La Contrarrevolución stalinista

La contrarrevolución stalinista

Una victoria pírrica en una fortaleza asediada

La idea de que el estado obrero nacido de la revolución pudiera tener opciones a crear una economía socialista había sido, durante los primeros años de la revolución, una ilusión más o menos frecuente en algunos sectores del proletariado y, seguramente, fuera de Rusia, pero desde luego no entre los bolcheviques y sus dirigentes.

Ningún comunista ha negado tampoco, a mi parecer, que la expresión «República Socialista Soviética» significa la decisión del Poder soviético de llevar a cabo la transición al socialismo; mas en modo alguno el reconocimiento de que el nuevo régimen económico es socialista.

Lenin. La tarea principal de nuestros días, 1918

Porque la realidad es que el poder de los soviets tuvo que enfrentarse desde el primer momento a la guerra civil y la invasión de potencias extranjeras. Perdiendo en cada momento más bases económicas y siendo cada vez más dependientes de una revolución mundial que, aun destellando, no alcanzó el triunfo en ningún otro lugar, la única opción era ganar tiempo y para ello ganar la guerra, aunque para ello hubiera que organizarse «como un cuartel» en lo que se llamó popularmente «comunismo de guerra». E igual que el «comunismo de guerra» no fue visto más que como una imposición de las circunstancias, el fin de la guerra civil y la ocupación de las potencias no se percibieron como un triunfo sino como solo una derrota evitada, pues la desolación y el aislamiento en la que quedó el país obligaba, tras ella, a un nuevo pacto con la pequeña burguesía, la NEP («Nueva Política Económica»).

¿Quien puede sorprenderse de que Rusia, este campo de batalla y plaza fuerte asediados, haya tenido que vivir como un cuartel? Mientras los soldados de la revolución sufrían hambre y miseria, ¿podían éstos dejar la másp pequeña parcela de poder, algún privilegio, a la clase que, con la ayuda de la Entente, los bombardeaba sin cesar? Las necesidades de la guerra, las necesidades de la lucha se transformaron en la mente de las masas, en religión del comunismo. Y cada una de nuestras medidas, incluso cuando servíann fines muy limitados y transitorios, fue integrada e imbricada en un sistema general del comunismo. (…) ¿Por qué se ha hablado de comunismo? (…) La revolución no solo engendra la frialdad de los razonamientos, sino también las ilusiones que no son «errores», sino que impulsan a la ofensiva, le dan la fuerza y la conducen hasta los objetivos que le han sido asignados históricamente. Sería ridículo negar que hemos cometido muchos errores en la lucha, que hemos llevado una política errónea; de la misma manera que sería ridículo negar que la ideología, convertida en autónoma, no ha transformado muchas veces las medidas provisionales y transitorias en un sistema que influyó a su vez en las medidas y las prolongó más allá de lo necesario. (…)

Hemos vencido al adversario, hemos hecho fracasar sus objetivos y hemos impedido nuestra derrota; de este modo hemos creado las condiciones que permiten intentar concluir un compromiso con él, lo cual es necesario para la reconstrucción del país.

Carlos Radek. Las vías de la Revolución Rusa, 1921

El punto de partida de la NEP no era otro que el reconocimiento de que la guerra había destruido las bases materiales del proletariado ruso, empezando por el intercambio con la gran masa campesina, pequeñoburguesa, de bienes industriales -casi inexistentes ya- por alimentos.

[El sistema de requisas del «comunismo de guerra»] fue originado por la extrema penuria, por la desesperada situación. Ustedes saben que, durante varios años después del triunfo de la revolución obrera en Rusia, tuvimos que hacer frente a la guerra civil, después de la guerra imperialista, y ahora se puede decir sin sin exageración que entre todos los países que fueron arrastrados a la guerra imperialista incluso aquellos que más padecieron porque se luchó en su territorio, Rusia fue la que más sufrió, por cuanto tras una guerra imperialista de cuatro años soportamos tres años de guerra civil que trajo más estragos, destrucciones y empeoramiento de las condiciones de producción que cualquier guerra externa, porque se libró en el centro del Estado. Esta terrible devastación es la causa fundamental por la cual al principio, durante la guerra -especialmente cuando la guerra civil nos aisló de regiones cerealistas como Siberia, el Cáucaso y todo Ucrania, y de nuestras fuentes de carbón y petróleo, y redujo la posibilidad de obtener otros tipos de combustible-, solo hayamos podido sostenernos, en una fortaleza asediada mediante el sistema de contingentación, o sea, requisando todos los excedentes a los campesinos, tomando a veces no solo los excedentes sino también una parte de lo que el campesino necesitaba, a fin de mantener la capacidad combativa del ejército e impedir el desmoronamiento total de la industria.(…)

Jamás la clase obrera padeció tal subalimentación, tal hambre como en los primeros años de su dictadura. (…) No se podía pensar en restablecer la industria sin asegurar un mínimo de víveres y de combustible. Conservar los restos de la industria para que los obreros no acabaran de dispersarse y mantener el ejército: esta era la tarea que nos planteábamos.

Lenin. Informe sobre el impuesto en especie, 9 de abril de 1921.

En ese panorama desolador, en el que la industria, y con ella la clase obrera que había hecho la revolución ha desaparecido no es en absoluto negado ni exagerado. Es aceptado como parte de una situación históricamente anómala que se mantiene en la esperanza de que un cambio de las condiciones externas.

Ustedes saben mejor que nadie, porque lo observan en la vida diaria, lo que nos ha quedado de nuestra gran industria, que ya de por sí era débil. Por ejemplo, en la cuenca del Donets, base fundamental de nuestra gran industria, ha habido tantas destrucciones en la guerra civil y han pasado por el poder tantos gobiernos imperialistas (¡Cuantos no habrá conocido Ucrania!) que de nuestra gran industria no quedan mas que restos insignificantes. (…)

Existiendo la gran industria a escala mundial, es indudable que se puede pasar directamente al socialismo, cosa que nadie podrá negar, como tampoco negará que esta gran industria o bien se congestiona y da lugar al paro forzoso en los países vencedores más prósperos y ricos, o bien no hará sino fabricar proyectiles para el exterminio de seres humanos. Y si en nuestro país, dadas las condiciones de atraso en que estábamos, al hacer la revolución, no existe hoy el necesario desarrollo industrial, ¿qué debemos hacer? ¿Renunciar al camino emprendido? ¿Desanimarnos? No. Emprenderemos una labor ímproba, porque el camino iniciado es certero. Indudablemente, el camino de la alianza de las masas popullares es el único que conduce a que el trabajo de los campesinos y el de los obreros sea un trabajo para ellos mismos y no para los explotadores. Mas, para llegar a esto en nuestra situación, necesitamos entablar las únicas relaciones económicas posibles: las relaciones a través de la economía.

Esa es la causa de nuestro repliegue. Esa es la razón de que debamos replegarnos hacia el capitalismo de Estado, hacia la explotación de empresas en régimen de concesión, hacia el comercio. Sin eso, dado el actual estado de ruina, no podremos restablecer los debidos nexos con el campesinado. (…) Una tal política está dictada por nuestro estado de miseria y de ruina y por el tremendo debilitamiento de nuestra gran industria. (…)

En vez de eso, lo que se hace es escribir flamantes resoluciones sobre las materias primas y decir que somos los representantes del Partido Comunista, de los sindicatos, del proletariado. Perdonen que les diga: ¿Qué es el proletariado? Es la clase ocupada en la gran industria. ¿Y dónde está la gran industria? ¿Qué proletariado es este? ¿Dónde está su industria? ¿Por qué está paralizada? ¿Por qué no hay materias primas? ¿Pero han sabido conseguirlas? No. Escriban resoluciones para conseguirlas y harán el ridículo.

Lenin. Informe de gestión al IX Congreso de los Soviets de toda Rusia, diciembre 1921.

Lenin se dirige en este último párrafo a los sindicalistas del partido, a los que acusa de hablar en nombre de una clase realmente inexistente en ese momento. El debate viene de tan solo unos meses antes. Tras acabar la guerra civil, a principios de marzo, hay una ola de huelgas en las fábricas de Petrogrado. Es cierto que los trabajadores que quedan en esa magra industria ya no son los que hicieron Octubre, sino campesinos migrados a la ciudad por las destrucciones de la guerra, igual que en ejército y en buena medida en los nuevos miembros de un partido que ha multiplicado su militancia de 114.000 afiliados en 1918 a casi seis millones en 1920 -más que el número total de proletarios en Rusia 1917- absorbiendo de paso a miles de cuadros «expertos» provenientes de la burguesía y la pequeña burguesía urbana.

En esas condiciones el Partido celebra su X Congreso donde la «oposición obrera» presentará sus tesis. Tesis que eran en muchas de sus respuestas toscamente «obreristas» pero que en sus cuestionamientos señalaban los problemas reales que la larga y devastadora guerra había dejado instalados en los soviets, el propio partido y por supuesto las fábricas, de cuya destrucción y sus resultados -la dispersión o disolución de buena parte del proletariado- se parte como base en todo el argumento.

Teniendo en cuenta el hundimiento total de nuestras industrias, respetando el sistema capitalista de producción (remuneración del trabajo con dinero, escala de salarios según el trabajo realizado) los dirigentes del partido, desconfiando de las capacidades creadoras de las colectividades obreras, buscan la salvación para salir del caos industrial, pero ¿dónde? Entre los discípulos de los antiguos hombres de negocios, técnicos, burgueses capitalistas cuyas capacidades creadoras en la producción están sometidas a la rutina, a las costumbres y a los métodos de la producción y de la economía capitalistas. Son ellos los que introducen la idea, ridículamente ingenua, de que es posible construir el comunismo por medios burocráticos. Son ellos los que “decretan” dónde es necesario ahora crear e impulsar la investigación.

Cuanto más se desvanece el frente militar ante el frente económico, más urgentes se hacen nuestras necesidades, más se acrecienta la influencia de este grupo que no es sólo intrínsecamente extraño al comunismo, sino absolutamente incapaz de desarrollar las cualidades necesarias para la introducción de nuevas formas de organización del trabajo, de nuevas motivaciones para aumentar la producción, de nuevas maneras de afrontar la producción y la distribución. Todos estos técnicos, hombres prácticos, experimentados en los negocios, que aparecen ahora en la superficie de la vida soviética, presionan a los dirigentes de nuestro Partido en el interior de las instituciones soviéticas por la influencia que ejercen en la política económica. (…)

No puede haber actividad autónoma sin libertad de pensamiento y de opinión, pues la actividad autónoma no se expresa sólo en la acción y el trabajo, sino también en el pensamiento independiente. No damos ninguna libertad a la actividad de la clase, tenemos miedo de la crítica, hemos dejado de apoyarnos en las masas. Por eso está entre nosotros la burocracia. Por eso la Oposición obrera considera que la burocracia es nuestro enemigo, nuestra peste y el peligro más grave para la existencia futura del Partido comunista mismo. Para expulsar la burocracia que se alberga en las instituciones soviéticas, es necesario desembarazarse primero de la burocracia en el Partido mismo. Es ahí donde debemos afrontar la lucha inmediata contra el sistema. Desde el momento en que el Partido, no en teoría sino prácticamente, reconozca que la actividad autónoma de las masas es la base de nuestro estado, entonces las instituciones soviéticas volverán a ser automáticamente esas instituciones vivas encargadas de aplicar el programa comunista y dejarán de ser las instituciones del papeleo, los laboratorios de decretos nacidos muertos en que han degenerado muy rápido.

Alejandra Kollontai. Documento presentado al X Congreso del Partido Comunista (bolchevique), 1921

Mientras está celebrándose el Congreso van llegando a los delegados los rumores y las noticias de las huelgas de la insurrección de los marinos de la base naval de Kronstadt, un símbolo de las revoluciones del 17. La prensa de los soviets, los sindicatos y el partido, poniendo la lógica propia de un periodo de guerra por encima de la de los comunistas frente a la clase, intentan ocultar y difuminar lo que está pasando. Como consecuencia los rumores se esparcen y empeoran la situación. Kronstadt se radicaliza y de la solidaridad con los huelguistas, a los que cree brutalmente reprimidos, pasa a reivindicar elecciones a los soviets y libertad de propaganda para todos los grupos obreros -libertad que también había sido prohibida durante la guerra, convirtiendo de hecho al Partido Comunista en el único legal.

La verdad se filtraba poco a poco, hora a hora, a través de la cortina de humo de la prensa, literalmente dedicada a la mentira. Y era nuestra prensa, la prensa de nuestra revolución, la primera pren­sa socialista, es decir incorruptible y desinteresada del mundo. Había utilizado antes alguna demagogia, apasionadamente sincera por lo demás, y alguna violencia con respecto a los adversarios. Esto podía ser legítimo, comprensible en todo caso. Ahora mentía sistemáticamente. El Pravda de Leningrado publicó que el comisario ante la flota y el ejército, Kuzmin, que había sido hecho prisionero46 en Kronstadt, había sido apaleado y había escapado apenas a una ejecución sumaria, ordenada por escrito por los contrarrevolucionarios. Yo conocía a Kuzmin, de oficio profesor, soldado enérgico y laborioso, gris de la cabeza a los pies, del uniforme al rostro arrugado. Se «escapó» de Kronstadt y re­gresó a Smolny. «Me cuesta trabajo creer –le dije– que hayan que­rido fusilarlo. ¿Vio usted verdaderamente la orden?» Vaciló, confuso. «¡Oh!, siempre se exagera un poco, hubo algún papel conminatorio…» En resumen, había pasado un buen susto, nada más. Pero mientras Kronstadt sublevado no había vertido una gota de sangre, no había detenido más que a algunos funcionarios comunistas, tratados con miramientos (la gran mayoría de los comunistas, varios centenares, se habían adherido al movimiento, lo cual mostraba bastante la ines­tabilidad de la base del partido), se creaba una leyenda de ejecu­ciones fallidas. Los rumores, en todo ese drama, desempeñaron un papel funesto. Como la prensa oficial ocultaba todo lo que no era éxito y alabanza del régimen y la Cheka actuaba en las tinieblas absolutas, nacían a cada instante rumores desastrosos. A consecuencia de las huelgas de Petrogrado, había corrido el rumor en Kronstadt de que detenían en masa a los huelguistas y de que la tropa intervenía en las fábricas. A grandes rasgos, era falso, aunque la Cheka, como de costumbre, había procedido sin duda a arrestos estúpidos y generalmente de corta duración. Yo veía casi todos los días al secretario del comité de Petrogrado, Serguei Zorin, y sabía cuánto lo inquietaban las perturbaciones, cuán resuelto estaba a no utilizar la represión en los medios obreros, y que la agitación le parecía la única arma eficaz en esas circunstancias: para reforzarla, conseguía vagones de víveres. Me contó riendo que había ido a caer él mismo en un barrio donde los socialistas revolucionarios de derecha lograban hacer gritar a la gente: «¡Viva la Constituyente!» (traducción clara de «¡Muera el bolchevismo!»). «Anuncié –me dijo– la llegada de varios vagones de víveres e invertí la situación en un abrir y cerrar de ojos.» En todo caso la insubordi­nación de Kronstadt comenzó por un movimiento de solidaridad con las huelgas de Petrogrado y gracias a rumores de represión, falsas en conjunto. (…)

Con muchas vacilaciones y una angustia inexpresable, mis amigos comunistas y yo nos pronunciamos finalmente por el partido. He aquí por qué. Kronstadt tenía razón. Kronstadt iniciaba una nueva revolución liberadora, la de la democracia popular. «¡La III revolución!», decían algunos anarquistas atiborrados de ilusiones infantiles. Pero el país estaba completamente agotado, la producción casi detenida, no quedaban ya reservas de ninguna clase, ni siquiera reservas nerviosas en el alma de las masas. El proletariado de elite, formado en las luchas del antiguo régimen, estaba literalmente diezmado. El partido, engrosado por la afluencia de los que se adherían al poder, inspiraba poca confianza. De los otros partidos sólo subsistían cuadros ínfimos, de una capacidad más que dudosa. Podían sin duda reconstituirse en algunas semanas, pero incorporando a millares de amargados, descontentos, exasperados –y ya no como en 1917 entusiastas de la nueva revolución. La demo­cracia soviética carecía de impulsos, de cabezas, de organizaciones y sólo tenía tras de sí masas hambrientas y desesperadas.

La contrarrevolución popular traducía la reivindicación de los sóviets libremente elegidos por la reivindicación de los «sóviets sin comunistas». Si la dictadura bolchevique caía, era a corto plazo el caos, a través del caos el desbordamiento campesino, la matanza de los comunistas, el regreso de los emigrados y finalmente otra dictadura antiproletaria por la fuerza de las cosas. Los cables de Estocolmo y de Tallin mostraban que los emigrados contemplaban las mismas perspec­tivas. Entre paréntesis, esos cables confirmaron a los dirigentes en su voluntad de reducir pronto a Kronstadt, costase lo que costase. No razonábamos en lo abstracto. Sabíamos que había, tan sólo en la Rusia europea, unos cincuenta focos de insurrecciones campesinas. Al sur de Moscú, el instituto socialista-revolucionario de izquierda Antonov, que proclamaba la abolición del régimen soviético y el restablecimiento de la Constituyente, disponía en la región de Tambov de un ejército per­fectamente organizado de varias decenas de millares de campesinos. Había negociado con los Blancos. (Tujachevski redujo a esa Vendea a mediados del año 1921.) En estas condiciones, el partido debía ceder, reconocer que el régimen económico era intolerable, pero no abandonar el poder.

«A pesar de sus faltas y de sus abusos» –escribí–, «el partido bolchevique es en este momento la gran fuerza organizada, inteligente y segura en la que, a pesar de todo, hay que confiar. La revolución no tiene otro andamiaje y no es susceptible de renovarse a fondo».

Víctor Serge. Memorias de un revolucionario, 1951

Pero el Partido en su conjunto, como se verá en el X Congreso, solo entiende a medias la situación. Sigue en la lógica de sitio, de fortaleza sitiada, temeroso ante la contrarrevolución blanca que hasta unas semanas antes y aun en aquellos momento organizaba ejércitos campesinos contra lo que quedaba de proletariado y sus instituciones.

Al mismo tiempo que ponían a los anarquistas fuera de la ley inmediatamente después de la victoria común, la Cheka, a fines del otoño o a principios del invierno, había puesto fuera de la ley a los social-demócratas mencheviques, acusados por ella, en un texto oficial simplemente escandaloso, de «conspirar con el enemigo, organizar el sabotaje de las vías férreas», y otras enormidades de este odioso género. Los dirigentes mismos se ruborizaban de ello; se encogían de hombros: «¡Delirio de la Cheka!», pero no rectificaron nada y se limitaron a prometer a los mencheviques que no habría arrestos y que todo se arreglaría. (…)

A principios de marzo, el Ejército Rojo desencadenó sobre el hielo un ataque contra Kronstadt y la flota. La artillería de los navíos y de los fuertes abrió fuego contra los asaltantes. El hielo se rajó en algunos lugares bajo la infantería que avanzaba por oleadas de asaltos, los hombres revestidos de sudarios blancos. Enormes carámbanos se vol­tearon, arrastrando hacia las ondas negras su carga humana. Comienzo del peor fratricidio.

El X Congreso del partido, reunido entre tanto en Moscú, abolía, a propuesta de Lenin, el régimen de las incautaciones, es decir el «comunismo de guerra», y proclamaba la Nueva Política Económica; ¡todas las reivindicaciones económicas de Kronstadt quedaban satisfechas! El Congreso coartaba así las oposiciones. La Oposición Obrera fue cali­ficada de «desviación anarco-sindicalista incompatible con el partido», aunque no tuviese nada que ver con el anarquismo y reclamase únicamente la administración de la producción por los sindicatos (un gran paso hacia la democracia obrera). El Congreso movilizó a sus miembros –y entre ellos a muchos opositores– para la batalla contra Kronstadt. El ex marino de Kronstadt Dybenko, de extrema izquierda, y el líder del grupo de la «centralización democrática», Bubnov, escri­tor y soldado, vinieron a pelear sobre el hielo contra unos insurgentes a los que en su fuero interno daban la razón. Tujachevski preparaba el asalto final. Lenin, en esas jornadas negras, dijo textualmente a uno de mis amigos: «Esto es Termidor. Pero no nos dejaremos guillotinar. Haremos nuestro Termidor nosotros mismos».

Víctor Serge. Memorias de un revolucionario, 1951

Kronstadt no fue la contrarrevolución como siguen clamando los anarquistas… pero si la constatación de que la guerra civil, producto exclusivo de la reacción y el imperialismo, se había cobrado una baja importantísima: la democracia soviética. Solo el partido quedaba como garante del estado obrero ruso, en espera de una extensión de la revolución mundial, pero el mismo partido había quedado malherido por la guerra y sobre todo por la debilidad general de una clase obrera en práctica desbandada industrial.

Una idea que era reiterativa en las plataformas de las fracciones que se acababan de prohibir y que buscaban renovar la base de clase del Partido impulsando cosas tan básicas como la elección democrática de los cargos.

Cuanto más fuerte se hace la autoridad soviética, mayor es el número de elementos de la clase media, a veces incluso abiertamente hostil, que se unen al Partido. La eliminación de estos elementos debe ser completa (…)

La Oposición obrera propone registrar todos los miembros que no son obreros y que se han unido al Partido después de 1919, y reservarles el derecho de recurrir en un plazo de tres meses contra las decisiones que se tomen, de manera que puedan volver al Partido. (…)

El Partido debe volver al principio de la elegibilidad de los responsables. Los nombramientos no deben tolerarse más que a título de excepción; recientemente han comenzado a convertirse en la regla. El nombramiento de los responsables es una característica de la burocracia; sin embargo, actualmente esta práctica es general, legal, cotidiana, reconocida. El procedimiento de nombramiento crea una atmósfera malsana en el Partido y destruye la relación de igualdad entre sus miembros por la recompensa de los amigos y el castigo de los enemigos, así como también por otras prácticas no menos dañinas en la vida del Partido y de los Soviets. El principio del nombramiento disminuye el sentido del deber y la responsabilidad ante las masas. Los que son nombrados no son responsables ante las masas, lo que agrava la división entre los dirigentes y los militantes de base. De hecho, toda persona nombrada está por encima de todo control, pues los dirigentes no pueden vigilar en detalle su actividad, mientras que las masas no pueden pedirle cuentas y revocarlo, si fuese necesario. Como regla, todo responsable nombrado se rodea de una atmósfera de oficialidad, de servilismo, de subordinación ciega que infecta a todos los subordinados y desacredita al Partido. La práctica de los nombramientos se opone completamente al principio del trabajo colectivo; alimenta la irresponsabilidad. Es necesario, pues, acabar con los nombramientos por los dirigentes y volver al principio de la elegibilidad en todos los niveles del Partido. Sólo las conferencias y los Congresos deben elegir los candidatos que puedan ocupar puestos administrativos responsables.

Alejandra Kollontai. Documento presentado al X Congreso del Partido Comunista (bolchevique), 1921

Pero si resultaban claras y razonables muchas de las quejas de Kronstadt y de hecho eran compartidas por muchos en el Partido, el paso a revuelta y el horizonte que abría una posible derrota bolchevique tras cuatro años de guerra civil y con un proletariado desarticulado y desbandado por la propia guerra exigía poner fin cuanto antes a la revuelta. Aunque las formas y alcance de la represión dejaran ver las propias derivas y carencias del estado obrero y del Partido en el nuevo marco posbélico.

Había que terminar antes del deshielo. El asalto final fue desencadenado por Tujachevski el 17 de marzo y terminado por una audaz victoria sobre el hielo. No disponiendo de buenos oficiales, los marinos de Kronstadt no supieron utilizar su artillería (había sin duda entre ellos un ex oficial llamado Kozlovski, pero no hacía gran cosa y no ejercía ninguna autoridad). Una parte de los rebeldes pasó a Finlandia. Otros se defendieron con encarnizamiento, de fuerte en fuerte y de calle en calle. Se dejaban fusilar gritando «¡Viva la revolución mundial!». Hubo algunos que murieron gritando: «¡Viva la Internacional Comunista!». Centenares de prisioneros fueron traídos a Petrogrado y entregados a la Cheka que, meses más tarde, los fusilaba todavía por pequeños paque­tes, estúpidamente, criminalmente. Esos vencidos pertenecían en cuerpo y alma a la revolución, habían expresado el sufrimiento y la voluntad del pueblo ruso, la NEP les daba la razón, eran, en fin, prisioneros de guerra civil, y desde hacía mucho tiempo el gobierno había prometido la amnistía a sus adversarios, si se adherían a él. Dzerzhinski decidió o permitió esa larga matanza. (…)

Kronstadt abrió en el partido un periodo de consternación y de duda. En Moscú un bolchevique que se había distinguido durante la guerra civil, Paniushkin, abandonaba demostrativamente el partido para intentar fundar una nueva organización política, el «Partido Soviético», creo. Abría un club en una calle obrera. Lo toleraron un momento, luego lo detuvieron. Unos camaradas vinieron a pedirme que intercedie­se por su mujer y su hijo, expulsados del alojamiento que ocupaban; se guarecían ahora en un pasillo. No pude hacer nada útil. Otro viejo bolchevique, Miasnikov, un obrero, insurgente del alto Volga en 1905, personalmente ligado con Lenin, exigía la libertad de prensa «para todo el mundo, de los anarquistas a los monárquicos». Rompía con Lenin, después de un encendido intercambio de cartas, y pronto habrían de deportarlo a Eriván, en Armenia, de donde pasó a Turquía. Lo encontré veinte años más tarde en París. La «Oposición Obrera» parecía orientarse hacia la ruptura con el partido.(…)

La mayoría de los dirigentes y de los militantes del partido, revisando sus ideas sobre el comunismo de guerra, llegaban a considerarlo como un expediente económico análogo a los regímenes centralizados que se habían creado durante la guerra en Alemania, en Francia, en Inglaterra, y que eran llamados «capitalismo de guerra». Esperaban que, una vez llegada la pacificación, el estado de sitio desaparecería por sí mismo y que regresaríamos a cierta democracia soviética sobre la que nadie tenía ya ideas claras. Las grandes ideas de 1917 que habían permitido al partido bolchevique arrastrar a la masa campesina, al ejército, a la clase obrera y a la intelligentsia marxista, estaban evidentemente muertas. ¿No proponía Lenin una libertad soviética de prensa, tal que cada agrupación sostenida por diez mil voces pudiese editar su órgano a cargo de la comunidad? (1917). Había escrito que en el seno de los sóviets los desplazamientos de poder de partido a partido podrían realizarse sin conflictos agudos. Su doctrina del Estado soviético prometía un Estado totalmente diferente de los antiguos estados burgueses, «sin funcionarios ni policía distintos del pueblo», en el cual los trabajadores ejercerían directamente el poder por sus consejos elegidos y mantendrían ellos mismos el orden gracias a un sistema de milicias. El monopolio del poder, la Cheka, el Ejército Rojo no dejaban ya subsistir del «Estado-comuna» soñado sino un mito teórico. La guerra, la defensa interior contra la contrarrevolución, el hambre, creadora de un aparato burocrático de racionamiento, habían matado a la democracia soviética. ¿Cómo renacería? ¿Cuándo? El partido vivía con el sentimiento justificado de que el más mínimo abandono del poder daría ventajas a la reacción.

Víctor Serge. Memorias de un revolucionario, 1951

Todas esas condiciones adversas seguirían en pie mientras la revolución mundial no se extendiera y solo podían revertirse si esta triunfaba, al menos en uno o dos países del centro capitalista. Pero si la revolución quedaba en impassse, el peligro era, en realidad, todavía mayor: el vaciamiento final de los soviets y la irremediable burocratización del Partido.

Los efectos para los soviets y el partido

El año de 1921 trajo por fin la paz a la Rusia bolchevique. El eco de los últimos disparos se apagó en los campos de batalla de la guerra civil. Los Ejércitos Blancos se hablan disuelto y esfumado. Los ejércitos de la intervención se hablan retirado, Se firmó la paz con Polonia. Las fronteras europeas de la Federación Soviética fueron trazadas y fijadas.

En medio del silencio que se había hecho en los campos de batalla, la Rusia bolchevique escuchó con atención los sonidos que provenían del mundo exterior y fue cobrando una aguda conciencia de su aislamiento. Durante el verano de 1920, cuando el Ejército Rojo fue derrotado a las puertas de Varsovia, la fiebre revolucionaria en Europa había cedido. El antiguo orden encontró cierto equilibrio, inestable pero lo bastante real para permitir que las fuerzas conservadoras se recuperaran de la confusión y el pánico. Los comunistas no podían contar con acontecimientos revolucionarios inminentes, y los intentos de provocarlos sólo podían acabar en fracasos costosos. Esto quedó demostrado en marzo de 1921 cuando un levantamiento comunista desesperado y mal preparado tuvo lugar en Alemania central. El alzamiento había sido estimulado y en parte instigado por Zinóviev, el Presidente de la Internacional Comunista y por Bela Kun, el desafortunado jefe de la revolución húngara de 1919, quienes creían que el levantamiento «electrizaría» e impulsaría a la acción a la apática masa de la clase obrera alemana. La masa, sin embargo, no respondió; y el gobierno alemán reprimió el levantamiento sin gran dificultad. El fiasco sumió al comunismo alemán en la confusión, y, en medio de amargas recriminaciones, al jefe del Partido Comunista alemán, Paul Levy, rompió con la Internacional. El levantamiento de marzo debilitó así más aún a las fuerzas del comunismo en Europa y profundizó la sensación de aislamiento en la Rusia bolchevique.

La nación gobernada por el partido de Lenin se hallaba en un estado próximo a la disolución. Las bases materiales de su existencia estaban destrozadas. Baste recordar que a fines de la guerra civil el ingreso nacional de Rusia sumaba solamente una tercera parte de su ingreso en l913, que la industria producía menos de una quinta parte de los bienes producidos antes de la guerra, que las minas de carbón producían menos de una décima parte de su rendimiento normal, que los ferrocarriles estaban destruidos, que todas las existencias y reservas de las que depende cualquier economía para su funcionamiento estaban completamente agotadas, que el intercambio de productos entre la ciudad y el campo se había paralizado, que las ciudades y los pueblos de Rusia Se habían despoblado a tal punto que en 1921 Moscú tenía sólo la mitad y Petrogrado una tercera parte de sus antiguos habitantes, y que los moradores de las dos capitales habían vivido durante muchos meses a base de una ración de dos onzas de pan y unas cuantas papas congeladas y habían calentado sus viviendas con la madera de sus muebles, y así nos formaremos una idea de la situación en que se hallaba el país en el cuarto año de la revolución.

Los bolcheviques no estaban en actitud de celebrar la victoria. El levantamiento de Kronstadt les había obligado finalmente a renunciar al comunismo de guerra y a promulgar la NEP o Nueva Política Económica. Su propósito inmediato consistía en inducir a los campesinos a vender alimentos y a los comerciantes privados a traer los alimentos del campo a la ciudad, del productor al consumidor. Este fue el comienzo de una larga serie de concesiones a la agricultura y el comercio privados, el comienzo de la «retirada forzosa» que: según lo reconoció Lenin, se vio obligado a emprender su gobierno ame los elementos anárquicos de la pequeña propiedad que predominaban en el país.

Poco después la calamidad golpeó a la nación. Una de las peores carestías de alimentos que recuerda la historia se produjo en los populosos territorios agrícolas del Volga. Ya en la primavera de 1921, inmediatamente después del levantamiento de Kronstadt, Moscú había recibido con alarma las noticias sobre las sequías, las tormentas de arena y una plaga de langosta en las provincias del sur y el sudeste. El gobierno se tragó su orgullo y Solicitó la ayuda de las organizaciones de beneficencia burguesas en el extranjero. En julio se temió que diez millones de campesinos fueran afectados por el hambre… A fines del año el número de víctimas se había elevado a treinta y seis millones. Incontables multitudes huyeron de las tormentas de arena y de las langostas y erraron sin rumbo sobre las vastas llanuras. El canibalismo hizo su reaparición, como un espantoso escarnio de los altos ideales y aspiraciones socialistas que emanaban de las ciudades capitales.

