su función , por sus más profundos intereses, por su mentalidad y por sus orígenes también.

En efecto, es la casta que ahogó la revolución de 1917 en un mar de sangre, la sangre de los hombres que la dirigieron y de millones más que la hicieron; la que ha mantenido desde entonces un feroz terrorismo policíaco; que se ha amamantado y formado psicológicamente en la explotación estatal y en la falsificación de ideas -más de la historia- en Rusia y en escala mundial; en una palabra, es la casta y el sistema de la contrarrevolución. Gorbachov no habría conseguido en modo alguno ser lo que es, si no se hubiese arrastrado a los pies de esa casta y prestándole inmundos servicios, hasta trepar a sus altas esferas. En lo personal, él procede, sabido es, de la policía o KGB, a saber, del sector del Partido-Estado que constituye el principal instrumento de gobierno, su núcleo preponderante y el más temido, el epicentro de la contrarrevolución por excelencia. Declarando que el KGB está exento de corrupción, le rinde pleitesía, hace inequívoco acto de gran jefe policíaco y sobre todo tranquiliza a la nomenklatura, la ávida casta burocrática cuya buena digestión depende del mismo KGB.

Por todo ello se trata para Gorbachev, como ayer para Jrutchev, de una tentativa de menguar la hostilidad del proletariado, de la población en general, con miras a facilitar la explotación del trabajo asalariado y mejorar los negocios del capitalismo estatal-policíaco. Eso es el stalinismo, no el sujeto durante cuyo reino se instauró. Por ello, todas y cada una de sus creaciones y de sus viradas llevan la marca indeleble del stalinismo. La llevan inclusive sus disidentes. En efecto, ninguno de ellos ha sido capaz de denunciarlo como capitalista, ni a sus gobernantes como estafadores políticos diciéndose socialistas. Gobernantes y disidentes a una, incluso Soljenitzin, exhiben su patriotismo, sentimiento despreciable, antípoda del ser socialista, gobierno o individuo. Véase a Sajarov, tan maltratado en Rusia y tan ensalzado en Occidente, aplaudiendo al juego burdo de Gorbachev y el Foro de Moscú sobre desarme y paz.

El problema grave, el atolladero en que se encuentra el Partido-Estado, del que dimanan los múltiples problemas particulares, inclusive las borracheras y el robo generalizados es el odio reprimido que respecto de él siente el proletariado, y con él la mayoría de la población. Cincuentitantos años de contrarrevolución stalinista han suscitado un desprecio y una resistencia pasiva tales que nada marcha allí bien, excepto, quizás, las privilegiadas industrias de guerra. La resistencia pasiva podría transformarse bruscamente en rebelión. Añádase la situación internacional, en peoría continua para Rusia, no debido a la amenaza de guerra, sino porque su antiguo prestigio -USURPADO- ha ido convirtiéndose en desprestigio a medida que se conoce la realidad social interior, y que se han hecho patentes sus andanzas exteriores imperialistas.

El círculo máximo de la casta burocrática tenía que hacer algo procurando salir del atolladero. Las muertes sucesivas de tres secretarios generales y la relativa juventud de Gorbachev eran ocasión pintiparada. Pero, quienquiera proceda del Partido-Estado, poco o nada podrá hacer más allá del paripé publicitario que siempre ha constituido el mascarón de la estafa ideológica gobernante. Será la segunda destalinización stalinista, enderezada a revigorizar el sistema. Lo desvelan quiéranlo que no el XXVlI Congreso y el dictador general en persona: «Nuestra política internacional está determinada por nuestra política interior» -dicen gedeónicamente uno y otro-. La trampa la descubren ellos mismos hablando de reestructuración técnica, lo mismo que está en curso en cualquier país occidental. Tampoco difieren los procedimientos: «...supervisar la medida del trabajo y del consumo, establecer una dependencia más rigurosa del salario respecto de la productividad del trabajo y de sus indicadores de calidad»1. Ya lo dijo, entre otros muchos, un tal Franco a huelguistas españoles: «Queréis ganar más, producid más». Uno para vosotros; diez para nosotros, es la supervisión del XXVII Congreso y ley capitalista universal. Reconocimiento explícito de ello, en la página 144 del librejo citado. Es un guiño de compinche al otro Bloque: «la dialéctica real del desarrollo contemporáneo reside en la conjugación de la emulación del enfrentamiento histórico de dos sistemas y de la creciente tendencia hacia la interdependencia los Estados de la comunidad mundial». Interdependencia de capitalismo y socialismo: la desfachatez de la casta dictatorial alcanza ahí el súmmum. La anti-explotación excluye a todas luces su contrario, la explotación; en ningún caso y para nada puede ser interdependiente de ésta, ni lo inverso.

Si la función económica rusa fuese socialista su política exterior estaría vuelta hacia la revolución proletaria, nunca hacia los Estados. Para extenderse y triunfar, necesitaría, no armamentos ni Afganistanes, sino abrir de par en par sus fronteras a fin de que los explotados occidentales fuesen a cerciorarse de lo bien que viven sus colegas rusos y de que éstos viniesen a ver con sus propios ojos la situación material y política del proletariado en Occidente. El socialismo resplandecería y su superioridad enorme lo haría invencible. Pero esa es una transparencia temible para el Partido-Estado.

