Los fundamentos

El socialismo bajo el capitalismo ascendente

El Manifiesto

Marx y Engels empiezan a escribir el Manifiesto Comunista en 1847 y lo entregan en vísperas de la revolución de febrero de 1848. La primera parte del primer capítulo despliega con una fuerza y una belleza extraordinarias la expansión capitalista, remarcando su carácter global, universal y al mismo tiempo su capacidad para crear, por primera vez en la Historia, una experiencia humana universal.

La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.

La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados.

La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero.

La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto; a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de pueblos y a las Cruzadas.

La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.

Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes.

Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y eso se refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.

Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.

La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.

La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí casi únicamente por lazos federales, con intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes han sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo Gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase y una sola línea aduanera.

La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continente enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Del tono, el contenido y hasta de los tiempos verbales se deriva que la burguesía ha concluido ya lo esencial de su labor: destruir el viejo régimen feudal, crear un régimen mundial de explotación basado en la mercantilización de todas las relaciones sociales y desarrollar las fuerzas productivas hasta el límite marcado por su propia gran obra expansiva, el mercado mundial.

Marx y Engles han recibido de la organización en la que militan, la Liga de los Comunistas, el encargo de redactar el programa revolucionario de los trabajadores y saben, porque comparten una concepción materialista de la Historia, que «una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener». Tienen que argumentar que las relaciones capitalistas «de formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, se convierten en trabas de estas fuerzas»

Ante nuestros ojos se está produciendo un movimiento análogo. Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación.

Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de súbita barbarie: diríase que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no favorecen ya el régimen burgués de la propiedad; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su desarrollo; y cada vez que las fuerzas productivas salvan este obstáculo, precipitan en el desorden a toda la sociedad burguesa y amenazan la existencia de la propiedad burguesa.

Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados1 y la explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y más violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Tras esta presentación y en plena lógica con lo que hemos estudiado hasta ahora, Marx y Engels describen cómo el propio desarrollo capitalista engendra su antítesis, la clase revolucionaria.

Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía. Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios.

En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarróllase también el proletariado, la clase de los obreros modernos, que no viven sino a condición de encontrar trabajo, y lo encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse al detall, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Las siguientes páginas describen las primeras fases de la constitución en clase del proletariado.

Al principio, la lucha es entablada por obreros aislados, después, por los obreros de una misma fábrica, más tarde, por los obreros del mismo oficio de la localidad contra el burgués individual que los explota directamente. No se contentan con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos instrumentos de producción: destruyen las mercancías extranjeras que les hacen competencia, rompen las máquinas, incendian las fábricas, intentan reconquistar por la fuerza la posición perdida del artesano de la Edad Media.

En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y disgregada por la competencia. Si los obreros forman masas compactas, esta acción no es todavía consecuencia de su propia unión, sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines políticos debe -y por ahora aún puede- poner en movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir, contra los restos de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico se concentra, de esta suerte, en manos de la burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria de la burguesía.

Pero la industria, en su desarrollo, no sólo acrecienta el número de proletarios, sino que los concentra en masas considerables; su fuerza aumenta y adquieren mayor consciencia de la misma. Los intereses y las condiciones de existencia de los proletarios se igualan cada vez más a medida que la máquina va borrando las diferencias en el trabajo y reduce el salario, casi en todas partes, a un nivel igualmente bajo. Como resultado de la creciente competencia de los burgueses entre sí y de las crisis comerciales que ella ocasiona, los salarios son cada vez más fluctuantes; el constante y acelerado perfeccionamiento de la máquina coloca al obrero en situación cada vez más precaria; las colisiones entre el obrero individual y el burgués individual adquieren más y más el carácter de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a formar coaliciones contra los burgueses y actúan en común para la defensa de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes para asegurarse los medios necesarios, en previsión de estos choques eventuales. Aquí y allá la lucha estalla en sublevación.

A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros. Esta unión es propiciada por el crecimiento de los medios de comunicación creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros de diferentes localidades.

Y basta ese contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas partes revisten el mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Mas toda lucha de clases es una lucha política. Y la unión que los habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos años.

Esta organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político, vuelve sin cesar a ser socavada por la competencia entre los propios obreros. Pero resurge, y siempre más fuerte, más firme, más potente. Aprovecha las disensiones intestinas de los burgueses para obligarles a reconocer por la ley algunos intereses de la clase obrera; por ejemplo, la ley de la jornada de diez horas en Inglaterra.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Y finalmente el capítulo nos cuenta cómo, en tanto que clase universal, está abocada a agrupar al resto de clases en torno suya, enfrentar a la burguesía y acabar con el capitalismo, y al hacerlo abrir paso al comunismo, destruyendo toda forma de explotación y toda división artificial (de sexo, de nacionalidad, etc.), divisiones y explotación que, por sufrir la forma más estilizada de explotación -ver reducido su trabajo a una mercancía- ya no existen en su «ser», sus intereses como clase.

Las condiciones de existencia de la vieja sociedad están ya abolidas en las condiciones de existencia del proletariado. El proletariado no tiene propiedad; sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen nada de común con las relaciones familiares burguesas; el trabajo industrial moderno, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Norteamérica que en Alemania, despoja al proletariado de todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión son para él meros prejuicios burgueses, detrás de los cuales se ocultan otros tantos intereses de la burguesía.

Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron de consolidar la situación adquirida sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de su modo de apropiación. Los proletarios no pueden conquistar las fuerzas productivas sociales, sino aboliendo su propio modo de apropiación en vigor, y, por tanto, todo modo de apropiación existente hasta nuestros días. Los proletarios no tienen nada que salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizado y asegurando la propiedad privada existente.

Todos los movimientos han sido hasta ahora realizados por minorías o en provecho de minorías. El movimiento proletario es un movimiento propio de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría. El proletariado, capa inferior de la sociedad actual, no puede levantarse, no puede enderezarse, sin hacer saltar toda la superestructura formada por las capas de la sociedad oficial.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Establecidas las bases, el segundo capítulo, «Proletarios y comunistas», define la posición de los comunistas en tanto que corriente programática (partido) dentro del conjunto de la clase y la definición del camino que van a proponerle a través de su acción política.

El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado. (…)

El rasgo distintivo del comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición de la propiedad burguesa.

Pero la propiedad privada burguesa moderna es la última y más acabada expresión del modo de producción y de apropiación de lo producido basado en los antagonismos de clase, en la explotación de los unos por los otros.

En este sentido, los comunistas pueden resumir su teoría en esta fórmula única: abolición de la propiedad privada.(…)

Ser capitalista significa ocupar no sólo una posición puramente personal en la producción, sino también una posición social. El capital es un producto colectivo; no puede ser puesto en movimiento sino por la actividad conjunta de muchos miembros de la sociedad y, en última instancia, sólo por la actividad conjunta de todos los miembros de la sociedad.

El capital no es, pues, una fuerza personal; es una fuerza social. En consecuencia, si el capital es transformado en propiedad colectiva, perteneciente a todos los miembros de la sociedad, no es la propiedad personal la que se transforma en propiedad social. Sólo cambia el carácter social de la propiedad. Esta pierde su carácter de clase. (…)

El primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia2.

El proletariado se valdrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas.

Esto, naturalmente, no podrá cumplirse al principio más que por una violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción, es decir, por la adopción de medidas que desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí mismas y serán indispensables como medio para transformar radicalmente todo el modo de producción.

Estas medidas, naturalmente, serán diferentes en los diversos países. Sin embargo, en los países más avanzados podrán ser puestas en práctica casi en todas partes las siguientes medidas:

  1. Expropiación de la propiedad territorial y empleo de la renta de la tierra para los gastos del Estado.
  2. Fuerte impuesto progresivo.
  3. Abolición del derecho de herencia.
  4. Confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos.
  5. Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo.
  6. Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte.
  7. Multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de los instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y mejoramiento de las tierras, según un plan general.
  8. Obligación de trabajar para todos; organización de ejércitos industriales, particularmente en la agricultura.
  9. Combinación de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la diferencia entre la ciudad y el campo.
  10. Educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del trabajo de éstos en las fábricas tal como se practica hoy, régimen de educación combinado con la producción material, etc., etc.

Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político. El poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción, suprime, al mismo tiempo que estas relaciones de producción, las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general, y, por tanto, su propia dominación como clase.

En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

El programa del Manifiesto está claramente orientado a «la elevación del proletariado a clase dominante», se trata de liderar «la conquista de la democracia». Pero atención: el programa en sí es contingente. No es que después de sintetizar la historia de la transformación del mundo por la burguesía y afirmar todo el trabajoso proceso de constitución de la clase para culminar fundando en todo ello por qué el objetivo de los comunistas es la destrucción violenta del orden social, se pase sin ruptura a creer que la revolución puede conformarse con la eliminación de la herencia, un banco central estatal y unos cuantos impuestos progresivos. Esas medidas del programa, ese programa como un todo, es un corolario táctico y contingente. Su objetivo es agrupar a las clases laboriosas en torno a un programa democrático a medida del desarrollo del capitalismo -y por tanto de la correlación de fuerzas entre las clases existentes en cada país- para, una vez en el poder, enfrentar al capital desde el estado.

Aunque las condiciones hayan cambiado mucho en los últimos veinticinco años, los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados. Algunos puntos deberían ser retocados. El mismo Manifiesto explica que la aplicación práctica de estos principios dependerá siempre y en todas partes de las circunstancias históricas existentes, y que, por tanto, no se concede importancia exclusiva a las medidas revolucionarias enumeradas al final del capítulo II. Este pasaje tendría que ser redactado hoy de distinta manera, en más de un aspecto.

Marx y Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto Comunista, 1872

Pero si el programa es lo más llamativo hay varias cuestiones más que se hacen inevitables. En primer lugar, la más obvia: ¿el capitalismo había alcanzado la cúspide de su desarrollo? ¿Había una contradicción tal entre fuerzas productivas y relaciones de producción como para que el proletariado no tuviera otra forma de defender sus intereses directos que tomar el poder y transformar radicalmente las relaciones productivas? ¿No era la misma fortaleza relativa de las clases intermedias, reflejada en el programa, expresión de que el capitalismo aun tenía cuerda por delante? Marx y Engels se darán cuenta no mucho después.

En la primavera de 1850 (…), la evolución de la república burguesa, nacida de la revolución «social» de 1848, había concentrado la dominación efectiva en manos de la gran burguesía -que además abrigaba ideas monárquicas-, agrupando en cambio a todas las demás clases sociales, lo mismo a los campesinos que a los pequeños burgueses, en torno al proletariado; de tal modo que, en la victoria común y después de ésta, no eran ellas, sino el proletariado, escarmentado por la experiencia, quien había de convertirse en el factor decisivo. ¿No se daban pues todas las perspectivas para que la revolución de la minoría se trocase en la revolución de la mayoría?

La historia nos ha dado un mentís, a nosotros y a cuantos pensaban de un modo parecido. Ha puesto de manifiesto que, por aquel entonces, el estado del desarrollo económico en el continente distaba mucho de estar maduro para poder eliminar la producción capitalista; lo ha demostrado por medio de la revolución económica que desde 1848 se ha adueñado de todo el continente, dando por vez primera, verdadera carta de naturaleza a la gran industria en Francia, Austria, Hungría, Polonia y últimamente en Rusia, y haciendo de Alemania un verdadero país industrial de primer orden. Y todo sobre la base capitalista, lo cual quiere decir que esta base tenía todavía, en 1848, gran capacidad de extensión.

Federico Engels. Introducción a «La lucha de clases en Francia», 1895

Pero por otro lado, ¿cómo iba a hacerlo? Por lo que dice el Manifiesto parece que se trataba «tan solo» de tomar el poder, hacerse con el aparato del estado burgués y utilizar este para estatalizar poco a poco los bienes de producción y el capital. Pero... ¿Eliminar la propiedad privada, la propiedad forma jurídica de las relaciones que genera el capital y estatalizar son la misma cosa? ¿El estado burgués es una herramienta válida para desmantelar el capitalismo que el proletariado simplemente tendría que hacer suya?

Cuando estalló la revolución de febrero [de 1848], todos nosotros nos hallábamos, en lo tocante a nuestra manera de representarnos las condiciones y el curso de los movimientos revolucionarios, bajo la fascinación de la experiencia histórica anterior, particularmente la de Francia. (…)

Hasta aquella fecha todas la revoluciones se habían reducido al derrocamiento y sustitución de una determinada dominación de clase por otra; pero todas las clases dominantes anteriores sólo eran pequeñas minorías, comparadas con la masa del pueblo dominada. Una minoría dominante era derribada y otra minoría empuñaba en su lugar el timón del Estado y amoldaba a sus intereses las instituciones estatales. Este papel correspondía siempre al grupo minoritario capacitado para la dominación y llamado a ella por el estado del desarrollo económico y, precisamente por esto y solo por esto, la mayoría dominada, o bien intervenía a favor de aquella en la revolución o aceptaba la revolución tranquilamente. Pero, prescindiendo del contenido concreto de cada caso, la forma común a todas estas revoluciones era la de ser revoluciones minoritarias. Aun cuando la mayoría cooperase a ellas, lo hacía -consciente o inconscientemente- al servicio de una minoría; pero esto, o simplemente la actitud pasiva, la no resistencia por parte de la mayoría, daba al grupo minoritario la apariencia de ser el representante del todo el pueblo.

Federico Engels. Introducción a «La lucha de clases en Francia», 1895

Efectivamente, los «fallos» del Manifiesto son la expresión de la falta de experiencia de la clase. Y en este tema en concreto, de las ideas golpistas del jacobinismo heredadas, a través del bauvismo, de la gran revolución francesa de 1879.

Todas las revoluciones de los tiempos modernos, a partir de la gran revolución inglesa del siglo XVII, presentaban estos rasgos, que parecían inseparables de toda lucha revolucionaria. Y estos rasgos parecían aplicables también a las luchas del proletariado por su emancipación; tanto más cuanto que precisamente en 1848 eran contados los que comprendían más o menos en qué sentido había que buscar esa emancipación.

Federico Engels. Introducción a «La lucha de clases en Francia», 1895

Pero para poder superar la idea de tomar el estado burgués y utilizarlo como una herramienta propia, el proletariado tenía que enfrentarse en la práctica a la toma del poder, algo que no ocurriría hasta 1871 con la Comuna de París.

Dado el desarrollo colosal de la gran industria en los últimos veinticinco años, y con éste, el de la organización del partido de la clase obrera; dadas las experiencias, primero de la revolución de febrero, y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al Poder político, este programa ha envejecido en alguno de sus puntos. La Comuna [de París en 1871] ha demostrado, sobre todo, que «la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines».

Marx y Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto Comunista, 1872

Es decir, el Manifiesto no es sino un momento, especialmente valioso, del proceso de constitución en clase del proletariado. Pero desde luego no su fin. Especialmente en lo que hace a la relación de la clase con el estado en la revolución, algo que se iba a ver claro veintitrés años más tarde, cuando se desarrollara la primera experiencia de poder obrero: la Comuna de París.