Siete años de guerra mundial, revolución, guerra civil, intervención y comunismo de guerra habían producido tales cambios en la sociedad, que las nociones, ideas y consignas políticas habían llegado a perder casi todo significado. La estructura social de Rusia no sólo había sido trastocada, sino desarmada y destruida. Las clases sociales que habían luchado entre sí tan implacable y furiosamente en la guerra civil se hallaban todas ellas, con la excepción parcial del campesinado, agotadas y postradas, o pulverizadas. La aristocracia terrateniente había sucumbido en sus mansiones incendiadas y en los campos de batalla de la guerra civil, y los sobrevivientes huyeron al extranjero con los residuos de los Ejércitos Blancos dispersados a los cuatro vientos. De la burguesía, que nunca había sido muy numerosa ni políticamente segura de si, una gran parte también había perecido emigrada. Quienes lograron salvarse, permaneciendo en Rusia y tratando de adaptarse al nuevo régimen, no eran más que «las ruinas de su clase». La antigua intelectualidad, y en menor grado la burocracia, compartieron la suerte de la burguesía propiamente dicha: algunos comían el pan del exilio en el Occidente y otros servían a los nuevos amos de Rusia como «especialistas». Con el resurgimiento del comercio privado hizo su aparición una nueva clase media incipiente. Sus miembros, llamados despectivamente los «nepistas», se dedicaron a explotar rápidamente las oportunidades que la NEP les ofrecía, amasaron fortunas de la noche a la mañana y gozaron el momento con la sensación de que a sus espaldas había quedado un diluvio y más adelante les esperaba otro. Despreciada incluso por los sobrevivientes de la antigua burguesía, esta nueva clase media no aspiraba a desarrollar una mentalidad politica propia. La sujarevka, el creciente y escuálido mercado negro de Moscú, era el símbolo de su existencia y de su moral.

El hecho de que la clase obrera industrial, que ahora supuestamente ejercía su dictadura, estuviera también pulverizada, fue una sombría y paradójica consecuencia de la lucha. Los obreros más valerosos y politizados habían sucumbido en la guerra civil u ocupaban puertos de responsabilidad en la nueva administración, el ejército, la policía, las empresas industriales y una legión de instituciones y organismos públicos recién creados. Orgullosamente conscientes de su origen, estos proletarios convertidos en comisarios no pertenecían ya en realidad a la clase obrera. Con el transcurso del tiempo muchos de ellos se habían apartado de los trabajadores y se habían asimilado al medio ambiente burocrático. El grueso del proletariado también se desclasó. Masas de obreros huyeron de la ciudad al campo durante los años del hambre, y como en lo mayoría eran citadinos de la primera generación y no habían perdido sus raíces en el campo, fueron reabsorbidos fácilmente por el campesinado. En los primeros años de la NEP le inició una emigración en sentido contrario, un éxodo del campo a la ciudad. Algunos viejos obreros regresaron a las ciudades, pero la mayoría de los recién llegados eran campesinos toscos y analfabetos sin ninguna tradición política, no digamos cultural. Sin embargo, en 1921 y 1922 la emigración del campo a la ciudad fue sumamente reducida.

La dispersión de la antigua clase obrera creó un vacío en la Rusia urbana. El antiguo movimiento obrero, seguro de sí y con conciencia de clase, con sus muchas instituciones y organizaciones, sindicatos, cooperativas y clubs educativos, que solían resonar con vigorosas y apasionadas discusiones y eran un hervidero de actividad política, era ahora un cascarón vacío. Aquí y allá pequeños grupos de veteranos de la lucha de clases se reunían y discutían sobre las perspectivas de la revolución. Otrora habían formado la verdadera «vanguardia» de la clase obrera. Ahora eran solo un puñado, y no podían ver tras de sí al grueso de su clase, que antes los había escuchado, había acatado sus directivas y los había seguido a los combates de la lucha social.

La dictadura proletaria triunfaba, pero el proletariado casi había desaparecido. Nunca había sido más que una pequeña minoría de la nación y si había desempeñado un papel decisivo en tres revoluciones, ello no se debía a un fuerza numérica, sino al extraordinario vigor de su mentalidad, iniciativa y organización políticas. En su mejor momento, la industria de gran escala de Rusia no empleó mucho más de tres millones de obreros. Después de la guerra civil, sólo millón y medio, aproximadamente, seguían empleados. Y aun entre éstos, muchos se mantenían inactivos de hecho porque sus fábricas no trabajaban. El gobierno continuaba pagándoles jornales por razonjes de política social, a fin de salvar un núcleo de la clase obrera para el futuro. Estos trabajadores eran, en realidad, mendigos. Si un obrero recibía sus jornales en efectivo, éstos carecían de valor debido a la catastrófica depreciación del rublo. El obrero se ganaba la vida, tal como se lo permitía la situación, haciendo trabajos ocasionales, comerciando en el mercado negro y recorriendo las aldeas vecinas en busca de alimentos. Si recibía sus jornales en especie, especialmente en productos de su fábrica, corría de ésta al mercado negro para permutar un par de zapatos o una pieza de tela por pan y papas. Cuando no le quedaba nada que permutar, volvía a la fábrica a robar una herramienta, unos cuantos clavos o un saco de carbón, y volvía a] mercado negro. Los robos en las fábricas eran tan comunes que, según los cálculos, la mitad de los obreros robaban normalmente las cosas que ellos mismos producían. Lozovsky [en informes oficiales de la época] sostuvo que en algunas fábricas los obreros robaban el 50% de la producción; y según los cálculos, los salarios cubrían solo una quinta parte del costo de la vida de un obrero. Es fácil imaginarse qué efectos tenían el hambre, el frío, la aterradora inactividad en los centros de producción y el ajetreo del mercado negro, el fraude y el robo —la lucha casi zoológica por la supervivencia—, en la moral de la gente que se suponía era la clase gobernante del nuevo Estado.

Como clase social, sólo el campesinado salió incólume de la prueba. La guerra mundial, la guerra civil y el hambre cobraron sus víctimas, por supuesto; pero no quebrantaron los cimientos de la vida del campesinado. No redujeron su capacidad de resistencia y de regeneración. Ni siquiera las peores calamidades pudieron dispersar la densa masa del campesinado que, indestructible (así como la naturaleza misma, sólo necesitaba el contacto con la naturaleza en su trabajo para mantenerse vivo, en tanto que los obreros industriales se dispersaban cuando la maquinaria industrial artificial de la que dependía su existencia sufría un colapso. El campesinado había conservado su carácter y su lugar en la sociedad. Había mejorado su posición a expensas de la aristocracia terrateniente. Y ahora podía permitirse hacer el recuento de las ganancias y de las pérdidas que la revolución le había acarreado. Al cesar las requisas, los campesinos abrigaron la esperanza de poder recoger por fin la cosecha completa de sus posesiones agrandadas. Cierto es que vivían en una gran pobreza. Pero ésta y el atraso que la acompañaba eran parte integrante de su herencia social. Liberados de la dominación señorial, los campesinos preferían la pobreza en sus propias pequeñas propiedades a los incomprensibles panoramas de abundancia bajo el comunismo que los agitadores urbanos desplegaban ante ellos… A los muzhiks no les preocupaban ya gran cosa las peroratas de los agitadores. Se dieron cuenta de que éstos, últimamente, se cuidaban de no ofenderles e incluso trataban de ganarse su amistad y de halagarlos. Por el momento, el muzhik era en verdad el consentido del gobierno bolchevique que, que ansiaba restablecer el «vinculo» entre la ciudad y el campo y la «alianza entre los obreros y los campesinos”». Puesto que la clase obrera no podia hacer sentir su peso, el del campesinado se hacia patente con tanto mayor fuerza. Cada mes, cada semana le traían al agricultor mil nuevas pruebas de su reciente importancia, y su confianza en sí mismo aumentaba en la misma proporción.

Sin embargo, esta clase social, la única que había conservado su carácter y su lugar en la sociedad, era por su naturaleza misma políticamente impotente… Karl Marx describió una vez, por medio de una vivida imagen, la «idiotez de la vida rural» que en el último siglo le impidió al campesinado francés «hacer valer su interés de clase en su propio nombre»; y su imagen es aplicable al campesinado ruso de los años veinte.

Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas».

Carlos Marx. El 18 Brumario de Luís Napoleón Bonaparte, 1852.

El enorme saco de patatas que era la Rusia rural también resultó ser completamente incapaz de hacer valer sus intereses «en su prºpio nombre». Antaño la intelectualidad populista o social-revolucionaria, la había representado y había hablado en su nombre. Pero el Partido Social-Revolucionario, desprestigiado por su propia negativa a apoyar la revolución agraria y después arrojado a la clandestinidad y destruido por los bolcheviques, había agotado su papel. El saco de patatas permaneció allí, enorme, formidable y mudo. Nadie podía apartarlo de su vista, nadie podía ignorarlo o pisotearlo con impunidad: ya había golpeado en la cabeza a la Rusia urbana: y los gobernantes bolcheviques tuvieron que inclinarse ante él. Pero el saco de patatas no podía darle columna vertebral, forma, voluntad y voz a una sociedad informe y desintegrada.

Así, unos pocos años después de la revolución, la nación era incapaz de manejar sus propios asuntos y de hacer valer sus intereses a través de sus propios representantes auténticos. Las antiguas clases gobernantes estaban aplastadas, y la nueva clase gobernante, el proletariado, era sólo una sombra de su viejo ser. Ningún partido podía reclamar la representación de la clase obrera dispersada, y los obreros no podían controlar al partido que pretendia hablar por ellos y gobernar al pais en su nombre.

¿A quién representaba el partido bolchevique? Sólo le presentaba a sí mismo, es decir, a su pasada vinculación con la clase obrera, a su aspiración actual de actuar como el custodio de los intereses de clase del proletariado, y a su intención de reagrupar, en el transcurso de la construcción económica, una nueva clase obrera que seria capaz, andando el tiempo, de tomar los destinos del país en sus manos. Mientras tanto, el partido bolchevique $e mantenía en el poder mediante la usurpación. No sólo sus enemigos lo veían como un usurpador: el partido aparecía como tal incluso a la luz de tus propios criterios y de su propia concepción del Estado revolucionario.

Los enemigos del bolchevismo, como recordará el lector, habían denunciado desde el principio a la Revolución de Octubre y después a la disolución de la Asamblea Constituyente en 1918 como actos de usurpación. Los bolcheviques no tomaban en Serio esta acusación; replicaban que el gobierno al que ellos le habían arrebatado el poder en octubre no se basaba en ningún cuerpo representativo elegido, y que la revolución le había hecho entrega del poder a un gobierno respaldado por la abrumadora mayoría de los Consejos de Diputados de Obreros y Soldados, elegidos y representativos. Los Soviets habían sido una representación clasista y, por definición, un órgano de la dictadura proletaria. No habían sido elegidos sobre la base del sufragio univcrsal. La aristocracia y la burguesía habían sido privadas del derecho al voto, y el campesinado estaba representado sólo en la proporción que era compatible con la hegemonía de los obreros urbanos. Los obreros no habían emitido sus votos como individuos en los distritos electorales tradicionales, sino en las fábricas y los talleres como miembros de las unidades de producción en que consistía su clase. Esta representación de clase era lo único que los bolcheviques habían considerado válido y legítimo desde 1917.

Sin embargo, era precisamente en los términos de la concepción bolchevique del Estado obrero como el gobierno de Lenin había dejado gradualmente de ser representativo. Nominalmente, todavía se basaba en los Soviets. Pero los Soviets de 1921 y 1922, a diferencia de los de 1917, no eran ni podían ser representativos: no podían representar a una clase obrera virtualmente inexistente. Eran las criaturas del partido bolchevique, y así, cuando el gobierno de Lenin pretendía derivar sus prerrogativas de los Soviets, las derivaba en realidad de sí mismo.

El papel de usurpador le fue impuesto al partido bolchevique. Una vez que la clase obrera se desintegró, al partido le resultó imposible mantenerse a la altura de sus principios. ¿Qué podía o debía a hacer el partido bajo tales circunstancias? ¿Debía renunciar al poder? Un gobierno revolucionario que ha librado una guerra civil cruel y devastadora no abdica al día siguiente de su victoria y no se entrega a sus enemigos derrotados y a su venganza, aun cuando descubra que no puede gobernar de acuerdo con sus propias ideas y que ya no goza del apoyo con que contó al comenzar la guerra civil. Los bolcheviques no perdieron ese apoyo a causa de algún cambio claro en la actitud de sus seguidores de antaño, sino como resultado de la dispersión de éstos. Los bolcheviques sabían que su mandato para gobernar a la república no había sido renovado en forma adecuada por la clase obrera, no digamos ya por el campesinado. Pero también sabían que se hallaban rodeados de un vacío, que el vacío sólo podría llenarse lentamente a lo largo de los años y que por el momento nadie era capaz de prolongar ni de invalidar su mandato. Una catástrofe social, una fuera mayor, los había convertido en usurpadores, y en consecuencia ellos se negaron a considerarse tales.

La desaparición del escenario político, en tan breve tiempo, de una clase social vigorosa y militante y la atrofia de la sociedad como resultado de la guerra civil, constituyeron un fenómeno histórico extraño, pero no único. También en otros grandes revoluciones la sociedad, agotada. sufrió un colapso, y el gobierno revolucionario se vio transformado de manera similar. La Revolución Puritana inglesa y la Gran Revolución Francesa enarbolaron ambas al comienzo un nuevo principio de gobierno representativo contra el ancien régime. Los Puritanos afirmaron los derechos del Parlamento contra la Corona. Los dirigentes del Tercer Estado francés hicieron lo propio cuando se constituyeron en Asamblea Nacional. A continuación se produjeron la insurrección y la guerra civil como consecuencia de las cuales las fuerzas del ancien régime ya no fueron capaces de dominar a la sociedad, mientras que las clases que habían apoyado a la revolución estaban demasiado divididas entre sí y demasiado agotadas para ejercer el poder. No fue posible, por consiguiente, crear un gobierno representativo. El ejército era el único cuerpo con suficiente unidad de voluntad, organización y disciplina para imponerse al caos. Se proclamó guardián de lo sociedad e instauró el mando de la espada, una forma de gobierno abiertamente usurpadora. En Inglaterra, las dos fases generales de la revolución quedaron encarnadas en la misma persona: Cromwell encabezó primero a los Comunes contra la Corona y después, como Lord Protector, usurpó las prerrogativas tanto de la Corona como de los Comunes. En Francia hubo un hiato definido entre las dos fases, y en cada una de ella hombres diferentes ocuparon el primer plano: el usurpador Bonaparte no desempeñó ningún papel importante en los primeros actos de la revolución.

En Rusia, el partido bolchevique constituía el grupo de hombres compacto y disciplinado, inspirado por una sola voluntad, que era capaz de gobernar y unificar a la nación desintegrada. En las revoluciones anteriores no había existido un partido de ese tipo. La fuerza principal de los Puritanos residía en el ejército de Cromwell, y por ello cayeron baja el dominio del ejército. El partido jacobino no nació sino en el transcurso de la lucha. Era parte de la fluctuante marea revolucionaria, y se deshizo y desapareció con el reflujo de esa marea. El partido bolchevique, por el contrario, formaba una organización válida y centralizada mucho antes de 1917. Ello le permitió asumir la jefatura de la revolución y, después del reflujo de la marea, desempeñar durante muchas décadas el papel que el ejercito había desempeñado en la Inglaterra y la Francia revolucionarias para asegurar un gobierno estable y avanzar hacia la integración y reorganización de la vida nacional.

Por su mentalidad y su tradición política, el partido bolchevique estaba sumamente bien preparado, y sin embargo peculiarmente mal adaptado, para desempeñar el papel de usurpador. Lenin había formado a sus discípulos como la «vanguardia» y la élite del movimiento obrero. Los bolcheviques nunca se habían contentado con dar expresión a los estados de ánimo o a las aspiraciones concretas de la clase obrera. Consideraban que su misión era moldear esos estados de ánimo y alentar y desarrollar esas aspiraciones. Se veían a sí mismos como tutores politicos de la clase obrera y estaban convencidos de que, como marxistas consecuentes, sabían mejor que la clase obrera oprimida y poco esclarecida cuál era el verdadero interés histórico de la clase y la forma de defenderlo. (…) En 1917, como en 1905, (…) Lenin y sus colaboradores analizaron con actitud realista y sobria las más ligeras fluctuaciones en la actitud política de los trabajadores, adaptando cuidadosamente su política a tales fluctuaciones. Nunca se les ocurrió pensar que podrían tomar el poder o sostenerse en él sin la aprobación de la mayoría de los obreros o de los obreros y campesinos. Antes de la revolución, en el transcurso de ésta y durante algún tiempo después, siempre estuvieron dispuestos a someter sus directivos al «veredicto de la democracia proletaria», es decir, al voto de la clase obrera.

A fines de la guerra civil, sin embargo, el «veredicto de la democracia proletaria» se había convertido en una frase carente de significado. ¿Cómo podía expresarse ese veredicto cuando la clase obrera se hallaba dispersa y desclasada? ¿Por medio de elecciones a los Soviets? ¿A través de los procedimientos «normales» de la democracia soviética? Los bolcheviques pensaron que sería el colmo de la locura por su parte dejarse orientar en sus acciones por el voto de un residuo desesperado de la clase obrera y por los estados de ánimo de las mayorías accidentales que podían formarse dentro de los Soviets irreales. Así llegaron -y Trotski junto a ellos- a sustituir de hecho a la clase obrera por su propio partido. Identificaron su voluntad y sus ideas con lo que juzgaron que habrían sido la voluntad y las ideas de una clase obrera en pleno vigor, si tal clase obrera hubiera existido.

Su hábito de considerarse a sí mismos como los intérpretes por excelencia del interés de clase proletario hizo que esa sustitución resultara tanto más fácil. Como antigua vanguardia, el partido consideró natural actuar como el locum tenens de la clase obrera durante aquel extraño y, según sus esperanzas, breve intervalo en que la clase obrera se hallaba en estado de disolución. De esta suerte los bolcheviques extrajeron, de su propia tradición y del estado real de la Sociedad, una justificación moral para su papel de usurpadores.

La tradición bolchevique, sin embargo, era una combinación sutil de diversos elementos. La confianza moral del Partido en sí mismo, su superioridad, su sentido de misión revolucionaria, su disciplina interna y su arraigada convicción de que la autoridad le era indispensable a la revolución proletaria, todas estas cualidades habían formado las actitudes autoritarias en el bolchevismo. Tales actitudes, sin embargo, habían sido mantenidas a raya gracias a la intima vinculación del Partido con la clase obrera real, no meramente teórica, a su genuina devoción a la clase, a su ardiente creencia de que el bienestar de los explotados y los oprimidos era el comienzo y el fin de la revolución y de que el obrero sería, a la larga, el verdadero amo en el nuevo Estado, porque a fin de cuentas la Historia pronunciaría por boca del obrero mismo un severo y justo veredicto sobre todos los partidos, incluidos los bolcheviques, y sobre todos sus actos. La idea de la democracia proletaria era inseparable de ezsta actitud. Cuando el bolchevique invocada esta idea, expresaba su desdén por la democracia formal y engañosa de la burguesía: su disposición a pasar por encima, si fuese necesario, de todas las clases no proletarias, pero también su convicción de que estaba obligado a respetar la voluntad de la clase obrera aun cuando momentáneamente disintiera de ella.

En las primeras etapas de la revolución, la actitud democrático-proletaria tuvo preeminencia en el carácter bolchevique. Ahora el viraje hacia la jefatura autoritaria logró imponerse. Al actuar sin la clase obrera normal en el trasfondo, el bolchevique, por la fuerza de su viejo hábito, siguió invocando la voluntad de esa clase para justificar todo lo que hacía. Pero la invocaba sólo como un supuesto teórico y como una norma ideal de conducta: en suma, como una especie de mito. Empezó a ver en su partido al depositario no sólo del ideal del socialismo en abstracto, sino de los deseos de la clase obrera en concreto. Cuando un bolchevique, desde el miembro del Politburó hasta el más modesto militante de base, declamaba que «el proletariado insiste» o «exige» o «nunca aceptaría» esto o aquello lo que quería decir era que su partido o los dirigentes de éste «insistían», «exigían» o «nunca aceptarían» esto o aquello. Sin esta mistificación semiconsciente la mentalidad bolchevique no podía funcionar. El Partido no podía admitir. ni siquiera ante sí mismo, que no tenia ya ninguna base en la democracia proletaria. Cierto es que, a intervalos de cruel lucidez, los propios dirigentes bolcheviques hablaban con franqueza sobre su situación. Pero abrigaban la esperanza de que el tiempo, la recuperación económica y la reconstitución de la clase obrera le pondrían remedio: y continuaban hablando como si la situación nunca se hubiera producido y como si ellos todavía obraran sobre la base de un mandato claro y válido de la clase obrera.

Los bolcheviques habían suprimido ya, finalmente, a todos los demás partidos y establecido su propio monopolio político. Vieron que sólo exponiéndose y exponiendo la revolución al más grave peligro podían permitir que sus adversarios se expresaran libremente y apelaran al electorado soviético. Una oposición organizada podría explotar en su provecho el caos y el descontento, tanto más fácilmente cuanto que los bolcheviques eran incapaces de movilizar las energías de la clase obrera. Así, pues, se negaron a a exponerse y a exponer la revolución a este peligro. A medida que el Partido sustituyó al proletariado, sustituyó también la dictadura del proletariado por la suya propia. La «dictadura proletaria» dejó de ser el gobierno de la clase obrera que, organizada en Soviets, había delegado el poder en los bolcheviques pero conservaba el derecho constitucional destituirlos o «revocarlos» como gobernantes. La dictadura proletaria convirtió ahora en sinónimo del gobierno exclusivo del partido bolchevique. El proletariado no podía «revocar» ni destituir a los bolcheviques más de lo que podia destituirse y revocarse a sí mismo.

Al suprimir a todos los partidos, los bolcheviques efectuaron un cambio tan radical en su medio ambiente político que ellos mismos no pudieron quedar inafectados. Su desarrollo había tenido lugar bajo el régimen zarista, dentro de un sistema multipartidista semilegal y semiclandestino, en una atmósfera de intensa controversia y competencia política. Aunque por ser un cuerpo combativo de revolucionarios habían tenido sus propia doctrina y disciplina, que aun entonces los distinguía de todos los demás partidos, habían respirado sin embargo el aire de su medio ambiente y el sistema multipartidista había determinado la vida interna de su propio partido. Empeñados constantemente en controversias con sus adversarios, los bolcheviques cultivaban asimismo la controversia en sus propias filas. Antes de que un miembro del Partido ocupara la tribuna para oponerse a un «cadete» o a un menchevique, ventilaba dentro de su propia célula o comité las cuestiones que le preocupaban, los argumentos de] adversario, la réplica que habría de darles y la actitud y las medidas tácticas del Partido. Si pensaba que el Partido estaba equivocado en algún punto o que su jefatura era inadecuada, lo decía sin temor y sin rodeos, y trataba de convencer a sus camaradas. Mientras el Partido luchaba por los derechos democráticos de las trabajadoras, no podía negarles esos mismos derechos a sus propios miembros dentro de su propia organización.

Al destruir el sistema multipartidista, los bolcheviques no se imaginaron las consecuencias que eso tendría para ellos mismos. Pensaron que fuera del sistema seguirían siendo lo que siempre habían sido: una asociación disciplinada, pero libre, de marxistas militantes. Dieron por sentado que la mentalidad Colectiva del Partido seguiría siendo formada por el acostumbrado intercambio de opiniones, el toma y daca de argumentos teóricos y políticos. No comprendieron que no podían suprimir toda controversia fuera de $us filas y mantenerla viva dentro de ellas: no podían abolir los derechos democráticos para la sociedad en general y conservar esos mismos derechos sólo para sí.

El sistema unipartidista representaba una contradicción esencial: el partido único no podía seguir siendo un partido en el sentido aceptado. Su vida estaba destinada a reducirse y marchitarse. De] «centralismo democrático», el principio básico de la organización bolchevique, sólo sobrevivió el centralismo. El Partido mantuvo su disciplina, no su libertad democrática. No podía ser de otra manera. Si los bolcheviques se empeñaban ahora libremente en controversias, si sus dirigentes ventilaban sus diferencias en público, y sí los militantes de base criticaban a los dirigentes y a su política, tales cosas serian un ejemplo para los no bolcheviques y no podría esperarse entonces que éstos se abstuvieran de discutir y criticar. Si se permitía que los miembros del partido gobernante formaran facciones y grupos para defender opiniones especificas dentro del Partido, ¿cómo podría prohibírsele a la gente fuera del Partido que formara sus propias asociaciones y formara sus propios programas políticos? Ninguna Sociedad política puede ser muda en nueve décimas partes y hablante en la otra décima. Después de imponerle el silencio a la Rusia no bolchevique, el partido de Lenin tuvo que acabar por imponérselo a sí mismo.

El Partido no podía resignarse a esto fácilmente. Los revolucionarios acostumbrados a no dar por sentada ninguna autoridad, a impugnar la verdad aceptada y a examinar críticamente a su propio partido, no podían inclinarse súbitamente ante la autoridad con muda obediencia. Aun mientras obedecían, siguieron impugnando. Después de que el décimo Congreso prohibiera, en 1921, las facciones dentro del Partido, las controversias siguieron resonando en las asambleas bolcheviques. Los miembros de ideas afines continuaban agrupándose en ligas, produciendo «programas» y «tesis» y atacando duramente a los dirigentes. Al hacer tales cosas, amenazaban socavar la base del sistema unipartidisia. Después de suprimir a todos los enemigos y adversarios, el partido bolchevique no podia seguir existiendo, si no era mediante un proceso de autosupresión permanente.

Las mismas circunstancias de su desarrollo y su éxito obligaron al Partido a seguir este curso. A principios de 1917 no tenia, más de 23.000 miembros en toda Rusia. Durante la revolución la militancia se triplicó y cuadruplicó. En el período culminante de la guerra civil, en 1919, un cuarto de millón de personas habían ingresado en sus filas. Este crecimiento reflejaba la genuina atracción que el Partido ejercía sobre la clase obrera. Entre 1919 y 1922 la militancia se triplicó una vez más, aumentando de 250.000 a 700.000 miembros. La mayor parte de este crecimiento, sin embargo, ya era espurio. Los oportunistas se volcaban en alud Sobre el campo de los vencedores. El Partido tenia que llenar innumerables puestos en el gobierno, la industria, los sindicatos, etc., y era ventajoso llenarlos con personas que aceptaran la disciplina partidaria. En una masa de recién llegados, los bolcheviques auténticos quedaron reducidos a una pequeña minoria. Sintíendose ahogados por la masa de elementos extraños, se alarmaron y reconocieron la necesidad de separar la paja del grano.

Pero, ¿cómo hacerlo? Resultaba difícil distinguir sobre quienes ingresaban al Partido por convicciones desinteresadas y los oportunistas y arribistas. Más difícil aún era determinar si incluso aquellos que solicitaban afiliación con buenos motivos comprendían realmente los objetivos y las aspiraciones del Partido y estaban dispuestos a luchar por ellos. Mientras varios partidos exponían sus programas y reclutaban miembros, su contienda permanente aseguraba la selección adecuada del material humano y su distribución entre los partidos. El recién llegado a la política tenia entonces: todas las oportunidades de comparar los programas, los métodos de acción y las consignas en competencia. Si se unía a los bolcheviques, lo hacia como un acto de elección consciente. Pero quienes ingresaron en la política en los años de 1921 y 1922 no podían hacer tal elección. Sólo conocían al partido bolchevique. En otras circunstancias, sus inclinaciones tal vez los habrían llevado a unirse a los mencheviques, a los Social-revolucionarios o a cualquier otro grupo. Ahora su necesidad de acción política los llevaba al único partido que existia. el único que ofrecía una salida a su energía y su ardor. Muchos de los nuevos afiliados eran, como los llamó Zinóviev, «mencheviques inconscientes» o «social-revolucionarios inconscientes» que Sinceramente se consideraban a sí mismos «buenos bolcheviques». El ingreso de tales elementos amenazaba adulterar el carácter del Partido y diluir su tradición. En el undécimo Congreso del Partido, en 1922, Zinóviev sostuvo que ya había dentro de la organización bolchevique dos o más partidos potenciales formados por quienes honrada pero erróneamente se creían bolcheviques. Así, por el mero hecho de ser el partido único, el Partido iba perdiendo su mentalidad única, y los sustitutos rudimentarios de los partidos que él había proscrito empezaron a aparecer en su propio seno. El trasfondo social, con toda su reprimida diversidad de intereses y mentalidades políticas, volvió a hacerse patente y a presionar sobre la única organización política existente, infiltrándose en ella desde todos lados.

Los dirigentes se resolvieron a defender al Partido contra esta infiltración. iniciaron una purga. La exigencia de una purga la había hecho la Oposición Obrera en el décimo Congreso, y la primera purga tuvo lugar en 1921. La policía y los tribunales no tuvieron nada que ver con el procedimiento. En asambleas públicas, las Comisiones de Control —es decir, los tribunales del Partido— examinaban los antecedentes y la moral de cada miembro del Partido, sin tomar en cuenta su jerarquía. Cualquier hombre o mujer en el público podía adelantarse y testificar en favor o en contra del individuo investigado, al que la Comisión de Control declaraba entonces digno o indigno de seguir perteneciendo al Partido. A los indignos no se les imponía ningún castigo, pero la pérdida de la condición de miembro del partido gobernante tendía a vedar las oportunidades de ascenso o de ocupar un puesto de responsabilidad.

En un breve término fueron expulsados de esa manera 200,000 miembros, o sea la tercera parte del total de militantes. La Comisión de Control clasificó a los expulsados en varias categorías: los oportunistas vulgares; los antiguos miembros de partidos antibolcheviques, especialmente antiguos mencheviques que ingresaron después de la guerra civil; los bolcheviques corrompidos por el poder y los privilegios; y, finalmente. los políticamente inmaduros que carecían de una comprensión elemental de los principios del Partido. Parece ser que no se expulsó a nadie cuyo único delito hubiese sido criticar la política del Partido o a sus dirigentes. Pero pronto se hizo claro que la purga, con todo y ser necesaria, era un arma de dos filos. Ofrecía a los inescrupulosos oportunidades para intimidar y pretextos para ajustar cuentas personales. Los militantes de base aplaudieron la expulsión de los oportunistas y los comisarios corrompidos, pero se sintieron anonadados por la magnitud de la purga. Se sabia que las purgas se repetirían periódicamente. y la gente empezó a pensar que si en un solo año podía expulsarse una tercera parte de los miembros, no era posible predecir lo que sucedería uno o dos años después. Los tímidos y los cautelosos empezaron a pensar dos veces antes de aventurarse a hacer un comentario arriesgado o a dar un paso que en la siguiente purga pudiera acarrearle el reproche de inmadurez o atraso politico. iniciada como un medio de sanear al Partido y salvaguardar su carácter, la purga estaba destinada a servir al Partido como el más mortal de los instrumentos de autorrepresión.

Ya hemos visto que cuando la clase obrera desapareció como fuerza social efectiva, el Partido en toda su formidable realidad sustituyó a la clase. Pero ahora el Partido también pareció convertirse en un ente tan huidizo y fantasmal como al que había sustituido. ¿Había alguna sustancia real y podía haber alguna vida autónoma, en un partido que en un solo año declaraba indignos de pertenecer a él a una tercera parte de sus miembros y los expulsaba? Los 200.000 hombres y mujeres purgados habían participado hasta entonces, presumiblemente, en todos los procedimientos normales de la vida partidaria, habían votado para aprobar resoluciones, habían elegido delegados a los Congresos y habían tenido así una considerable participación formal en la determinación de la política del Partido. Sin embargo, su expulsión no produjo ningún cambio o modificación perceptible de esa política. En la posición del Partido no podía advertirle una sola huella de la gran operación quirúrgica mediante la cual se le había amputado una tercera parte de su cuerpo. Este solo hecho demostraba que, desde hacía algún tiempo, la masa de miembros no había ejercido influencia alguna en la dirección de los asuntos del Partido. La política bolchevique la determinaba un reducido sector de Partido que sustituía al todo.

¿Quiénes constituían ese rector? El propio Lenin dio repuesta a la pregunta en términos muy claros. En marzo de 1922 escribió a Molotov, que entonces era secretario del Comité Central:

Si no cerramos los ojos a la realidad, debemos admitir que en la actualidad la política proletaria del Partido no está determinada por el carácter de sus componentes, sino por el enorme prestigio, sin reservas, de que goza ese pequeño grupo que podría ser llamado la vieja guardia del Partido

En esa Guardia veía Lenin ahora la única depositaria del ideal del socialismo, el guardián del Partido y en última instancia el locum tenens de la clase obrera. La Guardia constaba de unos cuantos millares de auténticos veteranos de la revolución. El grueso del Partido era, según la opinión de Lenin en el momento, una excrecencia expuesta a todas las influencias corruptoras de una sociedad trastornada y anárquica. Aun los mejores miembros jóvenes necesitaban un adiestramiento y una educación política pacientes antes de que pudieran llegar a ser «verdaderos bolcheviques». De esta suerte, la identificación del proletariado con el Partido resultó ser una identificación todavía más estrecha del proletariado con la Vieja Guardia.