Muy otra es la realidad. Una vez destruida la revolución el capital concentrado en el Estado permitió llevar la explotación del hombre por el hombre, no sin latigazos, crímenes y saqueo de otros países hasta el crecimiento económico actual. Cualquiera sea, Rusia llega a la carrera del desarrollo capitalista con un retraso tan grande como negativo, cuando el sistema entero se encuentra ya en decadencia, y su crecimiento industrial se revuelve contra el desarrollo, es socialmente perjudicial, teratológico. Tanto y peor que a cualquier otro capitalismo (desde el menos al más industrializado) se le impone, por imperativo de su propio rotar en acumulación ampliada, utilizar técnica y ciencia para intensificar la explotación y la dominación de las masas trabajadoras. Exactamente lo opuesto haría, desde sus inicios, una economía socialista. Por más «faz humana» que intente adoptar el Partido-Estado, -y no pasará de zurdo remedo- el sistema ruso es parte del capitalismo mundial, y parte indisolublemente atada a su decadencia.

Añadiendo Gorbachev su propia falsía a la de sus antecesores y semejantes -herencia obligada- se ha permitido hablar de «un nuevo hálito de la revolución». Se trata en verdad de conjurarlo de un exorcismo, de un vade retro, Satanás, del nuevo Papa de todas las Rusias, pues sabe bien que cuando se produzca será una insurrección generalizada que pulverizará todas las instituciones existentes.

¡Abajo el Partido-Estado! ¡Viva la revolución comunista rusa y mundial!

La Gorbachada en tecnología y transparencia (análisis de la «Perestroika», 1988)

De seguro que rostros «humanos» están están ya preparados para una vasta maniobra de diversión a la Khruchev, pues la rebelión podría estallar en cualquier instante. Partido-Estado, stalinismo, revolución. (1974)

No es la primera vez que altos jerarcas de la falsamente llamada Unión Soviética, hablan de nuevas implantaciones técnicas. Pero ahora su rezago en tal aspecto es del dominio general, peligroso por varios conceptos, y la intención de colmarlo, mucho más cacareada, constituye una de las diversas bribias sembradas a voleo por Gorbatchev bajo el lema, transparencia. Se revelará éste de imposible realización porque, al revés de lo que en sí dice, es pregonado para mejor ocultar la cruda realidad.

Opacidad hay ya, en efecto, y aún tiniebla, en el hecho enorme de que a estas alturas tenga que hablarse, allí igual que en cualquier país atrasado, de modernización instrumental. Se comprende a la primera reflexión que si la economía rusa fuese socialista, su técnica ocuparía, de muy largo, la delantera mundial. Porque el principal y más fecundo factor técnico del socialismo es una relación entre el trabajador y el utillaje, entre los productores y los productos, entre la sociedad entera y la tecnología, que facilitan y requieren al máximo sus innumerables aplicaciones prácticas, más el saber científico que las determina y guía. Pregúntese pues quienquiera: ¿Cómo diablos ocurre que 70 años después del gran Octubre de 1917, casi la totalidad de la población viva en la penuria, cuando no en la privación, bastante peor y con menos libertad que en los países occidentales reconocidamente capitalistas? La razón más general de tal fiasco es que la economía rusa guarda, arreciada, la relación entre fuerza de trabajo e instrumentos de trabajo característica de la explotación, tratándose, por consecuencia, de vulgar capitalismo, al contrario de lo que propala.

Ese es el fondo estructural de la explicación, pero no da cuenta cabal de la realidad cotidiana en Rusia. Otro factor inmediato, político e importantísimo, ha hecho que la técnica no haya acarreado en sus parajes efectos semejantes a los de otros capitalismos. Es que el capitalismo estatal ha sido coactivamente impuesto allí, a contrasentido del curso comunista inscrito en, y determinado por la revolución de 1917. No se trata de un capitalismo que haya proseguido su crecimiento como cualquier otro, es decir, sin solución de continuidad. Hubo una ruptura tajante, y tan radical que su único sentido era entrar en la estructuración social comunista. Aniquilando ese impulso a sangre y fuego, la contrarrevolución introdujo una distorsión enorme y destructiva en todos los aspectos; trabó y pervirtió inclusive las relaciones sociales de la explotación, y de la cultura de su propio capitalismo de Estado, diametralmente opuestas a la marcha hacia el comunismo. Si durante tantísimos decenios la economía rusa se ha mostrado incapaz de igualar tecnológicamente a sus semejantes occidentales, la principal razón de ello se encuentra en el exterminio y la calumnia de los revolucionarios de 1917, en la bárbara represión de millones y millones de hombres incompatibles con el reaccionario camino atrás; se encuentra también, y no secundariamente, en la inmunda falsedad de decirse socialista siendo lo contrario2. A partir de entonces, el mérito más relevante y el mejor pagado, fue el servilismo hacia el poder. Una contrahechura social tan monstruosa tenía que causar efectos devastadores, no sólo en la economía rusa, ni limitados a eso. Todavía duran.

Prueba contundente de su presencia nos la ofrece la faramalla de la «reestructuración» tecnológico- administrativa, la «transparencia» y otros camelos de la gorbatchíada. El capitalismo es siempre, por su propia trama y circulación social, un obstáculo a la máxima renovación técnica posible en cada instante. Acogiéndose a él, la contrarrevolución añadía a ese obstáculo congénito al sistema, los creados por su propia actividad destructora, también congénitos a ella, y de ella inseparables mientras siga en pie. He ahí la causa de que su capitalismo se haya revelado de eficacia tecnológica tan endeble relativamente a otros. Lo mismo explica que de cuando en cuando sus prohombres hagan alardes de charloteo en busca de mayor eficacia. De todos modos, nada, absolutamente nada lo pondrá en condiciones de sobrepasar la mezquindad y la bestialidad de su contrarrevolución.