La Liga y la AIT

Como vimos antes, el concepto marxista de clase no es el de la sociología. No es una identidad ni un estrato de ingresos, ni siquiera es un conjunto de personas que comparten un lugar común en la estructura de producción. El concepto de clase marxista es histórico y dialéctico: la clase se constituye como tal cuando actúa de acuerdo con su naturaleza histórica de clase universal. Por eso el comunismo no es solo el resultado esperado de ese proceso, sino el proceso mismo, el movimiento que enfrenta a la explotación y apunta a su desaparición material, real y por tanto histórica, porque que ha de tener lugar en un momento dado, no en el limbo de la especulación o los buenos deseos.

Toda la historia (desde la disolución del régimen primitivo de propiedad común de la tierra) ha sido una historia de la lucha de clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las diferentes fases del desarrollo social; ahora esta lucha ha llegado a una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y las luchas de clases.

Federico Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto del Partido Comunista, 1883

Y es en ese proceso, que como hemos visto tiene avances y retrocesos, donde tenemos que colocar el significado y las tareas del partido para el marxismo. El partido es parte y reflejo de ese proceso de constitución. Significa cosas distintas en cada momento histórico porque refleja distintos momentos de ese proceso de constitución en clase política. Lo vemos ya en el Manifiesto.

A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros. Esta unión es propiciada por el crecimiento de los medios de comunicación creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros de diferentes localidades. Y basta ese contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas partes revisten el mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Mas toda lucha de clases es una lucha política. Y la unión que los habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos años

Esta organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político, vuelve sin cesar a ser socavada por la competencia entre los propios obreros. Pero resurge, y siempre más fuerte, más firme, más potente.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848.

Pero ¿Qué quiere decir ese «por tanto»? ¿Que espontáneamente va a aparecer una organización formal con sus cuadros, sus estructuras, sus mecanismos del mismo modo que aparecen las cajas de resistencia y los comités de huelga? No, desde luego que no. A lo que se refiere el manifiesto es a la aparición del proletariado como sujeto político, ese «fantasma» que en el 48 es ya «reconocido como una fuerza por todas las potencias de Europa». Por eso, la constitución de la clase en partido, en sujeto político autónomo con el que todos tienen que contar, es distinto de la aparición de una organización, un partido comunista en el sentido político al que estamos acostumbrados. Por eso:

Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros.

No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.(…)

El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848.

La cita nos obliga a llevar más allá las distinciones. Por un lado tenemos la clase constituida en partido, es decir, convertida en un sujeto político. Por otro, a los comunistas -el socialismo científico- y a los demás «partidos obreros». ¿Quienes son estos? ¿Son partidos que se dicen proletarios, que están compuestos por trabajadores, que se dirigen fundamentalmente a ellos? Una vez más, no. Lo que hace a una organización formal ser parte del proceso de constitución en clase es su relación con el movimiento y su utilidad para el propio proceso.

A mediados de los años 40 del siglo XIX la «Liga de los Justicieros» era una de las mayores organizaciones obreras de Europa. Fundada originalmente por Weitling, contaba con unos cientos de miembros, casi todos germanófonos, repartidos por una docena de capitales europeas y ciudades alemanas. Tenía su base en París, que en ese momento se consideraba la capital revolucionaria del mundo. Algunos de sus miembros más destacados habían llegado allí en los años 30 huyendo de la represión en Alemania y se habían integrado en el ambiente comunista de la época. Este estaba formado por los comunistas icarianos por un lado y por los babeuvistas y blanquistas por otro. Los primeros eran radicalmente pacifistas, creían que la república burguesa evolucionaría hacia el socialismo por pura presión de la opinión pública una vez se alcanzara el sufragio universal. Los segundos, descendientes directos de la «Conjura de los Iguales» de Babeuf, creían que había que tomar el estado por métodos violentos. La primera era una sociedad de propaganda, organizada en torno a periódicos y actividades sociales y educativas; la segunda formaba sociedades de conspiradores con todos los elementos místicos, parafernalia y nombres fantasiosos propios propios del carbonarismo y otros movimientos afines de la época característicos de la burguesía radical.

En 1843 la Liga había invitado a unirse a Engels, pero este los rechazó. En 1847, la evolución del grupo, en parte por sus discusiones con Marx y Engels, les lleva a plantearse una evolución ideológica, pero sobre todo un cambio organizativo. Invitan a Marx y a Engels a unirse y ayudarles en la reestructuración. Marx se une a la «comuna» de Bruselas y Engels participa en las tres existentes en ese momento en París. Ambos participarán, ese verano, en el Congreso de Londres.

En el verano de 1847, se celebró en Londres el primer Congreso de la Liga, al que W. Wolff acudió representando a las comunas de Bruselas y yo a las de París. En este Congreso se llevó a cabo, ante todo, la reorganización de la Liga. Se suprimió lo que quedaba todavía de los viejos nombres místicos de la época conspirativa; la Liga se organizó en forma de comunas, círculos, círculos directivos, Comité Central y Congreso, denominándose a partir de entonces Liga de los Comunistas.

«La finalidad de la Liga es el derrocamiento de la burguesía, la dominación del proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada en los antagonismos de clase, y la creación de una nueva sociedad, sin clases y sin propiedad privada»

Tal era el texto del artículo primero. En cuanto a la organización, ésta era absolutamente democrática, con comités elegidos y revocables en todo momento, con lo cual se cerraba la puerta a todas las veleidades conspirativas que exigen siempre un régimen de dictadura, y la Liga se convertía —por lo menos para los tiempos normales de paz— en una sociedad exclusivamente de propaganda. Estos nuevos estatutos —véase cuán democráticamente se procedía ahora— se presentaron a las comunas para su discusión, volviendo a examinarse en el segundo Congreso, que los aprobó definitivamente el 8 de diciembre de 1847.

Federico Engels. Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas, 1885

Así, el primer momento del movimiento obrero moderno tiene que hacer dos cosas como deslinde, como salto a un nivel superior para poder ser de utilidad al proceso de constitución de clase:

  1. Afirmar la naturaleza de clase universal del proletariado, el objetivo que se deriva de ella y el medio para alcanzarlo: la toma del poder.
  2. Eliminar, a pesar de las duras condiciones impuestas por la clandestinidad, la estructura y las taras de las sociedades secretas, sustituyéndolos por un sistema basado en la participación democrática de todos.

Solo entonces es posible dar un salto adelante: discutir el papel central de la estructura económica en la formación de las clases, sus antagonismos y sus expresiones políticas, es decir, ganar una concepción materialista de la Historia que poder usar para preparar al resto de las vanguardias de clase en las tareas de su constitución como sujeto político.

El segundo Congreso se celebró a fines de noviembre y comienzos de diciembre del mismo año. A este Congreso asistió también Marx, que defendió en un largo debate —el Congreso duró, por lo menos, diez días— la nueva teoría. Por fin, todas las objeciones y dudas quedaron despejadas, los nuevos principios fueron aprobados por unanimidad y Marx y yo recibimos el encargo de redactar el manifiesto.

Federico Engels. Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas, 1885

Ni siquiera el cambio de nombre fue casual o producto de una ocurrencia, sino de la discusión abierta y la necesidad de deslindar campos con los distintos movimientos que en el momento pretendían representar el cambio social.

En 1847, se comprendía con el nombre de socialista a dos categorías de personas. De un lado, los partidarios de diferentes sistemas utópicos, particularmente los owenistas en Inglaterra y los fourieristas en Francia, que no eran ya sino simples sectas en proceso de extinción paulatina. De otro lado, los más diversos curanderos sociales que aspiraban a suprimir, con sus variadas panaceas y emplastos de toda suerte, las lacras sociales sin dañar en lo más mínimo al capital ni a la ganancia. En ambos casos, gentes que se hallaban fuera del movimiento obrero y que buscaban apoyo más bien en las clases «instruidas».

En cambio, la parte de los obreros que, convencida de la insuficiencia de las revoluciones meramente políticas, exigía una transformación radical de la sociedad, se llamaba entonces comunista. Era un comunismo apenas elaborado, sólo instintivo, a veces algo tosco; pero fue asaz pujante para crear dos sistemas de comunismo utópico: en Francia, el «icariano», de Cabet, y en Alemania, el de Weitling. El socialismo representaba en 1847 un movimiento burgués; el comunismo, un movimiento obrero. El socialismo era, al menos en el continente, muy respetable; el comunismo era todo lo contrario. Y como nosotros ya en aquel tiempo sosteníamos muy decididamente el criterio de que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma», no pudimos vacilar un instante sobre cuál de las dos denominaciones procedía elegir. Y posteriormente no se nos ha ocurrido jamás renunciar a ella.

Federico Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto del Partido Comunista, 1883

Hay pues dos distinciones:

  1. Entre los partidos de ese socialismo que representa «un movimiento burgués» y «el comunismo, un movimiento obrero», dentro del que se inscribe el partido comunista. Esta distinción refleja una divisoria de clase: lo que salga de los movimientos burgueses va a descarrilar el proceso de constitución política del proletariado. Poco se puede hacer con ellos, salvo orillarlos y denunciarlos.
  2. La segunda, entre partidos comunistas utópicos (comunistas icarianos de Cabet y «justicieros» de Weitling) y científicos, refleja distintos momentos del proceso de constitución de la clase. Por eso pueden convivir dentro del partido como proceso de confluencia entre núcleos militantes, como «partido en devenir».

El hecho de crear un sistema utópico no convierte a los icarianos y los weitlinianos en pequeñoburgueses, del mismo modo que el utopismo no convierte a los owenitas o los fourieristas en parte del movimiento de clase. Un sistema utópico es tan solo una propuesta, un deseo de futuro, puede expresar fantasías pequeñoburguesas de «asociación» interclasista o, por el contrario, las aspiraciones últimas de la clase trabajadora. Por ejemplo, en un primer momento, el utopismo obrero de los icarianos, significó la primera afirmación de la clase de un proyecto de dar forma al estado y la sociedad entera. Fueron ellos, lastrados en tantas cosas por las tradiciones republicanas francesas, los que afirmaron por primera vez el lema «de cada cual según sus fortalezas, a cada cual según sus necesidades» y fueron conscientes de la necesidad de un desarrollo de las fuerzas productivas supeditado al trabajo a través de un estado controlado por los trabajadores.

El marxismo, en contraposición, representa un momento más alto en el proceso de constitución de clase: no es ya un deseo sino una previsión que demuestra la posibilidad de un futuro que empuja hacia la materialidad. Y dado que es el resultado de aplicar la dialéctica y el materialismo a la historia, supone un salto adelante en el proceso de constitución de clase, el momento en el que ese movimiento que llamamos comunismo, se apropia del conocimiento científico y se convierte en:

El heredero legítimo de lo mejor que la humanidad creó en el siglo XIX: la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés.

Lenin. Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, 1913

Ahora volvamos al Manifiesto. En dos párrafos nos resume aquello que distingue al marxismo, aquello que agrega, en la práctica de la lucha de clases, al movimiento de constitución del proletariado:

Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios,destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que,en las diferentes fases de desarrollo por las que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto.

Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848.

«Impulsa adelante a todos los demás» porque tiene esa visión de conjunto del proceso de constitución como clase, del movimiento hacia el comunismo. Y lo consigue haciendo valer «los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad». Perspectiva del comunismo y afirmación del proletariado como un sujeto político universal con unos intereses únicos en todo el mundo. Eso es lo fundamental de lo que aportan los comunistas, la guía de su acción en el conjunto de la clase.

Detengámonos un momento en esta idea. Que Marx y Engels remarquen en el Manifiesto que los comunistas aportan la perspectiva del proletariado como clase mundial con unos únicos intereses, es especialmente llamativo en el contexto de 1848, porque en ese momento la burguesía todavía se prepara para hacerse con el poder en buena parte de Europa y el antagonismo principal de clases no es burguesía-proletariado… por lo que el proletariado debe apoyar la revolución de la burguesa como parte de su propio proceso de constitución como clase política y llevarla hasta el punto en el que el antagonismo con la burguesía ocupe el primer lugar:

Finalmente, en Alemania está todavía por delante la lucha decisiva entre la burguesía y la monarquía absoluta. Pero, como los comunistas no pueden contar con una lucha decisiva con la burguesía antes de que ésta llegue al poder, les conviene a los comunistas ayudarle a que conquiste lo más pronto posible la dominación, a fin de derrocarla, a su vez, lo más pronto posible. Por tanto, en la lucha de la burguesía liberal contra los gobiernos [absolutistas], los comunistas deben estar siempre del lado de la primera, precaviéndose, no obstante, contra el autoengaño en que incurre la burguesía y sin fiarse en las aseveraciones seductoras de ésta acerca de las benéficas consecuencias que, según ella, traerá al proletariado la victoria de la burguesía. Las únicas ventajas que la victoria de la burguesía brindará a los comunistas serán: 1) diversas concesiones que aliviarán a los comunistas la defensa, la discusión y la propagación de sus principios y, por tanto, aliviarán la cohesión del proletariado en una clase organizada, estrechamente unida y dispuesta a la lucha, y 2) la seguridad de queel día en que caigan los gobiernos absolutistas, llegará la hora de la lucha entre los burgueses y los proletarios. A partir de ese día, la política del partido de los comunistas será aquí la misma que en los países donde domina ya la burguesía.

Federico Engels. Principios del Comunismo, 1847

Es decir, incluso en el momento en el que el proletariado debe luchar junto a la burguesía para barrer el estado absolutista, último bastión del poder feudal, los comunistas introducen la unidad de la perspectiva de clase y luchan contra las ilusiones con las que pretende engatusarlos la burguesía, ilusiones que al final se resumen en la ilusión de la «comunidad nacional».

Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente una lucha nacional. Es natural que el proletariado de cada país deba acabar en primer lugar con su propia burguesía. (…)

Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen. Mas, por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848.

¿Qué significa «constituirse en nación»? Nación es el cuerpo social generado por la burguesía cuando lidera de forma efectiva el conjunto de la sociedad en un territorio determinado. Para el proletariado «constituirse en nación» es tomar la dirección de las demás clases sociales distintas de la burguesía en el territorio del estado. Precisamente lo contrario de aceptar y encuadrarse en la «comunidad nacional».

Es obvio que en 1848 en cada lugar, la «organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político» ocurrirá en primer lugar dentro de las fronteras nacionales, en el espacio del estado nacional. Pero no bajo la «comunidad nacional» burguesa, no bajo la ilusión de que existe una comunidad de intereses con la burguesía, sino al contrario, destruyéndola. El proletariado lidera al resto de clases no explotadoras que entienden que para defender de manera efectiva sus intereses deben unirse a él en la destrucción del estado nacional.

Cuando esto ocurre y funciona, el proletariado se «constituye en nación», es decir en líder de todas las clases oprimidas por el estado nacional; y toma a éste en sus manos… para destruirlo y en su lugar levantar un estado de nuevo tipo, que «se extingue», concebido como parte de una «República mundial», como veremos en el París de la Comuna.