Con todo, ni siquiera esa Guardia podía mantenerse fácilmente en la vertiginosa altura que había escalado; ella también podría ser incapaz de resistir las influencias degradantes del tiempo, la fatiga, la corrupción por el poder y las presiones del medio ambiente social. Ya entonces había grietas en la unidad de la Vieja Guardia. En la carta a Mólotov, Lenin observó:

Bastaría con que se produjese en este sector una pequeña lucha interna, para que su prestigio quedara, si no quebrantado, por lo menos debilitado hasta tal punto que la decisión ya no dependiera de él

…y se volviera incapaz de dominar los acontecimientos. Era necesario, por tanto, mantener a toda costa la solidaridad de la Vieja Guardia, mantener vivo en ella el sentido de su elevada misión y asegurar su supremacía política. Las purgas periódicas en el Partido no bastaban. Es menester restringir severamente la admisión de nuevos miembros y estos «deberían ser sometidos a las pruebas más rigurosas Por último, sugería Lenin, era preciso establecer dentro del Partido una jerarquía especial basada en los méritos y la veteranía revolucionaria. Ciertos puestos importantes sólo podían ocuparlos personas que hubiesen ingresado en el Partido cuando menos en los primeros tiempos de la guerra civil. Otros puestos que implicaban una responsabilidad todavía mayor sólo estarían en disposición de quienes habían servido al Partido desde el comienzo de la Revolución. Las posiciones más altas se reservaban a los veteranos de la lucha clandestina contra el zarismo.

Estas reglas estaban exentas todavía de todo favoritismo vulgar. La Vieja Guardia aún vivía de acuerdo con su austero código de moralidad revolucionaria. Bajo el partmaximum, un miembro del Partido, incluso uno que ocupara la posición más elevada, no podía percibir ingresos mayores que los de un obrero industrial especializado. Es cierto que algunos dignatarios se aprovechaban ya de ciertas deficiencias en los reglamentos y complementaban sus escasos ingresos mediante todo tipo de subterfugios. Pero tales casos eran todavía la excepción. Las nuevas reglas sobre la retribución de los puestos no tenía por objeto sobornar a la Vieja Guardia, sino garantizar que el Partido y el Estado siguieran siendo, en sus manos, instrumentos seguros para la construcción del socialismo.

La Vieja Guardia era un formidable grupo de hombres, unidos por los recuerdos de luchas heroicas libradas en común, por una fe inquebrantable en el socialismo y por la convicción de que, en medio de la disolución y la apatía generales, las oportunidades de triunfo del socialismo dependían de ellos y casi exclusivamente de ellos. Los miembros de la Vieja Guardia obraban con autoridad, pero también, a menudo, con arrogancia. Eran abnegados, mas al mismo tiempo ambiciosos estaban animados por los sentimientos más elevados y eran capaces de incurrir en la crueldad inescrupulosa. Se identificaban con el destino histórico de la revolución, pero también identificaban ese destino con ellos mismos. En su intensa devoción al socialismo, llegaron a considerar la lucha por alcanzarlo como un asunto de su exclusiva pertenencia y casi como una cuestión personal; y se inclinaban a justificar su conducta y aun sus ambiciones privadas en los términos teóricos del socialismo.

En medio de las tribulaciones de aquellos años, la fuerza moral de la Vieja Guardia representaba un haber inestimable para el bolchevismo. El resurgimiento del comercio privado y la rehabilitación parcial de la propiedad privada hicieron cundir el desaliento en las filas del Partido. Muchos comunistas ye preguntaban con inquietud adónde habría de conducir a la revolución la «retirada» que Lenin había ordenado. Este parecía dispuesto a no detenerse ante nada con tal de estimular al comerciante y al agricultor privado. Puesto que el campesino se negaba a vender alimentos a cambio de papel moneda carente de valor, el dinero, despreciado bajo el Comunismo de Guerra como un vestigio de la vieja sociedad, fue «rehabilitado» y luego estabilizado. Nada podía obtenerse sin él. El gobierno redujo los subsidios que habla otorgado a las empresas de propiedad estatal, y los trabajadores que no habían desertado de las fábricas durante los peores tiempos perdieron sus empleos. Los bancos estatales utilizaron sus escasos recursos para estimular a la iniciativa privada con créditos. El Comité Central le aseguró al Partido que, no obstante todo ello, el Estado, al conservar «los altos puestos de mando» de la industria en gran escala, sería capaz en todo caso de controlar la economia nacional. Pero los «altos puestos de mando» tenían un aspecto triste y poco prometedor: la industria de propiedad estatal se hallaba paralizada mientras el comercio privado empezaba a florecer. Entonces Lenin invitó a los antiguos concesionarios e inversionistas extranjeros a que volvieran a hacer negocios en Rusia, y sólo porque los inversionistas no respondieron dejó de reaparecer un importante elemento del capitalismo. Pero, ¿qué sucederia, se preguntaban los bolcheviques, sí los concesionariosse decidieran al fin y al cabo a aceptar la invitación? Mientras tanto, el «nepista» crecía lleno de confianza en sí mismo, se enriquecía en las ciudades hambrientas y se mofaba de la revolución. En el campo, el kulak trataba de poner nuevamente bajo tu férula al campesino asalariado; y aquí y allá él y sus subordinados empezaban a dominar el Soviet rural, mientras su hijo se hacía cabecilla en la filial local de la Juventud Comunista. En las universidades. profesores y estudiantes llevaban a cabo manifestaciones y huelgas anticomunistas, y los comunistas eran golpeados por cantar La Internacional, el himno de la revolución ¿Dónde terminarla la retirada? La Oposición Obrera se lo preguntó a Lenin durante las sesiones del Comité Central y en las asambleas públicas. Una y otra vez Lenin prometió ponerle término a la retirada, y una y otra vez los acontecimientos lo obligaron a retirarse más aún. Los idealistas se escandalizaron. Desde las filas se hicieron acusaciones de «traición». A menudo un obrero, veterano de las Guardias Rojas, se presentaba ante su comité del Partido, rompía con indignación su carnet de miembro y se lo arrojaba a la cara al Secretario. A tal grado era esto característico de la época, que la descripción de tales escenas puede hallarse en muchas novelas contemporáneas y los jefes del Partido se refirieron a ellas con indisimulada preocupación.

En medio de todo este desaliento, parecía que la revolución sólo podía apoyarse en la Vieja Guardia, en su fe indomeñable y en su voluntad de hierro. Pero, ¿podía hacerlo, en efecto?

Isaac Deutscher. El profeta desarmado, 1959

El último combate de Lenin

La «alianza obrero-campesina» fue fundamental para que el proletariado pudiera tomar el poder en Rusia. La táctica del 17 fue simplemente aceptar tal cual el programa campesino -la reforma agraria y la pequeña propiedad- y compartir la dirección del estado asegurándose que el peso de los soviets campesinos estuviera ponderado para que los obreros -sobrerrepresentados- pudieran ejercer la dictadura. Nadie se hacía ilusiones sobre ellos: el campesinado no era otra cosa que una masa de 100 millones de pequeñoburgueses. Los primeros intentos de «contagiar» el campo con elementos proletarios sin tocar las estructuras campesinas fue ya criticado por Rosa Luxemburgo.

A fin de introducir algunos fundamentos socialistas en las relaciones agrarias, el gobierno soviético trató entonces de crear comunas agrarias compuestas por proletarios, principalmente elementos urbanos y parados. De antemano puede decirse que los resultados de tales esfuerzos tenían que ser mínimos en comparación con la magnitud de las relaciones agrarias y que no se podían tener en cuenta para una comprensión del problema. (Una vez que se ha despedazado el latifundio, punto inicial más adecuado para la economía socialista, en explotaciones pequeñas, se intenta crear explotaciones comunistas modelos a partir de las parcelas pequeñas). En las circunstancias actuales esas comunas tan sólo tienen el valor de un experimento y no el de una reforma social amplia. Un monopolio de cereales con cuota. Ahora quieren llevar la lucha de clases post festum a las aldeas.

La reforma agraria leninista ha convertido en enemigo del socialismo a un sector nuevo y poderoso del pueblo en el campo, cuya resistencia será más peligrosa y más tenaz que la de la nobleza terrateniente.

Rosa Luxemburgo. La Revolución rusa, 1918.

Una vez más, la guerra civil y la no extensión de la Revolución mundial se unieron en una «tormenta perfecta». Al final de la guerra, la NEP, no era otra cosa que una nueva cesión al campesinado. La visión de Lenin era «aguantar» el empuje del capitalismo campesino y contrapesándolo con un capitalismo de estado controlado políticamente por las estructuras soviéticas supervivientes. Pero el equilibrio, que ya de por sí sería difícil por el vaciamiento de los soviets, implicaba una cierta alianza con el gran capital internacional para poder exportar. De ahí la importancia del monopolio del comercio internacional y las concesiones en precios y en las negociaciones internacionales postbélicas.

Los obreros tienen en sus manos el poder del Estado, tienen la absoluta posibilidad jurídica de «tomar» todo el miliar, es decir, de no entregar un solo kopek que no este destinado a fines socialistas. Esa posibilidad jurídica, que se asienta en el paso efectivo del poder a los obreros, es un elemento de socialismo.

Pero los elementos de la pequeña propiedad y del capitalismo privado se valen de muchos medios para minar la situación jurídica, para abrir paso a la especulación y frustrar el cumplimiento de los decretos soviéticos. El capitalismo de Estado significaría un gigantesco paso adelante incluso si pagáramos mas que ahora (he tornado adrede un ejemplo con cifras para mostrarlo con claridad), pues merece la pena pagar «por aprender», pues eso es util para los obreros, pues vencer el desorden, el desbarajuste y el relajamiento tiene mas importancia que nada, pues continuar la anarquía de la pequeña propiedad es el peligro mayor y mas temible, que nos hundirá sin duda alguna (si no lo vencemos), en tanto que pagar un tributo mayor al capitalismo de Estado, lejos de hundirnos, nos llevara por el camino mas seguro hacia el socialismo. La clase obrera, después de aprender a proteger el orden estatal frente a la anarquía de la pequeña propiedad, después de aprender a organizar la producción a gran escala, a escala de todo el país, basándola en el capitalismo de Estado, tendrá entonces a mano -perdón por la expresión- todos los triunfos, y el afianzamiento del socialismo estará asegurado.

El capitalismo de Estado es incomparablemente superior, desde el punto de vista economico, a nuestra economia actual.

Lenin. Sobre el impuesto en especie, mayo 1921

En principio la NEP se entendía como una de las muchas medidas de urgencia en una recién estrenada paz que no se vivía como tal. Y había razones para ello: Kronstadt había mostrado al Xº Congreso, inmediatamente posterior a la guerra civil, que el campesinado y el nuevo proletariado germinal de origen campesino podían poner en marcha una nueva guerra civil. Ese es el marco de la prohibición de las tendencias en el partido pareja a la propia NEP. El agotamiento y el disgusto se hacen palpables entre los «viejos bolcheviques»: abandonan el Secretariado del Comité Central Kretinski, Serebriakov y Preobrazhenski, uno de los grandes economistas marxistas, todos futuros opositores de izquierda. Ascienden la futura guardia personal de Stalin: Kaganovitch, Uglanov, Jaroslavski y Molotov, convertido ahora en secretario general precisamente por representar el tipo humano que sobrevive a una guerra de desgaste en un partido cada vez más verticalizado: gris, obediente, efectivo, preocupado sobre todo por la salud y fortaleza del propio aparato del estado y en absoluto preocupado por el significado teórico de las decisiones tomadas. El burócrata ideal.

Paradójicamente Lenin, que a partir de 1921 ya estará muy tocado por la enfermedad y tendrá que pasar periodos cada vez más largos sin trabajar, tendrá que pasar a través de Molotov sus notas y correspondencia. En esa época, el SG no era otra cosa que un organizador, un secretario encargado de distribuir la información y las propuestas entre el conjunto de miembros de lo que seguía siendo un órgano colegiado en el que Lenin era «primero entre pares» y a menudo se veía contrariado. Separado de la vorágine, intentando entender las tendencias de fondo a través de las comunicaciones y los papeles que el SG reparte entre los miembros del CC, Lenin se da cuenta de que el Partido, tras la guerra, ya no es el partido de la revolución.

No hay duda de que ahora nuestro Partido no es, por la mayoría de sus componentes, lo suficientemente proletario. Creo que nadie podrá discutir esto, pues la simple consulta de la estadística lo confirmará. Desde la guerra, los obreros industriales de Rusia son mucho menos proletarios de lo que eran antes, pues durante la guerra todos aquellos que querían eludir el servicio militar entraron en las fábricas. Esto es del conocimiento público. Por otra parte, es igualmente indudable que, en términos generales (si consideramos el nivel de la inmensa mayoría de los militantes), nuestro Partido tiene ahora una educación política mucho menor que la necesaria para una genuina dirección proletaria en esta situación tan difícil, especialmente en vista de la inmensa preponderancia del campesinado, que despierta con rapidez a una política de clase independiente. Además, debe tenerse en cuenta que en la actualidad es muy grande la tentación de ingresar en el partido gobernante. Es suficiente recordar toda la literatura de los adeptos de «Smena Vej» para ver que un sector de la población que ha estado muy alejado de todo lo proletario se entusiasma ahora con los éxitos políticos de los bolcheviques. Si la Conferencia de Génova nos da otro nuevo éxito político, habrá una intensificación del esfuerzo de los elementos pequeñoburgueses y directamente hostiles a todo lo proletario por entrar en el Partido. (…)

Si no cerramos los ojos a la realidad, debemos admitir que en la actualidad la política proletaria del Partido no está determinada por el carácter de sus componentes, sino por el enorme prestigio, sin reservas, de que goza ese pequeño grupo que podría ser llamado la vieja guardia del Partido.

Lenin. Carta a Molotov sobre las condiciones de admisión de nuevos militantes en el Partido, 26 de marzo de 1922.

No es solo que el crecimiento del partido lo esté volviendo romo. Lenin empieza a intuir la consolidación de una forma de hacer, hija de la guerra, que convierte los procedimientos administrativos del ejército en modos de ser del partido.

La resolución del CC para el Congreso debe ser redactada en la forma siguiente (aproximadamente):

Los hechos muestran, y la comisión especial del Congreso lo confirma, que el principal defecto del trabajo del Partido en el campo es la falta de estudio de la experiencia práctica. Esta es la raíz de todos los males y de la burocracia. El Congreso encomienda al CC que luche contra esto ante todo.

Lenin. Carta al Buró Político, 16 de marzo de 1922.

Dos días después escribe una carta al Buró a través de Molotov en el que se muestra indignado por el trato de favor a los miembros del partido en el sistema de justicia. Otra consecuencia de lo mismo.

No es la primera vez que el Comité de Moscú (incluido el camarada Zelenski) se muestra indulgente en la práctica con comunistas delincuentes que merecen la horca. (…) Colmo de la vergüenza y el escándalo: ¡¡el Partido en el poder defiende a «sus» canallas!!!

Lenin. Carta al Buró Político, 18 de marzo de 1922.

Siempre buscando crear diques al proceso en tanto la revolución mundial avanza, plantea al Partido recuperar una división entre instituciones soviéticas -que sabe vacías- y un partido que sabe, a estas alturas de aluvión y dependiente para tener una dirección clasista tan solo de la cohesión de la «vieja guardia». Dados los magros recursos intelectuales e ideológicos que imponen que la vieja guardia dirija el partido y los soviets, piensa Lenin, al menos salvemos al partido de embrollarse «con demasiada frecuencia» en la pura gestión estatal para que pueda mantener la tensión ideológica.

Es necesario delimitar con mucha más precisión las funciones del Partido (y de su CC) y del Gobierno soviético; elevar la responsabilidad y la independencia de las instituciones de los Soviets y sus funcionarios, dejando para el Partido la dirección general de la actividad de conjunto de los organismos estatales, sin intervenir con demasiada frecuencia, o de un modo irregular y a menudo innecesario, como sucede en la actualidad.

Carta a Molotov para el pleno del CC del PCR(b), 23 de marzo.

Cuando llega la hora del XI Congreso del PCR(b) el marco de la NEP lo ocupa todo… porque toca «empezar de cero» otra vez. Y sin embargo al Partido le cuesta contorsionarse y adaptarse a la nueva situación impuesta por las rémoras de la guerra y el retraso de la Revolución Mundial. La guerra había convertido a la Rusia soviética en un cuartel y la dirección del partido, a todos los niveles, en dirigentes con poderes militares de excepción. La paz y la NEP convertían a Rusia ahora en un capitalismo de estado y la tendencia natural de los dirigentes -liberados del control de unos soviets exánimes– era a dirigir ese capitalismo de estado con el sentido crítico de un coronel de intendencia.

Yo estoy profundamente convencido (y nuestra nueva política económica permite sacar esta conclusión con toda claridad y firmeza), que si nos percatamos de todo el inmenso peligro que representa la nueva política económica y concentramos todas nuestras fuerzas en los puntos débiles, resolveremos el problema. (…) Hasta ahora escribíamos un programa y prometíamos. En su tiempo esto era completamente indispensable. Sin programa y sin promesas no se puede propugnar la revolución mundial. (…) Pero ahora las cosas se hallan de tal manera que debemos comprobar ya en serio nuestro trabajo, y no como suelen hacerlo las instituciones de control creadas por los mismos comunistas, aunque estas sean magníficas y estén incluidas en el sistema de las instituciones de los Soviets y en el sistema de las instituciones del Partido, aunque sean instituciones de control casi ideales (…)

En el transcurso de este año hemos demostrado con entera claridad que no sabemos administrar la economía. Esta es la enseñanza principal. O en el año próximo demostramos lo contrario, o el Poder soviético no podrá existir. Y el peligro mayor es que no todos se dan cuenta de eso. Si todos los comunistas que ocupan puestos de responsabilidad reconocieran claramente: no sabemos, comencemos a aprender desde el principio y saldremos ganando, sería a juicio mío, la conclusión principal, fundamental. Pero no lo reconocen y están convencidos de que si alguien piensa así es gente poco desarrollada que no ha estudiado, según dicen ellos, el comunismo, puede ser que lo estudien y lo lleguen a comprender. Pero nada de eso, perdonen, no se trata de que el campesino o el obrero sinpartido no haya estudiado el comunismo, sino de que han pasado los tiempos en que bastaba con desarrollar un programa y hacer un llamamiento al pueblo para que cumpliera este gran programa. (…)

A pesar de todo, aun no hemos dejado de ser revolucionarios (aunque muchos dicen, y hasta no sin cierto fundamento, que nos hemos burocratizado) y podemos comprender esta cosa sencilla: que en la obra nueva, extraordinariamente difícil, hay que comenzar desde el principio varias veces. Si después de haber comenzado uno se ve en un atolladero, comienza de nuevo, y así diez veces si es necesario, hasta que uno salga con la suya. No cabe envanecerse ni presumir de ser comunista, porque puede haber allí cualquier dependiente de comercio sinpartido, quizá algún guardia blanco y, seguramente, un guardia blanco que sabe hacer las cosas que necesariamente deben hacerse en orden económico, en tanto que uno no lo sabe. Si uno, un comunista que ocupa un puesto de responsabilidad, con centenares de categorías y títulos, incluso con el de «caballero» comunista y soviético, llega a comprender eso, habrá conseguido su objetivo, pues eso se puede aprender. (…)

Según todas las publicaciones de economía, el capitalismo de Estado es el existente bajo un régimen capitalista, en el que el poder estatal tiene supeditadas directamente a tales o cuales empresas capitalistas. Pero nuestro Estado es proletario, se apoya en el proletariado, da al proletariado todas las ventajas políticas y se gana mediante el proletariado a los campesinos por abajo (recordarán ustedes que comenzamos esta labor por los comités de campesinos pobres). Por eso el capitalismo de Estado desorienta a tantísimos. Para que eso no ocurra, hay que recordar lo fundamental: que en ninguna teoría ni en publicación alguna se analiza el capitalismo de Estado en la forma en que lo tenemos aquí, por la sencilla razón de que todas las nociones comunes relacionadas con estas palabras se refieren al poder burgués en la sociedad capitalista. Y la nuestra es una sociedad que se ha salido ya de los raísles capitalistas, pero que no ha entrado aun en los nuevos raíles; pero este Estado no lo dirige la burguesía sino el proletariado. No queremos comprender que cuando decimos «Estado», este Estado somos nosotros, es el proletariado, es la vanguardia de la clase obrera. El capitalismo de Estado es el capitalismo que nosotros sabremos limitar, al que sabremos poner límites, este capitalismo de Estado está relacionado con el Estado, y el Estado son los obreros, es la parte más avanzada de los obreros, es la vanguardia, somos nosotros.

Lenin. Informe político del CC del PC(b) de Rusia, 27 de marzo de 1922

Dicho de otro modo, el capitalismo de estado era, obviamente, peligroso, también la última salida en espera de que llegara la revolución mundial. Solo podía controlarse y contenerse en favor de la clase desde el poder soviético, pero el poder soviético había muerto de extenuación y su lugar lo había ocupado el partido, que aguantaba en solitario la estructura en espera de un cambio de las condiciones. Pero el partido a su vez, inflado por las adhesiones masivas durante y tras la guerra, tenía ya un contenido de clase y un nivel político y teórico que solo se garantizaba por la «vieja guardia». Esta era, a fin de cuentas, quien debía sostenerlo todo. Es decir, gestionar el capitalismo de estado sin convertirse en una burocracia, la nueva forma de burguesía sin propiedad individual que ya había surgido en el mundo capitalista. Resumiendo: la élite dentro del partido tenía que contrapesarse a sí misma: pensar como capitalista y responderse como comunista.

Lenin -y todos los marxistas- tuvieron siempre clara la idea de que un alma/superestructura política socialista -el estado obrero- podía mantenerse viva solo muy temporalmente en un cuerpo/estructura capitalista -una economía basada en la relación capital salario fuera de quien fuera la propiedad. De ahí la urgencia de la extensión de la revolución mundial. Extender ese tiempo, rodeados por el imperialismo de un lado y por una masa campesina pequeñoburguesa de otro, estaba resultando heroico y restringiendo el espíritu proletario del partido cada vez más a su cima. Esa cima que ahora, además tenía que aprender a pensar como un eficiente capitalista de estado sin dejar de ser comunista. Tal cual en las palabras finales del informe anterior:

Hay que reconocer, sin temor de confesarlo, que en el 99 por 100 de los casos los comunistas que ocupan cargos de responsabilidad no están en sus sitios, no saben ejercer sus funciones y ahora tienen que aprender. Si lo reconocemos, y puesto que tenemos para ello la suficiente posibilidad -pues a juzgar por la situación internacional general, nos alcanzará el tiempo para poder aprender-, es preciso realizarlo a toda costa.

Lenin. Informe político del CC del PC(b) de Rusia, 27 de marzo de 1922

La contradicción era insalvable si no llegaba pronto el socorro de la revolución europea, y Lenin lo iba a experimentar de forma directa con tanta intensidad que según no pocos contemporáneos, aceleró su muerte. La primera era una cuestión de principio -el monopolio del comercio exterior-, la segunda fue, en realidad, una cuestión de formas dentro de un debate estratégico: la llamada «cuestión georgiana».

En marzo de 1922 se produjo una brecha en el Comité central sobre el monopolio del comercio exterior. Como hemos visto, el monopolio del comercio exterior era un pilar de la NEP, una línea de defensa frente a la tendencia de las privatizaciones y la apertura al comercio desigual con los imperialistas. Para Lenin debilitar ese monopolio supondría unir al campesinado con el capital mundial de una manera irreversible. Además, sabía que si los capitalistas extranjeros con los que se negociaba en Génova tenían la perspectiva de poder hacer negocios en Rusia sin el estado, esperarían a que se hiciera realidad antes de cerrar ningún acuerdo. Abrir esa ventana suponía en la práctica alargar el bloqueo primero para acto seguido insertar a la pequeña burguesía rusa en el mercado mundial de forma independiente. Lo que ha llamado la atención de Trotski y de los historiadores es que aunque la propuesta original es de Sokolnikov, a su alrededor, y por diferentes motivos, apareció por primera vez una fracción stalinista en el Comité Central. Lo que es muy interesante porque como veremos en siguientes entregas, los avances de la fracción stalinista irán ligados siempre a derrotas internacionales del proletariado.

He meditado bastante tiempo sobre nuestra conversación (con usted, Stalin y Zinóviev) a propósito del Comisariado del Pueblo de Comercio Exterior y de la línea de Krasin y de Sokólnikov.

Mi conclusión es que sin duda tiene razón Krasin. Ahora no podemos retroceder del monopolio del comercio exterior más de lo que proponía y sigue proponiendo Lezhava en sus tesis. Si lo hacemos, los extranjeros acapararán y exportarán todo lo valioso.

Sokólnikov somete aquí, y en todo su trabajo, un error colosal, que nos llevará a la ruina sin falta si el CC no corrige a tiempo su línea y no consigue que la línea corregida sea aplicada en realidad. Este error consiste en la abstracción, en el apasionamiento por un esquema (de lo que ha pecado siempre Sokólnikov como periodista talentoso y político dispuesto a apasionarse). Ejemplo: Sokólnikov propone un proyecto de decreto sobre la importación de víveres del extranjero a Rusia. Y de paso dice en el decreto: las «garantías» son una cuestión aparte (o sea, las garantías de que los valores que se exporten de Rusia, supuestamente a trueque de víveres, se invertirán en efecto y por entero en víveres).

¡Esto es verdaderamente pueril! Todo el meollo del problema está en las garantías (…) ¿Dónde están las «garantías» de que, al transferir al extranjero 100.000 rublos oro, no transfiero 20.000 de ellos ficticiamente? ¿Comprobar los precios? ¿Quién lo haría? ¿De qué modo? ¡Es una utopía burocrática!(…)

Por esto:

  1. no socavar en ningún caso el monopolio del comercio exterior;
  2. aceptar mañana mismo las tesis de Lezhava;
  3. publicar en seguida (hemos perdido infinidad de tiempo) en nombre del presidium del CEC de toda Rusia una declaración firme, fría y furiosa de que no retrocederemos más en la economía y quienes intenten engañarnos (o soslayar el monopolio, etc.) encontrarán el terror; no se debe emplear esta palabra, pero «aludir con finura y cortesía» a ello.

Lenin. Carta a Kamenev, 3 de marzo de 1922

Lenin prosigue dando un ejemplo concreto: una compra de latas de conserva solicitada por el comité del soviet de Moscú y frustrada por el Comisariado de Comercio Exterior (en ese momento, dirigido por Molotov) cuyos procedimientos burocráticos inhibieron a los moscovitas de proseguir. El enfado de Lenin -las quejas de desabastecimiento de latas llegan incluso hasta su retiro en la casa de Gorki- y los medios que propone para enfrentar la burocracia habla del estado de la organización de los soviets, el partido y el estado en general.

Encargar luego a la prensa que ponga en ridículo y mancille a los unos y los otros. Porque aquí el oprobio estriba precisamente en que los moscovitas (¡en Moscú!) no supieron combatir el papeleo. Hay que dar una paliza por esto. «No supieron» despachar un telefonema: «negocio ventajoso urgente. Exigimos respuesta del Comisariado de Comercio Exterior dentro de 3 horas. Copia a Molótov para el CC y a Tsiurupa y Enukidze para el CCP y el CEC de toda Rusia». ¿Han pasado 3 horas y la respuesta no llega? Unas cuatro líneas, también, de queja por teléfono.

¡Pero los idiotas deambulan y hablan durante dos semanas! Hay que hacer pudrirse en la cárcel por ello, en vez de considerarlo como una excepción. Para moscovitas, 6 horas de calabozo por estupidez. Para colaboradores del Comisariado de Comercio Exterior, 36 horas de calabozo, por su estupidez más su «responsabilidad central».

Se debe enseñar así, y solo así. De otro modo, los funcionarios de organismos soviéticos, locales y centrales, no aprenderán. No podemos comerciar libremente: esto es la perdición de Rusia.

Lenin. Carta a Kamenev, 3 de marzo de 1922

Habíamos llegado a un punto en el que solo se podía «enseñar así», con los métodos de un ejército en guerra, al partido-estado, que abrumado por los métodos y procedimientos burocráticos prefería armar económicamente a la reacción campesina, uniéndola a la burguesía internacional, antes que modificar sus procedimientos, papeleos y demás. Métodos burocráticos contra la burocracia.

La imposición pasiva de la erosión del monopolio sulfura a Lenin, que el 15 de mayo envía una nota a Stalin, que ya era SG del CC, en términos imperativos proponiendo al CC una ratificación del monopolio. Pero Stalin está cambiando la naturaleza del cargo: añade sus propias notas antes de entregar copias de los documentos a los miembros («cekistas»). Lo utiliza para resaltar su propia posición burocrática como si estuviera por encima del viejo líder y socavar la firmeza de las posiciones aprobadas. A la comunicación de Lenin añade:

En esta etapa, no me opongo a la prohibición formal de las medidas que tiendan a debilitar el monopolio del comercio exterior. Creo, sin embargo, que la debilitación se hace inevitable.

El plenario toma, una vez más, una posición ambigua, tendente al fin del monopolio. Lenin se pone a trabajar frenéticamente, convoca a distintos grupos, envía nuevas notas -que Stalin vuelve a entregar con agregados propios impertinentes del tipo:

La carta del camarada Lenin no me ha hecho cambiar de opinión sobre lo acertado de la decisión del pleno

Y finalmente Lenin organiza con Trotski como su portavoz, la agitación dentro del CC. Da tanta importancia ya a este debate que incluso llega a proponer a Trotski organizarse como fracción en el Congreso y dirigirse a «la fracción comunista»1 si no consiguen sacarlo adelante antes en el CC.

Yo también considero absolutamente necesario acabar de una vez y para siempre con esta cuestión. Si existe el temor a que ella me conmueva e incluso pueda reflejarse en mi estado de salud, creo que es del todo erróneo, pues me conmueve diez mil veces más la dilación que hace completamente inestable nuestra política respecto a uno de los problemas cardinales. Por ello llamo su atención sobre la carta adjunta y ruego mucho pronunciarse en apoyo a la discusión inmediata de esta cuestión. Tengo la certidumbre de que si estamos amenazados por un fracaso, fracasar antes del Congreso del Partido, y dirigirnos inmediatamente al grupo del Congreso, será mucho más ventajoso que fracasar después del mismo. Tal vez sea aceptable el siguiente compromiso: ahora aprobamos una resolución que confirme el monopolio, pero plantearemos sin embargo la cuestión en el Congreso del Partido, y lo acordamos ahora mismo. A mi modo de ver, nuestros intereses y los de nuestra causa no nos permiten en ningún caso aceptar otro compromiso cualquiera que sea.

Lenin. Carta a Trotski, 15 de diciembre 1922

Viendo el avance del tandem Lenin-Trotski, Stalin, que cada vez más abiertamente aparece como líder bajo la resistencia a las posiciones de Lenin, recula en términos similares a los de la primera nota. Lenin, se siente fortalecido y escribe exultante a Trotski animándole a proseguir, creando de hecho una fracción en el partido con visibilidad en el congreso de los soviets.

Parece que se ha logrado conquistar la posición sin un solo disparo por medio de una simple maniobra. Propongo no detenernos y llevar adelante la ofensiva aprobando la propuesta de plantear en el Congreso del Partido la cuestión del afianzamiento del comercio exterior y de las medidas que puedan mejorar su realización. Dar a conocerlo en el grupo partidista del Congreso de los Soviets. Espero que usted no ponga objeciones ni se niegue a hacer un informe en el grupo.

Lenin. Carta a Trotski, 21 de diciembre de 1922.

En marzo Lenin escribe de nuevo a Trotski (carta del 5 de marzo del 23) que se haga cargo de «la defensa del asunto georgiano» (que veremos ahora). Stalin, que de algún modo intercepta la carta, pierde los nervios, insulta y amenaza telefónicamente a Nadezhda Krupskaya por dejar que Lenin se comunique. Lenin le responde con una famosa carta en la que exige una retractación y le espeta:

No estoy dispuesto a olvidar tan fácilmente lo hecho contra mi

Esta carta, junto con otra del 6 de marzo a los dirigentes georgianos con copia a Trotski y Kamenev serán las últimas añadidas a las Obras Completas después de la muerte de Stalin. La carta, decía concisamente:

Estimados camaradas,

Sigo con toda el alma su asunto. Estoy indignado por la brutalidad de Ordzhonikidze y las indulgencias de Stalin y Dzerzhinski. Preparo para ustedes notas y un discurso.

Lenin. Carta a Mdviani, Majaradze y otros. 6 de marzo de 1923

¿Qué había pasado en Georgia? En 1918, en el curso de la guerra civil, los mencheviques, con la aquiescencia de la Iglesia y los nacionalistas proclaman en Tiflis la «República Democrática de Georgia». El 11 de febrero de 1921, a pesar de las dudas del CC y de no haber avisado siquiera a los bolcheviques georgianos -algunos de gran peso como Majaradze- Ordzhonikidze, con el apoyo de Stalin, inicia la invasión con el ejército rojo. Tras la formación de un gobierno soviético con soviets creados ad hoc, vendrá una discusión, no limitada a Georgia, sobre la estructura del estado obrero. Los georgianos insistirán en mantener una república independiente y soberana dentro de una unión de estados soviéticos, la postura que defenderá Lenin.