No hay disquisición en recordar que los líderes chinos -pura escuela moscovita- declararon hace tiempo a visitantes occidentales que se equiparían con armas atómicas aunque la población tuviese que ir descalza. Tenemos ahí una definición involuntaria, siquiera incompleta, de la perversidad de las aplicaciones tecnológicas en el mundo actual, si bien el grado de desnudez de las masas varía de país a país. La verdad entera respecto de la tecnología es muchísimo peor. Verlo en toda su amplitud e interpretarlo, requiere huir de una señalización detallada de sus aplicaciones concretas y focalizar la atención en sus impulsos determinantes. De ellos derivan todas las consecuencias sociales, inclusive la pugna concurrencial y militar. Así pues, precísase verlo panorámicamente, en cuanto función de producción y reproducción del tipo de civilización existente. Imposible descubrir otra clave interpretativa. Además, cifras verídicas al respecto son inalcanzables, no ya por nosotros, revolucionarios a seco de finanzas, sino también por los grandes centros estadísticos del capital. Pero sí es factible calibrar de cerca el trajín económico de la sociedad actual y de cada una de sus partes alícuotas, las condiciones y los adyacentes de cualquier innovación técnica.

Aislando imaginativamente un ciclo cualquiera de producción mundial, lo primero a señalar es que su valor redondo, incluyendo el representado por la riqueza inmueble, (acumulación anterior) cantidades tan ingentes que resultan imprecisables, es propiedad de las capas privilegiadas de la sociedad. La proporción de éstas en el conjunto es, con seguridad, inferior al 15% de la población total del Planeta, unos 5.000 millones de personas contando largo. Que tal propiedad sea de grandes compañías, del Estado o individual no hace al caso. Una vez cumplido el ciclo de producción, el valor mercantil, o sea dinerario de todo lo producido, pertenece a ese 15% de poseyentes, como quiera les corresponda entre ellos.

Del total hay que restar el monto de los salarios pagados a la población que efectúa la producción general, monto que se encuentra contenido en las mercancías resultantes del trabajo. Habida cuenta del rendimiento moderno eso no representa, inclusive deduciendo la parte de amortización del utillaje, también contenida en el producto, más de un 20% de la cifra global. La otra parte, o sea el 80%. son productos de nueva creación, propiedad exclusiva de la capa social dirigente que dispone de ella como le da la gana. Antes de pasar adelante, precísese: el 85% de la población, la que ha hecho directa, o indirectamente el esfuerzo recibe alrededor de un 20% de lo creado por ella misma; en cambio, el 15% de jerarcas arrampla con el 80%, o sea, con su valor mercantil, siempre con la mira puesta en la continuidad de su imperio económico-político sobre toda la redondez terrestre, lo que no niega sino que engendra su partición en zonas nacionales rivales o conchabados. Tan colosal, tan ingente riqueza es aniquilada en su mayor parte, se volatiliza, sin otra utilización que apretar las amarras del capital sobre la sociedad. Y no importa cual de los sectores prepondere.

Una parte nada exigua del 80% dicho, es despilfarrada en gastos suntuosos o atesorada por el 15% de privilegiados, desde los más modestos hasta los más encumbrados. En segundo lugar vienen los gastos de policía y sobre todo los militares, industrias bélicas y compra de armas incluidas, cantidades en aumento incesante; a continuación los gastos de administración y fisga de los incontables sectores particulares en el proceso general de la producción, en crecimiento acelerado (es lo que infla el llamado sector terciario); después, los gastos escolares -todas las categorías comprendidas- y los de sanidad, si bien una parte indiscernible de ellos, representando trabajos correlativos a la producción necesaria, se encuentra incluida en el 20% que reproduce la fuerza de trabajo utilizada en el ciclo entero. En fin, y pasando por alto segmentos menos visibles, el remanente, de importancia varía según los ciclos, arroja la acumulación ampliada del capital, o riqueza agrandada un ciclo tras otro.

Esta es la que alimenta todas las inversiones nuevas, y, con ella y para ella, las investigaciones científicas y las aplicaciones tecnológicas subsecuentes.

Menester es afinar aún el examen. De todas las porciones en que se desgaja el 80% de la producción, la absorbida por el consumo fastuoso o individualmente atesorada por los privilegiados, con ser copiosísima, queda en cuantía muy por debajo de cualquier otra, en particular de la que devora lo militar. En cambio, es la parte determinante y decisiva en todos los dominios, inclusive en los de enseñanza elemental, la sanidad y en la científica. Por y para ella funciona el sistema de cabo a rabo. Quienes disfrutan de la dicha primera porción constituyen el elemento subjetivo del mecanismo económico mundial, son los impostores del orden y de la patria en cada coto nacional, el cuajo antropomórfico de la civilización capitalista. Nada, absolutamente nada de oficial o de semi-oficial se hace en ella que no responda a la conveniencia actual y a la afirmación futura de su sistema. En suma, su conveniencia de clase, o de capa social explotadora. Dicho de modo más restricto y directo, cualquier aplicación tecnológica, desde la más sencilla hasta la más perfeccionada, ha de servir para agrandar la parte de los privilegiados y restringir la de los trabajadores: todavía más del 80% para los primeros, y menos del 20% para los segundos. Referido a las cifras humanas correlativas, la modernización tecnológica da a los 750 millones de jerarcas, parte mayor del 80% de la producción, y parte menor del 20% a los 4.250 millones de habitantes de la Tierra3. Y la tendencia divergente continuará en medida proporcional a los perfeccionamientos técnicos. De no ser así, ninguna innovación la aplica ningún capitalismo, es de cajón. Tanto, que las existentes en cada momento funcionan con calculada, planificada cortapisa. Otro resultado por completo negativo de la tecnología al servicio del sistema, es el paro obrero.