Es decir, la constitución en «clase nacional», en sujeto político capaz de disputar el poder al estado nacional, no se encamina a crear o encerrarse en un estado nacional ni «propio» ni mucho menos en comandita con la burguesía. Cada revolución misma será «solo nacional en la forma, no en el contenido» y en cualquier caso solo podrá mantenerse en ese estadio temporalmente.

XIX. ¿Es posible esta revolución en un solo país?

No. La gran industria, al crear el mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo terrestre, sobre todo los pueblos civilizados, que cada uno depende de lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países civilizados el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por consecuencia,la revolución comunista no será una revolución puramente nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países civilizados, es decir, al menos en Inglaterra, en América, en Francia y en Alemania. Ella se desarrollará en cada uno de estos países más rápidamente o más lentamente, dependiendo del grado en que esté en cada uno de ellos más desarrollada la industria, en que se hayan acumulado más riquezas y se disponga de mayores fuerzas productivas. Por eso será más lenta y difícil en Alemania y más rápida y fácil en Inglaterra. Ejercerá igualmente una influencia considerable en los demás países del mundo, modificará de raíz y acelerará extraordinariamente su anterior marcha del desarrollo. Es una revolución universal y tendrá, por eso, un ámbito universal.

Federico Engels. Principios del Comunismo, 1847

Ahora juntemos las piezas: los comunistas se distinguen por poner por delante los intereses finales y la existencia de unos intereses únicos y universales de la clase. ¿No deberían organizarse para esa revolución universal en un ámbito universal con una estructura igualmente universal? Y por otro lado, si el nivel de desarrollo del capitalismo era tan distinto en distintas las distintas regiones como hemos visto que era en 1848 ¿no deberían caber distintas organizaciones obreras, con distintas formas propias de esas diferencias de desarrollo, en ese partido universal, desde los cartistas británicos a los comunistas alemanes? ¿No debería partirse en cualquier caso de un programa común con ciertos mínimos que «impulse adelante» la constitución de la clase en fuerza política? La respuesta a todas estas preguntas era positiva y su resultado práctico fue la fundación de la AIT el 28 de septiembre de 1864 con unos estatutos que comenzaban:

Considerando:

que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos; que la lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y monopolios de clase, sino por el establecimiento de derechos y deberes iguales y por la abolición de todo privilegio de clase;

que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de trabajo, es decir de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus formas, de toda miseria social, degradación intelectual y dependencia política;

que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio;

que todos los esfuerzos dirigidos a este gran fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad entre los obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y de una unión fraternal entre las clases obreras de los diversos países;

que la emancipación del trabajo no es un problema nacional o local, sino un problema social que comprende a todos los países en los que existe la sociedad moderna y necesita para su solución el concurso teórico y práctico de los países más avanzados;

que el movimiento que acaba de renacer entre los obreros de los países más industriales de Europa, a la vez que despierta nuevas esperanzas, da una solemne advertencia para no recaer en los viejos errores y combinar inmediatamente los movimientos todavía aislados:

Por todas estas razones ha sido fundada la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Estatutos de la AIT, 1864

Los estatutos remarcan ya el objetivo del que se dota la AIT. Si la Liga de los Comunistas y el Manifiesto habían servido como perspectiva y apoyo a la constitución del proletariado en clase política nacional, especialmente en Alemania, la AIT debía de servir al siguiente salto: la constitución de la clase como sujeto político mundial. Y al igual que la Liga había reconocido campos y niveles de desarrollo, la AIT agruparía todo tipo de sociedades obreras: sindicatos, grupos de revolucionarios, mutuas, movimientos por la reducción de jornada…

La Asociación es establecida para crear un centro de comunicación y de cooperación entre las sociedades obreras de los diferentes países y que aspiren a un mismo fin, a saber: la defensa, el progreso y la completa emancipación de la clase obrera.

Estatutos de la AIT, 1864

Estamos a años luz de Kautsky y la teoría de la consciencia «inyectada desde el exterior» por intelectuales desclasados, una teoría que, como ya veremos, vendrá de la mano de las mismas condiciones que harían brotar el reformismo en los partidos de la II Internacional. La AIT tiene claro qué es y para qué existe.

Incluso en las condiciones políticas más favorables, todo éxito serio de la clase obrera depende de la madurez de la organización y de la disciplina y concentración de sus fuerzas.

Incluso su organización nacional fracasa fácilmente por los defectos de su organización al otro lado de las fronteras, ya que todos los países compiten en el mercado mundial y se influyen, por tanto, mutuamente. Solamente el nexo internacional de la clase obrera puede asegurar su victoria definitiva. Y ha sido esta necesidad la que ha creado la Asociación internacional de Trabajadores. Esta no es planta de estufa de una secta o de una teoría.Es la creación natural del movimiento proletario que, a su vez, brota de las tendencias normales e irresistibles de la moderna sociedad. Profundamente compenetrada por la grandeza de su misión, la AIT no se deja intimidar ni extraviar. Su suerte se halla inseparablemente unida desde ahora al progreso histórico de la clase que encierra en su entraña el renacimiento de la humanidad.

Robert Shaw (Presidente del Consejo General) y J. George Eccarius (Secretario General). Cuarto informe al Consejo General de la AIT, 1 de septiempre de 1868

El desarrollo orgánico de ese proceso no es un «todo cabe», sino todo lo contrario. La batalla en la AIT será, como la de la Liga frente a los utópicos, doble: por un lado buscará deslindar, separar y finalmente alejar a los nacionalistas de Mazzini, místico y héroe nacional italiano de tremenda popularidad en toda Europa. Por otro batallará contra las tendencias anticentralistas que, materializadas en la corriente bakuninista, representaban no una fase anterior, sino sobre todo, la influencia destructiva de la pequeña burguesía intelectual.

La batalla entre bakuninistas y marxistas que agotó a la AIT no fue en realidad una batalla programática. Los argumentos pueriles contra la «lucha política» no se sostenían en una época en la que la constitución del proletariado en clase pasaba por objetivos como la reducción legal de jornada.

Todo movimiento en que la clase obrera se enfrenta como clase a las clases dominantes y trata de coaccionarlas mediante presión externa es un movimiento político. Por ejemplo, el empeño de arrancar a los capitalistas sueltos una limitación de la jornada de trabajo, mediante huelgas, etc. en una determinada fábrica o incluso en una rama de la industria, es un movimiento puramente económico; en cambio,el movimiento encaminado a imponer una ley sobre las ocho horas, constituye un movimiento político, es decir, un movimiento de clase para hacer valer sus intereses bajo una forma dotada de vigencia general, socialmente obligatoria. Y si esos movimientos presuponen cierta organización, son a su vez otros tantos medios para que ésta se desarrolle.

Carta de Marx a Bolte, 27 de noviembre de 1871

La Comuna mostrará en 1871 hasta qué punto la «conquista del poder político» era la definición misma de revolución, desmintiendo los argumentos anarquistas originales. Poco después de la expulsión de Bakunin y su mano derecha Guillaume, el desastre de la revolución cantonal española dejará en evidencia el coste en vidas, aprendizaje y resultados políticos del interclasismo y el golpismo que en la práctica significaba el «bakuninismo en acción». Pero ninguna de las dos cosas fueron decisivas para la ruptura orgánica con los bakuninistas ni dejaron exhaustos a los militantes de la AIT en todo el mundo.

La batalla agotadora se dio en el campo organizativo. Bakunin pedía a sus seguidores que, en principio no se identificaran como tales y creó una organización secreta paralela, con iniciaciones y grados, la «Alianza para la Democracia Socialista», cuyo objetivo era tomar el control del Consejo General bajo la excusa de que la ilegalización del derecho de asociación en países como Italia obligaban a tener organizaciones «secretas».

Mientras los bakuninistas proponían la descentralización, enaltecían el individualismo militante y denunciaban el «autoritarismo» del Consejo General, alimentaban en secreto un verdadero culto al líder y una centralización extrema mediada y asegurada por el misticismo de los «grados» y la contingentación de los grupos locales bajo la excusa de la clandestinidad. El informe escrito por Marx y Engels por encargo del Congreso de La Haya, que había expulsado por fin a los bakunisnistas, hace públicos todos los materiales de «la Alianza» de Bakunin y llama a la «más total y absoluta publicidad» como forma de evitar la gangrena.

Estamos aquí ante una sociedad, que bajo la máscara del más extremo anarquismo, dirige sus ataques, no contra los gobiernos existentes, sino contra los revolucionarios que no se someten a su ortodoxia ya su dirección. Esta sociedad, creada por la minoría de un Congreso burgués, se desliza en las filas de la organización internacional de la clase obrera, trata primero de apoderarse de su dirección y, cuando ve que este plan no prospera, trabaja por desorganizarla. Maquina descaradamente para meter de contrabando su programa sectario y sus ideas limitadas en el amplio programa y las grandes aspiraciones de nuestra Asociación,; organiza dentro de las Secciones públicas de la Internacional sus secciones secretas, que, obedientes a una sola consigna y por medio de manejos comunes urdidos de antemano, prevalecen en muchos casos sobre aquellas; ataca públicamente en sus periódicos a cuantos elementos se niegan a plegarse a su jefatura; provoca la guerra abierta -son sus propias palabras- dentro de nuestras filas. Para conseguir sus fines, no retorocede ante ningún medio, ante ninguna canallada; la mentira, la calumnia, la intimidación, la violencia a mansalva; todo es igualmente bueno para ella.(…) Para desbaratar todas estas intrigas, no hay más que un medio, de efectos demoledores: la más total y absoluta publicidad.

Marx y Engels. Un complot contra la AIT. Informe sobre los manejos de Bakunin y la Alianza de la Democracia Socialista, redactado por encargo del Congreso de la Haya, 1872.

La Alianza, al fin, suponía dar por buenas las formas burguesas de organización: la sociedad secreta, las jerarquías partidarias, el culto a la personalidad, la centralización invisible y por tanto incriticable… cuando lo que sirve al proceso de constitución de la clase es precisamente lo contrario: educación política, discusión abierta, hablar franco, cargos electos y revocables, delegados con mandato imperativo… Incluso en aquellos lugares donde el derecho de asociación no existe.

Pero sobre todo centralismo, la tendencia hacia la unificación organizativa que expresa el carácter del proletariado como clase universal. El centralismo de los trabajadores es el de una asamblea que organiza una huelga no el de un consejo de administración erguido sobre un organigrama. Cuando hay una huelga, la tendencia espontánea es a que su organización recaiga en un único centro: la asamblea de todos los trabajadores y que esa asamblea reúna a todos los trabajadores con independencia de su nacionalidad, su sexo, el contrato de trabajo que tengan -sea fijo o temporal- y quién se lo firme -la empresa principal o una auxiliar. Cuando la huelga se extiende, los comités (electos, con mandato directo y revocables en cualquier momento) se unen a su vez en «comités de delegados» que, cuando las movilizaciones se generalizan, integran a su vez todo tipo de representaciones de las clases no explotadoras a través de asambleas de barrio, ciudad, etc.

En la clase trabajadora, «centralismo» no significa la adhesión a un principio formal, la defensa de una cierta tipología de estructuras de mando. Y desde luego, no significa concentrar el poder en una única persona o grupo, sino por el contrario, extender el ámbito de cualquier organización de lucha de la clase a todos sus miembros, reflejando el carácter universal que late bajo cada expresión de clase y anteponiéndolo a cualquier particularismo, a cualquier sentimiento o prejuicio, privilegio imaginario u opresión real. Dicho de otra manera, el centralismo es la expresión organizativa de la idea de unidad de la clase del proletariado como sujeto político universal.

En Francia e Italia, donde existe una situación política en que el derecho de reunión constituye un acto punible, la gente tiende con mucha fuerza a dejarse agrupar en sociedades secretas, cuyo resultado es siempre negativo. Por lo demás, este tipo de organización se halla en contradicción con el desarrollo del movimiento proletario, puesto que estas sociedades, en vez de educar a los trabajadores, los supeditan a las leyes místicas y autoritarias que entorpecen su independencia y dirigen su consciencia por derroteros falsos.

Marx. Discurso sobre las sociedades secretas. Sesión de la AIT en Londres el 22 de septiembre de 1871

La Comuna

Para entender las circunstancias que llevan a la proclamación de la Comuna de París en 1871, dejaremos que Engels nos cuente la revolución de 1848 y sus consecuencias.

Gracias al desarrollo económico y político de Francia a partir de 1789, la situación en París desde hace cincuenta años [los años 40 del siglo XIX] ha sido tal que no podía estallar allí ninguna revolución que no asumiese un carácter proletario, es decir, sin que el proletariado, que había pagado la.victoria con su sangre, presentase sus propias reivindicaciones después del triunfo conseguido. Estas reivindicaciones eran más o menos faltas de claridad y hasta del todo confusas, conforme al grado de desarrollo de los obreros de París en cada ocasión, pero, en último término, se reducían siempre a la eliminación del antagonismo de clase entre capitalistas y obreros. Claro está, nadie sabía cómo se podía conseguir esto. Pero la reivindicación misma, por vaga que fuese la manera de formularla, encerraba ya una amenaza al orden social existente; los obreros que la planteaban aún estaban armados; por eso, el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban al timón del Estado. De aquí que después de cada revolución ganada por los obreros estalle una nueva lucha, que termina con la derrota de éstos.

Así sucedió por primera vez en 1848. Los burgueses liberales de la oposición parlamentaria organizaban banquetes en los que abogaban por una reforma electoral que debía garantizar la dominación de su partido. Viéndose cada vez más obligados a apelar al pueblo en la lucha que sostenían contra el gobierno, no tenían más remedio que ceder la primacía a las capas radicales y republicanas de la burguesía y de la pequeña burguesía. Pero detrás de estos sectores estaban los obreros revolucionarios, que desde 1830 habían adquirido mucha más independencia política de lo que los burgueses e incluso los republicanos se imaginaban. Al producirse la crisis entre el gobierno y la oposición, los obreros comenzaron la lucha en las calles. Luis Felipe desapareció y con él la reforma electoral, viniendo a ocupar su puesto la República, y una república que los mismos obreros victoriosos calificaron de República «social». Sin embargo, nadie sabía con claridad, ni los mismos obreros, qué había que entender por la susodicha República social. Pero los obreros tenían ahora armas y eran una fuerza dentro del Estado. Por eso, tan pronto como los republicanos burgueses, que empuñaban el timón del gobierno, sintieron que pisaban terreno más o menos firme, se propusieron como primer objetivo desarmar a los obreros. Esto tuvo lugar cuando se les empujó a la Insurrección de Junio de 1848 violando manifiestamente la palabra dada, lanzándoles una burla abierta e intentando desterrar a los parados a una provincia lejana. El gobierno había cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de fuerzas Después de cinco días de lucha heroica, los obreros fracasaron. A esto siguió un baño de sangre entre prisioneros indefensos como jamás se había visto desde los días de las guerras civiles con las que se inició la caída de la República Romana. Era la primera vez que la burguesía mostraba a cuán desmedida crueldad de venganza es capaz de recurrir tan pronto como el proletariado se atreve a enfrentársele, como clase aparte con sus propios intereses y reivindicaciones.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

La división de la burguesía permite a un aventurero, Luis Napoleón Bonaparte, colocarse en una posición de juez y equilibrio entre las facciones burguesas, que le aceptan porque entienden que la «unidad» de su clase en el estado es fundamental para conjurar el peligro social. El proletariado, derrotado en junio, no tiene fuerzas para afirmar su autonomía y ve como un alivio la llegada al poder de Luis Bonaparte, que se hará primero con la Presidencia para luego acabar con el Parlamento y ser coronado como Napoleón III, un agente aparentemente independiente que promete protegerlo con vagas promesas de reforma social.

Declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera no la había adquirido aún.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

De este modo, el resultado final de la revolución del 48 es un proletariado masacrado y una burguesía dividida y asustada ante un «peligro obrero» que puede despertar en cualquier momento. De esas condiciones, de ese equilibrio paralizante entre clases surgirá en 1851 un nuevo régimen político, el «bonapartismo», que se presenta como único y necesario equilibrador de las clases en sus diferentes niveles de conflicto.

Si el proletariado no era todavía capaz de gobernar a Francia, la burguesía tampoco podía seguir gobernándola. Por lo menos en aquel momento, cuando la mayor parte de ella era aún de espíritu monárquico y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos, más un cuarto partido, el republicano. Sus disensiones internas permitieron al aventurero Luis Bonaparte apoderarse de todos los puestos de mando -ejército, policía, aparato administrativo- y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851, el último baluarte de la burguesía: la Asamblea Nacional. El Segundo Imperio inauguró la explotación de Francia por una cuadrilla de aventureros políticos y financieros, pero al mismo tiempo también inició un desarrollo industrial como jamás hubiera podido concebirse bajo el mezquino y asustadizo sistema de Luis Felipe, en las condiciones de la dominación exclusiva de sólo un pequeño sector de la gran burguesía. Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el Poder político con el pretexto de defenderlos a ellos, los burgueses, de los obreros, y, por otra parte, a éstos de aquéllos; pero, como contrapartida, su régimen estimuló la especulación y la actividad industrial; en una palabra, el auge y el enriquecimiento de toda la burguesía en proporciones hasta entonces desconocidas. Se desarrollaron todavía en mayores proporciones, claro está, la corrupción y el robo en masa, que pulularon en torno a la Corte imperial y obtuvieron buenos dividendos de este enriquecimiento.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

Como cualquier régimen burgués que pretende recuperar el liderazgo político de los trabajadores, el Segundo Imperio de Napoleón Bonaparte hará del nacionalismo y de las apelaciones al orgullo y la «gloria nacional» su bandera. Nacionalismo y expansionismo irán de la mano con el desarrollo capitalista acelerado durante el Segundo Imperio: es la época de la colonización de Argelia, de la ocupación de Vietnam y de la famosa expedición a México, pero también de la reivindicación permanente de la orilla izquierda del Rin, perdida tras la caída de Napoleón, entonces el mercado capitalista más rico de Europa continental.

El Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés (…) Proclamado el Segundo Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda del Rin, fuese de una vez o por partes, era simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la Guerra Austro-prusiana de 1866. (…) Napoleón no tenía otra salida que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a Wilhelmshöhe.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

Sedán sigue siendo hoy sinónimo de derrota militar desastrosa y Wilhelmshöhe símbolo de capitulación.

La consecuencia inevitable fue la Revolución de París del 4 de Septiembre de 1870. El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y nuevamente fue proclamada la República. Pero el enemigo estaba a las puertas. Los ejércitos del Imperio estaban sitiados en Metz sin esperanza de salvación o prisioneros en Alemania. En esta situación angustiosa, el pueblo permitió a los diputados parisinos del antiguo Cuerpo Legislativo constituirse en un «Gobierno de Defensa Nacional». Lo que con mayor gusto lo llevó a acceder a esto fue que, para los fines de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se habían alistado en la Guardia Nacional y estaban armados, de modo que los obreros representaban dentro de ella una gran mayoría. Pero el antagonismo entre el gobierno, formado casi exclusivamente por burgueses, y el proletariado en armas, no tardó en estallar. El 31 de octubre, batallones obreros tomaron por asalto el Hôtel de Ville y capturaron a algunos miembros del Gobierno. Gracias a una traición, a la violación descarada por el Gobierno de su palabra y a la intervención de algunos batallones pequeñoburgueses, aquéllos fueron puestos nuevamente en libertad y, para no provocar el estallido de la guerra civil dentro de una ciudad sitiada por un ejército extranjero, se permitió que el Gobierno hasta entonces en funciones siguiera actuando.

Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por el hambre, capituló. Pero con honores sin precedentes en la historia de las guerras. Los fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las armas de las tropas de línea y de la Guardia Móvil entregadas, y sus hombres, considerados prisioneros de guerra. Pero la Guardia Nacional conservó sus armas y sus cañones y se limitó a sellar un armisticio con los vencedores. Y éstos no se atrevieron a entrar triunfalmente en París. Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, el cual, además, se componía parcialmente de parques públicos, y eso ¡sólo por unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron cercados por los obreros armados de la capital, que velaban la guardia celosamente para que ningún «prusiano» traspasase los estrechos límites del rincón cedido al conquistador extranjero. Tal era el respeto que los obreros de París infundían a un ejército ante el cual habían rendido sus armas todas las tropas del Imperio. Y los junkers prusianos, que habían venido a tomar venganza en el hogar de la revolución, ¡no tuvieron más remedio que pararse respetuosamente y saludar a esta misma revolución armada!

Durante la guerra, los obreros de París habíanse limitado a exigir la enérgica continuación de la lucha. Pero ahora, sellada la paz después de la capitulación de París, Thiers, nuevo jefe del Gobierno, se vio obligado a entender que la dominación de las clases poseedoras -grandes terratenientes y capitalistas- estaba en constante peligro mientras los obreros de París tuviesen las armas en sus manos. Lo primero que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de marzo envió tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional la artillería de su pertenencia, pues había sido construida durante el asedio de París y pagada por suscripción pública. El intento falló; París se movilizó como un solo hombre para la resistencia y se declaró la guerra entre París y el Gobierno francés, instalado en Versalles.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

El Comité Central de la Guardia Nacional lanza un manifiesto el 18 de marzo donde expresa claramente la naturaleza de lo que está sucediendo.

Los proletarios de París, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos (…) Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de dus propios destinos, tomando el poder.

Manifiesto del Comité Central de la Guardia Nacional, 18 de marzo de 1871

A partir de ahí los acontecimientos se suceden a gran velocidad.

El 26 de marzo fue elegida la Comuna de París, y proclamada dos días más tarde, el 28 del mismo mes. El Comité Central de la Guardia Nacional, que hasta entonces había ejercido el gobierno, dimitió en favor de la Comuna, después de haber decretado la abolición de la escandalosa «policía de moralidad» de París.

El 30, la Comuna abolió la conscripción y el ejército permanente y declaró única fuerza armada a la Guardia Nacional, en la que debían enrolarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas. Condonó los pagos de alquiler de viviendas desde octubre de 1870 hasta abril de 1871, abonando a futuros pagos de alquileres las cantidades ya pagadas, y suspendió la venta de objetos empeñados en el Monte de Piedad de la ciudad.

El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros elegidos para la Comuna, pues «la bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial».

El 1 de abril se acordó que el sueldo máximo que podría percibir un funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta, no excedería de 6.000 francos (4.800 marcos) [el salario medio de un obrero]. Al día siguiente, la Comuna decretó la separación de la Iglesia y el Estado y la supresión de todas las asignaciones estatales para fines religiosos, así como la transformación de todos los bienes de la Iglesia en propiedad nacional; como consecuencia de esto, el 8 de abril se ordenó que se eliminasen de las escuelas todos los símbolos religiosos, imágenes, dogmas, oraciones, en una palabra, «todo lo que pertenece a la órbita de la consciencia individual», orden que fue aplicándose gradualmente.

El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban diariamente a los combatientes de la Comuna que capturaban, se dictó un decreto ordenando la detención de rehenes, pero éste nunca se puso en práctica. El día 6, el 137 Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle la guillotina y la quemó públicamente en medio de la aclamación popular.

El 12, la Comuna acordó que la Columna Triunfal de la plaza Vendôme, fundida con los cañones tomados por Napoleón después de la guerra de 1809, se demoliese por ser un símbolo de chovinismo e incitación al odio entre naciones. Esto fue cumplido el 16 de mayo.

El 16 de abril, la Comuna ordenó un registro estadístico de las fábricas cerradas por los patronos y la elaboración de planes para ponerlas en funcionamiento con los obreros que antes trabajaban en ellas, organizándolos en sociedades cooperativas, y que se planease también la agrupación de todas estas cooperativas en una gran unión.

El 20, la Comuna declaró abolido el trabajo nocturno de los panaderos y suprimió también las bolsas de empleo, que durante el Segundo Imperio eran un monopolio de ciertos sujetos designados por la policía, explotadores de primera fila de los obreros. Esas bolsas fueron transferidas a las alcaldías de los veinte arrondissements [distritos] de París.

El 30 de abril, la Comuna ordenó el cierre de las casas de empeño, que eran una forma de explotación privada a los obreros, y estaban en contradicción con el derecho de éstos a disponer de sus instrumentos de trabajo.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

Quedémonos con una primera idea importante: el 18 de marzo de 1871, por primera vez en la Historia, el proletariado toma poder. Lo ha «tomado» y se ha puesto a gobernar constituyendo un poder altamente centralizado, no ha destruido el estado burgués y declarado la anarquía, dejando todo lo demás a la espontaneidad de las masas y la libre voluntad de los individuos, como propugnaban por aquel entonces los bakuninistas. Pero ocurre algo esencial. Algo que contradecía las expectativas que había recogido el Manifiesto y que Marx va a distinguir con claridad desde la primera frase de su análisis:

Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.

El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura -órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo-, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo.(…)

Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el Poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase. Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del Estado.

La Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del Poder del Estado en nombre de la Revolución de Febrero [de 1848], lo usaron para provocar las matanzas de Junio, para probar a la clase obrera que la República «social» era la República que aseguraba su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que podían dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los «republicanos» burgueses.

Sin embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a los republicanos burgueses otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del Partido del Orden, coalición formada por todas las fracciones y fracciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno de capital asociado era la República Parlamentaria, con Luis Bonaparte como presidente. Fue éste un régimen de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude. Si la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era «la que menos los dividía» (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias imponían al Poder del Estado bajo regímenes anteriores, y, ante el amenazante alzamiento del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario -la Asamblea Nacional-, de todos sus medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste, en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

Es decir, el estado y sus instituciones han evolucionado como instrumentos de opresión de clase y han tomado forma en esa evolución de acuerdo a su función. Pero las funciones para las que la clase universal necesita un estado son justamente las contrarias.

La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de «República social», con que la Revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta República.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

Y la primera y más urgente de esas funciones es desarrollar su proceso de constitución en clase política.

Así, el carácter de clase del movimiento de París, que antes se había relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores extranjeros, apareció desde el 18 de marzo en adelante con rasgos enérgicos y claros. Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus decisiones se distinguían por un carácter marcadamente proletario. Estas, o bien decretaban reformas que la burguesía republicana sólo había renunciado a implantar por cobardía pero que constituían una base indispensable para la libre acción de la clase obrera, como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado, la religión es un asunto puramente privado; o bien la Comuna promulgaba decisiones que iban directamente en interés de la clase obrera, y en parte abrían profundas brechas en el viejo orden social.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

Las acciones de la Comuna aparecen como el despliegue, en rápidas etapas, de un programa de clase que se estaba confeccionando sobre la marcha.

París, sede central del viejo Poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de Thiers y los «rurales» de restaurar y perpetuar aquel viejo Poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, substituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se trata de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.

La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. (…)

Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del antiguo Gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el «poder de los curas», decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del Gobierno.

Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.

Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régimen comunal, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejercito permanente habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un período de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de Delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones formales) de sus electores.

Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un gobierno central, no se suprimirían, como se ha dicho, falseando intencionadamente la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales que, gracias a esta condición, serían estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el Poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, de la cual no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legitimas serían arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirlas a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de «representar» al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

La revocabilidad de los cargos y la centralización de lo común en el estado y de los «poderes» del estado en manos de las clases trabajadoras, es un hecho no solo importantísimo desde el punto de vista de clase sino además radicalmente novedoso, porque respondía de nuevo mediante una antítesis a la tendencia a la aparición de una «élite política» irremediablemente corrupta.

La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al Poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento.

¿Cuáles habían sido las características del Estado hasta entonces? En un principio, por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los órganos especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga, estos órganos, a cuya cabeza estaba el Poder estatal persiguiendo sus propios intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en señores de ella.

Esto puede verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en que los «políticos» formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en los EE.UU. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que se alternan en el Poder está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio, que especulan con los escaños de las asambleas legislativas de la Unión y de los distintos Estados Federados, o que viven de la agitación en favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando éste triunfa. Es sabido que los estadounidenses llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en los EE.UU. donde podemos ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la sociedad, de la que originariamente estaba destinado a ser un simple instrumento. Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente -fuera del puñado de hombres que montan la guardia contra los indios-, ni burocracia con cargos permanentes y derecho a jubilación. Y, sin embargo, en los EE.UU. nos encontramos con dos grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del Poder estatal y lo explotan por los medios más corruptos y para los fines más corruptos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes consorcios de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la saquean.

Contra esta transformación, inevitable en todos los Estados anteriores, del aparato estatal y sus órganos, de servidores de la sociedad en amos de ella, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y educacionales por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, pagaba a todos los funcionarios, altos y bajos, el mismo salario que a los demás trabajadores. El sueldo máximo asignado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos.

[Fue] esta [una] labor de destrucción del viejo Poder estatal y de su reemplazo por otro nuevo y verdaderamente democrático.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

La clase trabajadora crea y se sirve de instrumentos propios pero esos instrumentos solo son la forma política de la que la clase se dota para emancipar al trabajo, y con él a la sociedad entera, del poder del capital.

La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo.

Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser un atributo de una clase.

Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y escrito con tanta profusión durante los últimos sesenta años acerca de la emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el propietario de tierras no es más que el socio sumiso del capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción -la tierra y el capital- que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos del trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el «irrealizable» comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe -y no son pocos- se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, sino comunismo, comunismo «realizable»?

La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar par decret du peuple. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resulta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección profesoral de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias fantasías con un tono sibilino de infalibilidad científica.

Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus «superiores naturales» y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo de instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

Y tras contarnos cómo la Comuna supo encuadrar a la pequeña burguesía -artesanado, comerciantes y campesinos- Marx insiste en que en realidad, en lo que toca al programa de transición propiamente dicho…

La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros multas bajo los más diversos pretextos(…). Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones obreras, bajo reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huido que si habían optado por parar el trabajo.

Carlos Marx. La Guerra Civil en Francia, 1871.

Sí, «la gran medida social de la Comuna fue su propia existencia». Porque en realidad no puede sino maravillarnos la cantidad y coherencia de las medidas tomadas en tan solo dos meses para hacer avanzar, más allá incluso de lo imaginable unas semanas antes, el proceso de constitución en clase. Y si este avance asombroso, resulta aun más deslumbrante cuando lo contrastamos con los sectores y grupos militantes consolidados que proveyeron de dirigentes a los barrios y a la Guardia Nacional.

Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría integrada por los blanquistas, que habían predominado también en el Comité Central de la Guardia Nacional, y una minoría compuesta por afiliados a la Asociación Internacional de los Trabajadores, entre los que prevalecían los adeptos de la escuela socialista de Proudhon. En aquel tiempo, la gran mayoría de los blanquistas sólo eran socialistas por instinto revolucionario y proletario, sólo unos pocos habían alcanzado una mayor claridad de principios, gracias a Vaillant, que conocía el socialismo científico alemán.(…) Pero aún es más asombroso el acierto de muchas de las cosas que se hicieron, a pesar de estar compuesta la Comuna de proudhonianos y blanquistas. Por supuesto, cabe a los proudhonianos la principal responsabilidad por los decretos económicos de la Comuna, tanto en lo que atañe a sus méritos como a sus defectos; a los blanquistas les incumbe la responsabilidad principal por las medidas y omisiones políticas. Y, en ambos casos, la ironía de la historia quiso -como acontece generalmente cuando el Poder cae en manos de doctrinarios- que tanto unos como otros hiciesen lo contrario de lo que la doctrina de su escuela respectiva prescribía.

Proudhon, el socialista de los pequeños campesinos y maestros artesanos, odiaba positivamente la asociación. Decía de ella que tenía más de malo que de bueno; que era por naturaleza estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la libertad del obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrario por igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus inconvenientes crecían más de prisa que sus ventajas; que, frente a ella, la concurrencia, la división del trabajo y la propiedad privada eran fuerzas económicas. Sólo en los casos excepcionales -como los llama Proudhon- de la gran industria y las grandes empresas como los ferrocarriles, tenía razón de ser la asociación de los obreros (véase «Idée générale de la révolution», 3er. estudio).

Pero hacia 1871, incluso en París, centro de la artesanía artística, la gran industria había dejado ya hasta tal punto de ser un caso excepcional, que el decreto más importante de cuantos dictó la Comuna dispuso una organización para la gran industria, e incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de los obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas asociaciones en una gran unión; en resumen, en una organización que, como Marx dice muy bien en La Guerra Civil, forzosamente habría conducido finalmente al comunismo, o sea, al contrario directo de la doctrina proudhoniana.

No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas. Educados en la escuela de la conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones, no sólo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, podría mantenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al pequeño grupo dirigente. Esto suponía, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna? (…) La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al Poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

Esta reflexión sobre los blanquistas y proudhonianos será importantísima más adelante para explicar la relación entre Marx y Engels y los partidos socialdemócratas, en especial los alemanes. Anotémosla y dejémosla de momento de lado.

Mientras, volvamos a lo esencial: las lecciones de la Comuna en relación al estado. En primer lugar la Comuna cierra definitivamente las ilusiones de que el proletariado va a poder utilizar el aparato del estado o parte de él al hacerse con el poder. En segundo lugar queda claro que el nuevo estado que levanta el proletariado es el primero orientado y destinado a representar los intereses de toda la sociedad, como no podía ser menos en una clase universal y que por lo mismo, desde el primer día comienza a socavar la relación capital-trabajo, es decir, a abrir paso al comunismo, a la abundancia. Sobre la forma concreta quedan tan solo unos esbozos: la combinación de centralización política democrática, directa, con la conversión de las unidades productivas en verdaderas cooperativas de trabajo unidas en una estructura central bajo la comuna.

En los meses y años siguientes, Marx y Engels llevarán aun más lejos el análisis de esa «forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo». La Comuna estaba muy cerca de ser ese «representante de toda la sociedad» que todos los estados pretenden falsamente ser. A fin de cuentas era una estructura meramente funcional y electiva, sin burocracia ni cargos profesionales, que se sostuvo sobre el trabajo asociado y que lo centralizó preparándose para tomar formalmente la propiedad de los bienes de producción… Y eso, en realidad, ya no es un estado propiamente dicho. Porque…

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la República democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal que el proletariado hereda luego que triunfa en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, tal como hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los peores lados de este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado.

Federico Engels. Introducción a «La Guerra Civil en Francia», 1891

¿Y cómo se desharía? Eliminando completamente las clases y por tanto desapareciendo el propio proletariado como clase. Así, conforme el capital desapareciera como relación dominante en la producción y la sociedad, desaparecería el conflicto social, articulado alrededor de la relación capital-trabajo, conflicto que es el que da la razón de ser al estado.

Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es «abolido»; se extingue.

Federico Engels. Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico, 1878.

¿Por qué «se extingue»? ¿Por qué no desaparece en tanto que estado en el momento en que asume la propiedad de los bienes de producción?

Estatalizar la producción elimina el poder directo de la burguesía, pero no elimina el salariado, la relación capital-trabajo, de la cual la división en clases es solo una consecuencia. Para deshacerse del estado hay que eliminar completamente la dependencia del trabajo respecto al capital, independizarlo real e irreversiblemente… es decir, llegar a un estadio muy cercano a la abundancia, hacer posible una desmercantilización efectiva. Un proceso que, ya sabíamos, no puede imponerse en un decreto una vez alcanzado el poder porque depende del desarrollo de las fuerzas productivas.

XVII. ¿Será posible suprimir de golpe la propiedad privada?

No, no será posible, del mismo modo que no se puede aumentar de golpe las fuerzas productivas existentes en la medida necesaria para crear una economía colectiva. Por eso, la revolución podrá transformar paulatinamente la sociedad actual, y acabará con la propiedad privada únicamente cuada haya creado la necesaria cantidad de medios de producción.

Federico Engels. Principios del comunismo, 1847

Conforme cada sector vaya alcanzando una productividad lo suficientemente elevada como para poder eliminar el valor de cambio en sus relaciones con el resto del tejido productivo, el mismo estado, en tanto que gestor social de la escasez, simplemente se volvería innecesario. No habría que decidir quién puede y quién no acceder a un bien (que es lo que hacemos al ponerle un precio) y por tanto, la base última del conflicto, la escasez, perdería relevancia. Con ella, el estado se extinguiría.

Estamos ante la fase final de la clase, el paso del socialismo al comunismo propiamente dicho y que se resume en el viejo lema de los comunistas icarianos.

El nacimiento de la Socialdemocracia

Para entender el papel de Marx y Engels en la formación de la socialdemocracia alemana, tenemos que volver de nuevo a 1850 y recuperar a grandes trazos la historia de la Liga tras la revolución de 1848.

En 1850 Marx escribe una comunicación en nombre del Comité Central, desde Londres haciendo balance organizativo y político. En lo político constata la debilidad del proletariado, Alemania sigue siendo un país atrasado, dividido en infinitud de principados y pequeños reinos cada uno con su aduana y su moneda. Con una estructura productiva fundamentalmente agraria, la burguesía, para crear un mercado nacional, debe liderar la unificación reuniendo alrededor suya a las clases medias y a los trabajadores en una revolución democrática.

Hemos visto que los demócratas llegarán al Poder en la primera fase del movimiento, y que se verán obligados a proponer medidas más o menos socialistas (…) Los obreros deberán llevar al extremo las propuestas de los demócratas, que, como es natural no actuarán como revolucionarios, sino como simples reformistas. Estas propuestas deberán ser convertidas en ataques directos contra la propiedad privada. (…)

Aunque los obreros alemanes no puedan alcanzar el poder ni ver realizados sus intereses de clase sin haber pasado íntegramente por un prolongado desarrollo revolucionario, pueden por lo menos tener la seguridad de que esta vez el primer acto del drama revolucionario que se avecina coincidirá con el triunfo directo de su propia clase en Francia, lo cual contribuirá a acelerarlo considerablemente.

Pero la máxima aportación a la victoria final la harán los propios obreros alemanes cobrando consciencia de sus intereses de clase, ocupando cuanto antes una posición independiente de partido e impidiendo que las frases hipócritas de los demócratas pequeñoburgueses les aparten un solo momento de la tarea de organizar con toda independencia el partido del proletariado. Su grito de guerra debe ser: la revolución permanente.

Carlos Marx. Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas, marzo de 1850.

Pero resulta difícil que los obreros alemanes «cobren consciencia de sus intereses de clase» y el proletariado emerja como un sujeto político independiente, si sus grupos más conscientes se atomizan y dedican a lo local, donde casi inevitablemente acabarán bajo el liderazgo de la pequeña burguesía radical.

Mientras el partido democrático, el partido de la pequeña burguesía, fortalecía más y más su organización en Alemania, el partido obrero perdía su única base firme, a lo sumo conservaba su organización en algunas localidades, para fines puramente locales, y por eso, en el movimiento general, cayó por entero bajo la influencia y la dirección de los demócratas pequeñoburgueses. Hay que acabar con tal estado de cosas, hay que restablecer la independencia de los obreros.

Carlos Marx. Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas, marzo de 1850.

Lo que ocurrió en la práctica, como en 1852 contó Engels en «Revolución y Contrarrevolución en Alemania», fue que la burguesía, más temerosa de las fuerzas populares que interesada en romper el poder de las clases feudales que le habían oprimido hasta entonces, se alió con estas; y que la pequeña burguesía democrática fue absolutamente cobarde -y por tanto incompetente- para conducir al movimiento democrático a un enfrentamiento decisivo y abierto con el nuevo bloque reaccionario, perdiendo la confianza de los obreros y llevando al fin de la revolución

El resultado final fue que la unificación alemana la encabezará Bismarck a la cabeza del bloque reaccionario, no el primer parlamento democrático alemán. La contrarrevolución abrirá un periodo de represión abierta del movimiento obrero.

El grupo más activo de la Liga, el de Colonia, sufrió especialmente: buena parte de su documentación interna fue incautada por la policía, once de sus miembros fueron detenidos y se organizó un juicio espectacular que pretendía presentar a los comunistas como conspiradores a las órdenes de un malvado Marx londinense. Solo cuatro fueron absueltos y los restantes siete sufrieron penas de prisión. Marx escribió un librito destinado a la agitación durante el juicio, «Revelaciones sobre el proceso de los comunistas de Colonia» y Engels otro después resumiendo su curso y resultados, «El reciente proceso de Colonia»; pero ninguno de los dos tuvieron ya impacto. La victoria de la contrarrevolución va seguida siempre de la represión y el desánimo. El juicio y las leyes represivas que le siguieron fueron el verdadero final de la Liga en Alemania.

En 1863, en plena resaca y desmovilización de la ola revolucionaria, se crea en Leipzig la «Asociación General de Trabajadores de Alemania» recogiendo antiguos militantes de la Liga y ex-combatientes de la revolución del 48. Su fundador, Ferdinand de Lassalle, la presenta como el «primer partido obrero independiente alemán». Lassalle es un abogado brillante, carismático y polémico con ambiciones de político profesional, que ve la oportunidad de cabalgar un movimiento que está todavía desarticulado. Toma ideas de Marx, las mezcla con consignas antiguas del socialismo francés y las adapta para su aceptabilidad por Bismarck, cabeza de la reacción que está conspirando para reunificar Alemania en torno a los intereses de los «junkers», los aristócratas latifundistas y protestantes prusianos. Bismarck ve en un movimiento obrero domesticado la oportunidad de mantener debilitados y temerosos a sus aliados burgueses.

[Lassalle] Hasta 1862 fue, en su actuación práctica, un demócrata vulgar específicamente prusiano con marcadas inclinaciones bonapartistas (precisamente acabo de releer sus cartas a Marx); luego cambió súbitamente por razones puramente personales y comenzó sus campañas de agitación; y no habían transcurrido dos años, cuando propugnaba que los obreros debían tomar partido por la monarquía contra la burguesía, y se enzarzó en tales intrigas con Bismarck, afín a él en carácter, que forzosamente le habrían conducido a traicionar de hecho el movimiento si, por suerte para él, no le hubiesen pegado un tiro a tiempo. En sus escritos de agitación, las verdades que tomó de Marx están tan embrolladas con sus propias elucubraciones, generalmente falsas, que resulta difícil separar unas cosas de otras.

Federico Engels. Carta a Kautsky, 23 de febrero de 1891

En 1869, en el pueblo de Eisenach, en Turingia, dos discípulos de Marx en Londres, Wilhem Liebknech y August Bebel, lideran un reagrupamiento de grupos y militantes que quedan de la Liga en Alemania. El resultado es el Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania («SDAP»). El nuevo partido, construido alrededor de las tesis marxistas, sufre las leyes de excepción bismarckianas y la represión constante de la policía prusiana. Pero la ola de la contrarrevolución está acabando y la nueva organización es expresión de un nuevo proceso de constitución de la clase de la que la fundación de la AIT ha sido la primera expresión y que acabará en la Comuna, la primera dictadura del proletariado.

La nueva organización, que crece en paralelo al desarrollo de los sindicatos, consigue éxitos históricos: en 1867 Bebel y Liebknecht son los primeros obreros elegidos miembros del parlamento alemán. En 1870 ambos irán -durante cuatro años- a la cárcel por defender la posición del partido sobre la guerra con Francia: es una guerra imperialista entre dos naciones ya capitalistas en la que el proletariado, clase universal, solo pondrá los muertos.

La guerra será seguida en Alemania de la proclamación del Imperio. Lassalle ha muerto y, con la burguesía aterrorizada por lo que ha visto en la Comuna en París y el Imperio ya constituido, los lassalleanos dejan de ser interesantes a la estrategia de Bismarck. El lassalleanismo entra en descomposición y se acerca a los marxistas. Liebknecht y los militantes alemanes ven la oportunidad de agrupar a todos los obreros atraídos por el socialismo en una única organización. Se llegan a acuerdos y se prepara un congreso de unificación en Gotha en 1875. En ese momento, con la Internacional agonizante pero aun en plena batalla contra los desastre creados por los bakuninistas, Marx y Engels descubren con pavor que el programa que se piensa aprobar es una reivindicación póstuma del lassalleanismo e intervienen con una serie de cartas y escritos.

La «Crítica del programa de Gotha» es famosa por su definición del comunismo bajo la fórmula cabetiana y su insistencia en que el comunismo, como estadio económico, significa necesariamente desmercantilización. Pero lo que nos interesa en este momento es qué lleva a Marx y Engels a intervenir e incluso amenazar con desvincularse públicamente del partido si aprueba ese programa. Dicho de otro modo: qué es más importante que crecer en número, multiplicar la estructura de la organización de los militantes y representar al proletariado como una fuerza política nacional, que es lo que ofrecía la unificación de Gotha.