Stalin, a la sazón Comisario de las Nacionalidades, pretenderá unificar todas las repúblicas nacidas durante la guerra en la federación Rusa, dándoles un estado de «autonomías» o «repúblicas autónomas» no soberanas. Sobre el terreno, para imponer este modelo, Stalin contaba con Ordzhonikidze, convertido de facto en una especie de gobernador soviético de todo el Caúcaso por su dirección del ejército en la campaña de Georgia. Las tensiones, choques, imposiciones y humillaciones diversas que Ordzhonikidze impuso a los georgianos llegaron a Moscú pero Stalin no informó de ellas al CC. El partido entiende el debate en los términos que se lo presenta Stalin: restos nacionalistas georgianos frente a centralismo socialista. Y todo está apunto de pasar sin pena ni gloria.

Pero como hemos visto, la batalla en defensa del monopolio del comercio exterior había acercado a Lenin y Trotski una vez más y seguramente convencido a Lenin de una tesis de Trotski a la que hasta entonces había permanecido impermeable: para Trotski el principal peligro de burocratización nacía del Partido, no del comercio. Algo de eso se intuye ya cuando quiere mandar a Molotov y el círculo de Stalin al calabozo para que aprendan a hacer comercio exterior.

Así que Lenin abandona su reclusión en la casa de Gorki y se traslada al Kremlin. La excusa la da la vuelta de Rikov de Georgia. No sabemos qué contenía el informe de Rikov, solo que tres días después Lenin llama a Dzerzhinski, que acaba de volver de Georgia por cuenta del CC, para contrastar con él. Dzerzhinski le cuenta la versión oficial elaborada por Stalin, pero esta vez está alerta y descubre dos cosas que le dejan helado: se ha mandado llamar a Moscú a todo el CC del partido en Georgia para imponerle algún tipo de castigo y Ordzhonikidze ha golpeado con un «guantazo» a un dirigente comunista georgiano en el curso de una discusión.

Me ha dado tiempo solo a conversar con el camarada Dzerzhinski, que ha vuelto del Caúcaso y me ha contado cómo se plantea este problema en Georgia. También me ha dado tiempo de intercambiar unas palabras con el camarada Zinoviev y expresarle mis temores sobre el particular. Por lo que me ha contado el camarada Dzerzhinski, que ha presidido la comisión enviada por el Comité Central para «investigar» lo relativo al incidente de Georgia, yo no podía tener más que los mayores temores. Si las cosas tomaron tal cariz que Ordzhonikidze pudo perder los eestribos y llegar a emplear la violencia física, como me ha hecho saber el camarada Dzerzhinski, podemos imaginarnos en qué charca hemos caído. Al parecer todo este fenómeno de «autonomización» era erróneo e intespectivo por completo.

Se dice que era necesario unir la administración. ¿De dónde han salido esos asertos? ¿No será de esa misma administración rusa que, como indicaba ya en uno de los anteriores números de mi diario, hemos tomado del zarismo habiéndonos limitado a ungirlo ligeramente con el óleo de los soviets?

Es indudable que se debería demorar la aplicación de esta medida hasta que pudiéramos decir que respondemos de nuestra administración como de algo propio. Pero ahora, poniéndonos la mano en el pecho, debemos decir lo contrario, que denominamos nuestra una administración que, en realidad, aun no tiene nada que ver con nosotros y constituye un batiburrillo burgués y zarista que no ha habido posibilidad alguna de transformar en cinco años sin la ayuda de otros países y en unos momentos en que predominaban las «ocupaciones» militares y la lucha contra el hambre.

En estas circunstancias es muy natural que la «libertad de abandonar la unión», con la que nosotros nos justificamos sea un papel mojado inservible para defender a los no rusos de la invasión del ruso genuino, del ruso chovinista, miserable en el fondo y dado a la violencia, como es el típico burócrata ruso. No cabe duda de que el insignificante porcentaje de obreros soviéticos y sovietizados se hundiría en este mar de inmundicia chovinista rusa como las moscas en la leche.

Lenin. Apuntes, 30 de diciembre de 1922

Es decir, tenemos a Lenin entrando en el último año de su vida viendo cada vez más claramente que:

  1. el estado soviético es inane, cayó exánime con la descomposición del proletariado ante la guerra y en ausencia de la «ayuda» del proletariado de otros países, es decir, la extensión de la revolución;
  2. en su lugar lo que existe es una estructura administrativa que por las mismas causas resulta ser un «batiburrillo burgués y zarista que no ha habido posibilidad alguna de transformar» y que genera, como expresión ideológica nacionalismo panruso, «inmundicia chovinista»;
  3. que esa estructura, el estado obrero, tiene cada vez más difícil mantener su naturaleza de clase porque «el insignificante porcentaje de obreros soviéticos y sovietizados se hundiría en este mar de inmundicia chovinista rusa como las moscas en la leche»

Lenin había explicado una y otra vez desde el inicio de la NEP el frágil equilibrio que permitía, temporalmente, la supervivencia de la revolución en dos planos simultáneos:

  1. Por un lado el imperialismo y la Revolución Mundial. Si los nuevos partidos comunistas eran un avance, y empezaban a limitar a los gobiernos imperialistas, tampoco la revolución avanzaba tras las derrotas de 1920-21, al revés.
  2. Por otro, tras la guerra, la NEP suponía una retirada en pos de reforzar la alianza con la pequeña burguesía -los 100 millones de campesinos. Esa alianza, de por sí peligrosa, necesitaba a su vez dos cosas para no convertirse en sustento de la contrarrevolución:
    1. Evitar que el campesinado y el imperialismo se conectaran en un frente común (de ahí la importancia del monopolio del comercio exterior).
    2. Reavivar desde el partido el estado obrero, los soviets exánimes por la guerra.

Por un lado hemos visto, como Lenin cifra las posibilidades de mantener al partido en posiciones de clase en la vieja guardia, pero teme cada vez más una división en ésta y hasta el último aliento luchará por evitarla, no teniendo claro si ahondar la batalla contra Stalin o llamar a un arreglo con Trotski, de quien por cierto, también temía su tendencia a centrarse en lo pequeño y lo meramente procedimental de los problemas. Por otro, ahora incorpora un nuevo elemento: descubre que la burocracia no es solo un vicio contraído por el partido en la militarización de la guerra, sino que es la forma en que están reviviendo, a partir de la burda estructura administrativa del estado soviético, las viejas clases heredadas del zarismo, «hundiendo en ese mar» a los escasos cuadros obreros.

Durante sus últimos periodos de actividad, con Stalin interfiriendo y evitando -con la excusa de su salud- sus comunicaciones, Lenin identificará cada vez más esa burocracia emergente con la «brutalidad», el «encono» rusificante y «el poder inmenso concentrado por Stalin». Los textos son sobradamente conocidos pues fueron incorporados a las ediciones rusas de las obras completas posteriores a 1959. La historiografía trotskista ha querido ver en ellos una suerte de premonición fatal del desenlace de las luchas por el poder en el partido en los años siguientes. Al hacerlo ha transmitido un idealismo inaceptable según el cual se trata de transmitir la idea de que «si Lenin hubiera vivido dos años más…» la contrarrevolución habría sido derrotada o evitada.

A pesar del papel impresionante de Lenin, de su innegable peso histórico, no son ni las grandes individualidades ni su ausencia las que dan forma y ocasión a los grandes movimientos de la Historia. La correlación entre clases y su situación subjetiva es, con precisión casi aritmética, la que lo hace. Ese es el sentido del verdadero «testamento político» de Lenin, resumido en los puntos anteriores, más que las recomendaciones y miedos sobre personas concretas como Stalin y su grupo.

Y si algo en esas ecuaciones -donde como hemos visto, el «estado soviético» se pone ya al final en duda en tanto que «estado obrero» o «estado obrero y campesino»- era determinante para Lenin, era el curso y el destino de la Revolución Mundial.

Hacia el Termidor soviético

El primer congreso del partido sin Lenin -que estaba ya en la última fase de su enfermedad- dio la tónica de la pendiente por la que caería en los siguientes tres años. Zinóviev, Kámenev y Stalin habían formado dentro del Politburó -que tenía solo seis miembros- un «bloque», el famoso «triunvirato», cuyo primer objetivo fue dejar a Trotski fuera de la posible sucesión como líder del partido. Es importante señalar que hasta ese momento Lenin simplemente «lideraba» y que cuando había posiciones encontradas, lo que, como hemos visto, ocurría con cierta frecuencia, se decidía por mayoría simple. Lenin era un «primero entre pares». Así que liderar suponía obtener un reconocimiento también como teórico marxista solvente, capaz de guiar al partido con la claridad de un Lenin. Obviamente solo Trotski tenía estas condiciones. Trotski conocía ya el «testamento» de Lenin, no solo sus instrucciones para quitar a Stalin de posiciones de mando y dar una batalla abierta y sin componendas contra las tendencias burocráticas y chovinistas, sino su profundo asco ante la forma que había tomado el estado. Pero Trotski tendió una mano al triunvirato y en particular a Stalin. Trotski, que como Lenin temía que el partido se rompiera por la división de su «vieja guarda», prefirió apostar por un compromiso de silencio ante el triunvirato a cambio de poder centrarse, hablando en nombre de toda la dirección, en lo que para él era el meollo del problema ruso: el desarrollo de la NEP y la necesidad de comenzar la planificación económica.

Los triunviros se comportaron con deliberada modestia. Declararon que su única razón para aspirar a la confianza del Partido era su condición de discípulos leales y probados de Lenin. Fue en este Congreso donde Zinóviev y Kámenev iniciaron la exaltada glorificación de Lenin que posteriormente habría de convertirse en un culto estatal. No cabe duda de que la exaltación, en parte, era sincera: éste era el primer Congreso bolchevique sin Lenin, y el Partido ya se sentía huérfano. Los triunviros explotaron este estado de ánimo, sabiendo que la glorificación de Lenin relejaría gloria sobre aquellos a quienes el Partido había conocido como sus discípulos más antiguos. Con todo tuvieron que trabajar arduamente para convencer al Congreso de que ellos hablaban con la voz de Lenin. Los delegados estaban inquietos. Recibieron a Zinóviev con un hosco silencio cuando éste se adelanto a presentar el informe principal. Sus exageradas y hasta ridículas expresiones de adoración por Lenin disgustaron a los delegados más conscientes y de mayor sentido crítico; pero éstos eran una minoría y no protestaron por temor a ser mal interpretados.

Los triunviros hicieron a continuación exhortaciones a la disciplina, la unidad y la unanimidad. Cuando el Partido se veía privado de su jefe, tenía que cerrar sus filas. «Toda crítica a la línea del Partido», exclamó Zinóviev, «incluso una llamada crítica de izquierda, es ahora, objetivamente, una crítica menchevique». Lanzó esta advertencia a Kolontai, Shliápnikov y sus seguidores; excitándose a a medida que hablaba les dijo que ellos eran más perniciosos aun que los mencheviques. Aunque ostensiblemente iban dirigidas solo contra la Oposición Obrera, sus palabras tenían implicaciones más amplias: le hacía ver a cualquier crítico potencial el tipo de denuncia que tendría que enfrentarse. La máxima de que toda crítica sería considerada a priori como una herejía menchevique era una novedad: nunca antes se había declarado nada parecido.(…)

Interesado únicamente en las circunstancias inmediatas de la lucha por el poder y lleno de confiannza en sí mismo, Zinóviev fue ahora un paso más lejos y describió a todo adversario del grupo dirigente como un portavoz potencial de aquellos mencheviques «inconscientes» e inarticulados. De ellos se desprendía que los dirigentes, fuesen quienes fuesen, tenían el derecho e incluso el deber de suprimir a los adversarios dentro del Partido en la misma forma en que habían suprimido a los verdaderos mencheviques. De esta manera formuló Zinóviev lo que habría de seer el canon de la autosupresión bolchevique.

Este llamado a la disciplina y la nueva concepción de la unidad no dejaron de ser impugnados. Los miembros de la Oposición Obrera y otros disidentes subieron a la tribuna para denunciar al triunvirato y exigir su disolución. Lutovínov, un militante distinguido, protestó contra la «infalibilidad papal» y la inmunidad a la crítica que Zinóviev había reclamado para el Politburó. Kossior, otro viejo bolchevique, sostuvo que el Partido estaba gobernado por una camarilla, que la Secretaría General perseguía a los críticos, que Stalin, durante su primer año al frente de ese organismo, había destituido y persieguido a los dirigentes de organizaciones tan importantes como las de los Urales y Petrogrado, y que las declaraciones sobre la dirección colectiva eran un fraude. En medios de una gritería, Kossior exigió que el Congreso revocara la prohibición, aprobada en 1921, de los agrupamientos internos en el Partido.

Los triunviros, sin embargo, dominaron el Congreso: Kámenev lo presidió, Zinóviev enunció la línea política y Stalin manipuló el aparato del Partido. (…) Incluso algunos de los descontentos apelaron al sentido común de Stalin contra la extravagancia y la demagogia de Zinoviev.

La posición de Stalin ganó mayor realce en el debate sobre la política que debía seguirse frente a las nacionalidades no rusas, el mismo debate que hubiese podido acarrear su ruina. Los georgianos habían ido a Moscú con la esperanza de obtener el fuerte apoyo que Lenin les había prometido. No lo obtuvieron. Rakovski que era el jefe del gobierno ucraniano pero no tenía suficiente influencia en Moscú, se hizo cargo de su defensa. ¿Se proponía Moscú, preguntó, rusificar a las pequeñas nacionalidades del mismo modo que los gendarmes zaristas? Los georgianos quedaron perplejos y confundidos cuando escucharon al propio Stalin hablar con virtuosa indignación contra la violación de los derechos de las nacionalidades no rusas y cuando descubrieron que sus propias denuncias del chovinismo gran ruso figuraban en el texto de las «tesis» de Stalin. Este espectáculo, resultado de la transacción entre Trotski y Stalin, es pareció una mofa de todas sus quejas y protestas. En vano exigieron que, cuando menos, se diera lectura a las notas de Lenin. Los miembros del Politburó se mostraron enigmáticamente reticentes. Solo uno de ellos, Bujarin, rompió la conspiración del silencio y en gran y conmovedor discurso -que hubo de ser el canto del cisne de Bujarin como jefe del comunismo de izquierda- defendió a las pequeñas nacionalidades y denunció las simulaciones de Stalin. Exclamó que el rechazo del chovinismo ruso por parte de Stalin era pura hipocresía y que la atmósfera del Congreso, donde estaba reunida la élite del Partido, lo demostraba: cada una de las palabras pronunciadas desde la tribuna contra el nacionalismo georgiano o ucraniano suscitaban tempestuosos aplausos, mientras que la más moderada alución al chovinismo gran ruso era recibida con ironía o con un silencio helado. Fue con un silencio helado que los delegados recibieron el discurso del propio Bujarin. Stalin, envalentonado por la actitud del Congreso, pudo permitirse ahora atenuar el significado y el alcance del ataque de Lenin contra su política y derrotar a los «desviacionistas».

Trotski siguió los debates con actitud impasible o ausentándose de la sala. Observó escrupulosamente los términos de su transacción con los triunviros y el principio de «solidaridad de gabinete» del Politburó. Este principio no impidió a Zinóviev hacer a Trotski objeto de pullas alusivas a su «obsesión con la planificación». Trotski no reaccionó. (…)

Cuando finalmente, el 20 de abril, Trotski se dirigió al Congreso, dejó de lado las cuestiones que habían suscitado tanto calor y pasión y se refirió exclusivamente a la política económica. Éste, sin duda, era un gran tema, en el que Trotski veía la clave de todos los demás problemas; y al fin tuvo oportunidad de presentar en forma cabal y ante un auditorio en escala nacional las ideas que hasta entonces solo había elaborado con poca cohesión o únicamente dentro del círculo cerrado de los dirigentes. Era parte de su convenio con los triunviros el que se le autorizara a presentar sus concepciones como una declaración de política oficial, aunque el Politburó disintiera de sus concepciones tanto como él disentía de la política de Stalin respecto a las nacionalidades no rusas. Trotski concedía la mayor importancia a la oportunidad de presentar su política económica como la «línea oficial» del Partido (…)

Trotski exhortó al Partido a convertirse en dueño del destino económico del país y aplicarse a la grande y difícil tarea de la acumulación primitiva socialista. Pasó revista a la experiencia de dos años de la NEO y redefinió sus principios. El doble propósito de la NEP, sostuvo, consistía en desarrollar los recursos económicos de Rusia y en encauzar ese desarrollo por vías socialistas. El aumento de producción industrial todavía era lento e iba a la zaga de la recuperación en la agricultura privada. Así surgía una discrepancia entre los dos sectores de la economía, y la discrepancia se reflejaba en las «tijeras» que se abrían entre los altos precios industriales y lso bajos precios agrícolas. (…) Las «tijeras» debían cerrarse mediante la reducción de los precios industriales más bien que mediante la elevación de los agrícolas. Era necesario racionalizar, modernizar y concentrar la industria; y ello requería planificación.

Isaac Deutscher. El profeta desarmado, 1959

Una frase muy citada por entonces de Lenin decía que la NEP había sido concebida «seriamente y para largo tiempo». Trotski vino a desarrollar esa idea:

La NEP es el campo de batalla que nosotros mismos hemos creado para la lucha entre nosotros y el capital privado . Lo hemos creado, lo hemos legalizado y en él nos proponemos librar la lucha seriamente y durante largo tiempo. Si, seriamente y para largo tiempo, pero no para siempre. Hemos introducido la NEO para derrotarla en su propio terreno y utilizando en buena medida sus propios métodos. ¿En qué forma? Haciendo uso efectivo de la economía de mercado… y también interviniendo, a través de nuestra industria de propiedad estatal, en el juego de esas leyes y ampliando sistemáticamente la esfera de la planificación. A la larga extenderemos la planificación a toda la esfera del mercado, absorbiendo y aboliendo así el mercado.

Trotski. Informe económico al XII Congreso del PCR(b), 1923

La cuestión es que el concepto de «acumulación socialista primitiva» implicaba que las empresas estatalizadas eran renombradas como «sector socialista» de la economía en vez de, como Lenin había remarcado, sector «capitalista de estado». Este desliz tenía una intencionalidad política pero constituía un serio error teórico que tendría consecuencias dramáticas a largo plazo.

¿Por que llamarle «socialista»? Reducir los precios industriales no era otra cosa que aumentar la productividad de la industria, es decir tecnificarla, capitalizarla. Ese capital, esa «acumulación primitiva socialista» solo podía salir de los trabajadores. Pero estos no estaban para más sacrificios ni recortes.

En el verano, estuvo a punto de estallar una gran huelga general al margen de los sindicatos en Moscú y Petrogrado. Los obreros, hartos de los atrasos acumulados en los salarios y de las formas torticeras de reducirles derechos, comenzaron huelgas aisladas. La GPU de Dzerzhinski se puso a buscar agitadores. En las fábricas habían resurgido grupos de viejos obreros bolcheviques -como el «Grupo obrero» de Miasnikov o «La verdad obrera»- que volvían a las formas de la clandestinidad. Mientras discutían si hacer propaganda por la huelga general, Miasnikov y su equipo más cercano, 20 personas, fueron detenidos. Dzerzhinski descubrió que el grupo clandestino tenía ya 300 miembros solo en Moscú. Por viejos bolcheviques que fueran, eran considerados ahora como «contrarrevolucionarios», «peores que mencheviques» como había dicho Zinoviev. Con todo decenas de viejos bolcheviques con cargos en el partido y la administración se negaron a testificar para la acusación y centenares de miembros de base del partido les habían escuchado con simpatía e incluso colaborado. Dzerzhinski pidió al CC que hiciera obligatorio a los miembros del partido informar a la GPU de actividades fraccionales en la base.

Gracias a la revolución de octubre se han superado todas las barreras en el camino del desarrollo económico de Rusia, no hay yugo opresor alguno de terratenientes, de la burocracia zarista y de idéntico signo, fundadas en los grupos reaccionarios del capital europeo. Tras la gloriosa revolución y la guerra civil se han abierto a Rusia amplias perspectivas para su rápido cambio en un país de capitalismo avanzado. En elo consiste la gran hazañam, indiscutible, de la Revolución de octubre.

Pero frente a esto, ¿en qué medida se ha cambiado la situación de la clase obrera? La clase obrera de Rusia está desorganizada, en las cabezas de los trabajadores reina la confusión; ¿viven ellos en un país de «dictadura del proletariado», como repite el partido comunista en cualquier momento oralmente y por escrito, o viven en un país de capricho y explotación, como les dice la realidad a cada paso? La clase obrera lleva una existencia mientras que la nueva burguesía (es decir, los funcionarios responsables, los directores de fábricas, los dirigentes de trusts, los presidentes del comité ejecutivo, etc.) y los nepistas llevan una vida lujuriosa que nos recuerda a la burguesía de todos los tiempos.

Llamada del grupo «La verdad de los trabajadores» al proletariado revolucionario

Así estábamos. El partido, que a esas alturas solo tenía 1/6 de obreros, estaba en la práctica desarticulado como organismo pensante. El remate de la situación en 1924 lo daba la extensión de la política de nombramientos de Stalin, que desde la secretaría general remozó la estructura del partido primando a sus simpatizantes personales y ahondando así la separación entre bases y cuadros medios. En el cuadro, solo faltaba Trotski dando carta de «socialismo» al capitalismo de estado, impulsando la planificación y dando así un ser económico definitivo, orgánico y centralizado a lo que hasta entonces había sido «solo» una peligrosa excrecencia del estado soviético: la burocracia.

En rigor de la verdad, la burocracia bolchevique era ya la única fuerza organizada y políticamente activa tanto en la sociedad como en el Estado. Se había apropiado el poder político que se le había escapado de las manos a la clase obrera, se había colocado por encima de todas las clases sociales y era políticamente independiente de ellas. (…) Objetivamente también, por la fuerza de las circunstancias, tenía que operar como el principal agente y promotor del desarrollo del país hacia el colectivismo. Lo qu en última instancia gobernaba la conducta y los lineamientos políticos de la burocracia era el hecho de que ésta tenía a su cargo los recursos de propiedad pública de la Unión Soviética. Ella representaba los intereses del «sector socialista» [es decir capitalista de estado] de la economía contra los del «sector privado», más que los intereses de cualquier [otra] clase social; y solo en la medida en que el interés general del «sector socialista» coincidía con el interés general o «histórico» de la clase obrera, podía la burocracia bolchevique pretender que actuaba en nombre de esa clase.

Isaac Deutscher. El profeta desarmado, 1959

Por un camino original el capitalismo de estado ruso estaba produciendo una clase no tan distinta de la nueva burguesía de los capitalismos de estado europeos que Lenin ya había intuido y descrito con vívidos ejemplos alemanes en su famoso folleto sobre el imperialismo.

En Europa la nueva «burguesía de estado» amalgamaba a los viejos burgueses individuales a través de los consorcios financieros y el estado, que en la guerra había aprendido a alinear en un único interés y de forma expeditiva a los distintos sectores de las clases propietarias. El fenómeno se daba incluso en países neutrales, como España, en los que la aparición del capital financiero liga a burguesía y terratenientes en el estado ya desde las postrimerías de la primera guerra mundial.

Muchos burgueses industriales cambiaban la propiedad clásica de la empresa por la participación en organismos financieros, donde se fundían con los viejos intereses latifundistas -importantísimos todavía en países donde la revolución burguesa nunca había triunfado en plenitud como Alemania o España- y con la alta administración del estado. De esa amalgama de capitanes de industria, restos de la nobleza, banqueros y alto funcionariado del estado, saldría la forma contemporánea de la burguesía: la burocracia, burgueses que no son propietarios personales de las grandes empresas -propiedad teórica de grandes fondos y cotizaciones libres- ni muchas veces del gran capital -al que a veces participan y siempre gestionan. Pocos son «empresarios» -una antigualla de escala dificilmente alcanzable por un recién llegado sin apoyo estatal y financiero- y la mayoría de ellos consejeros, altos directivos, diplomáticos, funcionarios de alto nivel del estado, etc. ligados por lazos familiares y sociales, que cooptan políticos y hacen política, que copan y se nutren de la alta burocracia estatal en un toma y daca que les revela tan ligados a los ministerios y a los gobiernos como a los consejos de administración de empresas mastodónticas que son la base de su poder colectivo como clase y que constituyen verdaderos monopolios nacionales y, a veces, globales.

En Rusia la burocracia nació como clase de una forma retorcida y al tiempo mucho más estilizada gracias a la ausencia de la vieja burguesía. Nació directamente en la gestión del sector público y se constituyó en clase a través del aparato del partido-estado. Es una clase política y autoconsciente desde sus orígenes, en parte y paradójicamente gracias a los restos de análisis marxista y libertad de debate que quedaban en el Partido, todavía en 1924 para algunos dirigentes como Trotski.

El 15 de octubre de 1923, 46 dirigentes bolcheviques hicieron pública una declaración demandando el fin de los poderes extraordinarios de los funcionarios del partido y quejándose de la represión interna, es la llamada «declaración de los 46», comienzo de la «Oposición de Izquierdas». Trotski en principio dudó y permaneció al margen como había hecho en el congreso, pero finalmente se solidarizó con ella en una serie de artículos llamados «El Nuevo Curso».

El burocratismo no es una característica momentánea de algunas organizaciones provinciales sino un fenómeno general. No va del distrito a la organización central por intermedio de la organización regional sino más bien de la organización central al distrito por intermedio de la organización regional. No es de ningún modo un «resabio» del período de guerra Sino que surge a raíz de haberse transferido al partido los métodos y los procedimientos administrativos acumulados durante estos últimos años. Por más exageradas que fuesen algunas veces las formas que revistió, el burocratismo del período de guerra era insignificante en comparación con el actual burocratismo, que se ha desarrollado en tiempos de paz mientras que el aparato, a pesar de la madurez ideológica del partido, continuaba obstinadamente pensando y decidiendo por sí mismo. (…)

El peligro fundamental del «viejo curso», resultante de causas históricas generales así como de nuestros errores particulares, consiste en que el aparato manifiesta una tendencia progresiva a oponer a algunos millares de camaradas que forman los cuadros dirigentes con el resto de la masa que se convierte para ellos sólo en un medio de acción. Si ese estado de cosas persistiese, se correría el riesgo de provocar a la larga una degeneración del partido en sus dos polos, es decir entre los jóvenes y los cuadros. En lo que concierne a la base proletaria del partido, las células de fábrica, los estudiantes, etc., el peligro es evidente. Al no sentir que participan activamente en el trabajo general del partido y no ver satisfechas sus aspiraciones, numerosos comunistas buscarían un sucedáneo de actividad bajo la forma de grupos y de fracciones de toda clase. Precisamente en ese sentido hablamos de la importancia sintomática de grupos tales como el «grupo obrero».

Pero no menos grande es, en el otro extremo, el peligro de ese régimen que ha durado demasiado y que se ha convertido para el partido en sinónimo de burocratismo. Sería ridículo no comprender, o negarse a ver, que la acusación de burocratismo formulada en la resolución del comité central está dirigida contra los cuadros del partido. No se trata, con relación a la línea ideal, de desviaciones aisladas en el plano práctico sino de política general del aparato, de su tendencia profunda. ¿El burocratismo implica un peligro de degeneración? Sólo un ciego podría negarlo. En su desarrollo gradual, el burocratismo amenaza con separar a los dirigentes de la masa, con llevarlos a concentrar únicamente su atención en los problemas administrativos, en las designaciones; amenaza también con restringir su horizonte, debilitar su sentido revolucionario, es decir, provocar una degeneración más o menos oportunista de la vieja guardia o al menos de un sector considerable de ésta. Esos procesos se desarrollan lenta y casi insensiblemente, pero se revelan de manera brusca. Para considerar a esta advertencia, basada en la previsión marxista objetiva, como un «ultraje», un «atentado», etc., es preciso en realidad la susceptibilidad recelosa y la altanería de los burócratas.

Trotski. El Nuevo Curso, 1923

La esperanza del «Nuevo Curso», cita literal de una frase del informe oficial del Comité Central, era un cambio de dirección en la relación entre el partido y el estado, entre la administración y los comunistas. Para Trotski era especialmente importante porque estaba convencido de la inevitabilidad del salto, tarde o temprano, hacia la planificación económica y sabía de los peligros que ésta conllevaba tanto si la burocracia se mostraba reticiente -inclinándose hacia el campesinado como hizo en un principio- como si la adoptaba como propia, como haría después.

De hecho, esta serie de Trotski llevará a la famosa campaña del tandem Zinoviev-Stalin «contra el trotskismo» cuya principal acusación sera «subestimar al campesinado» y poner en peligro la NEP. La campaña, que tuvo sus elementos difamatorios, no merece a estas alturas mayor comentario. El «triunvirato» simplemente aceleraba una caída que ya había empezado mucho antes. El momento simbólico vino dado quizás por las exequias y momificación de Lenin y los síntomas evidentes por el XIII congreso en 1924.

Este comenzó con el CC decidiendo no dar lectura al «testamento» de Lenin, que dejaba al descubierto la patochada de la sacralización de la figura del líder y sus palabras al tiempo que entronizaba al «triunvirato» y especialmente a Stalin. Es el congreso en el que Zinoviev exige a Trotski una «retractación». La mera idea -luego una constante en el stalinismo- produjo repulsión incluso entre los contrarios al dirigente. Krupskaya fue aclamada al protestar por la estulticia y violencia totalitaria bajo tal pretensión. Todos los precedentes se estaban sentando: la ocultación, la negación del debate, la humillación de los críticos en nombre de la supuesta necesidad de «monolitismo».

En este momento seguramente, la suerte ya estaba echada, pero quedaban dos últimas manos: la Internacional Comunista, a la que en ese momento se consideraba todavía por encima del partido ruso y sobre todo las últimos cartuchos de la oleada revolucionaria.

La derrota de la revolución en Alemania

Ya para entonces [1923] toda la Internacional Comunista estaba envuelta en la controversia. Los triunviros tuvieron que explicar y justificar su actitud ante los comunistas extranjeros, de quienes ansiaban obtener un claro apoyo a la condenación de Trotski para presentárselo al Partido ruso. Pero los comunistas europeos —y en aquellos años la influencia de la Internacional se limitaba todavía virtualmente a Europa— se sentían alarmados por lo que sucedía en Moscú y conturbados por la violencia de los ataques contra Trotski. Para ellos Trotski había sido la encarnación de la revolución rusa, de su leyenda heroica y del comunismo internacional. Debido a su estilo europeo de expresión, se habían sentido más cerca de él que de cualquier otro dirigente ruso. Él había sido el autor de los vibrantes manifiestos de la Internacional, que en sus ideas, su lenguaje y su impacto hacían recordar el Manifíesto Comunista de Marx y Engels. Él había sido el estratega y el táctico de la Internacional, así como su inspirador. Los comunistas europeos no podían comprender qué era lo que hacía volverse a Zinóviev, el Presidente de la Internacional, y a los otros dirigentes rusos contra Trotski; y temían a las consecuencias que el conflicto pudiera tener para Rusia y para el comunismo internacional. Su primer impulso, por consiguiente, fue defender a Trotski.

Antes de terminar el año de 1923 los comités Centrales de dos Partidos Comunistas importantes, el francés y el polaco, protestaron ante Moscú contra la difamación de Trotski y exhortaron a los antagonistas a zanjar sus diferencias en un espíritu de camaradería. Esto sucedió poco después de que Brandler, en nombre de su Partido, le pidiera a Trotski que asumiera la dirección de la proyectada insurrección comunista en Alemania. Los triunviros resintieron las protestas y temieron que Trotski, derrotado en el Partido ruso, pudiera todavía movilizar a la Internacional contra ellos. Zinóviev vio en la acción de los tres Partidos un desafío a su autoridad presidencial.

En aquel momento la Internacional estaba agitada por la derrota que acababa de sufrir en Alemania. Las cuestiones relacionadas con la derrota, la crisis que condujo a ésta y la política del Partido alemán, cuestiones que en sí mismas constituían asunto suficiente para un debate, quedaron ligadas inmediatamente a la disputa en el Partido ruso.

La crisis alemana se inició cuando los franceses ocuparon el Ruhr a principios de 1923. La región se convirtió en un foco de intensa resistencia alemana; y pronto todo el Reich fue presa de un vigoroso movimiento nacionalista de protesta contra el Tratado de Versalles y sus consecuencias. En un principio los partidos burgueses encabezaron el movimiento, y los comunistas se vieron marginados. Pero más tarde esos partidos, poco seguros del resultado final, empezaron a vacilar y a replegarse, especialmente cuando los conflictos sociales amenazaron eon profundizar la inquietud política. La economía de Alemania quedó desquiciada. La devaluación de la moneda tuvo lugar con catastrófica rapidez. Los obreros, cuyos salarios eran devorados por la inflación, estaban furiosos e impacientes por pasar a la acción. Los comunistas, que no habían vuelto a levantar cabeza desde el levantamiento de marzo de 1921, sintieron que un fuerte viento inflaba sus velas. En julio su Comité Central llamó a la clase obrera a prepararse para una decisión revolucionaria. Sin embargo, la confianza en su fuerza y sufiente capacidad para la acción revolucionaria no era muy profunda, y tampoco la compartían todos aquellos que tenían que ver con ella. Rádek, que se encontraba en Alemania como representante del Ejecutivo de la Internacional, advirtió a Moscú que el Partido alemán era exageradamente optimista y corría el peligro de incurrir en un nuevo aborto insurreccional. Zinóviev y Bujarin alentaban a los alemanes, sin proponer ningún curso de acción definida. En esta etapa, en julio, Trotski dijo que no estaba suficientemente informado sobre la situación en Alemania para expresar un juicio.