El añade, al empobrecimiento relativo de quienes trabajan, un empobrecimiento absoluto de los sintrabajo de toda clase, pues la propia técnica va aumentándolo, sin hablar ahora de la regimentación semi-militar de todas las actividades, cuyo modelo está en el Japón. Ha sido este país del Lejano Oriente el que, poniendo en todos los continentes un diluvio de mercancías, de buena calidad y más baratas a pesar del larguísimo transporte, ha desencadenado la carrera a la competitividad en que todavía se encuentran embargados los occidentales, y que ahora Gorbatchev quiere remendar en Rusia.

Ni Gorbatchev ni nadie de los de su bordo podrá escapar a los imperativos del sistema mundial en que Rusia se ha incrustado Los jerarcas del partido dictador han pretendido siempre que en sus dominios el paro obrero está ausente. Franco pretendía otro tanto para España, porque también disimulaba. Franco lo hacía por «caridad cristiana», los dictadores rusos, por exigencias de su inveterada falacia. Pero, han llegado a tal punto de degradación mental, que ni siquiera se dan cuenta de que su propia expresión les inflige un rotundo mentís. En efecto, el único, pero insoslayable requisito para que no haya ni pueda haber paro, es que la clase obrera en cuanto tal haya desaparecido. Ralo, profuso, mal o bien escondido, el paro es inseparable de la funcionalidad misma del trabajo explotado. Hasta ahora, la ocultación del paro en Rusia se hacía mediante la vuelta al pueblo original; los campos de trabajo forzado el vagabundaje favorecido por la corrupción, mediante ocupaciones peor pagadas que cualquier parado occidental, y también por la baja productividad, redoblada por el atraso tecnológico precisamente. Añádanse 7 u 8 millones de movilizados militares en permanencia. Todo eso, más lo dicho sobre los efectos arrasadores de la contrarrevolución, es lo que hace la debilidad material de Rusia como potencia imperialista, su fragilidad doquier domina, e incluso fronteras adentro, donde la población desprecia cuanto viene del poder o con él se relaciona, y lo que deja por los suelos su competitividad internacional.

Tan sólo para intentar corregir esos males o fallos, la gorbatchiada tiene que recurrir a la escuela de sus semejantes occidentales y japoneses. Ya no le valdrá esconder el paro aunque sus estadísticas lo minimicen.

Más de 15.000 obreros han sido despedidos sólo en los ferrocarriles de Bielorusia. «Se habla» (porque la opacidad tildada transparencia deja poco trasluz), de centenares de miles en la región industrial nórdica, millones seguirán, aparte los anteriormente ocultos. Mientras más efectiva sea la reorganización tecnológica mayor número de trabajadores parados arrojará, amén de los diversos efectos negativos redundantes. Dentro del sistema existente, es un resultado no sólo insoslayable, sino necesario para la prosperidad del mismo en cada país e internacionalmente. En Estados Unidos la reanudación del crecimiento está lejos de reabsorber todo el paro. En Inglaterra, el crecimiento y la buena marcha de los negocios conlleva aumento del paro. En Alemania, igual, en Francia, responsables gubernamentales hablan de dos millones y medio de parados, incomprensibles, una vez alcanzado el máximo crecimiento.

La concurrencia mercantil, la tan cacareada competitividad, cuenta por mucho en los proyectos de Gorbatchev y adláteres, puesto que es en definitiva el fondo material que enfrenta el Bloque militar capitaneado por Rusia, al capitaneado por Washington. Empero, su acometida preliminar consiste en hacer marcar a su economía interna, tan macilenta, el paso exigido hoy por cualquier mediano capitalismo. No se les escapa a los cabezas del Partído-Estado su peligrosa inferioridad en ese dominio. Ello debilita también su capacidad militar, a despecho de ser allí la más esmerada y dispendiosa de todas las producciones. Esa doble consideración inspira las maniobras tocantes al armamento atómico. Se trata pues de un determinante de la concurrencia mercantil mundial, y por ende militar, a largo plazo, salvo incidencias imprevisibles. De todos modos, el aspecto concurrencial del capitalismo en su actual coyuntura, a partir de la cual el perfeccionamiento tecnológico, sea abundoso o escuálido, lejos de comportar desarrollo social lo obstaculiza y lo carcome, no nos interesa a los revolucionarios sino para denunciar lo que es: un requerimiento reaccionario a desbaratar. Es una de las condiciones indispensables para la reanudación de la actividad revolucionaria en general.