En primer lugar, Marx pone en valor la teoría. En el proceso de constitución del proletariado en clase política, la teoría no es un adorno de ocasión, sino una verdadera conquista. No pueden hacerse concesiones y marchas atrás esperando que puedan compensarse con otras cosas sin comprometer el proceso en su conjunto.

Cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas. Por lo tanto, si no era posible -y las circunstancias del momento no lo consentían- ir más allá del programa de Eisenach, habría que haberse limitado, simplemente, a concertar un acuerdo para la acción contra el enemigo común. Pero, cuando se redacta un programa de principios (en vez de aplazarlo hasta el momento en que una más prolongada actuación conjunta lo haya preparado), se colocan ante todo el mundo los jalones por los que se mide el nivel del movimiento del Partido.

Carlos Marx. Carta a Bracke, 5 de mayo de 1875.

Engels se expresa en términos similares en su correspondencia con Bebel.

En general, importan menos los programas oficiales de los partidos que sus actos. Pero un nuevo programa es siempre, a pesar de todo, una bandera que se levanta públicamente y por la cual los de fuera juzgan al partido. No debería, por tanto, en modo alguno, representar un retroceso como el que representa éste, comparado con el de Eisenach. Y habría también que tener en cuenta lo que los obreros de otros países dirán de este programa; la impresión que ha de producir esta genuflexión de todo el proletariado socialista alemán ante el lassalleísmo.

Federico Engels. Carta a Bebel 18-28 de marzo de 1875

Pero la crítica de Marx y Engels, que puede parecer incluso excesivamente suspicaz en una lectura descontextualizada, en realidad tiene una línea argumental clara: el lassallianismo que impregna el programa de Gotha orienta a los trabajadores a abandonar la idea de la centralidad de la producción y el trabajo. Al poner la «distribución» (el consumo y la capacidad de consumo) en el centro de lo que el programa llama púdicamente «el problema social», acepta una superstición legalista y democrática cuyo resultado a medio plazo no puede ser otro que el chalaneo con el nacionalismo y la consecuente renuncia al internacionalismo.

Es equivocado, en general, tomar como esencial la llamada distribución y poner en ella el acento principal. La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias condiciones de producción. Y ésta es una característica del modo mismo de producción. Por ejemplo, el modo capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones materiales de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo es propietaria de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este modo los elementos de producción, la actual distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto determinaría, por sí solo, una distribución de los medios de consumo distinta de la actual. El socialismo vulgar (y por intermedio suyo, una parte de la democracia) ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

La orientación lassalliana hacia el consumo no es inocente, lleva el foco hacia un lugar «sujeto a derecho», regulable por el estado y por tanto limitado a sus intereses.

¿Acaso las relaciones económicas son reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones económicas? ¿No se forjan también los sectarios socialistas las más variadas ideas acerca del reparto «equitativo»? (…) El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

Y a partir de ahí el Lassallianismo desactiva el papel de la lucha de clases y reduce el avance del socialismo a… las subvenciones públicas y el cooperativismo creado desde el estado.

Después de la «ley de bronce» de Lassalle, viene la panacea del profeta. Y se le «prepara el camino» de un modo digno. La lucha de clases existente es sustituida por una frase de periodista: «el problema social», para cuya «solución» se «prepara el camino». La «organización socialista de todo el trabajo» no resulta del proceso revolucionario de transformación de la sociedad, sino que «surge» de «la ayuda del Estado», ayuda que el Estado presta a las cooperativas de producción «creadas» por él y no por los obreros. ¡Es digno de la fantasía de Lassalle eso de que con empréstitos del Estado se puede construir una nueva sociedad como se construye un nuevo ferrocarril! (…)

El que los obreros quieran establecer las condiciones de producción colectiva en toda la sociedad y ante todo en su propio país, en una escala nacional, sólo quiere decir que laboran por subvertir las actuales condiciones de producción, y eso nada tiene que ver con la fundación de sociedades cooperativas con la ayuda del Estado. Y, por lo que se refiere a las sociedades cooperativas actuales, éstas sólo tienen valor en cuanto son creaciones independientes de los propios obreros, no protegidas ni por los gobiernos ni por los burgueses.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

Por eso Engels le dice a Bebel, que:

En el aspecto teórico, es decir, en lo que es decisivo para el programa, nuestro partido no tiene absolutamente nada que aprender de los de Lassalle, pero ellos sí que tienen que aprender de él; la primera condición para la unidad debía haber sido que dejasen de ser sectarios, que dejasen de ser lassalleanos, y, por tanto y ante todo, que renunciasen a la panacea universal de la ayuda del Estado, o por lo menos, que la reconociesen como una de tantas medidas transitorias y secundarias.

Federico Engels. Carta a Bebel 18-28 de marzo de 1875

Dicho con toda la contundencia propia de Marx:

Pese a todo su cascabeleo democrático, el programa está todo él infestado hasta el tuétano de la fe servil de la secta lassalleana en el Estado; o -lo que no es nada mejor- de la superstición democrática; o es más bien un compromiso entre estas dos supersticiones igualmente lejanas del socialismo.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

Como no podía ser menos, el remate del programa de Gotha es «reclamar» al estado que tome en sus manos la nacionalización de las consciencias a través del sistema de educación pública universal.

Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y, como se hace en los Estados Unidos, velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado, y otra cosa completamente distinta es nombrar al Estado educador del pueblo! Lo que hay que hacer es más bien substraer la escuela a toda influencia por parte del gobierno y de la Iglesia.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

El resultado final y verdaderamente esencial es aun más mezquino. Lassalle abría las puertas a apoyar el proteccionismo que se entreveía como uno de los pilares de la política económica bismarckiana. Apoyar el proteccionismo no es en realidad sino diluir la práctica política de la clase obrera al apoyo de una parte de la burguesía frente a otra, confundir los intereses de clase -mundiales y globalizadores- con los de las secciones más dependientes del estado de la burguesía local.

Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, «por su forma». Pero «el marco del Estado nacional de hoy», por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, «dentro del marco» del mercado mundial, y políticamente, «dentro del marco» de un sistema de Estados. Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo de política internacional.

¿Y a qué reduce su internacionalismo el Partido Obrero Alemán? A la consciencia de que el resultado de sus aspiraciones «será la fraternización internacional de los pueblos», una frase tomada de la Liga burguesa por la Paz y la Libertad, que se quiere hacer pasar como equivalente de la fraternidad internacional de las clases obreras, en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos. ¡De los deberes internacionales de la clase obrera alemana no se dice, por tanto, ni una palabra! ¡Y esto es lo que la clase obrera alemana debe contraponer a su propia burguesía, que ya fraterniza contra ella con los burgueses de todos los demás países, y a la política internacional de conspiración del señor Bismarck!

La profesión de fe internacionalista del programa queda, en realidad, infinitamente por debajo de la del partido librecambista. También éste afirma que el resultado de sus aspiraciones será «la fraternización internacional de los pueblos». Pero, además, hace algo por internacionalizar el comercio, y no se contenta, ni mucho menos, con la consciencia de que todos los pueblos comercian dentro de su propio país.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

Muerto el internacionalismo, muerto el carácter de clase del programa. No es posible un programa ni una sola acción de clase que niegue por activa o por pasiva la naturaleza universal de la clase. Y sin embargo no se están reclamando cosas ajenas o fantásticas a la imaginación y cotidianidad de los trabajadores: la coordinación de las luchas, la respuesta unida contra la guerra, la no culpabilización al obrero de otro país de la explotación propia…

Se reniega prácticamente por completo, para el presente, del principio internacionalista del movimiento obrero, ¡y esto lo hacen hombres que por espacio de cinco años y en las circunstancias más duras mantuvieron de un modo glorioso este principio! La posición que ocupan los obreros alemanes a la cabeza del movimiento europeo se debe, esencialmente, a la actitud auténticamente internacionalista mantenida por ellos durante la guerra; ningún otro proletariado se hubiera portado tan bien. ¡Y ahora va a renegar de este principio, en el momento en que en todos los países del extranjero los obreros lo recalcan con la misma intensidad que los gobiernos tratan de reprimir todo intento de imponerlo en una organización! ¿Y qué queda en pie del internacionalismo del movimiento obrero? ¡La pálida perspectiva, no ya de una futura acción conjunta de los obreros europeos para su emancipación, sino de una futura «fraternidad internacional de los pueblos», de los «Estados Unidos de Europa» de los burgueses de la Liga por la Paz!

No había, naturalmente, por qué hablar de la Internacional como tal. Pero al menos no debía haberse dado ningún paso atrás respecto al programa de 1869 y decir, por ejemplo, que aunque el Partido Obrero Alemán actúa, en primer término, dentro de las fronteras del Estado del que forma parte (no tiene ningún derecho a hablar en nombre del proletariado europeo, ni, sobre todo, a decir, nada que sea falso), tiene consciencia de su solidaridad con los obreros de todos los países y estará siempre dispuesto a seguir cumpliendo, como hasta ahora, con los deberes que esta solidaridad impone. Estos deberes existen, aunque uno no se considere ni se proclame parte de la Internacional; son, por ejemplo, el deber de ayudar en caso de huelga y paralizar el envío de esquiroles, preocuparse de que los órganos del partido informen a los obreros alemanes sobre el movimiento extranjero, organizar campañas de agitación contra las guerras dinásticas inminentes o que han estallado ya, una actitud frente a éstas como la mantenida ejemplarmente en 1870 y 1871, etc.

Federico Engels. Carta a Bebel 18-28 de marzo de 1875

Todo esto es tanto más llamativo como que se escribe y se dice en mitad de la ola contrarrevolucionaria que siguió al aplastamiento de la Comuna de París. En un momento en el que la Internacional está a punto de disolverse formalmente. Pero es que Marx y Engels tienen claro que:

La acción internacional de las clases obreras no depende, en modo alguno, de la existencia de la «Asociación Internacional de los Trabajadores». Esta fue solamente un primer intento de crear para aquella acción un órgano central; un intento que, por el impulso que dio, ha tenido una eficacia perdurable, pero que en su primera forma histórica no podía prolongarse después de la caída de la Comuna de París.

Carlos Marx. Glosas marginales al programa del partido obrero alemán, 1875.

Haciendo un balance, el abordaje que Marx y Engels hacen del programa de Gotha nos muestra que:

  1. Los programas y la teoría no son adornos ni deberían estar sometidos a criterios de «oportunidad», son elementos fundamentales en el proceso de toma de consciencia y por tanto de la constitución de la clase a nivel mundial.
  2. Por eso ante cualquier acción conjunta de militantes o fusión organizativa es preferible hacer un programa de «mínimo común» que no renuncie a nada y desarrollar luego a partir de las lecciones de la práctica, que hacer un concesiones que comprometan lo aprendido históricamente.
  3. Las ilusiones pequeñoburguesas heredadas del siglo XIX se han transformado pero básicamente apuntan una y otra vez a los mismos temas: el fin de la centralidad de la producción y el trabajo, la superstición legalista y democratista, las falsas esperanzas en una «revolución desde arriba» o en una catástrofe que nos quite la responsabilidad del trabajo por hacer, etc. Al final todas estas «ideas» llevan siempre a distintas formas de aceptación del nacionalismo y por tanto a la negación de la clase mundial como sujeto político.
  4. La frontera infranqueable a la hora de aceptar el trabajo conjunto entre militantes o la integración de grupos es el internacionalismo. La toma de partido por sectores de la burguesía dentro de un mismo país o de un país contra la de otros, implica descarrillar la constitución de la clase en sujeto político independiente y universal.

De fondo siempre queda la pregunta de si los militantes deben tomarse tan en serio su propia actividad. ¿Es tan grave lo que unos cuantos puedan pensar y hacer, acertar o equivocarse cuando no tiene una repercusión inmediata en la lucha de clases? Es verdad que los debates entre militantes parecen sencillamente intrascendentes en los periodos de contrarrevolución y retroceso, meras «cuestiones teóricas» que pueden pasarse por alto ante oportunidades políticas reales de «cambiar las cosas». Y sin embargo no hay un solo avance real en toda la historia del movimiento que no se haya basado en la aplicación por la clase como un todo de lo aprendido por sus grupos más conscientes en sus batallas y derrotas. Aplicación que habría sido impensable sin la existencia de organizaciones independientes de internacionalistas -es decir de anti-nacionalistas obreros- dedicadas a la reflexión y la difusión, que se lo tomaban lo suficientemente en serio como para «transportar lo aprendido» a través de las subidas y bajadas del proceso de constitución como clase.

Socialismo pequeñoburgués y oportunismo

En 1875 la crítica de Marx al programa de Gotha no tuvo un efecto directo. El programa se aprobó tal cual y aunque en las bases erosionó la confianza en la nueva dirección, sirvió para legitimar el lassallianismo y por tanto para mostrar que el movimiento obrero alemán era mucho más débil en sus fundamentos ideológicos de lo que parecía. El resultado no se hizo esperar: una cohorte de académicos se lanzó sobre el joven movimiento socialista dispuesto a vender sus teorías y sublime capacidad de liderazgo intelectual. De todo aquello nos ha quedado, a pesar de todo, una joya: el «Anti-Dühring» de Engels.

Desde hace algún tiempo, en Alemania brotan por docenas, como las setas después de la lluvia, de la noche a la mañana, los sistemas filosóficos, y principalmente los sistemas de filosofía de la naturaleza, para no hablar de los innumerables sistemas nuevos de política, economía política, etc. (…) Hasta el socialismo alemán, sobre todo desde que el señor Dühring dio el buen ejemplo, ha hecho últimamente grandes progresos en este arte del sublime absurdo.

Federico Engels. Prólogo al Anti-Dühring, 1878.

Engels escribe el «Anti-Dühring» forzado por el eco que Dühring y otros émulos tienen sobre un socialismo debilitado por la integración acrítica del lassalleanismo. En una clase que solo se puede constituir en tal en la medida en que es capaz de afirmarse como proyecto universal, contemporizar en vez de clarificar es retroceder, debilitarse. No solo los intelectuales universitarios captan la flaqueza expresada en Gotha, sino el estado. Poco menos de cuatro meses después de que Engels acabe sus artículos contra el plúmbeo y pretencioso Dühring, el 21 de octubre de 1878, Bismarck consigue aprobar en el Parlamento las famosas Leyes Antisocialistas. Básicamente un estado de excepción permanente contra la expresión política del Proletariado. Pero al espantar a buena parte de la pequeña burguesía intelectual, el efecto paradójico es un fortalecimiento del partido.