Posteriormente, Trotski llegó a la conclusión de que Alemania estaba en efecto a punto de entrar en una situación agudamente revolucionaria y de que al Partido alemán no sólo se le debía alentar a que siguiera una línea audaz, sino que se le debía ayudar a elaborar un plan claro de acción revolucionaria que culminara en una insurrección armada. La fecha de la insurrección debía señalarse de antemano de modo que el Partido alemán pudiera desarrollar la lucha a través de las fases preliminares, preparar a la clase obrera y desplegar sus fuerzas con vistas al desenlace final. El Ejecutivo vaciló. No sólo Rádek, sino Stalin también, ponían en duda la realidad de la «situación revolucionaria» y sostenían que era necesario sofrenar a los alemanes. Zinóviev continuó incitándolos, pero sin comprometerse a apoyar el plan «insurreccional». El Politburó, embebido en sus problemas internos, discutió el asunto con cierta ligereza; y Zinóviev comunicó la posición general del organismo a los dirigentes de la Internacional. Un tanto desganadamente se decidió señalarle al Partido alemán el camino de la revolución, ayudarlo en los preparativos militares y, por último, incluso fijar una fecha para el levantamiento. La fecha debía ser lo más próxima posible al aniversario de la insurrección bolchevique, de modo que fuera «el Octubre alemán».

En septiembre, el jefe del Partido alemán, llegó a Moscú para consultar al Ejecutivo. Albañil en sus años juveniles y discípulo de Rosa Luxemburgo, táctico sagaz y cauteloso y organizador de talento, Brandler no estaba convencido de que las circunstancias favorecieran ala revolución. Cuando le expresó sus dudas a Zinóviev —dudas muy similares a las que el propio Zinóviev había abrigado en vísperas del Octubre ruso—, éste, desgarrado entre la vacilación y el deseo de actuar resueltamente, optó por vencer las objeciones de Brandler con razonamientos acalorados y puñetazos sobre el escritorio. Brandler cedió. En su propio partido, especialmente en la organización de Berlín que dirigían Ruth Fischer y Arkadi Máslov, la impaciencia por pasar a la acción y la confianza en el triunfo habían ganado mucho terreno. Brandler creyó haber encontrado la misma confianza en Moscú, pues supuso que Zinóviev hablaba en nombre de todo el Politburó. Y, sin abandonar del todo sus reservas, llegó a la conclusión de que si los dirigentes del único Partido Comunista victorioso pensaban, al igual que los berlineses, que la hora había sonado, él debía retirar sus objeciones.

Fue en este momento, al sentir, como él mismo lo expresó, que no era «un Lenin alemán», cuando Brandler pidió al Politburó que comisionara a Trotski para dirigir la insurrección. En lugar de Trotski, el Politburó delegó a Rádek y Piatakov. Se formuló un plan de acción que se centraba en Sajonia, la provincia natal de Brandler, donde la influencia comunista era poderosa y los socialdemócratas encabezaban el gobierno provincial, y donde éstos y los comunistas habían actuado ya en un frente unido. Brandler y algunos de sus camaradas debían ingresar en el gobierno de Sajonia y usar su influencia para armar a los trabajadores. De Sajonia el levantamiento habría de propagarse a Berlín, Hamburgo, Alemania central y el Ruhr. Según Brandler —y su testimonio sobre este punto lo confirman otras fuentes—, tanto Zinóviev como Trotski le impusieron la aceptación de este plan. Más aún, Zinóviev, a través de sus agentes en Alemania, forzó el desarrollo de los acontecimientos a tal grado que el gobierno de coalición en Sajonia se formó por órdenes telegrafiadas desde Moscú; fue mientras viajaba de regreso a Alemania cuando Brandler se enteró, leyendo un periódico comprado en una estación de ferrocarril en Varsovia, de que ya era ministro.

Aun cuando las condiciones en Alemania hubiesen favorecido a la revolución, la artificialidad y la torpeza del plan y la lejanía de su dirección y su control habrían bastado para producir un fracaso. Las condiciones eran probablemente menos favorables y la crisis social en Alemania menos profunda de lo que se suponía. Desde el verano la economía había empezado a recuperarse, el marco se estabilizó y la atmósfera política se hizo más tranquila. El Comité Central no logró agitar a la masa obrera y prepararla para la insurrección. El proyecto de armar a los trabajadores abortó: los comunistas hallaron vacíos los arsenales en Sajonia. Desde Berlín el gobierno central envió una expedición militar contra la provincia roja. Y así, cuando llegó el momento del levantamiento, Brandler, apoyado por Rádek y Piatakov, canceló las ordenes de batalla. Sólo debido a una falla en los enlaces, los insurgentes entraron en acción en Hamburgo. Lucharon solos y después de un combate desesperado que duró varios días fueron aplastados.

Estos acontecimientos habían de tener un poderoso impacto en la Unión Soviética. Ellos destruyeron las posibilidades de una revolución en Alemania y Europa por muchos años, desmoralizaron y dividieron al Partido alemán y, al coincidir con reveses Similares en Polonia y Bulgaria., tuvieron el mismo efecto sobre la Internacional en su conjunto. Le impartieron al comunismo ruso una profunda y definida sensación de aislamiento, una falta de fe en la capacidad revolucionaria de las clases obreras europeas y aun cierto desdén por éstas. De este estado de ánimo se derivó gradualmente una actitud de autosuficiencia revolucionaria y de egocentrismo por parte de los rusos, actitud que habría de encontrar su expresión en la doctrina del «socialismo en un solo país». El desastre alemán se convirtió inmediatamente en uno de los puntos de controversia en la lucha por el poder en Rusia. Tanto los comunistas rusos como los alemanes se abocaron al análisis de las causas de la derrota a fin de fijar las responsabilidades. En el Politburó, los triunviros y Trotski se inculparon mutuamente.

A primera vista, no existía ninguna relación entre el fiasco alemán y la controversia rusa. Las líneas de división eran diferentes e incluso se cruzaban. Rádek y Piatakov, los dos «trotskistas», habian sido desde el principio cuando menos tan escépticos como Stalin acerca de las posibilidades de triunfo en Alemania; fueron ellos quienes respaldaron a Brandler cuando éste canceló las órdenes para la insurrección. Por otra parte, Zinóviev, después de vacilar, había aprobado el plan para el levantamiento, cuyo iniciador había sido Trotski ; pero también aprobó la cancelación de las órdenes de marcha. Trotski estaba convencido de que el Partido alemán y la Internacional habían desperdiciado una oportunidad excepcional; y sostuvo que Zinóviev y Stalin eran cuando menos tan responsables de ello como Brandler. Los triunviros replicaron que el levantamiento había sido estropeado localmente por los dos trotskistas, e insistieron en el «oportunismo» de Brandler y en la necesidad de destituirlo de la dirección del Partido alemán.

En lo tocante a Brandler, la actitud de los triunviros obedecía a motivos diversos. Los miembros de base del Partido alemán se habían vuelto enconadamente contra Brandler, y la organización de Berlín clamaba por su destitución. Zinóviev estaba ansioso por aplacar el clamor y salvar su prestigio y el de la Internacional convirtiendo a Brandler en chivo expiatorio. Al destituir a éste e instalar a Fischer y Máslov en la dirección del Partido alemán, Zinóviev convirtió a este Partido en su feudo personal.

Zinóviev tenía otra razón para insistir en el castigo ejemplar de Brandler: sospechaba que éste y sus amigos en el Comité Central alemán simpatizaban con Trotski. Al denunciar a Brandler como partidario de Trotski, Zinóviev también se proponía culpar a éste de la «capitulación» de aquél.

Finalmente, Brandler, incapaz de descifrar las rivalidades, deseoso de desligar la cuestión alemana de los problemas rusos y de salvar su posición, declaró su apoyo a la dirección oficial rusa, es decir, a los triunviros. Ello, sin embargo, no lo salvó.

Tal era la Situación en enero de 1924, cuando el Ejecutivo de la Internacional se reunió para investigar formalmente la derrota alemana. La reunión fue precedida por muchas maniobras y sustituciones en los Comités Centrales de los Partidos extranjeros, con el fin de asegurar de antemano el apoyo del Ejecutivo a Zinóviev. Cuando el Ejecutivo se reunió, Trotski se encontraba enfermo en una aldea no muy distante de Moscú. No dio a conocer sus opiniones, pero le pidió a Rádek que hiciera constar su protesta conjunta contra la destitución de Brandler y los cambios en el Comité Central alemán, Rádek comunicó la protesta, pero como le interesaba primordialmente defender la política seguida por él y Brandler, le dio al Ejecutivo la impresión de que Trotski se solidarizaba con esa política ; y ello permitió a los triunviros vincular una vez más a Trotski con el «ala derecha» del Partido alemán. En honor a la verdad Trosky nunca dejó de criticar la conducta de Brandler, y el hecho de que éste hubiese declarado ahora su apoyo a los triunviros no podía ganarle las simpatías de Trotski. Ello no obstante, Trotski se opuso por principio a la instalación en Moscú de una «guillotina» para los dirigentes comunistas extranjeros. Los partidos extranjeros, sostuvo, debían estar en libertad de aprender de sus propias experiencias y errores, de manejar sus propios asuntos y eligir sus propios dirigentes. La destitución de Brandler establecía un precedente pernicioso.

Así, Trotski exigió para la Internacional la misma libertad interna que reclamaba para el Partido ruso ; y lo hizo con el mismo resultado. Zinóviev tenía ya el dominio absoluto de la Internacional. Había destituido a algunos de aquellos dirigentes extranjeros que instaron al Politburó a moderar su vehemencia contra Trotski. Otros se dejaron intimidar y ofrecieron disculpas por su paso en falso. En consecuencia, el Ejecutivo, aunque no logró llevar su investigación sobre Alemania a una conclusión clara, dejó inmaculada la reputación de Zinóviev y aprobó las destituciones y los ascensos que éste había ordenado. Esto le permitió posteriormente obtener el respaldo de la Internacional para la acción de los triunviros contra Trotski y los cuarenta y seis.

En mayo, en el XIII Congreso del Partido ruso, los dirigentes viejos y nuevos de todos los partidos europeos aparecieron en la tribuna para hacerse eco del anatema contra Trotski. Un solo delegado extranjero, Boris Souvarine, director de L’Humanité, medio ruso y medio francés, elevó su voz de protesta declarando que el Comité Central francés había decidido, por veintidós votos contra sólo dos, protestar contra los ataques a Trotski, sin que ello implicara necesariamente su solidaridad con la oposición; pero que él, personalmente, compartía las opiniones de Trotski y no abjuraría de ellas. La voz solitaria de Souvarine no hizo más que subrayar la derrota de Trotski.

Un mes más tarde, el V Congreso de la Internacional —el llamado «Congreso de bolchevización»— se reunió en Moscú para sellar la excomunión de Trotski, a la que se añadió una «denuncia» contra Rádek y Brandler. Característico de la actitud del Congreso fue un discurso pronunciado por Ruth Fischer, la nueva jefe del Partido alemán. Joven, estridente, sin ninguna experiencia ni mérito revolucionario, y sin embargo, idolatrada por los comunistas de Berlín, la Fischer hizo llover vítuperios sobre Trotski, Rádek y Brandler, esos mencheviques, oportunistas y «liquidadores de los principios revolucionarios» que habían «perdido la fe en la revolución alemana y europea». Pidió una Internacional monolítica, basada en el modelo del Partido ruso, en la cual no tendrían cabida el disenso y la confrontación de opiniones.

Este congreso mundial no debe permitir que la Internacional sea trasformada en una, aglomeración de todo tipo de tendencias; debe lanzarse con audacia por el camino que conduce a un solo partido bolchevique mundial»

Portavoces de los partidos francés, inglés y norteamericano siguieron el ejemplo; y, sin escatimar insultos ni injurias, desafiaron a Trotski a que. compareciera ante el Congreso y presentara sus opiniones. Trotski se negó a participar en ninguna disputa. Por una parte, consideraba que toda disputa era inútil ahora. Y, por otra, habiendo sido amenazado ya con la expulsión del Partido si insistía en la controversia, tal vez sospechó que el desafío era una trampa. Así, pues, declaró que aceptaba el veredicto del Partido ruso y que no tenía intenciones de recurrir en apelación a la Internacional. Sin embargo aun su silencio fue recibido como prueba de su actitud reprobable: haciéndose eco de Zinóviev, varios delegados le exigieron, como mínimo, la retractación. Él puso oídos sordos a la exigencia; y durante las tres semanas completas que duró el Congreso éste no oyó más que vituperios soeces contra el hombre al que los cuatro Congresos anteriores habían escuchado con profundo respeto y adoración. Esta vez ni una sola voz se levantó para vindicarlo. Souvarine ya había sido expulsado del Partido francés por haber traducido y publicado «El nuevo curso» de Trotski. Con todo, Trotski todavía escribió el último de sus grandes manifiestos de la Comintern para este Congreso, Pero no fue reelegido como miembro del Ejecutivo. Stalin tomó su lugar.

¿Qué explicación tenia el cambio ocurrido en la Internacional? Sólo unos cuantos meses antes, sus tres partidos más importantes tuvieron suficiente coraje y dignidad para oponerse a los triunviros. Ahora todos ofrecieron un espectáculo de sometimiento y degradación de sí mismos.

Zinóviev, como ya sabemos, en el transcurso de esos meses había reorganizado, dislocado o deshecho a voluntad los Comités Centrales alemán, francés y polaco. Pero, ¿por qué aceptaron sus dictados esos Comités y los Partidos que había tras ellos? La mayoría de los dirigentes destituidos habían guiado a sus Partidos desde el día de su fundación y habían gozado de gran autoridad moral; empero, en ninguna parte los miembros de base se alzaron para defenderlos y para negarse a aceptar las órdenes del Ejecutivo y reconocer como dirigentes a los hombres designados por Zinóviev. Éste sólo necesitó unas cuantas semanas, o a la sumo unos cuantos meses, para llevar a cabo lo que tenía el aspecto de un completo trastrocamiento en todo el movimiento comunista. Pero la facilidad con que lo llevó a cabo indicaba una profunda debilidad en la Internacional.

Sólo un organismo enfermo podía dejarse subvertir así de un solo golpe. Lenin y Trotski habían fundado la Internacional con la esperanza de que ésta atraería bajo sus banderas a la mayoría, cuando menos, del movimiento obrero europeo. Esperaban que se convirtiera en lo que su nombre proclamaba: un partido mundial Situado por encima de fronteras e intereses nacionales, no una recatada y platónica asociación de partidos nacionales al estilo de la Segunda Internacional. Lenin y Trotski creían en la unidad fundamental de los procesos revolucionarios en el mundo; y esta unidad, a su juicio, hacía esencial que la nueva organización poseyera una vigorosa dirección y disciplina internacionales. Las Veintiuna Condiciones de afiliación, que el II Congreso adoptó en 1920, tenían por objeto darle a la Internacional una Constitución apropiada a este propósito, y establecer, entre otras cosas, una dirección centralizada y fuerte: en el Ejecutivo. Trotski había apoyado esa Constitución con todo su entusiasmo. Por sí misma, la Constitución no estaba concebida para asegurar la preponderancia del Partido ruso en la Internacional. Todos los Partidos estaban representados en el Ejecutivo de una manera democrática. Sus escasos miembros rusos no disfrutaban, en principio, de ningún privilegio. El internacionalismo implicaba la subordinación de los puntos de vista nacionales al interés más general del movimiento en su conjunto, pero no, ciertamente, a ningún punto de vista nacional ruso. Si la revolución hubiese triunfado en cualquiera de los países europeos importantes, o sí cuando menos los Partidos Comunistas en éstos hubiesen crecido en fuerza y confianza, tales dirección y disciplina internacionales podrían haber cobrado realidad. Pero el reflujo de la revolución en Europa tendió a transformar a la Internacional en un apéndice del Partido ruso. La seguridad de sus secciones europeas en sí mismas era débil y fue menguando de año en año. Los Partidos derrotados desarrollaron un sentimiento de inferioridad y se acostumbraron a recurrir a los bolcheviques, que eran los únicos practicantes victoriosos de la revolución, para que se enfrentaran a sus problemas, resolvieran sus dilemas y tomaran sus decisiones por ellos. Los bolcheviques respondieron, en un principio, por razones de solidaridad, después por hábito y finalmente por propio interés, hasta que llegaron a sentirse excesivamente bien dispuestos a tirar de los hilos que los Partidos extranjeros se habían atado ellos mismos. La dirección y la disciplina internacionales se convirtieron en realidad en dirección y disciplina rusas; y todas las amplias prerrogativas que los Veintiún Puntos le habían conferido al Ejecutivo internacional en que Lenin y Trotski habías puesto sus esperanzas, pasaron casi imperceptiblemente a los miembros rusos del Ejecutivo.

Este estado de cosas suscitó las aprensiones de Lenin. Éste recordó los recelos de Engels sobre la preponderancia del Partido alemán en la Segunda Internacional y señaló que la supremacía del Partido ruso podría ser no menos nociva… Trató de infundirles mayor confianza en sí mismos a los comunistas extranjeros e incluso sugirió el traslado del Ejecutivo de Moscú a Berlín u otra capital europea a fin de alejarlo de la constante presión de los intereses y preocupaciones rusos. Sin embargo, la mayoría de los comunistas extranjeros prefirieron tener el centro de su Internacional al abrigo del Moscú Rojo en lugar de exponerlo a la persecución y a los asaltos de la policía en las capitales burguesas.

Las aprensiones de Lenin resultaron del todo justificadas. A medida que transcurrieron los años la intervención de los miembros rusos del Ejecutivo en los asuntos del comunismo extranjero fue adquiriendo un carácter de intromisión cada vez más marcado. Zinóviev gobernaba a la Internacional con fruición, extravagancia y falta de tacto y escrúpulos. Pero aún el mismo Trotski se encontró, como miembro del Ejecutivo, implicado en el ejercicio de una tutela que era inherente a la situación.

Isaac Deutscher. El profeta desarmado, 1959

De un modo muy significativo y tristemente previsible, el IVº Congreso es el primero en ruso. Sobre el significado práctico de la «bolchevización» y la «proletarización» en las distintas secciones tendremos un ejemplo concreto en el siguiente cuaderno al estudiar la historia del partido español. Porque no era una cuestión de «prestigio» ni de mera subordinación de los dirigentes de los partidos locales a la guía del partido ruso.

Pensemos: ¿cómo se manifestaría en el plano internacional el triunfo de una burocracia, de una burguesía de estado, en la dirección de la Internacional? Como una supeditación de los intereses del proletariado mundial, es decir del proletariado de cada país, a los intereses del estado ruso cuando unos y otros fueran contradictorios.

Esto es lo que empieza a tomar forma en 1924 con la teoría del «socialismo en un solo país» y acaba, en un crescendo que entre otras cosas derrotará la revolución en China y llevará a Hitler al poder, aplastará a sangre y fuego la Revolución proletaria en España y rematará con el llamamiento a los obreros de los países aliados a alistarse en los ejércitos de sus burguesías durante la IIª Guerra Mundial y a los de los países ocupados a hacerlo en la «resistencia nacional» mano a mano con los sectores aliadófilos de sus clases dominantes.

La política exterior siempre ha sido la continuación de la política interior, pues la dirige la misma clase dominante y persigue los mismos fines. La degeneración de la casta dirigente de la URSS tenía que introducir una modificación correspondiente en los fines y en los métodos de la diplomacia soviética. La «teoría» del socialismo en un solo país, enunciada por primera vez durante el otoño de 1924, se debió al deseo de liberar la política extranjera de los soviets del programa de la revolución internacional. Sin embargo, la burocracia no quería romper sus relaciones con la Internacional Comunista, pues ésta se hubiera transformado inevitablemente en una organización de oposición internacional, lo que hubiera sido bastante desagradable para la URSS por la relación de las fuerzas. Al contrario, mientras la política de la URSS se apartaba más del antiguo internacionalismo, los dirigentes se aferraban con mayor fuerza al timón de la III Internacional. Con su antigua denominación, la Internacional Comunista sirvió a nuevos fines. Estos fines nuevos exigían hombres nuevos. A partir de 1923, la historia de la Internacional Comunista es la de la renovación de su estado mayor moscovita y de los estados mayores de las secciones nacionales, por medio de revoluciones palaciegas, de depuraciones, de exclusiones, etc. En la actualidad, la Internacional Comunista no es más que un aparato perfectamente dócil, dispuesto a seguir todos los zig zags de la política extranjera soviética.

León Trotski. La revolución traicionada, 1937.

La cuestión es que estos zigs zags tienen una constante: fortalecen en el interior de Rusia a la burocracia, a costa de llevar una y otra vez a la derrota al proletariado en Alemania, Gran Bretaña, China y finalmente España... hasta hacer posible una nueva guerra imperialista mundial.

Es esta subordinación del movimiento de clase internacional al estado ruso lo que se teoriza con el «socialismo en un solo país», una formulación que aparece por primera vez en el año 1924 y que irá tomando importancia conforme sirva para describir una práctica abiertamente contrarrevolucionaria: el sacrificio sangriento de los movimientos de clase ante los miedos de la burocracia rusa a una respuesta imperialista contra la URSS.

¿Pero de dónde vino? ¿Era un «error»? ¿Una degeneración teórica con consecuencias materiales?

Cuando, ya en 1924, la camarilla stalinista llegada a la dirección del partido, se pronuncia a favor de la construcción del llamado «socialismo en un solo país», todo lo que tenemos que interpretar es una reacción nacionalista del capitalismo de Estado ruso, y absolutamente nada más. No se trataba en absoluto de construir el socialismo después de la retirada mercantil de la NEP en 1921. En efecto, esta nueva política económica fue consignada, en los hechos y en los textos, como capitalismo de estado tolerando sin embargo todavía una cierta libertad de comercio, así como algunas iniciativas privadas altamente reguladas.

Como sabemos, en 1927 la burocracia la terminará y concentrará todas las actividades económicas en manos del Estado. En la mente de un Lenin o de un Trotski, la NEP, que había sentado las bases materiales para la contrarrevolución política dirigida por Stalin, había sido concebida previamente como una retirada táctica a la esfera económica para hacer frente al aislamiento del poder revolucionario en Rusia.

Para explicar el origen del fracaso ruso, [hay quien quiere] quedarse solo con este aislamiento. Esto es de nuevo insuficiente porque la otra herida también debe ser completamente caracterizada. Los bolcheviques cometieron un error al sustituir el poder de la clase por el suyo[...]. Pero si lo hicieron, fue creyendo erróneamente, por otro lado, que podrían dominar las relaciones de producción capitalista en anticipación de la revolución mundial. [...]

Ahora, en interés de la revolución mundial, habría sido cien veces mejor si la revolución rusa hubiera perecido por lo que no había sido, una revolución inmediatamente socialista, en lugar de por lo que realmente fue, una revolución permanente detenida en su curso abruptamente por la NEP. Así, los contornos de la contrarrevolución habrían sido más obvios, y probablemente habría tomado la forma de una contrarrevolución burguesa ciertamente anclada fuera del territorio dominado por la revolución. La reacción stalinista no fue éso y engañó a todos.

No podemos recuperar el tiempo perdido si no es aprendiendo lecciones. La fuerza del mito de la patria socialista, que hay que poner en perspectiva, viene precisamente del hecho de que la burocracia y la burguesía, aunque sean capitalistas, no son idénticas. Y el proletariado mundial estaba confundido por la desaparición de la segunda en Rusia. [...]

[Si no se registran] los errores del pasado, [se acaba] defendiendo la idea de una revolución futura únicamente política (a primera vista) y no social, independientemente del grado de desarrollo que se encuentre en cada país. Esta concepción no puede atribuirse a los bolcheviques, para quienes la agitación social, anticapitalista, no solo estaba ciertamente condicionada por la extensión de la revolución, sino que sólo hay que tener en cuenta que Rusia era un país atrasado. De ahí su concepción de revolución permanente, la trascendencia de la revolución burguesa en revolución socialista bajo la égida de la dictadura proletaria. Citando a Lenin sobre el futuro de la revolución social en Rusia, los bolcheviques esperaban que, más favorecidos, los trabajadores occidentales pudieran mostrarles «cómo se hacen estas cosas». En consecuencia, el deseo de ser «ortodoxo» [en el sentido sectario] lleva a la eliminación de cualquier deseo de transformación social de los revolucionarios del pasado. Por lo tanto, a la inversa, habría que postular que la camarilla stalinista realmente quería construir el socialismo. [...]

Por su parte, el FOR rechaza la revolución permanente para los países atrasados, el capitalismo de estado como solución para un estado obrero aislado en espera, y la idea de que el estado, un partido o un grupo de partidos puedan ser los organizadores de la transformación social que recae sobre toda la clase obrera. Además, adopta ejes de ataque, uno de los cuales es que el Estado, por muy obrero y dictatorial que sea, debe marchitarse desde los primeros pasos de la revolución. Esto está estrechamente relacionado con la capacidad del proletariado de negarse a sí mismo como clase en su lucha anticapitalista.

«Otro plato picante», FOR, 1990

El socialismo en un solo país

La primera señal de la muerte de la Internacional vino de la experiencia del «Comité anglo-ruso» (1925–27). Se trataba de un órgano para la colaboración entre los sindicatos rusos y los británicos, creado a iniciativa rusa y que implicaba que la Internacional reconocía la jefatura de los burócratas sindicales laboristas sobre el proletariado británico, absteniéndose de intervenir en la lucha de clases en aquel país. El engendro se formalizó en una conferencia anglo-rusa de sindicatos en Londres en abril de 1925 y su objetivo declarado era hacer presión para evitar una nueva guerra contra la Rusia soviética. En la práctica, una huelga de los mineros ingleses, con la oposición de la dirección sindical, que se convirtió en huelga de masas y paralizó todo el país, obligó a los dirigentes de la Internacional a tomar partido entre los intereses de la URSS (mantener el comité y las relaciones indirectas con el gobierno británico) y los de la lucha obrera (denunciar a la dirección sindicalista y unirse a la huelga).

En 1926, un evento importante alterará tanto el análisis de la situación dada por el V Congreso de la Internacional (1924) como la política establecida en Rusia y en otros países. La situación mundial se describía bajo la fórmula de la «estabilización», que obviamente no excluía la posibilidad de una vuelta de la ola revolucionaria. Pero lejos de facilitar la orientación de la Internacional hacia una reanudación de la lucha proletaria, habría de hacerla prisionera de formulaciones tácticas y organismos, que no se modifican ni se rompen de la noche a la mañana.(…)

Cuando en 1924 se hablaba de «estabilización», obviamente no se limitaba a un examen puramente estadístico y técnico de la evolución económica. A partir de la evidencia indiscutible del descenso de la ola revolucionaria como resultado de la derrota de la evolución alemana de 1923, se había hecho necesario aceptar una conclusiones políticas centradas en el objetivo fundamental de mantener la influencia comunista entre las grandes masas. Y dado que en esta situación desfavorable, el contacto con las grandes masas no era posible más que a través del desarrollo de relaciones políticas con las organizaciones socialdemócratas que se beneficiaron del reflujo revolucionario, la fórmula de «estabilización» implicó la táctica del «entrismo» en las direcciones de partidos y sindicatos socialdemócratas.

Cuando, en 1926, estalló la gigantesca huelga de los mineros británicos, la Internacional no podía hacer otra cosa que sacar las consecuencias de las premisas tácticas establecidas. Los líderes sindicales se apresuraron a establecer acuerdos permanentes con los líderes de la Unión Soviética, y el Comité anglo-ruso se vio obligado a ejercer la función que los eventos les imponían.

La huelga se generalizó, y si todo el análisis económico realizado por el V Congreso se desvaneció, este no fue el caso con las tácticas que habían surgido de él. La Internacional no solo se encontró ante la imposibilidad revelar a las masas el papel contrarrevolucionario de los dirigentes sindicalistas, sino que tuvo que llegar hasta el final y mantener su solidaridad con ellos durante toda esta importante agitación proletaria en una de las áreas fundamentales del capitalismo mundial.

Para comprender mejor las tácticas de la Internacional sobre esta cuestión, es necesario recordar que, al mismo tiempo, triunfaba en Rusia la tendencia derechista de Bujarin-Rykov. Esta tendencia se había desarrollado en el marco general de una táctica que, después de haber asimilado el destino del Estado ruso en el destino del proletariado mundial, pasaba en un segundo nivel a hacer depender la política de los partidos comunistas de las necesidades de este estado. Por eso Bujarin pudo justificar la táctica seguidas en el Comité Anglo-Ruso por [la preminencia de] los «intereses diplomáticos de la URSS» (Ejecutivo de la Internacional, mayo de 1927).

En cuanto a esta táctica, baste recordar que, después de la conferencia anglo-rusa de París en julio de 1926 y de la de Berlín en agosto de 1926, los delegados rusos, que habían reconocido en el Consejo General «el único representante y portavoz del movimiento sindical en Inglaterra», se comprometieron «no rebajar la autoridad« de los jefes sindicalistas» y a «no dedicarse a los asuntos internos de los sindicatos británicos» incluso después de la abierta traición a la huelga general por parte de la dirección socialdemócrata. Vale la pena recordar que el capitalismo británico, tan pronto como pudo liquidar la huelga general, recompensará con la gratitud de costumbre a los líderes rusos que habían sido tan pródigos en sus servicios. Y directamente en Londres, indirectamente, en Beijing, el Gobierno Baldwin pasará a la ofensiva contra los representantes diplomáticos soviéticos.

Ottorino Perrone. La táctica de la Comintern (1926-1940), 1947

El debate en Rusia sobre las consecuencias del comité anglo-soviético aunó a la derecha (Bujarin) con Stalin contra lo que entonces cuajaba como «oposición unificada» (Kamenev-Zinoviev-Trotski). Stalin aparecía con voz propia como líder de la burocracia comparando la crítica de Trotski con su actitud inicial ante Brest-Litovsk en 1918 -no firmar el draconiano tratado de paz y apostar por un alzamiento del proletariado alemán.

Caricaturizando las esperanzas de la oposición en la revolución mundial, Stalin se alineaba con el ansia de paz y tranquilidad de la burocracia del partido, que sentía que gracias a la NEP estaba por fin reconstruyéndose una cotidianidad mínimamente aceptable… para sí. Describiendo a Trotski machaconamente a través de los órganos del partido como un «enemigo del campesinado», Stalin azuzaba los miedos de la pequeña burguesía y de los cuadros del partido a una nueva guerra civil. Los excesos histrionicos de Zinoviev en los años anteriores y el desastre alemán del 23 no ayudaban a dar enganche a la oposición.

Pero el problema ya era mucho más profundo que la comunicación de las ideas a un partido desestructurado. La masa de cuadros medios y superiores del partido formaban ya un cuerpo administrativo del estado. Para ellos la «teoría del socialismo en un solo país», era mucho más que una boutade, mucho más que una forma de expresar su frustración ante una revolución mundial que no llegaba y el paralelo orgullo -cada vez más cargado de tintes chovinistas rusos- por las propias realizaciones en la posguerra.

El «socialismo en un solo país» se estaba convirtiendo en su bandera como clase social, del mismo modo que la triada revolucionaria francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad) se había convertido en la divisa de la vieja burguesía revolucionaria: un lema que reflejaba su propia auto-imagen épica nacida de la guerra civil y que al mismo tiempo daba un manto común a las necesidades contradictorias del resto de clases sociales.

Estaban formando una nueva «burguesía de estado» que hacía suyas las necesidades del capital estatal: aumentar la productividad del trabajo. El «socialismo en un solo país» era su primera forma de «autoconsciencia ideológica».

Por eso Trotski quedará tan descolocado, esperando por un Termidor que nunca, según él, acababa de culminar a pesar de que hiciera ya demasiado que no hubiera soviets reales para frenarlo. Tan muertos estaban que no hubo la más mínima resistencia, ni siquiera formal, cuando Stalin los abolió legalmente en 1937. Trotski había apostado por aumentar la productividad del trabajo como forma de reequilibrar la relación con el campesinado nepista, había «inventado» la planificación, incluso había sido uno de los primeros en llamar «socialista» al sector estatal del que Lenin y él mismo habían caracterizado tantas veces como «capitalismo de estado».