Está dicho en documentos de nuestra tendencia, y lo respalda cuanto ocurre hoy en ambos bloques, en países delanteros y zagueros por igual, que el capitalismo ya no está en condiciones de utilizar la ciencia de manera plenamente científica, sino al contrario oponiéndose a los intereses inmediatos de cada individuo, cuyo conjunto da el interés colectivo e histórico de la humanidad. Por ende, también contra la ciencia misma.

Mucha mayor consideración que la cháchara tecnologizante de Gorbatchev o de quien fuere, adquiere para nosotros, revolucionarios, el quite político de la transparencia. Como Khrutchev tiempo atrás y otros en la penumbra, el nuevo Secretario General se da cuenta, chitacallando, de que el impedimento mayor al funcionamiento siquiera normal de la economía rusa, sin inferioridad respecto de las principales potencias, procede de la resistencia pasiva universalmente opuesta a las condiciones de vida, de trabajo y de avituallamiento, más a la mentira informativa cotidiana, que padece la población, en particular la clase obrera. Por consecuente añadidura, débese al desprecio, hasta la náusea, que inspira la casta dictatorial. Mientras no se suprimen tales impedimentos, ni robótica, ni informática, ni descubrimiento científico alguno hará al apaño de los gobernantes fronteras adentro; tampoco fuera de ellas, donde el desbande en los partidos pro-rusos nada lo invertirá.

A obviar tales dificultades se endereza la tan venteada transparencia o netitud (glasnost). Gorbatchev en persona espeta en uno de sus discursos refiriéndose a ella y a sus proyectos de reorganización: «Será una segunda revolución de 1917». El anzuelo así echado revela -felicitémosnos- que continua existiendo, en el proletariado, un rescoldo de 1917, todo lo contrario de lo que abrigan tantas mentes intelectuales incubadas en el serrallo de la casta burocrática. Suscitar una esperanza en el sentido de Octubre Rojo concedería al poder un crédito nuevo, temporal al menos, y amonedable en plusvalía. Al mismo intento responden las rehabilitaciones, los retoques a la historia oficial, lo proclamado como libertades. Mas todo ello lleva el cuño inconfundible del sistema: KGB. Puede tenerse por cierto que la masa de explotados quedará a la expectativa, pero no morderá el cebo, que le arroja el Kremlin. Mejor, la posibilidad, es decir, la necesidad existe, de que los oprimidos, truequen su hostilidad pasiva en activa y acometan en torrente insurreccional la madriguera del Partido-Estado. Precisamente procurando conjurar ese peligro se sirve Gorbatchev como señuelo de 1917. Sabe que en recurrencia revolucionaria el proletariado hará tabla rasa del régimen político y del sistema económico. Ante tal necesidad, quienes mendigan democracia y rehabilitaciones respaldan la maniobra del KGB contra el proletariado. Mención especial de desprecio a tal respecto merecen las organizaciones que dicen reivindicar a Trotsky, ensucian su memoria y le lavan la cara a la contrarrevolución.

La estafa ideológica en que se ha basado el stalinismo desde sus primeros balbuceos estará presente en cualquiera de sus fases. La puesta en juego por Gorbatchev, no lo es menos, pero sí una culminación de la estafa constante y general. Tiene algo de desesperación por parte de los todopoderosos gobernantes, que no han conseguido en medio siglo largo de absolutismo en todos los dominios, poner en marcha un capitalismo medianamente normal, ni aplacar la aversión de sus gobernados. No cabe entregarse a conjeturas sobre cual será su desenlace, tanto menos cuanto que la orientarán en un sentido u otro, situaciones y sucesos dentro del Bloque ruso, y también fuera de él. Una cosa es tan indudable, sin embargo, que no admite si quiera discusión: para que el desenlace caiga del lado revolucionario hace falta que el proletariado dé el asalto al poder y haga trizas toda la obra de la contrarrevolución, o sea, del stalinismo. En ese sentido, los revolucionarios del mundo entero tenemos la obligación de ayudar al proletariado ruso.

Palabreo engañoso más o menos, Gorbatchev no puede ocultar su filiación contrarrevolucionaria. Tranquilizando a los suyos les dijo en especial: «El stalinismo es una invención del enemigo».

Alude a los enemigos de la contrarrevolución, primeros que la calificaron de stalinista, y al mismo tiempo ofrece una garantía a la casta autora de la misma, comprendiendo sus descendientes, cuyo portavoz actual es el Secretario General. Bajo el suyo u otro dictado cualquiera, cuanto emprende el Partido-Estado llevará por mira remozar y perfeccionar las relaciones de explotación y el despotismo de los gobernantes. Sin perjuicio, no obstante de lo destinado a engatusar a los trabajadores y de las garantías a sus semejantes del aparato, la alta burocracia se ve constreñida a descararse recurriendo al imperialismo rival. Ha solicitado la pertenencia al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a otros organismos del mismo bordo; ha proclamado la «interdependencia de los Estados de la comunidad mundial», algo que sólo consiente la igualdad de sistema económico, aunque los regímenes políticos difieran. Más recientemente, el garrulo Secretario ha declarado: «la Unión Soviética es también parte de Europa», en guiño descarado de asociación económica y tecnológica de la Comunidad capitalista europea; procura, también, introducirse entre los accionistas (Buygues del lado francés) constructores del túnel bajo el canal de la Mancha. Y ha encontrado oídos complacientes y hasta cómplices. En una conferencia de los países occidentales sobre la gorbatchiada, reunida en Minnesota a tiempo de terminar este artículo, se dijo con todas sus letras y sin oposición de nadie, que era muy conveniente ayudar a Rusia a salir de su condición de «enano económico».