Nuestros muchachos de Alemania, son realmente tipos magníficos, ahora que la Ley Antisocialista los ha librado de los caballeros «cultos» que antes de 1878 habían intentado enseñarles a los obreros desde las alturas de su ignorante confusión universitaria, intento al que desgraciadamente se prestaron demasiados dirigentes. Esa podrida basura todavía no ha sido barrida del todo, pero de todos modos el movimiento ha vuelto a un cauce netamente revolucionario. Eso es justamente lo espléndido de nuestros muchachos, el que la masa es mucho mejor que casi todos sus líderes, y ahora que la Ley Antisocialista obliga a las masas a hacer el movimiento por sí mismas, y que la influencia ha quedado reducida al mínimo, las cosas van mejor que nunca.

Federico Engels. Carta a J.P. Becker, 22 mayo de 1883.

Aunque hoy nos resulte difícil imaginarlo, Alemania es entonces todavía un país agrario, con grandes masas campesinas y por tanto pequeñoburguesas. La pequeña burguesía es una clase que está siendo triturada continuamente por el desarrollo y concentración del capital e impulsada hacia la proletarización. Cuando actúa adelantando su posición de la que tiene a la que va a tener, cuando piensa como parte del proletariado al que se ve abocada, puede unirse a este y ser clave en el proceso revolucionario. Pero cuando propone medidas para intentar sostener su posición como clase, cuando se enfrenta a la burguesía para frenar la expansión del capital, entonces es una clase reaccionaria y su influencia sobre los trabajadores es sencillamente venenosa, extendiendo ideas sobre la concordia entre clases. Este es el carácter del «socialismo» y la «socialdemocracia» pequeñoburguesas cuando se organizan como partido. Como escribía ya Marx en 1852 sobre la socialdemocracia francesa:

El carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía. Por mucho que difieran las medidas propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se adorne con concepciones más o menos revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este contenido es la transformación de la sociedad por la vía democrática, pero una transformación dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe creerse que los representantes democráticos son todos shopkeepers [tenderos] o gentes que se entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su cultura y su situación individual. Lo que les hace representantes de la pequeña burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños burgueses en modo de vida; que, por tanto, se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsan a aquéllos prácticamente, el interés material y la situación social. Tal es, en general, la relación que existe entre los representantes políticos y literarios de una clase y la clase por ellos representada.

Carlos Marx. El 18 Brumario de Napoleón Bonaparte, 1852

En la situación de la Alemania de las leyes antisocialistas, con un partido proletario en alza, es a cierto punto inevitable que la pequeña burguesía se introduzca en el partido obrero y reproduzca en el los discursos que en su ausencia haría en un partido independiente.

La pelea ocurrida en el partido alemán no me ha sorprendido. En un país pequeñoburgués como Alemania, el Partido no tiene más remedio que tener un ala derecha pequeñoburguesa y «culta» de la que se zafe en el momento decisivo. El socialismo pequeñoburgués data en Alemania de 1844, y ya fue criticado en el Manifiesto Comunista. Es tan inmortal como la pequeña burguesía alemana misma. Mientras estén en vigor las leyes antisocialistas, no estoy en favor de que nosotros provoquemos la escisión, porque nuestras armas no son parejas. Pero si los caballeros provocan por sí mismos la escisión al suprimir el carácter proletario del partido y al tratar de remplazarlo por unas filantropía estético-sentimental y artesanal, sin fuerza ni vida ¡entonces debemos tomarlo como venga!

Federico Engels. Carta a J.P. Becker, 15 de junio de 1885.

El caso es que al aligerar el peso de la pequeña burguesía sobre el partido, este se fortaleció y supo aprovechar las debilidades del estado y los huecos de la ley que le prohibía. El Imperio alemán era en realidad una federación de principados con notable autonomía local y no todos reprimieron con igual saña a los socialistas. Estos además aprendieron a cumplir formalmente las leyes. Se publicaba y hablaba en público dentro de los límites del estado de excepción permanente, es decir, sin prensa propia y con la amenaza permanente de la represión, presentando a las elecciones candidatos a título de independientes o por candidaturas locales sin vinculación formal con el partido ahora ilegal. Esta añagaza sirvió, como cuenta Engels, para hablar con una libertad mucho mayor a los trabajadores de la que se permitía en los mítines pero también con «mayor autoridad» al poder imperial y sus partidos. Por desgracia también explica la característica independencia del grupo parlamentario respecto al partido alemán

El partido fue temporalmente destrozado y, en 1881, el número de votos descendió a 312.000. Pero se sobrepuso pronto y ahora, bajo el peso de la ley de excepción, sin prensa; sin una organización legal, sin derecho de asociación ni de reunión, fue cuando comenzó verdaderamente a difundirse con rapidez 1884: 550.000 votos; 1887: 763.000; 1890: 1.427.000. Al llegar aquí, se paralizó la mano del Estado. Desapareció la ley contra los socialistas y el número de votos socialistas ascendió a 1.787.000, más de la cuarta parte del total de votos emitidos. El Gobierno y las clases dominantes habían apurado todos los medios; estérilmente, sin objetivo y sin resultado alguno. Las pruebas tangibles de su impotencia, que las autoridades, desde el sereno hasta el canciller del Reich, habían tenido que tragarse —¡y que venían de los despreciados obreros!—, estas pruebas se contaban por millones. El Estado había llegado a un atolladero y los obreros apenas comenzaban su avance.

El primer gran servicio que los obreros alemanes prestaron a su causa consistió en el mero hecho de su existencia como Partido Socialista que superaba a todos en fuerza, en disciplina y en rapidez de crecimiento. Pero además prestaron otro: suministraron a sus camaradas de todos los países un arma nueva, una de las más afiladas, al hacerles ver cómo se utiliza el sufragio universal.

El sufragio universal existía ya desde hacía largo tiempo en Francia, pero se había desacreditado por el empleo abusivo que había hecho de él el Gobierno bonapartista. Y después de la Comuna no se disponía de un partido obrero para emplearlo. También en España existía este derecho desde la República, pero en España todos los partidos serios de oposición habían tenido siempre por norma la abstención electoral. Las experiencias que se habían hecho en Suiza con el sufragio universal servían también para todo menos para alentar a un partido obrero. Los obreros revolucionarios de los países latinos se habían acostumbrado a ver en el derecho de sufragio una añagaza, un instrumento de engaño en manos del Gobierno. En Alemania no ocurrió así. Ya el «Manifiesto Comunista» había proclamado la lucha por el sufragio universal, por la democracia, como una de las primeras y más importantes tareas del proletariado militante, y Lassalle había vuelto a recoger este punto. Y cuando Bismarck se vio obligado a introducir el sufragio universal como único medio de interesar a las masas del pueblo por sus planes, nuestros obreros tomaron inmediatamente la cosa en serio y enviaron a Augusto Bebel al primer Reichstag Constituyente. Y, desde aquel día, han utilizado el derecho de sufragio de un modo tal, que les ha traído incontables beneficios y ha servido de modelo para los obreros de todos los países. Para decirlo con las palabras del programa marxista francés, han transformado el sufragio universal de «moyen de duperie qu’il a été jusqu’ici en instrument d’émancipation» —de medio de engaño, que había sido hasta aquí, en instrumento de emancipación. Y aunque el sufragio universal no hubiese aportado más ventaja que la de permitirnos hacer un recuento de nuestras fuerzas cada tres años; la de acrecentar en igual medida, con el aumento periódicamente constatado e inesperadamente rápido del número de votos, la seguridad en el triunfo de los obreros y el terror de sus adversarios, convirtiéndose con ello en nuestro mejor medio de propaganda; la de informarnos con exactitud acerca de nuestra fuerza y de la de todos los partidos adversarios, suministrándonos así el mejor instrumento posible para calcular las proporciones de nuestra acción y precaviéndonos por igual contra la timidez a destiempo y contra la extemporánea temeridad; aunque no obtuviésemos del sufragio universal más ventaja que ésta, bastaría y sobraría. Pero nos ha dado mucho más. Con la agitación electoral, nos ha suministrado un medio único para entrar en contacto con las masas del pueblo allí donde están todavía lejos de nosotros, para obligar a todos los partidos a defender ante el pueblo, frente a nuestros ataques, sus ideas y sus actos; y, además, abrió a nuestros representantes en el parlamento una tribuna desde lo alto de la cual pueden hablar a sus adversarios en la Cámara y a las masas fuera de ella con una autoridad y una libertad muy distintas de las que se tienen en la prensa y en los mítines. ¿Para qué les sirvió al Gobierno y a la burguesía su ley contra los socialistas, si las campañas de agitación electoral y los discursos socialistas en el parlamento constantemente abrían brechas en ella?

Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organizaba la dominación de la burguesía ofrecían nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales de artesanos, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el Gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales.

Federico Engels. Introducción a «La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850», 1895.

En 1890 muere Guillermo I. Caen con él Bismarck y las leyes antisocialistas. Los candidatos socialistas suman casi millón y medio de votos. Es el momento de un nuevo congreso. Tendrá lugar en Erfurt en 1891. La redacción del programa se encarga a Kautsky, asistido por Berstein, entonces considerado un discípulo ortodoxo de Engels. El programa pretende no solo resolver lo que se había dejado sin hacer en Gotha, pretende ser un modelo para la socialdemocracia de toda Europa.

Engels, cuyo aporte será recogido casi en su totalidad, descubre que bajo las cicatrices de Gotha sigue estando el pus del oportunismo y la contemporización lassalliana con Bismarck. Se da cuenta de que el problema de fondo va más allá de incomprensiones concretas o expresiones más o menos afortunadas: hay una tendencia oportunista en el partido que bajo la excusa de cumplir con la ley antisocialista, está dispuesta a poner el propio cuerpo para «cubrir la desnudez» del régimen absolutista germano.

El proyecto actual se distingue muy ventajosamente del programa anterior. Los numerosos restos de una vieja tradición —tanto la específicamente lassalleana, como la socialista vulgar— han sido eliminados en lo fundamental; desde el punto de vista teórico, el proyecto ha sido redactado, en conjunto, sobre la base de la ciencia actual, lo que hace posible discutirlo sobre dicha base. (…)

Las reivindicaciones políticas del proyecto tienen un gran defecto. No dicen lo que precisamente debían decir. Si todas esas 10 reivindicaciones fuesen satisfechas, tendríamos en nuestras manos más medios para lograr nuestro objetivo político principal, pero no lograríamos ese objetivo. (…) Hasta qué punto eso es necesario lo prueba precisamente ahora el oportunismo que comienza a propagarse en una gran parte de la prensa socialdemócrata. Por temor a un restablecimiento de la ley contra los socialistas o recordando ciertas opiniones emitidas prematuramente en el período de la vigencia de dicha ley, se quiere ahora que el partido reconozca el orden legal actual de Alemania suficiente para el cumplimiento pacífico de todas sus reivindicaciones. Quieren convencer a sí mismos y al partido de que «la sociedad actual se integra en el socialismo», sin preguntarse si con ello no está obligada a rebasar el viejo orden social; si no debe hacer saltar esta vieja envoltura con la misma violencia con que un cangrejo rompe la suya; si, además, no tiene que romper en Alemania las cadenas del régimen político semiabsolutista y, por añadidura, indeciblemente embrollado (…) en Alemania, donde el gobierno es casi omnipotente, donde el Reichstag y todas las demás instituciones representativas carecen de poder efectivo, proclamar en Alemania tales cosas y, además, sin necesidad, significa quitar la hoja de parra al absolutismo y colocarse uno mismo para encubrir la desnudez.

Federico Engels. Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemocrata de 1891, 1891

Esa tendencia conciliadora se manifestaría ya en aquel mismo congreso cuando los grupos parlamentarios de Württemberg, Baviera y Baden propongan participar en la negociación de los presupuestos, contradiciendo la línea general del partido que rechazaba toda colaboración parlamentaria en la gestión del estado. Los bávaros, que tendrán un duro enfrentamiento con Liebknecht llevarán congreso tras congreso la propuesta y acabarán rompiendo la disciplina y comenzando la colaboración de clases en el parlamento de su lander.

La diferencia entre el socialismo pequeñoburgues de los «cultos» de años anteriores y el oportunismo que brota en el partido con los avances parlamentarios es que si el primero se expresa teóricamente como una utopía armonista, el segundo se desarrolla en la banalidad y la insustancialidad teórica apelando a la sensatez y las necesidades técnicas, organizativas, de crecimiento del propio partido o a las características particulares de algunas regiones. El oportunismo es más una actitud que «se hace pero no se dice» que un programa abierto, aunque cuando gana el terreno de la práctica acaba imponiéndose como un «reconocimiento de la realidad». Este carácter escurridizo del oportunismo limita la capacidad de respuesta del partido, pues las actitudes son, en principio, intangibles y su corrección difícil si no se quiere convertir a la organización en una máquina dogmática y autoritaria que ahogue el debate abierto. Sin embargo la ocasión de un debate abierto y claro surgirá y lo hará, no por casualidad, allí donde el partido obrero hace un programa específicamente para la pequeña-burguesía: a raíz del «problema campesino».

El líder de los socialdemócratas en Baviera, Georg von Vollmar, al que Bebel ya había intentado expulsar del partido en 1891 por votar en los presupuestos regionales bávaros en nombre de las «condiciones particulares de Baviera», defenderá que para ganar al campesinado bávaro habría que hacer «concesiones» en el programa agrario a las ilusiones de los pequeños campesinos.

Por pequeño campesino entendemos aquí el propietario o arrendatario —principalmente el primero— de un pedazo de tierra no mayor del que pueda cultivar, por regla general, con su propia familia, ni menor del que pueda sustentar a ésta. Este pequeño campesino es, por tanto, como el pequeño artesano, un obrero que se distingue del proletario moderno por el hecho de hallarse todavía en posesión de sus medios de trabajo; es, por consiguiente, un vestigio de un modo de producción propio de tiempos pretéritos. (…)

La familia, y más aún la aldea, se bastaba a sí misma, producía casi todo lo necesario. Era casi una economía natural pura, en la que apenas se sentía la necesidad del dinero. La producción capitalista puso fin a esto mediante la economía monetaria y la gran industria. Pero, si el disfrute de los bienes comunales era una de las condiciones fundamentales para la existencia de estos pequeños campesinos, otra era la producción industrial accesoria. Y así vemos cómo el campesino va decayendo más y más. Los impuestos, las malas cosechas, las particiones hereditarias, los pleitos echan a un campesino tras otro en brazos del usurero, el agobio de deudas se generaliza cada vez más, y cada campesino individual se hunde más y más en él. En una palabra, nuestro pequeño campesino, como todo lo que es vestigio de un modo de producción caduco, esta condenado irremisiblemente a perecer. El pequeño labrador es un futuro proletario.

Federico Engels. El problema campesino en Francia y Alemania, 1894

¿Cuáles eran las concesiones oportunistas defendidas al respecto por Georg von Vollmar y el congreso bávaro del partido?

En primer lugar separaban el trabajo en el campo de la dirección del partido, creando una organización especial bajo la dirección del grupo parlamentario en el parlamento bávaro. Es interesante destacar esto porque todo el desarrollo del oportunismo se dará ligado a la autonomía del grupo parlamentario, la dirección sindical, etc.