Pero en Lenin y en Trotski ese sector estatal tenía, cierto es, una perspectiva socialista: su el objetivo de aumentar la productividad era acercarse a la abundancia, supeditar la economía a las necesidades materiales de los trabajadores, reducir el tiempo de trabajo… En 1923 la burocracia solo podía ver todo eso como utópico y peligroso, un llamamiento a los instintos revolucionarios inmediatos de los trabajadores que socavaba su poder y sus esfuerzos por racionalizar la producción. El «socialismo en un solo país» en 1927 en cambio daba un marco de sacrificios que permitía el desarrollo capitalista: «reinstaurar» la disciplina capitalista en las fábricas, planificar la producción e incluso atreverse a someter de una vez al campesinado mediante la colectivización. El «socialismo en un solo país» no era otra cosa que la consagración del Temidor ruso, la pérdida del «alma» socialista a falta del cuerpo de los soviets y la clase obrera organizada, la afirmación de un nuevo alma que correspondía al cuerpo realmente existente: el de un capitalismo de estado cada vez más totalitario y explotador.

La gran batalla del XV Congreso tuvo lugar en torno a la nueva teoría del «socialismo en un país» y la incompatibilidad entre pertenecer al Partido y a la Internacional y la negativa a aceptar ésta tesis.

En este punto crucial, el Séptimo Ejecutivo Ampliado de la Internacional (noviembre-diciembre de 1926) expresó en estos términos:

El partido parte del punto de vista según el cual nuestra revolución es una revolución socialista, la revolución de octubre no sólo es la señal para un salto hacia adelante, y el punto de partida de la revolución socialista en Occidente, sino:

  1. representa una base para el desarrollo futuro de la revolución mundial;
  2. abre el período de transición del capitalismo al socialismo en la Unión Soviética (la dictadura del proletariado), en la que el proletariado tiene la capacidad de construir con éxito, mediante una política correcta hacia el campesinado, la sociedad socialista completa. Esta edificación será sin embargo solo se logrará si la fuerza del movimiento obrero internacional, por un lado, y la fuerza del proletariado de la Unión Soviética por el otro, son lo suficientemente potentes como para proteger el estado soviético de una intervención militar.

Obsérvese cómo la realización de la «sociedad socialista completa» ya no depende, como en la época de Lenin, del triunfo de la revolución en otros países, sino de la capacidad del movimiento obrero internacional para «proteger al estado soviético por una intervención militar». Los acontecimientos han probado que quienes protegerán a la «Rusia Soviética» serán los dos estados imperialistas más poderosos: Gran Bretaña y los Estados Unidos.

Tanto en el VII Ejecutivo ampliado como en las otras numerosas reuniones del Partido Ruso y el Ejecutivo de la Internacional, el proletariado ruso e internacional perdió su batalla. La consagración de esta derrota se produjo en el XV Congreso del Partido Ruso (diciembre de 1927), cuando fue proclamada la incompatibilidad de la pertenencia al Partido y la negación de la «posibilidad de construir el socialismo en un solo país».

Pero esta derrota había de tener consecuencias decisivas tanto en el seno de Rusia como en el movimiento comunista mundial. La guerra de clases no permite rutas intermedias, especialmente en los momentos culminantes, como son los de nuestro tiempo. La proclamación de la teoría del socialismo en un solo país no podía convertirse en realidad sacando a Rusia de un mundo en el que -después de la derrota de la revolución china- el capitalismo pasaba al contraataque. Y por el hecho mismo de romper el enlace requerido entre la lucha de la clase trabajadora de todos los países contra sus capitalismos respectivos y la lucha por el socialismo en el seno de Rusia, negaba el elemento de clase proletario [como un pilar en el que sostenerse]. Así que inevitablemente, tuvo que admitir otro, en la que cada vez se basó Rusia: el capitalismo mundial . Evidentemente, este paso del estado ruso solo era posible bajo dos condiciones:

  1. que los partidos comunistas dejan de representar una amenaza para el capitalismo;
  2. que en el interior de Rusia se reestableciera el objetivo de la economía capitalista, la explotación [creciente] de los trabajadores.

(…) El plan económico concebido por Lenin y aprobado en el IX Congreso del Partido Comunista de Rusia en abril de 1920 fiaba todo al aumento de la industria de consumo: significaba que la finalidad esencial de la economía soviética era la mejora de las condiciones de vida de masas trabajadoras. Por contra, la teoría de los planes quinquenales apunta al mayor desarrollo de la industria pesada a expensas del consumo. Los planes quinquenales desembocan en la economía de guerra y la guerra era por ello tan inevitable como la orientación correspondiente de la economía en el resto del mundo capitalista.

De manera correspondiente a la modificación sustancial que se producirá en los fines de producción, que sólo serán las de una acumulación constante de capital en la industria pesada, otra modificación se hará en la concepción de la «industria socialista» (socialista según el criterio de que no tenga forma privada sino estatal): el estado patrón se convertirá en el dios al que serán inmolados no solo millones de trabajadores rusos llamados a rivalizar en celo en la cantidad y calidad de la producción con el fin de evitar la acusación y la condena como «trotskistas», sino también los cadáveres de los arquitectos de la revolución rusa.

El principio económico de la creciente explotación de los trabajadores propio del capitalismo, se volverá a imponer en Rusia en paralelo a las leyes generales del desarrollo histórico que conducen a una intervención del Estado cada vez más totalitario. Incluso el derechista Bujarin y su compañero Rikov serán ejecutados. Quien triunfó en Rusia fue quién había de triunfar en todos los países: el totalitarismo estatal; y la consecuencia no podía ser otra en Rusia: la preparación y la gigantesca participación en el segundo conflicto mundial.

Ottorino Perrone. La táctica de la Comintern (1926-1940), 1947

El «socialismo en un solo país» se aprobará a prisa y corriendo para evitar que las noticias de la masacre de la revolución china socavaran a Stalin. Dará paso a la expulsión masiva de la oposición de izquierdas y el asesinato de decenas de miles de opositores de izquierda a lo largo de los años siguientes, los años de la contrarrevolución que precedieron a una nueva guerra mundial.

La revolución china

Pero ¿qué fue y cuál fue la responsabilidad del stalinismo en la Revolución China?

En la primavera de 1927 la lucha interna en el Partido se exacerbó una vez más en relación con un problema que hasta entonces casi no había desempeñado ningún papel en ella, pero que habría de permanecer en el centro hasta el final, hasta la expulsión definitiva y la disolución de la Oposición Conjunta. Ese problema fue la Revolución China.

Fue por entonces cuando la Revolución China entró en una grave crisis que había sido preparada por acontecimientos que se remontaban al término de la era de Lenin. Los bolcheviques habían puesto los ojos desde muy temprano en los movimientos antimperialistas de las naciones coloniales y semicoloniales, en la creencia de que estos movimientos constituían una «reserva estratégica» capital para la revolución proletaria en Europa. Tanto Lenin como Trotski estaban convencidos de que el capitalismo occidental sufriría un debilitamiento decisivo si se le aislaba del hinterland colonial que le suministraba mano de obra barata, materias primas y oportunidades de hacer inversiones excepcionalmente ventajosas. En 1920 la Comintern proclamó la alianza del comunismo occidental y los movimientos emancipadores del Oriente. Pero no fue más allá de la enunciación del principio. Dejó sin definir las formas de la alianza y los métodos por medio de los cuales ésta habría de ponerse en práctica. Reconoció las luchas de las naciones del Asia por su independencia como el equivalente histórico de las revoluciones burguesas en Europa; y reconoció al campesinado y, hasta cierto punto, a la burguesía de esas naciones como aliados de la clase obrera. Pero la Comintern leninista no intentó todavía definir claramente la relación entre los movimientos antimperialistas y la lucha por el socialismo en la propia Asia, o la actitud de los Partidos Comunistas chino e hindú frente a sus propias burguesías «antimperialistas».

Era demasiado pronto para resolver esas cuestiones. El impacto de la Revolución de Octubre en el Oriente era todavía demasiado reciente. Su fuerza y su profundidad no podían medirse aún. En los países más importantes de Asia, los Partidos Comunistas sólo empezaban a constituirse, las clases obreras eran numéricamente débiles y carecían de tradición política, e incluso el antimperialismo burgués estaba todavía en un período de formación. No fue sino en 1921 cuando el Partido Comunista chino, basado en pequeños círculos propagandísticos, celebró su primer Congreso. Pero no bien acababa de hacerlo y de empezar a formular su programa y darle forma a su organización, cuando Moscú comenzó a instarlo a que buscara un acercamiento con el Kuomintang. El Kuomintang contaba con la autoridad moral de Sun Yat-sen, que entonces se encontraba en su apogeo. El propio Sun Yat-sen deseaba ávidamente llegar a un acuerdo con Rusia que le fortalecería en su lucha contra el imperialismo occidental; y dentro de su vago socialismo populista «sin clases», estaba dispuesto a cooperar con los comunistas chinos también, pero con la condición de que éstos aceptaran su jefatura sin reservas y apoyaran al Kuomintang. Sun Yat-sen firmó un pacto de amistad con el gobierno de Lenin, pero descubrió que le era más difícil obtener la cooperación de los comunistas chinos bajo sus condiciones.

Los comunistas estaban dirigidos por Chen Tu—hsiu, uno de los precursores intelectuales del marxismo en Asia, su primer gran propagandista en China y la figura más destacada de la Revolución China (…). Chen Tu—hsiu había sido el iniciador de la gran campaña contra los privilegios de que gozaban en China las potencias occidentales: la campaña, comenzada en la Universidad de Pekín, donde Chen Tu-hsiu era profesor, cobró tal fuerza que bajo su presión el gobierno chino se negó a firmar el Tratado de Versalles que ratificaba los privilegios. Fue en gran medida bajo la influencia de Chen Tu-hsiu como se desarrollaron los círculos propagandísticos marxistas que formaron el Partido Comunista chino. Chen fue el jefe indiscutido del Partido desde el momento de su fundación hasta fines de 1927, a través de todas las fases decisivas de la revolución. Desde el comienzo vio con aprensión los consejos políticos que su partido recibía de Moscú. Reconocía la necesidad de que los comunistas cooperaran con el Kuomintang, pero temía que una alianza demasiado estrecha le impidiera al comunismo establecer su propia identidad; prefería que su partido se irguiera sobre sus propios pies antes de marchar junto al Kuomintang. Moscú, sin embargo, lo instó insistentemente a prescindir de sus escrúpulos; y Chen no poseía ni la fuerza de carácter ni la astucia (…). Chen Tu—hsiu era un hombre recto, blando y falto de confianza en sí mismo ; y estas cualidades hicieron de él una figura trágica. En cada momento enunciaba francamente sus objeciones a la política de Moscú; pero no las sostenía. Cuando su opinión era rechazada, se sometía a la autoridad de la Comintern y seguía la política de Moscú en contra de su propia voluntad basada en un mejor conocimiento de los hechos.

Ya desde 1922-1923 dos hombres que posteriormente ocuparon una posición destacada en la Oposición trotskista, Yoffe y Maring-Sneevliet, desempeñaron un papel decisivo en la asociación del joven Partido Comunista chino con el Kuomintang y en la preparación del terreno para la política que Stalin y Bujarin habrían de seguir. Yoffe, como embajador del gobierno de Lenin, negoció el pacto de amistad con Sun Yat-sen. Deseoso de facilitar su tarea y sobrepasando sin duda sus atribuciones, le aseguró a Sun Yat-sen que los bolcheviques no estaban interesados en fomentar el comunismo chino y que usarían toda su influencia para lograr que los comunistas chinos cooperaran con el Kuomintang bajo las condiciones de Sun Yat-sen, Maring asistió, como delegado de la Internacional Comunista, al II Congreso del Partido Comunista chino en 1922. Fue por iniciativa suya que el Partido estableció contacto con el Kuomintang y empezó a discutir las condiciones de su adhesión a éste. Pero las condiciones de Sun Yat-sen eran onerosas y las negociaciones fracasaron.

Más tarde ese mismo año, Maring regresó a China y les dijo a Chen Tu-h-siu y a sus camaradas que la Internacional Comunista les ordenaba que se unieran al Kuomintang, sin tomar en cuenta las condiciones. Chen se mostró renuente a acatar la orden, pero cuando Maring invocó el principio de la disciplina comunista internacional, él y sus camaradas se sometieron. Sun Yat-sen insistió, al igual que Chiang Kai-shek posteriormente, en que el Parido Comunista debía abstenerse de criticar abiertamente la política del Kuomintang y debía aceptar su disciplina; de lo contrario, expulsaría a los comunistas del Kuomintang y consideraría nula su alianza con Rusia. A comienzos de 1924 el Partido Comunista se unió al Kuomintang. En un principio no tomó en serio el cumplimiento de las condiciones de Sun Yat-sen: mantuvo su independencia y siguió una política inequívocamente comunista, provocando así el disgusto del Kuomintang.

La influencia comunista creció rápidamente. Cuando en 1925 el gran «movimiento del 30 de mayo» se propagó por el sur de China, los comunistas estaban en su vanguardia, inspirando el boicot contra las concesiones y las empresas occidentales y encabezando la huelga general de Cantón, la más importante hasta entonces en la historia de China. A medida que la fuerza del movimiento fue aumentando, los jefes del Kuomintang se atemorizaron, trataron de frenarlo y chocaron con los comunistas. Éstos sintieron la proximidad de la guerra civil, quisieron desatarse las manos a tiempo e hicieron gestiones ante Moscú. En octubre de 1925 Chen Tu-hsiu propuso preparar la salida de su partido del Kuomintang. El Ejecutivo de la Internacional Comunista, sin embargo, vetó el plan y le ordenó, al Partido chino que hiciera todo lo posible por evitar la guerra civil. En el cuartel general de Chiang Kai-shek prestaban sus Servicios asesores militares y diplomáticos soviéticos —Borodín, Blucher y otros—, armando y adiestrando a las tropas del Kuomintang. Ni Bujarin ni Stalin, que ya dirigían efectivamente la política soviética, creían que el comunismo chino tuviera alguna posibilidad de tomar el poder en un futuro próximo; y ambos estaban ansiosos por mantener la alianza soviética con el Kuomintang. El aumento de la influencia comunista amenazaba destruir esa alianza, y así Bujarin y Stalin decidieron mantener al Partido Comunista chino en su lugar.

Moscú instó, pues, a Chen Tu-hsiu y a su Comité Central a que se abstuvieran de librar la lucha de clases contra la burguesía «patriótica», de fomentar movimientos agrarios revolucionarios y de criticar al sunyatsenismo, que a partir de la muerte de Sun Yat—sen había sido canonizado como la ideología del Kuomintang. Para justificar su actitud en términos marxistas, Bujarin y Stalin desarrollaron la teoría de que la revolución que se había iniciado en China, siendo de carácter burgués, no podía proponerse objetivos socialistas ; que la burguesía antimperialista que apoyaba al Kuomintang desempeñaba un papel revolucionario;- y que el deber de los comunistas era, por consiguiente, mantener la unidad con ella y no hacer nada que pudiera suscitar su antagonismo. Tratando de afianzar más aún su teoría sobre bases doctrinales, invocaron la opinión que Lenin había expuesto en 1905 en el sentido de que en la revolución «burguesa» de Rusia, dirigida contra el zarismo, los socialistas debían fijarse como objetivo una «dictadura democrática de obreros y campesinos», no una dictadura proletaria. Este precedente tenía poca o ninguna pertinencia respecto a la situación en China: en 1905 Lenin y su partido no buscaban una alianza con la burguesía liberal contra el zarismo. Por el contrario, Lenin predicaba incansablemente que la revolución burguesa sólo podría triunfar en Rusia bajo la dirección de la clase obrera, en hostilidad irreconciliable con la burguesía; e incluso los mencheviques, que sí buscaban una alianza con la burguesía, no soñaban con aceptar la dirección y. la disciplina de una organización dominada por ésta. La política de Bujarin y Stalin era, como señaló Trotski posteriormente, una parodia no sólo de la actitud bolchevique, sino hasta de la menchevique, en 1905.

Sin embargo, estos sofismas doctrinales tenían una finalidad: adornaban ideológicamente la política de Moscú y calmaban la conciencia de los comunistas a quienes esa política causaba intranquilidad. El oportunismo de esa línea se puso de manifiesto en forma alarmante cuando, a principios de 1926, el Kuomintang fue admitido en la Internacional Comunista en calidad de partido asociado y el Ejecutivo de la Internacional eligió al general Chiang Kai-shek como miembro honorario.

Con este gesto, Stalin y Bujarin le demostraron su «buena voluntad» al Kuomintang e intimidaron a los comunistas chinos. El 20 de marzo, sólo unas semanas después que el «Estado Mayor de la Revolución Mundial» lo había elegido miembro honorario, Chiang Kai—shek llevó a cabo su primer golpe anticomunista. Excluyó a los comunistas de todos los puestos en el cuartel general del Kuomintang, prohibió sus críticas a la filosofía política de Sun Yat—sen y le exigió a su Comité Central que sometiera una lista de todos los miembros del Partido que habían ingresado en el Kuomintang. Presionados por los asesores soviéticos, Chen Tu-hsiu y sus camaradas accedieron. Pero, convencidos de que Chiang Kai-shek estaba preparando la guerra civil contra ellos, juzgaron necesario organizar fuerzas armadas dirigidas por los comunistas para enfrentarse, en caso de necesidad, a las de Chiang; y solicitaron la ayuda soviética. Los representantes soviéticos en Cantón vetaron categóricamente el plan y negaron toda ayuda. Una vez más Chen Tu—hsiu se doblegó ante la autoridad de la Comintern. Los periódicos de Moscú no hicieron ningún comentario sobre el golpe de Chiang Kai—shek ; ni siquiera publicaron la noticia. El Politburó, temiendo complicaciones, envió a Bubnov, el ex—decemista, a China para aplicar su política y convencer a los comunistas chinos de que su deber revolucionario consistía en «servirle como coolies» al Kuomintang.(…)

A principios de 1926 [Trotski] presidió una comisión especial, cuyos otros miembros eran Chicherin, Dzerzhinsky y Voroshílov, encargada de preparar recomendaciones para el Politburó en cuanto a la línea que la diplomacia soviética debía seguir en China. Es poco lo que se conoce del trabajo de la comisión aparte de su informe, que Trotski presentó ante el Politburó el 25 de marzo de 1926. (…) La comisión hizo sus recomendaciones en términos estrictamente diplomáticos, sin referirse a los objetivos del Partido Comunista chino. (…) Trotski sostuvo posteriormente que en el Politburó, durante la discusión del informe, Stalin presentó una enmienda en el sentido de que los asesores militares soviéticos disuadieran a Chiang Kai-shek de emprender su expedición. La comisión rechazó la enmienda, pero en términos más generales instruyó a los representantes soviéticos en la China que le «aconsejaran moderación» a Chiang Kai-shek. La principal preocupación del Politburó consistía en salvaguardar la posición de Rusia en Manchuria contra la expansión japonesa. La comisión, por consiguiente, recomendó que los emisarios rusos en el norte de China estimularan a Chang Tso-lin a seguir una política de equilibrio entre Rusia y el Japón. Moscú, demasiado débil para eliminar la influencia japonesa en Manchuria y no creyendo en la capacidad del Kuomintang para hacer tal cosa, estaba dispuesto a resignarse al predominio del Japón en el sur de Manchuria, siempre y cuando Rusia, conservando su posesión del Ferrocarril del Nordeste de China, mantuviera su posición en la parte norte de la provincia. La comisión instó a los emisarios soviéticos a que prepararan a la opinión pública «con cuidado y tacto» para este arreglo, que con toda probabilidad habría de herir los sentimientos patrióticos en China. Las motivaciones del Politburó eran diversas y complejas. Le preocupaba Manchuria, pero también temía que la expedición de Chiang Kai-shek contra el norte pudieran provocar la intervención de las potencias occidentales en China con mayor energía que hasta entonces. Y también sospechaba que Chiang estaba planeando la expedición como un medio de desviar a la revolución, absorbiendo y dispersando las energías revolucionarias del sur.

En abril el Politburó aceptó el informe de la comisión de Trotski. En este momento, sin embargo, Trotski planteó el problema de la política estrictamente comunista en China. Ésta, sostuvo, debería ser independiente de las consideraciones diplomáticas soviéticas: la tarea de los diplomáticos consistía en pactar acuerdos con los gobiernos burgueses existentes —incluso con los viejos señores feudales—, pero el deber de los revolucionarios consistía en derrocarlos. Protestó contra la admisión del Kuomintang en la Comintern. El sunyatsenismo, dijo, exaltaba la armonía de todas las clases, y por consiguiente era incompatible con el marxismo que se basaba en la lucha de clases. Al elegir a Chiang Kai-shek como miembro honorario, el Ejecutivo de la Comintern había jugado una mala broma. Finalmente, repitió sus viejas objeciones a la adhesión de los comunistas chinos al Kuomintang. Una vez más, todos los miembros del Politburó, incluidos Zinóviev y Kámenev, que entonces estaban a punto de formar la Oposición Conjunta, defendieron la dirección oficial de los asuntos comunistas chinos. Este conflicto de opiniones fue también incidental. Tuvo lugar tras las puertas cerradas del Politburó y no produjo consecuencias.

A continuación, durante todo un año, desde abril de 1926 hasta fines de marzo de 1927, ni Trotski ni los otros jefes de la Oposición volvieron a plantear el problema. Sólo Rádek, que desde mayo de 1925 había dirigido la Universidad Sun Yat-sen en Moscú y tenía que explicar la política del Partido a los desconcertados estudiantes chinos, «acosaba» al Politburó en demanda de orientación; y como no la obtenía, expresaba ciertas aprensiones no muy alarmantes. Pero éste fue el año más decisivo y crítico en la historia de la Revolución China. El 26 de julio, cuatro meses después que el Politburó discutiera el informe de la comisión de Trotski, Chiang Kai—shek, haciendo caso omiso de los «consejos de moderación» de los soviéticos, dio la orden de marcha a la expedición contra el norte. Sus tropas avanzaron rápidamente. Contrariamente a lo que Moscú esperaba, su aparición en la China central obró como un tremendo estímulo para un movimiento revolucionario en escala nacional. Las provincias septentrionales y centrales se agitaban en levantamientos contra la administración de Chang Tso—lin y los corruptos señores feudales que la apoyaban. Los trabajadores urbanos constituían el elemento más activo en el movimiento político. El Partido Comunista iba en ascenso: encabezaba e inspiraba los levantamientos y sus miembros dirigían los sindicatos que habían surgido de la noche a la mañana y encontraban un entusiasta apoyo de masas en las ciudades y poblaciones liberadas. A lo largo de toda la ruta de avance de Chiang Kai-shek el campesinado recibía con júbilo a sus tropas y, contando con su apoyo, se levantaba contra los señores feudales, los terratenientes y los usureros, listos para expropiarlos.

Chiang Kai-shek se atemorizó ante la marea de la revolución y trató de contenerla. Prohibió las huelgas y las manifestaciones, suprimió los sindicatos y envió expediciones punitivas a someter a los campesinos y a requisar alimentos. Una intensa hostilidad se desarrolló entre su cuartel general y el Partido Comunista. Al informar sobre estos acontecimientos a Moscú, Chen Tu-hsiu pidió que a su partido se le permitiera cuando menos salirse del Kuomintang. Todavía estaba en favor de un frente unido de los comunistas y el Kuomintang contra los señores feudales del norte y los instrumentos de las potencias occidentales; pero sostenía que era imperativo que su partido se liberara de la disciplina del Kuomintang, recobrara su libertad de movimientos, apoyara la lucha de los campesinos por la tierra y se preparara para un conflicto abierto con Chiang Kai—shek. El Ejecutivo de la Internacional volvió a contestarle a Chen Tu—hsiu con una repulsa. Bujarin rechazó su petición como una peligrosa herejía «ultraizquierdista». Como informante del Comité Central en la Conferencia del Partido efectuada en octubre, Bujarin ratificó la necesidad de «mantener un frente nacional revolucionario único» en China, donde «la burguesía comercial industrial desempeña actualmente un papel objetivamente revolucionario». A los comunistas tal vez les sería difícil, añadió, satisfacer el clamor de los campesinos por la tierra. El Partido chino tenía que mantener un equilibrio entre los intereses del campesinado y los de la burguesía antimperialista que se oponía a un movimiento agrarista revolucionario. El deber principal de los comunistas consistía en «salvaguardar la unidad de todas las fuerzas anti-imperialistas y repudiar todos los intentos de destruir el Kuomintang». Paciencia y circunspección eran las consignas, tanto más cuanto que la atmósfera revolucionaria estaba afectando también al Kuomintang, «radicalizándolo» y «reduciendo a su ala derecha a la impotencia».

Algún tiempo después Stalin, hablando ante la comisión china de la Comintern, también hizo el elogio de los «ejércitos revolucionarios» de Chiang Kai-shek, exigió de los comunistas una completa subordinación al Kuomintang y los previno contra cualquier intento de establecer Soviets en el momento de auge de una «revolución burguesa».

A primera vista, las predicciones de Stalin y Bujarin sobre un «viraje a la izquierda en el Kuomintang» se cumplieron al cabo de cierto tiem-po. En noviembre, el gobierno del Kuomintang fue reestructurado en una amplia coalición en la que los grupos izquierdizantes encabezados por Wang Ching—wei, el rival de Chiang Kai-shek. pasaron al primer plano, y la cual incluía dos ministros comunistas en las carteras de agricultura y trabajo. El nuevo gobierno se trasladó de Cantón a Wuján. El ala derecha del Kuomintang, sin embargo, distaba mucho de hallarse «reducida a la impotencia». Chiang Kai-shek conservó el mando supremo de las fuerzas armadas y se dedicó a preparar el terreno para la instauración de su dictadura. Eran más bien los comunistas dentro del gobierno quienes habían quedado reducidos a la impotencia. El Ministro de Agricultura se esforzó por contener la marea de la rebelión agraria, y el Ministro del Trabajo tuvo que tragarse los decretos antiobreros de Chiang. Desde Moscú siguieron llegando más y más emisarios para calmar a los comunistas: después de la partida de Bubnov, el destacado dirigente comunista hindú M. N. Roy apareció en Wuján con esta misión a fines de 1926.

El Politburó aún estaba predicando la unidad con el Kuomintang cuando, en la primavera de 1927. Chiang Kai-shek. Todavía miembro honorario del Ejecutivo de la Comintern, llevó a cabo otro golpe por medio del cual inició la contrarrevolución abierta. El escenario fue Shangai, la ciudad y centro comercial más importante de China, dominado por las zonas extraterritoriales de las potencias occidentales y sus buques de guerra anclados en la bahía. Poco antes de que entraran las tropas de Chiang Kai-shek, los obreros de Shangai se levantaron, derrocaron a la antigua administración y se apoderaron de la ciudad. Una vez más el desamparado Chen Tsu—hsiu recurrió al Ejecutivo de la Comintern para tratar de hacerle ver la significación del acontecimiento -el mayor levantamiento proletario que el Asia insurgente había presenciado— y de liberar a su partido de sus compromisos con el Kuomintang. Y una vez más él y sus camaradas fueron presionados para que reafirmaran su lealtad al Kuomintang y para que le cedieran el control de Shangai a Chiang Kai-shek. Desconcertados pero disciplinados, rechazando la ayuda que les ofrecían los destacamentos del propio Chiang, los comunistas de Shangai acataron esas instrucciones, depusieron las armas y capitularon. A continuación, el 12 de abril, sólo tres semanas después de su alzamiento victorioso, Chiang Kai—shek ordenó una matanza en la que perecieron decenas de miles de comunistas y de los obreros que los habían seguido.

Así fueron obligados los comunistas chinos a pagar su tributo al sagrado egoísmo del primer Estado obrero, el egoísmo que la doctrina del socialismo en un solo país había elevado al rango de principio. Las implicaciones ocultas de la doctrina quedaron al descubierto y fueron inscritas en sangre en las calles de Shangai. Stalin y Bujarin se sentían autorizados a sacrificar a la Revolución China en aras de lo que ellos consideraban beneficioso para la consolidación de la Unión Soviética. (…)

Hasta fines de 1926 Zinóviev y Kámenev habían tenido poco que reprochar a la política oficial. Aferrados a las ideas del «viejo bolchevismo» de 1905, ellos también sostenían que la Revolución China debía limitarse necesariamente a sus objetivos burgueses y antimperialistas. Aprobaron el ingreso del Partido chino en el Kuomintang. En sus días de poder, el propio Zinóviev desempeñó probablemente su papel en la aplicación de esta política y en el rechazo de las objeciones de Chen Tu-hsiu. Pero incluso los oposicionistas de izquierda más importantes, como Preobrazhensky, Rádek y también, según parece, Piatakov y Rakovsky, se sorprendieron cuando Trotski aplicó el esquema de la revolución permanente a China. No pensaban que la dictadura proletaria pudiera instaurarse y que el Partido Comunista pudiera tomar el poder en un país más atrasado aún que Rusia. Sólo cuando Trotski amenazó con plantear el asunto bajo «su propia responsabilidad» y escindir virtualmente a la Oposición por tal motivo, y sólo después de haberse hecho meridianamente claro que los obreros eran en realidad la «principal fuerza impulsora» de la Revolución China y de que, al obstruirla, Stalin y Bujarin habían dejado atrás hacía mucho el punto en que la teoría y el dogma del «viejo bolchevismo» tenían algún significado, consintieron los jefes de la Oposición en iniciar una controversia sobre China en el Comité Central. Y aún entonces estaban dispuestos a impugnar la política oficial, pero no sus premisas. Convenían en atacar el celo excesivo con que Stalin y Bujarin habían hecho del Partido chino el córn- plice de Chiang Kai-shek en el aplastamiento de las huelgas, manifestaciones y levantamientos campesinos; pero aún sostenía que los comunistas debían permanecer dentro del Kuomintang, y que esta revolución «burguesa» no podría dar origen a una dictadura proletaria en China. Ésta era una actitud que se contradecía y se derrotaba a sí misma, pues una vez que se concedía que los comunistas debían permanecer dentro del Kuomintang, era una inconsecuencia «esperar» que no pagaran el precio que ello imponía. (..) Trotski era consciente de lo sombrías que eran las perspectivas. El 22 de marzo; el mismo día en que los obreros de Shangai luchaban con las armas en la mano y las tropas de Chiang Kai-shek entraban en la ciudad—, comentó en sus papeles privados que habíaz «el peligro de que el Comité Central convirtiera el asunto en una disputa faccional en lugar de díscutirlo seriamente». Independientemente de que así fuera, el problema tenía que plantearse, pues, «¿Cómo puede uno guardar silencio cuando lo que está en juego es nada menos que la cabeza del proletariado chino?» (…)

En su carta al Politburó del 31 de marzo, quejándose de que no había tenido acceso a los informes de los asesores soviéticos y de los emisarios de la Comintern, señaló el auge del movimiento obrero y del comunismo en China como el rasgo dominante de esta fase de la revolución. ¿Por qué —preguntó— no llamaba el Partido a los obreros a elegir Soviets, cuando menos en los principales centros industriales como Shangai y Hankow? ¿Por qué no alentaba la revolución agraria? ¿Por qué no trataba de establecer la cooperación más estrecha entre los obreros y los campesinos insurgentes? Sólo esto podría salvar a la revolución, que, insistió, se enfrentaba ya al peligro de un golpe militar contrarrevolucionario.

Tres días más tarde, el 3 de abril, se pronunció contra una declaración editorial publicada en La Internacional Comunista en el sentido de que la cuestión decisiva en China era «el desarrollo ulterior del Kuomintang». Esta cuestión era precisamente la que no era decisiva, replicó Trotski. El Kuomintang no podía llevar la revolución a la victoria. Los obreros y los campesinos deberían ser organizados urgentemente en Consejos. Día tras día protestó contra los discursos de Kalinin, Rudzutak y otros, quienes afirmaban que todas las clases de la sociedad china «ven al Kuomintang como su partido y deben prestar al gobierno kuomintanista su apoyo irrestricto». El 5 de abril, una semana antes de la crisis de Shangai, escribió enfáticamente que Chiang Kai-shek estaba preparando un golpe cuasi—bonapartista o fascista y que sólo los Consejos de Obreros podrían frustrarlo. Tales Consejos, o Soviets, deberían actuar primero como un contrapeso a la administración kuomintanista, y después, al cabo de un período de «dualidad de poder», deberían convertirse en los órganos de insurrección y gobierno revolucionario. El 12 de abril, el día de la matanza de Shangai, escribió una candente refutación a un elogio del Kuomintang que había aparecido en Pravda. Su autor, Martínov, había sido durante veinte años el más derechista de los mencheviques, había ingresado en el Partido Comunista sólo algunos años después de la guerra civil y en aquel momento era una de las lumbreras de la Comintern. En los días Siguientes Trotski le escribió a Stalin, pidiéndole en vano que se le mostraran los informes confidenciales enviados desde China. Grotescamente, el 18 de abril, una semana después de la matanza de Shangai, el secretario oriental de la Comintern lo invitó a autografiar junto con otros dirigentes soviéticos, un retrato que se le enviaría a Chiang Kai-shek en prenda de amistad. Él se negó e increpó con airado desprecio a los funcionarios de la Comintern y a sus inspiradores.