Ninguna ayuda occidental, ninguna medida interior sacará a Rusia del marasmo social y de la degradación en que la ha ido enfangando, durante interminables decenios, la casta stalinista. Sin mencionar otras razones también importantes, esa imposibilidad la interpone la razón histórica fundamental: la tecnología, en manos del capital, ya no puede ser utilizada -téngase presente siempre- sino contra el hombre. Es un hecho mundial cada día más agobiador. Es así como se manifiesta la crisis de la civilización capitalista, dentro de la cual se introdujo, so capa de «socialismo» en un sólo país, la contrarrevolución burocrática. Ello con doble corroboración en Rusia, puesto que a ese efecto negativo añádese, exasperante, el régimen político instaurado como garantía de tan enorme contrahechura histórica. A nosotros no nos cabe sino poner en la picota la gorbatchiada y denunciarla en todos sus aspectos con el máximo vigor y precisión. Prestarle ayuda o siquiera crédito es una traición a la futura revolución rusa y mundial. He ahí la única transparencia.

Hay que hablar para los explotados. Aunque nuestra voz no alcance por ahora hasta Rusia, lo mismo vale para China, Estados Unidos, Europa Occidental, Asia, Africa, América latina desde Cuba y México hasta Argentina y Chile. A ellos hay que decirles: ninguna solución alcanzaremos sin cambiar de todo en todo la distribución del producto social del trabajo referido al principio de este artículo. El 85% de la población (4.500 millones de personas) hoy racionada con sólo el 20% del producto de su trabajo, debe apoderarse de él, suprimir todo gasto, toda actividad que no responda a su propio consumo, incluso el cultural, el sanitario, etc. Para ello es indispensable arrebatarle el poder al 15% de capitalistas colectivos o individuales que acaparan el 80% de la riqueza. Así la clase trabajadora se convertirá en el factor subjetivo de la economía, en representación de la sociedad entera. Se inaugurará así una nueva civilización mundial, sin clases, Estado, ni opresión. A empezar por donde se tercie. Y puede, debe terciarse en Rusia.

La resistencia pasiva deja vía libre a lo existente, y en Rusia el KGB continuará acechando en cada esquina, en cada barrio, en cada fábrica. Contra él hay que organizarse en cuanto clase explotada, y como partido revolucionario en el seno de ella.

[Golpe de estado en] Rusia (agosto 1991)

El golpe de Estado abortado en Rusia ha aclarado una situación que ya habíamos analizado en gran medida. La atonía del ejército y la inexistencia del Partido, consecuencia de la derrota de Rusia frente a los EEUU han permitido o permitirán a los cuadros e individuos más dinámicos reciclarse rápidamente en otras estructuras, más capaces, a partir de ahora, para representar, gestionar y defender el capital en estos territorios.

Tras 70 años de buenos y leales servicios, el Partido-Estado ya no es capaz de garantizar la conservación del capital en Rusia. Además, ha cumplido ampliamente su función contrarrevolucionaria. Tuvo fases, más o menos largas, en las que se logró mediante el simple y masivo asesinato de proletarios y revolucionarios. Sin embargo, el proyecto contrarrevolucionario fundamental siguió siendo constante y riguroso: identificar la revolución con la contrarrevolución, identificar el comunismo con el Gulag, con el Partido-Estado. El colapso de este último se convierte «por tanto» en el colapso del comunismo, «por tanto» de la Revolución, «por tanto» de cualquier intento de emancipación humana del capital, la explotación y la opresión. Rebeldes, alzados y revolucionarios de todos los países, ¡suicidaros!

Por supuesto, cualquiera que haya sospechado de la naturaleza capitalista de Rusia4 no puede sino despreciar la sarta de tonterías sobre un collar de mentiras con las que pretenden domesticarnos. El stalinismo nunca sometió totalmente a la clase obrera, y ésta acabó destruyendo al stalinismo. Pero destruyó todas las formas de organización que el proletariado se había dado a sí mismo en su lucha contra el capital, dejando sólo organizaciones revolucionarias minúsculas y dispersas, de hecho incapaces de aprovechar el debilitamiento de la dictadura de Moscú.

La implosión del Partido-Estado no provocó el terror de sus secuaces, sino su carrera jubilosa hacia refugios no menos siniestros: demócratas, fascistas y nacionalistas, con un afán de cada cual a lo suyo, mezclado con racismo y xenofobia, he aquí viene el vivero donde vuelve a florecer el estiércol stalinista. A la cabeza de los milicianos transcaucásicos, dentro de Pamiat o en los alrededores de Elstin, se encuentra el mismo molde de inhumanidad y mentiras.

En contra de las tonterías que se propagan por la casta periodística, todos estos nuevos líderes han aprendido eficiencia bajo el Partido, el Ejército o el KGB. Trabajar eficazmente no significa producir útilmente bajo el reino del capital, donde los burócratas, los tecnócratas y los autócratas pululan como alimañas sobre los pobres. Su función era únicamente bloquear el camino a la subversión, vigilar la capital. Hoy ya no pueden hacerlo. Han perdido ante los proletarios que los odian y los ven como opresores. Han ganado y cumplido su función al hacer creer a la gente, al menos temporalmente, que cualquier revuelta produciría nuevos Stalin.