En segundo lugar, los socialistas habían defendido tradicionalmente ante el pequeño campesino que luchar por mantener su posición social de micro-propietario era reaccionario, era ponerse contra la Historia y enfrentarse -sin ninguna posibilidad de éxito- al desarrollo del capitalismo en el campo. El único salto posible a partir de las viejas tierras comunales era la cooperativización. O eso o dejar el camino expedito al capital y la expropiación por vía financiera. Pero los socialistas bávaros se daban cuenta de que el «pequeño campesino bávaro», bien adoctrinado por los curas católicos, rechazaba la cooperativización y se aferraba al fetiche de la propiedad.

Como futuro proletario, debiera prestar oído a la propaganda socialista. Pero hay algo que se lo impide, por el momento y es el instinto de propiedad que lleva en la masa de la sangre. Cuanto más difícil se le hace la lucha por su jirón de tierra en peligro, más violenta es la desesperación con que se aferra a él y más tiende a ver en el socialdemócrata, que habla de entregar la propiedad del suelo a la colectividad, un enemigo tan peligroso como el usurero y el abogado. ¿Cómo debe la socialdemocracia vencer este prejuicio? ¿Qué puede ofrecer al pequeño campesino llamado a desaparecer, sin ser desleal para consigo misma?

Federico Engels. El problema campesino en Francia y Alemania, 1894

Pero la lógica del desarrollo electoral empujaba al partido a ganar imperiosamente campesinos. Bajo la excusa de que en países como Francia o Baviera era difícil hacer nada políticamente sin ellos y mirando con las lentes miopes del objetivo electoral, el socialismo francés de la época dio una definición de libro de oportunismo.

En el Congreso de Marsella de 1892 fue aprobado el primer programa agrario del Partido. En este programa se exige para los obreros agrícolas sin tierra (es decir, para los jornaleros y los criados de campo y plaza) lo siguiente: salarios mínimos fijados por los sindicatos y los ayuntamientos; tribunales industriales rurales, cuya mitad deberá estar integrada por obreros; prohibición de vender los terrenos comunales y arriendo de los terrenos del Estado a los municipios, quienes a su vez deberán dar en arriendo todos sus terrenos propios y arrendados a asociaciones de familias de obreros agrícolas sin tierras para que los cultiven en común, con prohibición de emplear obreros asalariados y bajo la fiscalización de los municipios; pensiones de vejez e invalidez, sostenidas mediante un impuesto especial sobre la gran propiedad del suelo. (…)

Como se ve, las reivindicaciones establecidas en interés de los campesinos —las que se refieren a los obreros no nos interesan, por el momento, aquí— no tienen un alcance muy grande. Una parte de ellas están ya realizadas en otros países. Los tribunales de arbitraje para arrendatarios se remiten expresamente al precedente irlandés. Las cooperativas de campesinos existen ya en la región del Rin. La revisión catastral es, en todo el occidente de Europa, un pío deseo constante de todos los liberales y hasta de la burocracia. Los demás puntos pueden ser llevados también a la práctica sin inferir ningún daño esencial al orden capitalista existente. Y decimos esto simplemente para caracterizar el programa. No hay en ello reproche alguno; antes al contrario.

El Partido hizo con este programa tantos progresos entre los campesinos de las más diversas regiones de Francia, que —como el apetito se abre comiendo— se vio movido a adaptarlo todavía más al gusto de los campesinos. Se advirtió, ciertamente, que al hacer esto, se pisaba terreno peligroso. En efecto, ¿cómo era posible ayudar al campesino, concebido no como futuro proletario, sino como campesino propietario actual, sin infringir los principios fundamentales del programa general socialista? Para salir al paso de esta objeción, se encabezaron las nuevas propuestas prácticas con una fundamentación teórica encaminada a demostrar que en los principios del socialismo va implícito el proteger a la propiedad de los pequeños campesinos contra la ruina que significa para ella el modo de producción capitalista, aunque se comprenda perfectamente que esta ruina es inevitable. Esta fundamentación, al igual que las reivindicaciones mismas, aprobadas en septiembre de este año en el Congreso de Nantes, son las que queremos examinar aquí de cerca. (…)

En todo caso, hemos llegado al extremo de que la fundamentación pueda declarar redondamente como deber del socialismo, y además como deber imperioso,

mantener a los campesinos que cultivan su tierra en posesión de sus pequeñas parcelas y protegerlos frente al fisco, a la usura y a los atentados de los nuevos grandes terratenientes.

Con esto, la fundamentación confiere al socialismo el deber imperioso de llevar a cabo algo que en el apartado anterior había declarado imposible. Le encomienda «proteger» la propiedad parcelaria de los campesinos, a pesar de que ella misma dice que esta propiedad está «fatalmente llamada a desaparecer». ¿Qué son el fisco, la usura y los nuevos grandes terratenientes más que los instrumentos mediante los cuales la producción capitalista lleva a cabo esta inevitable desaparición? Por qué medios debe el «socialismo» proteger al campesino contra esta trinidad, lo veremos más abajo.

Pero no es sólo el pequeño campesino el que debe ser amparado en su propiedad. Es también

conveniente hacer extensiva esta protección a los productores que cultivan tierras ajenas bajo el nombre de arrendatarios o aparceros (métayers) y que si explotan a jornaleros es porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo por la explotación de que se les hace objeto a ellos mismos.

Aquí, entramos ya en un terreno completamente peregrino. El socialismo se dirige de un modo especialísimo contra la explotación del trabajo asalariado. ¡Y aquí se declara como deber imperioso del socialismo amparar a los arrendatarios franceses que —así dice literalmente— «explotan a jornaleros»! ¡Y esto, porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo «por la explotación de que se les hace objeto a ellos mismos»!

¡Qué fácil y qué agradable es dejarse ir cuesta abajo, una vez que se pone el pie en la pendiente! Supongamos que se presenten los labradores grandes y medianos de Alemania y que pidan a los socialistas franceses que intercedan cerca de la dirección del partido alemán para que el Partido Socialdemócrata de Alemania los ampare en la explotación de sus criados, invocando para ello «la explotación de que les hacen objeto a ellos mismos» los usureros, los recaudadores de contribuciones, los especuladores de cereales y los tratantes de ganado, ¿cuál sería su respuesta? ¿Y quién les garantiza que nuestros grandes terratenientes del partido agrario no les enviarán también a un conde Kanitz (que ha presentado, en efecto, una propuesta de nacionalización de las importaciones de trigo semejante a la suya), demandando también el amparo de los socialistas para su explotación de los obreros agrícolas en vista de la «explotación de que les hacen objeto a ellos mismos» la Bolsa, los usureros y los especuladores de trigo?

Federico Engels. El problema campesino en Francia y Alemania, 1894

Vollmar llevó al congreso de Frankfurt de 1894 de la socialdemocracia alemana un proyecto de programa campesino muy similar. La idea era defender la propiedad campesina e integrar así en el movimiento socialdemócrata a los propietarios con menos de 30Ha, propietarios que tenían siervos y jornaleros. El congreso no supo defender una posición clara aunque tampoco aprobó aquel despropósito, a lo que los socialdemócratas bávaros respondieron que igualmente lo incorporarían a nivel local. Bebel respondió inmediatamente y denunció la «penetración en el partido de elementos pequeñoburgueses»; Engels, que seguía de cerca todo lo que sucediera con movimiento alemán, participó escribiendo en dos días «El problema campesino en Francia y Alemania». Al día siguiente de terminarlo envió una carta a Liebknecht reprobándole por haber acusado a Bebel de poner en peligro la unidad del partido.

Dices que Vollmar no es un traidor. Tal vez. Tampoco yo pienso que se vea a sí mismo así. Pero ¿cómo puedes llamar a alguien que pretende de un partido proletario que de apoyo a los campesinos medianos y grandes, propietarios de entre diez y treinta hectáreas, para perpetuar el estado de cosas basado en la explotación de siervos y jornaleros? ¡¡Un partido proletario, fundamentando expresamente la perpetuación de la esclavitud salarial!! El tipo será un antisemita, un demócrata burgués, un particularista bávaro y o lo que tu quieras llamarle, menos un socialdemócrata. Dicho esto, en un partido obrero en crecimiento, la adhesión de elementos pequeñoburgueses es inevitable y tampoco hace daño. O no más que la adhesión de «académicos», estudiantes fracasados, etc. Hace unos años todavía constituían un peligro. Ahora somos capaces de digerirlos. Pero hay que permitir que la digestión siga su curso. Y para este en concreto hace falta ácido hidroclórico; si no hay suficiente (como vino a mostrar [el congreso de] Franckfurt), deberíamos estar agradecidos a Bebel por darnos una dosis extra y así permitirnos digerir a los elementos no proletarios.

Federico Engels. Carta a Liebknecht, 24 de noviembre de 1894.

Hagamos finalmente un balance sobre la naturaleza del oportunismo:

La pequeña burguesía es una clase con sectores muy diversos: campesinos, profesores universitarios, tenderos, pequeños propietarios industriales, empleados medios y medio-altos de grandes empresas, etc. Su visión del mundo está condicionada por la presión destructiva del gran capital sobre sus condiciones de vida. Hoy por ejemplo por la desaparición del comercio independiente a manos de las grandes superficies, la del minifundio por las multinacionales agrícolas y los desarmes tarifarios o los trabajos comerciales de banca por la «robotización» de los servicios.

Cuando la pequeña burguesía trata de defender su posición social y evitar la temida proletarización, manteniendo las condiciones que le sostengan frente al gran capital, es una clase reaccionaria. El gran capital centraliza, concentra y tecnifica aumentando la productividad y acentuando la contradicción principal del sistema, es decir, el enfrentamiento entre capital y trabajo. Frente a eso, la pequeña burguesía en su bis reaccionaria propondrá todo tipo de defensas ilusorias y protecciones para su situación particular: la restricciones en horarios comerciales, los impuestos a los robots o la prohibición de la comercialización de especies vegetales transgénicas; medidas de restricción, de «equilibrio», que según ella construiría un «socialismo» armonista, basado no en la desaparición de la relación capital-trabajo, sino en el fin de la lucha de clases por una mágica armonía entre clases.

Los estamentos medios —el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino—, todos ellos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales estamentos medios. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver atrás la rueda de la Historia. Son revolucionarios únicamente por cuanto tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado, defendiendo así no sus intereses presentes, sino sus intereses futuros, por cuanto abandonan sus propios puntos de vista para adoptar los del proletariado.

Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista, 1848

Es pues lógico que la pequeña burguesía se adhiera al proletariado en su proceso de constitución de clase. Pero es siempre una adhesión problemática en la que el partido obrero tiene que estar vigilante para «digerir» las inevitables tendencias reaccionarias, conciliadoras y armonistas que le acompañan.

Como toda clase explotada y por tanto dominada, el proletariado, en su proceso de constitución como clase política, sufre una tensión permanente hacia la regresión, a la puesta en duda de su carácter como clase universal. Está en una sociedad de la que es la negación y que le niega permanentemente. La expresión de esta fuerza erosionadora y permanente entre las filas de sus organizaciones toma la forma primaria, actitudinal, del oportunismo, oportunismo que reproduce y alienta una práctica que al final resulta indistinguible del socialismo pequeñoburgués.

No tienen razón quienes con tanta frecuencia consideran esta palabra un «simple insulto», sin tratar de reflexionar en su significado. El oportunista no traiciona a su partido, no le es desleal, no se retira de él. Sigue sirviéndolo, sincera y celosamente. Pero su rasgo típico y característico es que cede al estado de ánimo de momento, es su incapacidad de oponerse a lo que está en boga, es su miopía y abulia políticas. Oportunismo significa sacrificar los intereses prolongados y esenciales del Partido en aras de sus intereses momentáneos, transitorios y secundarios. (…)

Allí donde prevalecen tales estados de ánimo, típicos de la intelectualidad, es imposible adoptar una política firme, digna de la clase auténticamente revolucionaria, que conduzca resueltamente a través de todas las pequeñas desviaciones y vacilaciones hacia la preparación de la batalla decisiva y abnegada contra el enemigo. Por eso el proletariado consciente debe saber mantener una actitud crítica hacia los intelectuales que pasan a su lado, debe aprender a librar una lucha implacable contra el oportunismo en política.

Lenin. ¡El radical ruso reflexiona con retardo!, 1906.

El oportunismo vacía de dentro a fuera la acción de clase, paraliza el desarrollo de la consciencia convirtiendo el significado del comunismo y su invocación en una cáscara vacía, en un fetiche, manteniendo símbolos, terminos y banderas pero llamando a una acción que cada vez más, va a ser la del socialismo pequeñoburgués.

No se renuncia al programa; lo único que se hace es aplazar su realización… por tiempo indefinido. Se acepta el programa, pero esta aceptación no es en realidad para sí mismo, para seguirlo durante la vida de uno, sino únicamente para dejarlo en herencia a los hijos y a los nietos. Y mientras tanto, «todas las fuerzas y todas las energías» se dedican a futilidades sin cuento y a un remiendo miserable del régimen capitalista, para dar la impresión de que se hace algo, sin asustar al mismo tiempo a la burguesía.

Marx y Engels. De la carta circular a A. Bebel, W. Liebknecht, W. Bracke y otros, 1879.

El oportunismo es una tendencia permanente a lo largo de toda la historia de la clase que expresa las debilidades que la propia clase ha de vencer. Sin embargo, en la fase imperialista del capitalismo, sobre la estructura y los errores de los partidos de la II Internacional, va a tomar cuerpo de una manera peculiar e intensa que va a ser crucial en la historia del proletariado.


  1. Recordemos estas frases: el capitalismo es expansivo porque la conquista de mercados extracapitalistas es la forma en que -como un todo- salva la crisis. Nos será importante para entender toda una serie de preguntas que veremos más adelante y que se plantearán Marx y Engels tras la revolución del 48 -«¿era de verdad una situación revolucionaria?»- pero también los debates entre Lenin y Rosa Luxemburgo en el cambio de siglo -«¿qué es el imperialismo?». 

  2. En 1848 los comunistas no esperan una revolución proletaria sino una revolución burguesa dentro de la cual el proletariado tiene que luchar por su constitución como clase. En el Manifiesto «democracia» significa -como significó al menos hasta los años 30- un conjunto social, no una forma de organización y gobierno. No es tan extraño: todavía hoy la palabra «aristocracia» puede significar una forma de gobierno -y así aparece en los manuales de bachillerato cuando describen la Historia griega clásica- o una clase, la formada por los aristócratas en el Antiguo Régimen. Del mismo modo, en el Manifiesto, como todavía años después en el lenguaje popular de la revolución rusa, democracia no era una forma de gobierno sino el poder del conjunto de las clases que viven de su propio trabajo: proletarios por supuesto, pero también pequeños propietarios, tenderos, artesanos, pequeños campesinos, profesionales independientes y hasta los intelectuales y pequeños burócratas. Así que, un programa democrático es un programa interclasista característico del sector más avanzado de las revoluciones burguesas.