Para esas fechas ya habían llegado a Moscú los informes sobre la carnicería de Shangai. Los alegatos de Stalin y Bujarin estaban todavía frescos en la memoria de todos. Afortunadamente para ellos, las críticas de la Oposición no eran de conocimiento público: sólo algunos cuadros del Partido, funcionarios de la Comintern y estudiantes chinos en Moscú estaban enterados de la controversia. Stalin y Bujarin hicieron todo lo posible por restar importancia a los sucesos y los presentaron como un revés episódico de la Revolución China. Se vieron obligados, sin embargo, a modificar su política. Habiendo tocado a su fin la «alianza» con Chiang Kai-shek, ordenaron a los comunistas chinos que se adhirieran más estrechamente aún a la «izquierda del Kuomintang», es decir, al gobierno de Wuján, encabezado por Wang Ching-wei. La izquierda del Kuomintang estaba provisionalmente en conflicto con Chiang Kai—shek y deseosa de beneficiarse del apoyo comunista. Moscú concedió ese apoyo de buena gana y prometió que Chen Tu—hsiu y sus camaradas se abstendrían, como antes, de la acción revolucionaria «provocativa» y se someterían a la disciplina de Wang Ching-wei.

Trotski afirmó que la nueva política no hacía más que reproducir los viejos errores en una escala mayor. Los comunistas, dijo, deberían ser instados a adoptar por fin una política franca, a formar Consejos de Obreros y Campesinos, y a apoyar con toda su fuerza al campesinado rebelde en el sur de China, donde no imperaba la autoridad de Chiang Kai-shek y los comunistas todavía podían actuar. Cierto era que él veía sumamente reducidas las posibilidades de acción revolucionaria: el golpe de Chiang Kai-shek constituía, pese a los esfuerzos oficiales por restarle importancia, un «desplazamiento básico» de la revolución a la contrarrevolución y un «golpe aplastante» a las fuerzas revolucionarias urbanas. (…)

La reanudación de los ataques de la Oposición en lo relativo a China lanzó a las facciones gobernantes a una actividad febril. Su Situación era sumamente comprometida, pues nunca antes se había revelado de manera tan notoria la futilidad de su política y nunca antes se habían cubierto de ignominia sus dirigentes en forma tan escandalosa y ridícula.

Isaac Deutscher. El profeta desarmado. 1959

Al mismo tiempo que ésto sucedía el «comité anglo-ruso» se disolvía. Ambas cosas, especialmente unidas, debían de haber sido un duro revés para la fracción stalinista: el «socialismo en un solo país» no solo había abandonado a la represión al proletariado inglés y al chino en apenas unos meses, evitando su desarrollo revolucionario y la culminación lógica de la huelga de masas, es que ni siquiera había sido útil en ninguno de los casos para el objetivo chovinista que perseguían: la relación con Gran Bretaña era peor que nunca y la URSS ya no podía apoyarse en la mayor de las fuerzas feudal-burguesas chinas.

Sin embargo Stalin se negó a hacer públicas las discusiones e incluso a que estas tuvieran lugar en el Comité Central o el Politburó a puerta cerrada. Y cuando Trotski llevó el tema a la Internacional Comunista, el aparato del partido ruso convirtió lo que era un procedimiento normal en una prueba de «faccionalismo» y deslealtad, abortando el debate y dando el empujón final a la expulsión y represión de la oposición de izquierda en bloque.

El 24 de mayo Trotski habló ante el Ejecutivo de la Comintern. Irónicamente, tuvo que empezar haciendo una protesta contra el trato desconsiderado que el Ejecutivo le habia dado en esta ocasión a Zinóviev, el antiguo Presidente de la Internacional que no hacía mucho lo había acusado ante aquel mismo Ejecutivo: a Zinóviev no se le permitió ahora ni siquiera asistir a la sesión. Trotski habló sobre la «debilidad e incertidumbre intelectual» que llevaban a Stalin y Bujarin a ocultarle a la Internacional la verdad acerca de China y a denunciar la apelación de la Oposición como un crimen. El Ejecutivo debería publicar las actas del presente debate: «los problemas de la revolución china no podían meterse en una botella y sellarse». El Ejecutivo debería precaverse de los graves peligros que encerraba el «régimen» de la Internacional, copiado del que imperaba en el Partido ruso. Algunos dirigentes comunistas extranjeros se impacientaban con la Oposición e imaginaban que el Partido ruso y la Internacional reanudarían su vida normal una vez que Trotski y Zinóviev fueran eliminados. Quienes así pensaban se engañaban. «Sucederá lo contrario… Este camino sólo conducirá a nuevas dificultades y convulsiones». Nadie en la Internacional se atrevía a exponer sus opiniones con franqueza por temor a que sus críticas perjudicaran a la Unión Soviética. Pero nada era tan perjudicial como la falta de crítica. El desastre chino lo había demostrado. La preocupación principal de Stalin y Bujarin consistía en justificar sus acciones y en encubrir sus desastrosos errores. Ambos alegaban que lo habían previsto todo y habían tomado las precauciones necesarias.

Sin embargo, sólo una semana antes de la crisis en Shangai, Stalin se había jactado en una reunión del Partido de que «utilizaremos a la burguesía china y luego la tiraremos como un limón exprimido». Este discurso nunca se hizo público porque unos pocos días después el «limón exprimido» tomó el poder. Los asesores soviéticos y los emisarios de la Comintern, especialmente Borodin, se comportaban «como sí representaran a alguna especie de Kuomintern»:

obstruían la política independiente del proletariado, su organización independiente y especialmente la entrega de armas a los obreros.¡No quiera el cielo que los obreros, armas en mano, asusten a esa gran quimera de una revolución nacional que abarca a todas las clases de la sooiedad chinal… El Partido Comunista chino es un partido maniatado. ¿Por qué no ha tenido y por qué no tiene hasta el día de hoy su propio diario? Porque el Kuomintang no lo quiere… Pero en esta forma se ha mantenido desarmada políticamente a la clase obrera.

Mientras el Ejecutivo se encontraba reunido, la tensión entre la Gran Bretaña y la Unión Soviética llegó a un punto crítico: la policía británica allanó las oficinas de la misión comercial Soviética en Londres y el gobierno británico rompió relaciones con Rusia. Stalin explotó esta circunstancia.

Debo declarar, camaradas, [le dijo al Ejecutivo al concluir su discurso] que Trotski ha escogido un momento muy inoportuno para sus ataques… Acabo de recibir la noticia de que el gobierno conservador inglés ha decidido romper relaciones con la URSS. Huelga demostrar que ahora comenzará una cruzada general contra los comunistas. Esa cruzada ha empezado ya. Unos amenazan al Partido con la guerra y la intervención. Otros, con la escisión. Se forma una especie de frente único, que va desde Chamberlain hasta Trotski… Podéis tener la seguridad de que sabremos destrozar también este nuevo «frente».

Stalin puso todas sus esperanzas en el Kuomintang de izquierda con la misma confianza con que anteriormente las había puesto en el Kuomintang de derecha:

Únicamente los ciegos pueden negarle al Kuomintang de izquierda el papel de órgano de la lucha revolucionaria, el papel de órgano de la insurrección contra las supervivencias feudales y el imperialismo en China

[Y Stalin] exigió, en efecto, que la Oposición guardara silencio so pena de ser acusada de ayudar al enemigo.(…) En respuesta al llamado de Stalin en favor del Kuomintang de izquierda, Trotski dijo:

Stalin asume y quiere que la Internacional asuma la responsabilidad por la política del Kuomintang y del gobierno de Wuján del mismo modo que él asumió repetidas veces la responsabilidad por la política de Chiang Kai-shek. Nosotros no tenemos nada en común con esto, No deseamos asumir ni una sombra de la responsabilidad por la conducta del gobierno de Wuján y el liderato del Kuomintang; y le aconsejamos urgentemente a la Comintern que rechace esa responsabilidad. A los campesinos chinos les decimos directamente: los jefes del Kuomintang de izquierda… inevitablemente os traicionarán sí los seguís… en lugar de formar vuestros propios Soviets independientes… [Ellos] se unirán diez veces con Chiang Kai-shek contra los obreros y los campesinos.

El debate proseguía aún en el Kremlin cuando en el remoto sur de China la predicción de Trotski se convertía ya en realidad. En mayo tuvo lugar el llamado golpe de Chan-Sha. El gobierno de Wuján, a su vez, empezó a reprimir a los sindicatos, envió tropas a sofocar los levantamientos campesinos y se lanzó contra los comunistas. Durante casi un mes la prensa soviética guardó silencio acerca de estos acontecimientos. Las resoluciones del Ejecutivo de la Internacional, dictadas por Stalin y Bujarin, iban grotescamente a la zaga de los sucesos aun antes de ser publicadas; y Stalin se apresuró a formular nuevas instrucciones para el Partido chino. Todavía le ordenó que permaneciera dentro del Kuomintang y siguiera apoyando al gobierno de Wuján; pero le indicó que protestara por el empleo de tropas contra los campesinos y que le aconsejara al gobierno de Wuján buscar el apoyo de los Consejos Campesinos para frenar el movimiento agrario en lugar de recurrir a las armas. Para entonces, sin embargo, el Kuomintang de izquierda estaba expulsando a los comunistas de sus filas. Durante junio y julio la escisión entre éstos y aquél se profundizó, y el camino quedó abierto para una reconciliación entre el Kuomintang de izquierda y Chiang Kai-shek.

Las repercusiones se dejaron sentir inmediatamente en Moscú, Trotski protestó casi diariamente contra la supresión de las noticias. Zinóviev pidió que un tribunal del Partido juzgara a Bujarin, que como director de Pravda era el responsable de la supresión. Por fin Zinóviev y Rádek con- vinieron en exigir, junto con Trotski, que los comunistas abandonaran el Kuomintang de izquierda. Esto ya no tenía pertinencia, pues desde que el Kuomintang de izquierda rompió con los comunistas, ni siquiera Stalin podía hacer otra cosa que aconsejarles el rompimiento con el Kuomin-tang de izquierda.

Stalin, en realidad, estaba preparándose ya para llevar a cabo uno de sus grandes virajes y tomar el rumbo «ultraizquierdista» que, a fines de año, habría de llevar a los comunistas chinos a efectuar, en el momento de reflujo de la revolución, el fútil y sangriento levantamiento de Cantón. En julio sacó a Borodín y a Roy de China y envió a Lominadze, un secretario de la Komsomol Soviética, y a Heinz Neumann, un comunista alemán, ninguno de los cuales tenía conocimientos serios sobre los asuntos chinos pero sí una inclinación al «putschismo», para que llevaran a cabo un golpe en el Partido chino. Lominadze y Neumann hicieron de Chen Tu—hsiu, ejecutor renuente pero leal de las órdenes de Stalin y Bujarin, el villano «oportunista» de la obra y el chivo expiatorio de todos los fracasos.

Isaac Deutscher. El profeta desarmado. 1959

El «broche final» de la política stalinista en la revolución China sería el giro «utraizquierdista», el paso de la comunión de clases llevada a matanza, a la insurrección sin posibilidades que remata el trabajo. Un verdadero adelanto de lo que vendría luego con la política del «socialfascismo».

En un Cantón aislado, rodeado militarmente por las fuerzas del Kuomintang, derrotados ya los obreros por Chan-Kai-shek en las zonas más densamente pobladas por trabajadores y con las armadas imperialistas en la bahía, Stalin ordena el alzamiento. Es la puntilla final de la revolución china, como relata el entonces enviado por la Comintern, el dirigente de los comunistas indios, M.N. Roy.

El día 10 [de diciembre] tuvo lugar en Cantón una insurrección, que dio por resultado el establecimiento en la ciudad de un Gobierno obrero—campesino. Los insurrectos fueron, durante tres días, dueños de la gran ciudad. La insurrección fue ahogada en sangre, gracias al auxilio de las potencias extranjeras, cuyos barcos de guerra sirvieron, desde el río, de cobertura del Ejército contra- revolucionario. Una cuarta parte de la ciudad quedó destruida por efecto del bombardeo, realizado bajo la protección de los barcos de guerra extranjeros. Aparte de las muertes producidas por la batalla, fueron ejecutados sumariamente, una vez capturada la ciudad por el Ejército contrarrevolucionario, más de 2.000 personas.

La insurrección de Cantón fue el acontecimiento más trágico de toda la historia de la revolución china; su mayor error, porque la supresión sangrienta era inevitable. Fue un acto de ofensiva cuando la clase obrera había Sido ya definitivamente derrotada, realizando a la desesperada, mal pensado, peor preparado y, por tanto, completamente inútil. La insurrección de Nanchang tuvo un Significado histórico, porque señaló la ruptura del partido comunista con el fatal oportunismo anterior. Llegada demasiado tarde, la ruptura no debió haber constituido el punto de partida de una ofensiva en todo el frente. El verdadero camino para una rectificación de los errores hasta entonces cometidos, era no arrojarse de cabeza a una ofensiva desesperada, sino realizar una retirada estratégica con el fin de preservar las fuerzas desmoralizadas y derrotadas y poder tenerlas listas para el ataque en cuanto se presentara una nueva oportunidad. La incapacidad para conservar a Nanchang y la falta de los campesinos en acudir a afiliarse bajo la bandera del ejército insurrecto durante su larga marcha a través de la provincia de Kiangsi, la fracasada ocupación de Swatow, etc., todos éstos eran hechos que indicaban que los gritos de «insurrección armada en todas partes» y «República Soviética», no lograban ya el apoyo de las masas. Habida cuenta de tal situación, fue un grave error el organizar una insurrección en Cantón, bajo la bandera del «soviet». Aun apreciando en todo su valor el heroísmo de los insurrectos caídos en Cantón y rindiendo el debido homenaje a su memoria, hay que reconocer que semejante equivocación causó un inmenso daño a la revolución, porque completó la derrota de la clase obrera, dejándola fuera de combate para lo futuro.

M.N. Roy. Revolución y Contrarrevolución en China, 1930

Pero, ¿no contradecía este giro ultraizquierdista la lógica del «socialismo en un solo país»? ¿No significaba un cambio radical y la vuelta a la primera línea de objetivos de la revolución aunque el stalinismo no se percatara -increíblemente- de que la clase obrera estaba en retirada?

La respuesta solo puede ser negativa. La fantasía de la burocracia según la cual, a través de su control de la Internacional podía establecer un intercambio «leal» con las burguesías externas, frenando o abortando los movimientos autónomos de clase y obteniendo a cambio seguridad para la URSS, había dejado a la Comintern fuera de juego en Alemania, Inglaterra y China, y finalmente incrementado la tensión bélica con Gran Bretaña, Alemania y los militaristas chinos.

Es muy posible que la burocracia no supiera ver que la oleada revolucionaria estaba en retroceso, que pensara que podía mover a la clase obrera a voluntad. Pero lo que parece claro es que el giro «ultraizquierdista» era primariamente un intento de recuperar protagonismo y peso en ese diálogo, siempre violento, con las burguesías nacionales externas.

Lo que seguramente no supieran ver en un primer momento, y sin embargo les fue utilísimo a medio plazo, fue que la previsible derrota final del proletariado tras semejante estrategia, cambiaría la composición de clase de los partidos comunistas en todo el mundo -permitiendo más adelante el paso a la estrategia de conciliación y alianza de con la burguesía «democrática» en los «frentes populares»- y, en el caso chino, cambiando la naturaleza misma de la revolución.

En 1930, Roy, entonces todavía fiel a la Comintern stalinista, describe ya ese proceso en el que se ven con claridad las características de la revolución china que haría el PCCh stalinista dirigido por Mao: una revolución campesina en la que la estructura del partido tomaría el papel y las tareas de una inexistente burguesía revolucionaria clásica, convirtiéndose finalmente en la burocracia -es decir, la forma estatal moderna de la burguesía- de un gigantesco capitalismo de estado.

La nueva política del partido comunista, inaugurada desde la insurrección de Nanchang, estaba basada sobre la teoría de que, como consecuencia de su traición por la burguesía, la revolución nacional se desenvolvería como una revolución proletaria socialista. Los hechos se encargaron de probar la falsedad de teoría semejante. Las masas no respondieron al grito de «soviet». Aun en la misma Cantón, apenas participaron en el movimiento y apoyaron al Poder del Soviet unos 10.000 obreros, a pesar de que desde 1925, casi todos los obreros de Cantón, alrededor de unos 150.000 habían sido organizados en sindicatos bajo la dirección del partido comunista. La nueva política Siguió rigiendo aun después de la cruenta derrota de Cantón. Durante el año 1928, fueron organizados levantamientos locales de chesinos en Kwantung, Kiangsi, Hunan y Hupeh, que, gracias a los primitivos medios de comunicación y a la enorme extensión del territorio, no pudieron ser fácilmente sofocados por las fuerzas contrarrevolucionarias. Sin embargo, no pudiendo concertárseles en una insurección general, continuaron sus operaciones de simple guerra de guerrillas. Poco a poco, sus actividades fueron que- dando reducidas a las provincias de Hunan y Kwan— tung, y en éstas a algunas regiones solamente. Todavía actualmente quedan pequeñas extensiones de tales provincias que siguen ocupadas por campesinos insurrectos, dirigidos por comunistas.

Aunque sus gritos de «insurrección armada» y «República Soviética» no hallaron entusiastas res- puestas de parte de las masas, el partido comunista sobrevivió al prolongado reinado de terror, inaugurado para exterminarlo. Así, tuvo que refugiarse en la ilegalidad, mientras sus miembros más activos fueron sucumbiendo como víctimas del terror sanguinario, al propio tiempo que sus cuadros dirigentes quedaban casi por completo destruidos. Por consiguiente, dejó de ser para lo sucesivo inmediato un factor eficaz en la vida política del país. Estaba derrotado y bien derrotado, pero no destruido. A pesar del terror despiadado y en condiciones harto difíciles de ilegalidad, el partido comunista fue aumentando en número de afiliados.

Desde la primavera de 1927, el terror aniquiló a más de 25.000 comunistas y, a pesar de ello, según datos fidedignos, el número de afiliados había llegado a 130.000 a mediados de 1929. Aparte del gran número de víctimas producidas por la contrarrevolución entre sus miembros, millares de pequeños intelectuales burgueses abandonaron el partido durante los días de la sangrienta represión. De tal suerte, más de 100.000 individuos debieron de adherirse al partido comunista, precisamente en los momentos en que se hallaba bajo el azote del terror y en que se le denunciaba como algo extraño imposible de adaptar a las condiciones de China. Las masas [obreras] no siguieron, pues, a los comunistas [en Cantón] bajo la bandera del «soviet» […]

Durante los dos últimos años, el partido comunista ha sufrido una metamorfosis, cambiando su composición social. Actualmente, el grueso de sus componentes está en las aldeas. De 130.000 miembros que el partido tenía a mediados de 1929, sólo 5.000 trabajaban en regiones industriales (International Presse Korrespondence, 2 julio 1929.) Habida cuenta de que las condiciones del terror impiden la restauración del partido en las ciudades, ya que en ellas la represión puede resultar mucho más eficaz que en los remotos distritos rurales, se puede afirmar que, por su composición social, el partido comunista se ha convertido en un partido de campesinos. Aun en los distritos urbanos, el 30 por 100 de sus afiliados se recluta entre los pequeños burgueses, artesanos, pequeños comerciantes, empleados, intelectuales, etc., los cuales, a su vez, forman parte de agrupaciones rurales. (…)

Los «soviets» creados en China por la insurrección campesina pueden convertirse en medios de que la burguesía se valga para ejercer el Poder. Después de todo, estos «Soviets», tal como están socialmente compuestos, no son órganos de dictadura proletaria, sino organismos democráticos revolucionarios. Un poder central estable en China sólo puede surgir de la federación de tales Soviets.

El carácter social del Estado central lo determinará la clase bajo cuya dirección se realice tal federación. Hasta ahora, tales órganos locales de poder democrático van naciendo espontáneamente de la lucha de los campesinos.

Les dan el nombre de «soviets» los comunistas que tienen algo que ver con ellos, así como dan también el de «ejércitos rojos» a las formaciones bélicas, bajo cuyos auspicios van naciendo. Pero no están claramente bajo la dirección del proletariado, pues éste no ha podido todavía reponerse de la aplastante derrota sufrida en 1927. El proletariado sólo puede dirigir la revolución agraria como parte de su propia lucha por el Poder. No hay indicios de que el proletariado chino se halle en la actualidad empeñado en semejante lucha. Así, el movimiento revolucionario de los campesinos es espontáneo y podría, acaso, proporcionar la base para la aparición de la democracia burguesa, si, en conjunto, las condiciones de China no le fueron tan desfavorables. Si los burgueses fueran realmente capaces de querer de veras la convocatoria de una Asamblea nacional del tipo propuesto por Wang Chin-wei, podrían, sin duda alguna, hacer sentir su influencia decisiva sobre el levantamiento democrático de las masas rurales.(…)

Las masas campesinas se encuentran en el fragor de una revolución agraria que se ha desenvuelto hasta un punto ya muy agudo. La burguesía sólo podría dirigir la revolución agraria considerándola como una parte de su lucha para derribar al feudalismo y otras formas de relaciones sociales precapitalistas. Sin embargo, Wan Chin-wei sigue siendo tan enemigo de la lucha de clases como siempre. Al poder y no querer emprender en contra de la reacción feudal la lucha por el Poder decisivo, los burgueses chinos no pueden apoderarse de la dirección de las masas campesinas, en tanto que éstas se hallan empeñadas en llevar a cabo la revolución agraria. De tal suerte, su plan no pasa de ser un plan que jamás se verá realizado. (…)

En semejante situación, los términos de «Ejército rojo» y «soviet» resultan harto engañadores. El verdadero Ejército rojo y el soviet son creaciones de la revolución proletaria. Ni los insurrectos chinos luchan por el comunismo ni los órganos locales de poder popular por ellos establecidos son órganos que ejerzan la dictadura del proletariado.

La composición social de los llamados Ejércitos rojos «aclara completamente su carácter político». Tal composición es: el 58% de campesinos pobres; el 27% de ex soldados, es decir, de campesinos pobres también; el 2% de pobres urbanos, es decir, de pobres sin clase, y el 4% de obreros, muy probablemente de jornaleros rurales o artesanos arruinados de una u otra forma. Tales fuerzas armadas no las crea el proletariado después de adueñarse del Poder del Estado. Por el contrario, [en la revolución china], el soviet queda instaurado en un determinado territorio cuando éste ha sido tomado por tales fuerzas armadas. Por consiguiente, por la composición de clase del «Ejército rojo», se determina el carácter social del órgano revolucionario del Poder. El órgano para la dictadura del proletariado jamás podrá crearlo una insurrección campesina.

M.N. Roy. Revolución y Contrarrevolución en China, 1930

Roy no podía ser consciente, pero estaba haciendo la descripción canónica de la situación en la que, con el proletariado derrotado definitivamente y fuera de juego, un partido de la pequeña burguesía campesina, como el que describía -el PCCh- podía tomar con ventaja en papel de una burguesía revolucionaria y, cabalgando la lucha de clases en el campo, hacerse con el poder del estado para instaurar un capitalismo estatal centralizado que la convirtiera finalmente en burguesía «de nuevo tipo». Pero eso vino después y fue uno de los hijos más notables de la contrarrevolución stalinista, se llamó maoismo.

La mentira desconcertante

Cuando estudiamos los grandes discursos de la época, las decisiones de los congresos y los relatos de los movimientos de masas, irremediablemente nos sumergimos en una cierta irrealidad. ¿Qué significan 3.000 obreros muertos en Hamburgo o 10.000 en Shaghai? Nuestra propia imaginación se bloquea porque las escalas nos sobrepasan. Por eso, los testimonios de jóvenes comunistas de la época que llegaban, muchos de ellos huyendo de la represión, a la Rusia que habían imaginado tantas veces, son un contrapunto útil y necesario para entender qué era y cómo se vivía la contrarrevolución en todas las facetas de la vida.

Ante Ciliga era un comunista croata de la generación que se había unido en 1919, en plena ola revolucionaria. Se había convertido en miembro del CC del Partido Comunista en Yugoslavia y había sido expulsado del país. Se refugió en Viena pero de ahí tuvo que huir a su vez. Llegó a Moscú en calidad de asilado político en 1926, en vísperas del Termidor. Ciliga mira a la URSS con los ojos de un militante europeo de la época, la compara con la teoría y con los relatos de la prensa, se une inmediatamente al Partido bolchevique y comienza a integrarse y conocer la realidad social rusa de aquellos años.

En aquella época [1926] se encontraban en Moscú entre treinta y cuarenta militantes del partido comunista yugoslavo. Para mantener el contacto con las masas obreras y estudiar la experiencia del bolchevismo en la práctica, debían pasar un día a la semana en la fábrica. Trabajaban como los obreros, asistían a las reuniones de los sindicatos y del partido, organizaban el trabajo del M.O.P.R (Socorro Rojo). Los parecidos entre la lengua yugoslava y la rusa les permitían implicarse en la vida obrera rápidamente. La mayor parte de mis camaradas yugoslavos eran obreros que habían recibido formación política y pertenecían al núcleo del partido yugoslavo. Habían ido a Rusia para aprender allí el arte revolucionario del bolchevismo, para luego volver a casa con las prácticas hechas.

Estos camaradas, unos abiertamente, otros en secreto, se pusieron a relatar cosas terroríficas sobre la situación de los obreros en las fábricas. Uno de ellos, Risto Samardjitch-Noskov, un viejo militante sindical de Bosnia, que más tarde sería empujado a la muerte por la reacción yugoslava, me describió con detalle los ultrajes y las injusticias de las que eran objeto los obreros de su fábrica. Los obreros fabriles soviéticos –decía– son prisioneros de sus contramaestres y directores, como en los países capitalistas. Es más, allí el obrero puede protestar en la prensa y en las reuniones. Aquí no hay nadie a quien dirigirse. Esto no es socialismo, es esclavitud, concluía.

Por supuesto, había camaradas que sacaban conclusiones totalmente diferentes de esos mismos hechos. Sí, decían, el látigo, el knut es el amo y señor en la fábrica soviética, pero el obrero ruso está tan atrasado, hasta tal punto es inconsciente, que no sabe mantener el utillaje, no tiene el orgullo de mejorar el rendimiento de su trabajo; por tanto nos hemos visto obligados a emplear la coerción para que la fábrica marche y para educar al propio obrero. (…)

Los testimonios «a favor y en contra» se acumulaban. Empecé a comprender el espíritu que reinaba en la sociedad soviética. Las contradicciones que constataba me parecían inadmisibles, pero sin embargo la realidad las toleraba. El agitado ritmo de la vida soviética estaba impregnado de una profunda inmoralidad social. Grupos enteros de campesinos y obreros ascendían a la cima de la sociedad y se aseguraban todo tipo de funciones dirigentes, económicas, políticas y administrativas. Un gran número de jóvenes obreros y campesinos, gracias a la instrucción media y superior, se adueñaban de las palancas de mando de la nueva sociedad. Y esta dichosa evolución no sólo implicaba ciertos trazos desagradables y aislados, sino que era toda una parte la que estaba completamente viciada. Las capas que se elevaban se impregnaban al mismo tiempo de un cierto espíritu burgués, de un espíritu de estrecho egoísmo, de cálculos mezquinos. Uno notaba que tenían la firme determinación de labrarse un buen puesto sin preocuparse del prójimo, un arribismo ciego y espontáneo. Para lograrlo, todos demostraban una capacidad de adaptación sin escrúpulos, una actitud desvergonzada y adulación hacia los poderosos. Esto es lo que se veía en cada gesto, en cada rostro, en todas las miradas. Esto es lo que reflejaban todos los actos y los discursos, generalmente llenos de burda fraseología revolucionaria. Este espíritu era el amo y señor, no sólo entre los sin-partido, sino también y sobre todo entre aquellos comunistas que, lejos de ser los mejores, eran los peores de todos.

¿Esta es nuestra «vanguardia»?, me decía. Lo que me parecía más grave era que este aburguesamiento, lejos de declinar, crecía y se reforzaba, inundando todo a su paso. La ola destructora no hallaba ningún obstáculo, nadie trataba de ponerle diques. Las masas y los dirigentes lo aceptaban como algo inevitable. (…)

En la primavera de 1928 se celebró en Moscú el IV Congreso del Profintern (Internacional Sindical). En la delegación yugoslava a este congreso me encontré con un viejo amigo, ferroviario y probado militante revolucionario que había sido mi camarada desde mi actividad ilegal en 1919. Él ya había estado en Rusia en 1917-1918, como prisionero de guerra austriaco. Había podido observar los inicios de la revolución y había participado activamente en ella. Tras haber sido el huésped de los ferroviarios moscovitas, tras haber tenido tiempo de observar toda la vida pública y privada, me resumió sus nuevas impresiones sobre Rusia en los siguientes términos:

La situación hoy es completamente distinta a la de mi época; el obrero ha caído de nuevo en la trampa, los burócratas viven como vivían antes los burgueses, sus señoras se las dan de burguesas. Hace falta una nueva revolución.

¿Hemos llegado ya a ese punto?, me preguntaba yo. (…) En esa época conocí en Moscú a un grupo de obreros extranjeros. Eran obreros alemanes especializados que trabajaban en las grandes empresas de Moscú. Les pregunté sobre sus condiciones de trabajo. Me dijeron que bajo el régimen capitalista jamás se habían visto en tan malas condiciones. Uno de ellos, que también había estado trabajando en Francia, Suiza y Austria, me dijo que el sistema de trabajo a destajo se había llevado en Rusia mucho más lejos de lo que había estado nunca en Occidente. Le pregunté sobre las reacciones de los obreros en las fábricas. Los obreros, por supuesto, no están contentos, me dijo; pero el trabajador ruso está tan atrasado, tan dócil, tan poco capaz para la acción, que el descontento es estéril. (…)

La mayor parte de los extranjeros que se establecían en Rusia (…), a pesar de ser obreros, revolucionarios, emigrados políticos, se hallan en una situación algo paradójica. Se les confía un trabajo interesante, se les paga convenientemente, son bien alojados, pueden irse de vacaciones y disfrutar del mejor confort. Les cuidan, les organizan reuniones obreras donde pueden tomar la palabra, les honran y gozan de reconocimiento social. Por otra parte, estos extranjeros descubren en las fábricas, en el partido y las administraciones, un modo de existencia que contradice su idea de socialismo. Empiezan a indignarse, a amargarse. Los representantes del partido comunista ruso, acostumbrados a considerar esto como una «enfermedad infantil» que afecta a todos los extranjeros, les responden con una paciencia barnizada de desprecio:

Sí, ya conocemos todo eso; todos los extranjeros que vienen a Rusia empiezan emitiendo opiniones de extrema-izquierda. Tienen una idea demasiado romántica del socialismo; no saben lo que es la disciplina bolchevique, no se dan cuenta de las dificultades que uno encuentra cuando quiere edificar el socialismo, cuando se conduce a las masas de un país atrasado y pequeño-burgués.

La administración trata a los extranjeros de forma relativamente liberal, pero al mismo tiempo crea una especie de vacío a su alrededor. Si el extranjero «rebelde» logra el apoyo de algún obrero ruso entonces se le empieza a «hablar en ruso» para que se le pasen las ganas de pelear contra el régimen.

Por otra parte, los obreros rusos han tenido oportunidad de aprender lo que se puede decir y lo que se debe callar en las reuniones. Así, aunque sean bastante comunicativos en las conversaciones privadas con los extranjeros, guardan un silencio glaciar en las reuniones públicas y dejan la tribuna para los entusiastas profesionales.

El extranjero generalmente ignora que los obreros rusos llevan sufriendo esta presión burocrática desde hace dieciséis años. No sabe que el poder ha tenido que reprimir numerosas huelgas de masas. No se da cuenta de lo que han significado los cañonazos de Kronstadt, cuyo fracaso conmovió profundamente a todo el conjunto de las masas obreras de Rusia. Este extranjero no puede comprender por qué el obrero ruso se ve obligado a callarse, por qué esta clase obrera que ha hecho tres revoluciones se ve hoy impotente e incapaz de reaccionar, incluso en sus propias fábricas, contra la arbitraria desvergüenza de la burocracia. Los extranjeros no se dan cuenta de que la burocracia ha golpeado al obrero sin descanso para lograr reducirle a su estado de mutismo actual; en lugar de indignarse contra la administración, comienzan a subestimar a la clase obrera rusa.

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Ciliga vive las horas finales de la Internacional, el deterioro económico del último periodo de la NEP, el giro izquierdista del stalinismo y la campaña contra los campesinos ricos que acabará en la colectivización forzosa de la pequeña burguesía agraria. Este giro izquierdista -cuyos repercusiones internacionales ya vimos en Cantón y en España- le hace volver a confiar en el el aparato del partido, pero pronto se da cuenta de que el «giro ultraizquierdista» no es más que un gran teatro orquestado por el partido.