Esta eficiencia se reconvierte esencialmente en la gestión productivista del capital. Inmediatamente socavan su frágil victoria porque sólo tienen una consigna, una sola instrucción y una sola salida para los proletarios: la explotación. El aumento de la explotación, el inicio de los despidos masivos y el aumento vertiginoso de los precios ya han acabado con las ilusiones proletarias sobre los beneficios de la independencia nacional y la democracia.

Además, la indispensable libertad de acción concedida a todos, necesaria para la eliminación del Partido-Estado, también benefició a los proletarios también ha beneficiado a los proletarios y los ha animado a organizarse.

Que caigan las estatuas y que se pudra por fin la execrable momia de Lenin. Los que lo hacen en la euforia democrática no hacen más que barrer los productos despóticos del «realismo socialista» y ya se preparan, desilusionados y combativos, para retomar las ideas centrales comunes a Lenin y a los demás revolucionarios comunistas: antes la derrota de su país que la de su clase, ninguna concesión a los demócratas.

Del fracaso de la revolución en Rusia, sacarán las mismas lecciones que el proletariado revolucionario de todo el mundo: necesidad de la destrucción de los sindicatos (incluidos los que surgen y quieren imitar a Solidarnosc) y más profundamente, del sistema asalariado, sobre el que descansa el poder de este mundo nauseabundo.

El nuevo orden mundial (1991)

El nuevo orden mundial ha llegado: uno no puede sino admirar la concisión militar de este producto, que empaqueta dos mentiras (al menos) en tres palabras. No es tan fuerte como cuatro mentiras en cuatro letras (URSS), pero se puede sentir que los oligarcas están progresando diariamente en su lenguaje. El colapso del bloque oriental deja el campo libre para que las potencias de segundo orden intenten forjar pequeños imperios regionales. Tal esfuerzo por su parte depende esencialmente de la magnitud de lo que está en juego en la estrategia económica, frente a las agrupaciones de intereses ya existentes, y de la sumisión de los proletarios arrojados en estas ocasiones al infierno de la guerra, tanto en el frente de la producción como en la primera línea de fuego.

Cuando un complejo tan vasto de dominación capitalista se desmorona, se crea un verdadero llamamiento a nuevos candidatos capitalistas para dominar las partes más interesantes (ya sea que contengan materias primas, herramientas de producción o reservas de trabajo). Los rapaces compiten por los trozos de la potencia debilitada o moribunda, las antiguas zonas de influencia decaen y gravitan hacia una nueva red más poderosa o intentan formar un «Dominio» mayor o menor a su vez.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 90, todos los intentos de crear complejos o alianzas capitalistas terminaron en la agregación con el bloque yanqui o el rival ruso-stalinista. La lenta parálisis de este último5 hizo que primero las zonas menos esclavizadas se pasaran al otro lado, y luego, poco a poco, la debacle se extendió a los márgenes rusos y las grietas amenazan al propio centro, incapaz de adaptarse a la crisis que lo amenaza desde hace tiempo6. La amenaza ha pesado sobre el bloque stalinista incluso antes de su constitución, ya que se moldeó en el marco rígido e inflexible de la contrarrevolución que surgió y ganó la revolución mundial que comenzó en Rusia.

Así, los llamamientos de Alemania a Rusia y Japón (¿un viejo eje?), la marginación de Europa por parte de Estados Unidos en el conflicto con Irak, la lucha entre checos y eslovacos, la opresión de los abjasios por parte de los georgianos (aunque no hayan liquidado la ocupación rusa), el intento iraquí de construir una potencia petrolera importante, etc., tienen un mismo origen (la situación rusa) y representan cada uno una variedad de la lucha de todos contra todos. La situación en Rusia, la lucha entre checos y eslovacos, la opresión de los abjasios por parte de los georgianos (cuando ni siquiera han liquidado la ocupación rusa), el intento iraquí de construir una potencia petrolera importante, etc., tienen el mismo origen (la situación rusa) y representan cada uno una variedad de la lucha de todos contra todos que caracteriza al capitalismo.

Se puede resumir temporalmente la situación diciendo que la unidad del capital se opone a la unidad del capitalismo. Sin embargo, la unión del capital no puede existir salvo en los términos religiosos de los comunicados de prensa que lo identifican con la libertad. Al igual que la Santísima Trinidad, se descompone en muchas fuerzas antagónicas. El capital constante, los medios de producción ya acumulados o descubiertos, el capital variable, los trabajadores produciendo y reproduciendo su fuerza de trabajo presente y futura (con sus propias leyes demográficas), produciendo y reproduciendo el santo espíritu del capital, la plusvalía, el nuevo valor añadido al capital ya existente por la fuerza de trabajo de los que sólo tienen esto en su vida, los proletarios.

La unidad del capitalismo sólo puede lograrse negando el carácter unitario del capital, reconociendo un enemigo irreductible y disolvente: el proletariado. Lo que une a los capitalistas, por lo demás en guerra permanente entre sí, es la acción del proletariado y la reacción contra sus propiedades: la mediatización del pensamiento contra la inmediatez de la praxis, la parcelización y la escisión del individuo contra la totalidad de la persona y la unidad colectiva.

Cualquier debilitamiento del complejo capitalista debe entenderse como el resultado de este antagonismo permanente, incluso y especialmente si los carroñeros vienen a alimentarse del cadáver de uno de los suyos. Esto es tanto más importante cuanto que se trata del corazón de la última contrarrevolución, la más larga y profunda que ha sufrido la clase obrera. Este debilitamiento incita a los proletarios a manifestarse contra el capital y a mostrar la singularidad de su condición, que es garantía de su unidad y de la ausencia de cualquier otra fuerza para acabar con la opresión basada en la extracción de plusvalía, y con toda la opresión por esta vía.

Si creer en la unidad del capital es una gran ilusión, la religión [capitalista] se apresura a darle todas sus cartas de debilidad. Defiende con uñas y dientes esta unidad, negando los antagonismos que la atraviesan, y reconociendo únicamente la comunidad democrática de los creyentes, todos iguales ante su dios. Los religiosos vituperan contra los excesos del capitalismo y contra el stalinismo (proyectando una ilusión de doble filo ya que llaman comunistas a los mejores asesinos del comunismo).

Este discurso, tan banal que resonó en boca de Pétain, De Gaulle, Hitler o Roosevelt, está experimentando un notable renacimiento, y promete la salvación, islámica o cristiana, para todos los justos que sepan someterse a la injusticia de este mundo. Este recurso a la vieja y untuosa cataplasma deísta es el justo retorno de las cosas tras el fracaso de la nueva iglesia stalinista, con su dios vivo, sus apóstoles, papas, santos y milagros del stajanovismo, sus diablos, demonios, herejes y sus juicios fabricados «como en los buenos tiempos».

El antagonismo entre el proletariado y el capital es aún más evidente cuando, bajo una lluvia de aceite santo, agua bendita y siniestros murmullos de «versos sagrados», los estados y grupos capitalistas se enzarzan en nuevas guerras. Luego tratan de asegurar la sumisión o, en el mejor de los casos, la pasividad de los proletarios que dominan directamente. La piedad desvergonzada da paso a una propaganda desenfrenada, retransmitida por la represión policial (y sindical), para que los productores acepten la lucha por «la patria, el Estado, la nación, la religión... libres». Se les «insta encarecidamente» a que se destrocen en el campo del honor, a que se agoten produciendo armamento o, al menos, a que guarden completo silencio.

Sin embargo, la reciprocidad de esta dinámica es igual de presente y violenta: si la sumisión es necesaria para las guerras de saqueo emprendidas por los capitalistas, las guerras de saqueo sirven, además del botín inmediato y futuro, para mantener a los proletarios sometidos. La guerra permite eliminar a los proletarios más combativos y a los desempleados más numerosos, trascender la miseria en la aventura de la guerra, purgando las frustraciones de la triste vida cotidiana en el combate, el saqueo y la violación. El ejército se incluye en la ilusión religiosa, rechazando por la fuerza de las armas cualquier irrupción del antagonismo social y fundando una comunidad sobre el sufrimiento compartido.

Así que la ilusión de unidad sólo se disipa cuando los proletarios demuestran su indiferencia y hostilidad hacia las actividades de quienes dicen gobernarlos y hablar en su nombre. La actitud derrotista de los proletarios en Irak, frente a los mercenarios estadounidenses (y sus chupamedias presentes en la matanza) fue bastante clara. Su indiferencia hacia la voluntad de los dirigentes locales y de la patria acortó la guerra y provocó inmediatamente la guerra civil, sin que ésta tome el menor aspecto revolucionario. será tanto más difícil cuanto que los ejércitos siguen siendo garantes del orden capitalista y que no había ninguna organización comunista para catalizar un proceso subversivo.

Sin embargo, al rechazar la guerra, como en Rusia, otros proletarios intentan rechazar su condición de mercancía asalariada, los proletarios iraquíes han reafirmado que no tienen patria, y su solidaridad con los cientos de miles de proletarios inmigrantes en Kuwait o en Irak, tratados como ganado, estacionados en campos a la espera de que las necesidades del capital dicten su nuevo uso: vuelta al trabajo o condena a muerte.

El nuevo orden mundial no es nada nuevo: lleva el mismo torrente de suciedad, persiguiendo su propia lógica antihumana, sembrando el caos y el desorden para los que lo sufren. Por supuesto, este viejo desorden es mundial, que es lo que lo hace fuerte y prepara mejor su caída, porque cualquier intento de los proletarios de constituirse como fuerza de clase repercute inmediata y duramente en los confines de la tierra. Los capitalistas ya saben que al unirse contra los proletarios, les obligan a reconocerse como proletariado, y que sólo pueden aplazar su desaparición, en beneficio de un «nuevo orden mundial»... sin clases, sin asalariados y sin guerras.


  1. Edición española oficial del informe sobre el XXVII Congreso, página 150. Ediciones Novosti, Moscú 1986. 

  2. Véase un análisis completo del paso de la revolución a la contrarrevolución en «Partido-Estado, Stalinismo, Revolución». 

  3. Los porcentajes dados no pueden ser exactos; pero dan idea clara y más bien mitigada del funcionamiento económico capitalista. 

  4. Y el capitalismo, bajo diferentes formas, nunca ha desaparecido de Rusia, ni siquiera entre 1917 y 1921. Véase: «Partido-Estado, Stalinismo, Revolución». 

  5. Véase «La gorbachada» 

  6. Véase: «Partido-Estado, Stalinismo, Revolución».