La Rusia de la N.E.P. agonizaba. La producción se disolvía y no llegaba a cubrir las necesidades de los diversos grupos sociales; los intercambios se habían paralizado, la economía del país llegaba a un punto muerto. El mundo soviético acababa de descarrilar y para sacarlo del apuro había que emplear medios heroicos.

Fue entonces cuando se descubrió que el camino de la salvación era el que había señalado la oposición, y el partido terminó adoptándolo: lucha contra los elementos capitalistas privados en la ciudad y la aldea, concentración de recursos en el Estado encaminada a llevar a cabo una industrialización acelerada, creación de grandes unidades rurales orientadas a la colectivización total, movilización para estos fines de la clase obrera y de todas las masas laboriosas, y ante todo, de los elementos comunistas revolucionarios.

Por un instante estuve a punto de olvidar todos los feos que había estado viendo durante diez meses, a olvidar los privilegios de los dirigentes, la opresión y los sufrimientos de las masas, el espíritu de dominio, la adulación y la sumisión que impregnaban toda la vida soviética. Estuve a punto de creer, creí por un instante, que era posible que las masas y la administración se reconciliasen, que los trabajadores y los dirigentes se unieran para conquistar un mundo nuevo. En el partido se sabía que un grupo de elementos de derecha estaba tomando cuerpo para oponerse a esta nueva política. En este terreno también se confirmaron las previsiones de la oposición. Había llegado a prever los nombres de los dirigentes de la fracción de derecha: Rýkov, Bujarin y Tomski. Había razones para pensar que como Stalin había adoptado la política de la oposición, haría un bloque con el grupo de Trotski-Zinoviev contra la derecha.

Esta esperanza llegó a su punto culminante cuando el Comité Central del partido publicó su manifiesto a la clase obrera del 3 de junio, anunciando la lucha contra la burocracia, la autocrítica y la democracia obrera. Yo creí que estas consignas directas y decisivas iban a despertar a los obreros y a liquidar la plaga de la burocracia.(…)

En muchas células, los simples militantes trataron de poner en práctica las nuevas consignas de autocrítica y democracia obrera. Esperaban así desembarazarse de los defectos del burocratismo en sus propias organizaciones y en sus propias fábricas.

Pude comprobar que estos esfuerzos eran estériles a menos que se coordinaran con la acción de las instancias superiores. Para tener éxito, estas instancias tenían que dar el visto bueno en cada caso particular en que se intervenía contra personas o hechos determinados. Si los militantes de base, si los simples militantes del partido se permitían tomar la palabra por propia iniciativa, esta audacia bastaba –al margen de cualquier otra consideración– para asegurar su fracaso y ser acusados de «actividades desorganizadoras».

Asistí a un caso verdaderamente paradójico. Dos miembros del partido, que no formaban parte de la oposición, se ganaron una severa reprimenda por parte de la comisión de control por haber acordado en su domicilio privado la actitud a adoptar para atacar a la burocracia local en la próxima reunión. La comisión de control del partido resolvió que los miembros sólo tenían derecho a decir lo que quisieran en las reuniones; consultarse entre sí y preparar sus discursos antes de pronunciarlos era una prueba de «fraccionalismo»; lo cual era condenable, aunque las supuestas «fracciones» no tienen nada que ver con la oposición. El derecho a preparar las reuniones, a examinar con anticipación los temas de los debates, sólo lo tenían las diversas instancias de la administración. Así es como se conservaba y se sistematizaba también la distinción entre los derechos de la masa militante y los del aparato administrativo.

Mientras, la lucha contra la derecha, los partidarios de la reconciliación con los kuláks, seguía su curso. Pero se notaba que un director de orquesta invisible se encargaba de moderar el tono. Parecía que alguien conducía a la masa del partido como se lleva a un niño de la mano: adelante, un paso más, prohibido ir más lejos, detente. ¿Pero por qué se podía dar este paso y no aquel otro?, ¿dónde se quería llegar?, ¿cuál era la meta? Todo esto el «aparato» lo mantenía en secreto. Las masas ni siquiera se atrevían a plantear la cuestión. A pesar de las solemnes declaraciones de los periódicos respecto a la autocrítica y la democracia, no hubo ningún cambio real en la vida del partido y de las masas. ¿Qué sucedía?, ¿acaso era un colosal engaño?, ¿o es que la nueva política de Stalin contra la derecha aún no podía –por razones de táctica interna del partido– desplegarse del todo? (…)

La tensión de los ánimos en Moscú llegó al máximo en el verano de 1928, tras el «pleno» de julio del Comité Central del partido comunista. (…) La derecha, aunque disponía de la mayoría, vacilaba a la hora de apartar a Stalin de su cargo como secretario general. Stalin, en minoría, no temía el riesgo que suponía hacer intervenir a los obreros. A pesar de la importancia de los factores individuales que ciertamente influían en la táctica de las partes en disputa, en última instancia, ésta estaba determinada por causas sociales. Las vacilaciones de la derecha ante Stalin se debían al temor de que su salida desatara el peligro de los «kulaks» [campesinos ricos] y barriera a la burocracia. La derecha temía las consecuencias de sus propias intenciones. En cuanto a Stalin, ligaba su suerte al triunfo definitivo de la burocracia en la vida económica y política del país. La idea de crear una agricultura y una industria poderosas le daban alas.

En las luchas internas del partido, el papel de las masas se limitaba al de meros espectadores, o como mucho instrumentos. El destino del partido y del país se decidía en la sombra; las masas tenían que esperar a ver quién salía vencedor para sacarle a hombros. Mis camaradas y yo no comprendíamos cómo era posible semejante situación, pero sabíamos que sin embargo era eso lo que sucedía. Sabíamos que las masas permanecían en segundo plano y que fuese quien fuese el vencedor su papel social se reduciría.

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

El vencedor final fue Stalin, que se deshizo primero de la oposición unificada (Trotski, Zinoviev, Kamenev) y luego de la derecha (Bujarin, Rikov) que defendía mantener la NEP sin tocar a los sectores altos de la burguesía rural nacida de ésta… para finalmente hacer la política de la primera (planificación, colectivización) con todos los signos de la brutalidad que le caracterizaban.

Ciliga mientras tanto se ha unido a la oposición de izquierdas (clandestina), a sabiendas de que la actividad de oposición acaba generalmente en encarcelamiento y bien puede acabar en el «aniquilamiento», palabra que no era en absoluto una metáfora.

[En 1927] a pesar de esta enérgica represión, tras la crisis que reinaba en este país y en el partido, se notaba en Moscú un cierto recrudecimiento de la actividad de la oposición. La influencia del trotskismo entre los cuadros del partido aumentaba cada día. En algunos medios del partido, los escritos de la oposición se difundían con un éxito fulminante. Eran los únicos escritos en los que se podían conocer hechos auténticos sobre la marcha de las hostilidades entre los grupos de Stalin y de Rykov. Por otra parte, los documentos de la oposición, particularmente las cartas de Trotski, trataban los problemas económicos y políticos corrientes con una audacia y una claridad que invitaban a la admiración.(…)

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Pero pronto desarrolla puntos de vista propios frente a la colectivización agraria y la industrialización planificada.

Los frutos del trabajo de los koljoses, así como de la industria, los acaparaba la burocracia, empezando por los funcionarios inferiores de los koljoses (o de la fábrica) y terminando en los empingorotados burócratas del Kremlin. El grado de explotación al que estaban sometidos los diferentes grupos de trabajadores variaba, al igual que los privilegios de los que disfrutaban las distintas capas de la burocracia. Pero esto no afectaba a la división fundamental del país en dos campos: las masas laboriosas y explotadas por una parte y los dirigentes explotadores por la otra. (…)

Ni el trotskismo ni el stalinismo veían en los acontecimientos más que una lucha entre dos sistemas sociales: el socialismo y el capitalismo privado, una lucha entre dos clases: el proletariado y la burguesía, que incluía a los kuláks y los restos de todas las viejas clases dirigentes. Por mi parte, llegué a la conclusión de que había tres sistemas sociales que participaban en la lucha: el capitalismo de Estado, el capitalismo privado y el socialismo, y que estos tres sistemas representaban tres clases: la burocracia, la burguesía (incluidos los kuláks) y el proletariado. La diferencia estribaba en que los stalinistas y los trotskistas identificaban el capitalismo de Estado con el socialismo y a la burocracia con el proletariado. Tanto Trotski como Stalin identificaban al Estado con el proletariado, la dictadura burocrática sobre el proletariado con la dictadura del proletariado, la victoria del capitalismo de Estado sobre el capitalismo privado y el socialismo con una victoria de este último. La diferencia entre Stalin y Trotski consistía en que Stalin consideraba esto como un socialismo puro, la pura dictadura del proletariado, mientras que Trotski se daba cuenta y señalaba las lagunas y las deformaciones burocráticas del sistema. (…)

Los más diversos fenómenos capitalistas y burocráticos que se manifestaban en la industria soviética estatal se atribuían siempre a la influencia de elementos capitalistas y pequeño-burgueses, o bien se explicaban como concesiones inevitables y provisionales a estos elementos, cuya importancia en los tiempos de la N.E.P. era considerable y se reconocía oficialmente. Ahora que se había suprimido la N.E.P., extirpando todo capitalismo privado y destruyendo sin piedad a la pequeña burguesía, estos fenómenos capitalistas y burocráticos, lógicamente, tendrían que desaparecer de la industria y ceder su puesto a la organización socialista de la producción industrial.

Pero en realidad no sucedió nada de esto. Es más, los métodos capitalistas y burocráticos salieron fortalecidos: trabajo a destajo, separación entre trabajadores y dirección, concentración de todas las funciones dirigentes en manos de la administración, las funciones de los obreros reducidas a las de simples ejecutantes, consolidación del sistema asalariado y aumento de las diferencias salariales para beneficio de los burócratas.

Todo esto demostraba que el carácter burocrático y capitalista de la industria soviética estatal no se debía únicamente a la influencia que ejercían los restos del viejo capitalismo privado, sino que constituían el propio fundamento orgánico de esta industria estatal. Por tanto, era en el conjunto de la economía soviética, tanto en la industria como en la agricultura, donde había que plantear la cuestión de saber cuál era el nuevo sistema social y económico, ya que no se trataba de capitalismo privado ni tampoco de socialismo.

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Ciliga recoge en sus memorias opiniones y testimonios de obreros de todo el país, más o menos acertadas pero siempre significativas de lo que supuso la derrota del estado soviético a manos de la burocracia y de la «gran mentira», la aceptación de que capitalismo de estado y socialismo eran la misma cosa.

Un viejo obrero cualificado que trabajaba en una de las principales fábricas de Leningrado me decía, por ejemplo:

Ahora vivimos peor que en tiempos de los capitalistas. Si hubiésemos sufrido tanta hambre, si en la época de nuestros viejos patrones los salarios hubiesen sido tan bajos, habríamos hecho miles de huelgas. ¿Pero qué podemos hacer ahora? Somos nosotros quienes queríamos el poder soviético, ¿Cómo podemos combatirlo? Si nos ponemos hoy en huelga, nuestras propias mujeres se burlarían de nosotros diciendo: «Ahí tenéis vuestro poder soviético»

Cuando se reclutó a 25.000 obreros para llevarlos al campo, este trabajador fue uno de los voluntarios. Volvió disgustado al cabo de unos meses:

Hay demasiadas injusticias; no es colectivización, es pillaje.

Como obrero cualificado, no pedía ningún favor al poder. Su cualificación le daba seguridad y cierta independencia. Era un sin partido, pero había estado varios años en el frente durante la guerra civil. La angustia y el asombro que le sacudían ahora me parecía que reflejaban los sentimientos de las capas más profundas del proletariado. «Nos hemos equivocado de puerta», esa era la conclusión que sacaban de la revolución. Cuando terminaba el Plan Quinquenal, en la época de la «vida alegre» proclamada por la burocracia, estas capas terminaron dándose cuenta de lo que era el sistema vigente en la URSS.

Escuché el mismo tipo de reflexiones en boca de un obrero comunista extranjero que trabajaba en la industria textil. De origen meridional, se expresaba más apasionadamente:

En mi vida he visto esclavitud semejante a la que reina en mi fábrica. ¡Si esto ocurriera en un país burgués, hace tiempo que habría lanzado una bomba!

Pero en Rusia se callaba, pues no veía ninguna salida: las masas obreras son pasivas y el poder no es «nuestro poder». Desesperado, trataba de que le repatriaran a Europa: allí al menos sabría contra qué y cómo luchar. Logró que le repatriaran, pero sólo tras pasar por enormes dificultades, pues conocían su «falta de entusiasmo por el régimen soviético». Hoy, aunque ha perdido la fe, continúa trabajando en el partido comunista oficial. De todas formas, no hay nada «mejor», me confesó más tarde, cuando los dos habíamos vuelto a Europa.

Me acuerdo también de una conversación con un obrero que acababa de hacer una reparación en mi cuarto. Al ir a pagarle a su domicilio, le hallé distraído leyendo un periódico. Apenas le conocía, y le pregunté: «¿Qué dicen los periódicos?». Me señaló la noticia acerca de la limitación de la legislación social en Alemania, que la prensa soviética había trasformado en una abolición de los seguros sociales.

«Igual que nosotros», dijo el obrero sin más comentarios. Esta sencillez y sinceridad hablaban más claro que cualquier discurso sobre los sentimientos que la burocracia soviética inspira a los obreros.

Mi humilde interlocutor parecía querer decir, en un tono calmado y descorazonado: «No sólo soy yo, todos pensamos así»

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Ciliga, como era inevitable, acaba en las prisiones de la GPU. Sin entrar en el relato de las iniquidades de los campos de internamiento para presos políticos comunistas -que acabarían en la matanza de decenas de miles de bolcheviques oposicionistas- lo interesante hoy de su relato es ligarlo a lo anterior para entender la debilidad de la oposición clandestina. No era solo una cuestión de ferocidad represiva y de derrota de las masas, es que esa derrota había calado a la propia oposición. La «mentira desconcertante», la equiparación entre socialismo y capitalismo de estado, inutiliza la concepción de Trotski y paraliza a la oposición que sigue atada a un partido que le masacra. Solo una pequeña minoría que sin saberlo espera en realidad la muerte, mantiene la reflexión de clase en las prisiones.

El ambiente de oposición de nuestra prisión, a pesar del lenguaje violento que se escuchaba hacia Stalin, era fundamentalmente conservador. Cuando había que criticar al régimen, a la gente le entraba una timidez insospechada. Preferían quedarse con las palabras vacías y las fábulas más groseras antes que ponerse a buscar algo nuevo. Decididamente, era difícil atisbar una diferencia psicológica entre el partido comunista ruso y su oposición…

–¿Cómo?, ¿usted dice que nosotros ya no somos miembros del partido? ¡Razona igual que Stalin!, exclamaba el simpático viejo Gorlov.

–Veamos –replicaba yo–, ¿cómo vamos a considerarnos miembros de un partido que nos ha expulsado y que ha hecho que la G.P.U. nos meta en prisión?

Pero Gorlov seguía pensando que el partido comunista panruso no había dejado de ser «nuestro partido» y que Stalin no era más que un usurpador, ¡un vulgar estafador!… Esta postura implicaba un aspecto que no era tan inofensivo.

Un día que yo estaba alegrándome de que hubiera disminuido la extracción de hulla en el Donbass, según decía el Pravda, dos georgianos miembros de la oposición, Tsivtsivvazde y Kiknazde, me atacaron con violencia:

Nuestro deber es alertar de cualquier signo de debilitamiento del poder soviético. Ciertamente debemos persuadir al partido de que la política de Stalin es nefasta, ¡pero no debemos hacer derrotismo con nuestro propio gobierno soviético!

Intenté que se calmaran explicándoles que no se trataba de derrotismo, sino que únicamente me alegraba de la resistencia que oponían los obreros del Donbass a la arbitrariedad burocrática. Pero este argumento no les convenció. Cualquier golpe al poder, aunque lo llevaran a cabo los obreros, les parecía un progreso de la contrarrevolución.

Además, constaté con inquietud que había una laguna en las cartas y los escritos de Trotski que nos llegaban a prisión: Trotski nunca hablaba de organizar huelgas, de incitar a los obreros a que lucharan contra la burocracia, de movilizar a la clase obrera a favor del programa económico trotskista. Su crítica, sus argumentos y sus consejos parecía que iban dirigidos al Comité Central, al aparato del partido. Recordando la caída vertical del nivel de vida de los obreros, Trotski llegaba a esta conclusión, como un buen patrón que aconseja a la administración: «Ustedes están derrochando el capital más valioso, la fuerza de trabajo». Para Trotski el sujeto activo seguía siendo «el partido», con su Politburó y su Comité Central, el proletariado no era más que un «objeto». (…)

Todas mis esperanzas estaban puestas en la «minoría», que en 1931 y 1932 discutía apasionadamente las cuestiones de principio que planteaba el Plan Quinquenal y el régimen soviético en su conjunto.

La primera cuestión que se discutió fue la del carácter del Estado soviético. ¿Se trataba de un Estado obrero y socialista? Y si no era así, ¿a qué clase representaba? La discusión duró más de seis meses. Albergábamos además una segunda intención que nos desaconsejaba las prisas: estábamos esperando que Trotski cruzara el Rubicón y negara el carácter obrero del Estado stalinista. Muchos de nosotros estaban convencidos de que ya no quedaban restos de la dictadura del proletariado en la URSS, pero pensaban que no era oportuno declararlo en público antes de que Trotski se pronunciara. Por mi parte, aunque esperaba como el resto un gesto político decisivo por parte de Trotski, que parecía inevitable dadas sus anteriores declaraciones: “la preparación para la instauración del bonapartismo en el partido ha concluido”, pensaba al igual que otros camaradas que debíamos pronunciarnos sin esperar a sus palabras. ¿Acaso no le sería más fácil formular las conclusiones esperadas si veía que en el espíritu de los propios militantes éstas ya se estaban plasmando espontáneamente? Por otra parte, ¿debíamos estar siempre a la espera de ver cuáles eran las palabras del «jefe», como vulgares stalinistas?

Al final se sometieron a votación tres resoluciones diferentes. La primera admitía el carácter obrero del Estado, a pesar de sus numerosas «desviaciones burocráticas», pues aún sobrevivían «vestigios de la dictadura del proletariado», como la nacionalización de la propiedad privada y la represión contra la burguesía.

Quienes negaban que hubiese dictadura del proletariado en la URSS presentaron dos resoluciones distintas. Unos pensaban que aunque no hubiera dictadura del proletariado en la URSS aún «subsistían los fundamentos económicos de la Revolución de Octubre». Su conclusión era que había que hacer una revolución política además de una «profunda reforma económica».

Los otros «negadores» de la dictadura del proletariado –entre los cuales estaba yo– pensaban que no sólo era el orden político, sino también el social y el económico, el que era extraño y hostil al proletariado. Así, no sólo nos situábamos en la perspectiva de una revolución política, sino también social, que abriera el camino al desarrollo del socialismo. Para nosotros la burocracia era una verdadera clase, y una clase hostil al proletariado.

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Resulta apasionante hoy leer el relato de la implantación de toda la estructura de explotación y la superestructura ideológica propia de la burguesía de estado contada desde una prisión de la época.

Durante el año 1930 y comienzo de 1931, para llevar a cabo su plan de industrialización y producción, el gobierno se valió principalmente de métodos administrativos coercitivos hacia los trabajadores: «emulación« obligatoria en las fábricas, las obligadas gestas de los udarniks (obreros de élite), abolición del derecho del obrero a abandonar la fábrica en la que trabajaba, «derecho« de las mujeres y adolescentes al trabajo nocturno en las minas, etc. Estas medidas provocaron en el extranjero una campaña contra el «trabajo forzado«, pero por otra parte la fraseología oficial daba pie a que los occidentales pensaran que el gobierno soviético estaba levantando, aunque fuera con medios bárbaros, algo parecido al socialismo.

Las reformas que se sucedieron a partir de junio de 1932 revelaron el verdadero rostro del régimen. Stalin empezó anatemizando una de las aspiraciones más deseadas por los obreros, una de las pocas conquistas de octubre que aún no les habían arrebatado: el principio de igualdad económica en el proletariado. Sobre un orden dictatorial, se instauró un nuevo evangelio: la jerarquía obrera, la «reforma del sistema de salarios» con el objetivo de crear «mayores diferencias en la remuneración entre grupos diferentes». Este principio esencialmente capitalista se declaró conforme al socialismo y el comunismo. ¡Al antiguo principio se le declaró una guerra sin cuartel y se le estigmatizó con el nombre de «nivelacionismo» pequeño-burgués!…

Ya no era el colectivismo ni la solidaridad, aunque fuese obligatoria, lo que debía estimular al obrero para producir, sino el viejo principio capitalista del egoísmo y el beneficio. Además se introdujo un sistema de trabajo a destajo –el «destajo con primas progresivas»– que hacía mucho tiempo que había sido abolido en occidente gracias a los esfuerzos del movimiento obrero. Tras doblar la coerción administrativa con un nuevo sweating system, los dirigentes soviéticos proclamaron que la intensidad del trabajo no tenía límites: el límite fisiológico que tiene la producción capitalista «nosotros lo hemos abolido en el país del socialismo gracias al entusiasmo de los obreros». El «ritmo de las galeras» en el trabajo en serie de los países capitalistas a partir de ahora había que… acelerarlo.

Si se esforzaban en crear «mayores diferencias en la remuneración» entre los obreros según su cualificación, ¿qué decir del abismo que existía entre los obreros y los funcionarios, fueran comunistas o no? La «vida alegre» de la que disfrutaban las capas superiores en prejuicio de las masas miserables no deja de sorprender al turista extranjero que visita la URSS y se preocupa en mirar un poco a su alrededor. Esta «vida alegre» se legalizó por vez primera tras el discurso de Stalin de junio de 1931. Para aumentar aún más los privilegios que tenían en el abastecimiento y el alojamiento se creó una nueva red de distribución cerrada y unos restaurantes reservados a los altos administradores comunistas o sin partido. En fin, se crearon «almacenes estatales» para su uso exclusivo en los que se podía comprar absolutamente todo a unos precios inaccesibles para el obrero. Los restos del «comunismo de guerra», como le gustaba llamarlos a la burocracia al comienzo del Plan Quinquenal, se tiraron a la basura. Todo esto olía a puro egoísmo de clase, y los relatos de los presos recientemente llegados a la prisión confirmaban la impresión de que esta nueva política respondía a una tendencia profunda y duradera. El pueblo no se engañaba cuando definía la situación con estas amargas palabras: «No hay clases entre nosotros, sólo hay categorías». En efecto, toda la población de Rusia estaba repartida en cinco o seis categorías desde el punto de vista de su nivel de vida, que situaban a cada uno en el lugar que le correspondía en la sociedad. Pero en la época de la que hablamos la etiqueta de «dictadura del proletariado» aún no se había reemplazado por la de «pueblo soviético»; los obreros más favorecidos aún pertenecían a la Categoría Nº 1 y la burocracia designaba sus privilegios con el anodino título de «categoría número cero».

Sin embargo el giro era tan manifiesto y brutal que quienes estaban en libertad no podían estar equivocados. Un director de una fábrica de Moscú que llegó a 1932 a nuestra prisión definía de esta forma la situación del personal comunista: «Durante el día hacemos propaganda entre los obreros a favor de la línea general y les explicamos que el socialismo está a punto de triunfar; pero por la tarde, entre colegas, mientras tomamos el té, nos preguntamos si realmente representamos al proletariado o a una nueva clase explotadora…»

La tendencia a consolidar este nuevo orden de cosas surgido del Plan Quinquenal también se manifestaba mediante un deseo de conciliar los diversos elementos que componían la élite social. Los «especialistas sin partido», a los que ayer aún se acosaba si piedad, hoy se proclamaba que eran aliados de la burocracia comunista. «Hay evidentes síntomas de que estos medios intelectuales están cambiando su actitud», decía Stalin. «Estos intelectuales que antes simpatizaban con los saboteadores hoy apoyan al poder soviético… Es más: una parte de los viejos saboteadores empieza a colaborar con la clase obrera.»

El «nuevo estilo» de las ciudades soviéticas, la reapertura de elegantes tiendas, restaurantes y clubs nocturnos, la fácil y relajada vida de los dirigentes, todo esto recordaba a la N.E.P. Pero no había iniciativa privada, ni comerciantes ni nepistas… La N.E.P. sin los nepistas era el símbolo de la nueva Rusia que sustituía el comercio privado por el estatal, al comerciante por el burócrata, ¡la N.E.P. privada por la N.E.P. de Estado!

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Es este desarrollo, que había permanecido invisible al exilio el que finalmente lleva a la ruptura de las minorías defensoras de la tesis del capitalismo de estado con el trotskismo cuando Trotski publica su «programa» de 1930.

Hay que decir que desde el punto de vista social y político el «Programa» de Trotski acababa con todas las esperanzas de la «izquierda». Habían estado esperando desde 1930 a que su jefe se posicionara y declarara que el actual Estado soviético ya no es un Estado obrero. Y he aquí que desde el primer capítulo del «programa» Trotski ya lo definía claramente como «Estado proletario». La derrota era aún más grave en lo que respecta al Plan Quinquenal: su carácter socialista, el carácter socialista de sus objetivos e incluso de sus métodos se afirmaba insistentemente en el «Programa». Toda su polémica en el terreno social se reducía a una mala disputa: «La Unión Soviética aún no ha entrado aún la fase socialista, tal y como demuestra la fracción stalinista en el poder, sino tan sólo en una primera fase de la evolución hacia el socialismo.» Es más, el Plan Quinquenal, que se basaba en el exterminio de los campesinos y la explotación implacable de los obreros, se interpretaba como «un intento de la burocracia de adaptarse al proletariado». En resumen, la URSS se desarrollaba «sobre los fundamentos de la dictadura proletaria…».

Ahora ya era inútil esperar a que Trotski distinguiera algún día entre burocracia y proletariado, entre capitalismo de Estado y socialismo. Lo mejor que podían hacer aquellos «negadores» de izquierda que no veían nada de socialismo en lo que se estaba construyendo en Rusia era romper con Trotski y abandonar el «colectivo trotskista». Hubo una decena, yo entre ellos, que resolvieron dar el paso. Como era costumbre, hicimos una declaración escrita explicando los motivos de nuestra salida. (…)

La posterior evolución de Trotski terminó confirmando este pronóstico. La Revolución traicionada que Trotski publicó en 1936 es fiel a las grandes líneas trazadas en el «Programa» de 1930. Aunque critica con ánimo y severamente algunos aspectos de la sociedad soviética, Trotski no modifica su perspectiva de conjunto sobre la URSS como «Estado obrero»; contribuye así a mantener en el espíritu del proletariado internacional la mayor mentira y la más peligrosa de las ilusiones contemporáneas.

Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937

Finalmente, en 1935 Ciliga es expulsado del país gracias a las campañas internacionales organizadas a partir de los «juicios de Moscú» para rescatar a oposicionistas presos. A diferencia tantos otros miles, pudo librarse de la muerte a manos de la GPU gracias a poseer un pasaporte italiano.

Su principal aporte fue dar a conocer la vida y los intensos debates del único lugar donde, durante unos años aun existió discusión política en la URSS stalinista: las cárceles. Aunque también, cómo no, su famosa expresión para explicar el motor de lo que estaba paralizando a la clase: «la mentira desconcertante» de un capitalismo de estado producto de la contrarrevolución, vestido de socialismo y pretendiendo ser el «estado obrero».

Medianoche en el siglo

La consagración de la burocracia en el poder con un programa propio y una perspectiva internacional que sacrificaba el movimiento de clase a sus intereses locales, no fue precisamente tranquila. Como hemos visto en parte a través del testimonio de Ciliga, la falta de claridad de la oposición en general y de Trotski en particular tampoco ayudaban.

Nadie quería ver el mal en todo su tamaño. Que la contrarrevolución burocrática había llegado al poder y que un nuevo Estado despótico salía de nuestras manos para aplastarnos reduciendo al país al silencio absoluto, nadie, nadie de nosotros quería admitirlo. Desde el fondo de su exilio de Alma Ata, Trotski sostenía que aquel régimen seguía siendo el nuestro, proletario, socialista, aunque enfermo; el partido que nos excomulgaba, nos encarcelaba, empezaba a asesinarnos, seguía siendo el nuestro y seguíamos debiéndole todo; no había que vivir sino por él, no pudiendo servir a la revolución sino por él. Estábamos vencidos por el patriotismo del partido; suscitaba nuestra rebeldía y nos levantaba contra nosotros mismos.

Memorias de un revolucionario. Victor Serge, 1941

A partir de 1928 los picos represivos y las matanzas, primero de opositores, luego de grupos dentro de la propia burocracia en el poder y finalmente de segmentos enteros de la clase y hasta de grupos étnicos, van a crecer en hasta eliminar cualquier atisbo de esperanza. Los desastres de la la colectivización mezclarán la represión política y la social en un crescendo que acabará en millones de muertos.

Terror en los más pequeños pueblecitos. Hubo hasta trescientos focos de sublevación campesina a la vez en la Eurasia soviética. En trenes llenos, los campesinos deportados partían hacia el Norte glacial, los bosques, las estepas, los desiertos, poblaciones despojadas de todo; y los viejos reventaban en el camino, enterraban a los recién nacidos en los taludes de las carreteras, sembraban en todas las soledades pequeñas cruces de ramas o de leña blanca. Algunas poblaciones, arrastrando en carricoches todo su pobre haber, se lanzaban hacia las fronteras de Polonia, de Rumanía, de China y pasaban –no enteras, claro– a pesar de las ametralladoras. En un largo mensaje al gobierno, de noble estilo, la población de Abjasia solicitó autorización para emigrar a Turquía. He visto y sabido tantas cosas sobre el drama de aquellos años negros que necesitaría todo un libro para dar testimonio de ellas. Recorrí varias veces la Ucrania hambrienta, la Georgia en duelo y duramente racionada, viví un tiempo en Crimea durante el hambre, viví toda la miseria y la ansiedad de las dos capitales sumidas en la indigencia, Moscú y Leningrado. ¿Cuántas víctimas produjo la colectivización total, resultado de la imprevisión, de la incapacidad y de la violencia totalitarias?

Un científico ruso, el señor Prokopóvich , hizo el siguiente cálculo según las estadísticas soviéticas oficiales –en los tiempos, por lo demás, en que se encarcelaba y se fusilaba a los estadísticos: hasta 1929, el número de hogares campesinos no cesa de crecer: 1928: 24.500.000 hogares. 1929: 25.800.000 hogares. Al terminar la colectivización en 1936, no hay ya más que 20.300.000 hogares: en seis años cerca de cinco millones de familias han desaparecido.

Los transportes se agotaban, todos los planes de la industrialización eran trastornados para hacer frente a las nuevas necesidades. Era, según una frase justa de Boris Souvarine , «la anarquía del plan». Ingenieros agrónomos y científicos denunciaban valerosamente los errores y los excesos; los detuvieron por millares, les hicieron grandes procesos de sabotaje para desviar hacia alguien las responsabilidades. El rublo se desvanecía: fusilaron a los acaparadores de moneda-plata (1930). Crisis de la industria hullera y proceso de sabotaje de Shakty, cincuenta y tres técnicos acusados, ejecuciones (1928). Faltaba la carne naturalmente: ejecución del profesor Karatiguin y de sus cuarenta y siete co-acusados por sabotaje del abastecimiento de carne. Ejecución sin proceso. El día de la matanza de aquellos cuarenta y ocho, Moscú recibía a Rabindranath Tagore y se hablaba abundantemente, en una hermosa velada oficial, del nuevo humanismo. En noviembre de 1930, proceso del «partido industrial» del que reconocía ser el líder el ingeniero-agente provocador Ramsin (indultado); reconocía haber preparado una intervención militar contra la URSS en Londres, París, Varsovia. Delirio, cinco fusilados. En la misma época, un «partido campesino», con los profesores Makárov y Kondrátiev, adversarios de la colectivización total, es liquidado en las tinieblas. Proceso delirante de los viejos socialistas (menchevizantes) de la Comisión del Plan, Groman, Guinzburg, el historiador Sujánov, Rubin, Sher… Proceso secreto de los funcionarios de la Comisaría de Finanzas, Iurovski y otros. Proceso secreto de los bacteriólogos. Varios de ellos muertos en la cárcel. Ejecución de los treinta y cinco dirigentes de la Comisaría de Agricultura, todos acusados de sabotaje; entre ellos, varios comunistas conocidos (Connor, Wolfe, vicecomisarios del pueblo, Kovarski). Proceso secreto de los físicos y deportación del académico Lazárev. Proceso secreto de los historiadores Tarlé, Platónov, Karéiev…

No puedo, en estas páginas de recuerdos, dar un testimonio completo sobre estos acontecimientos y el ambiente aterrador en el que se desarrollaron. Conocía a intelectuales de todas las categorías, estaba ligado por una vieja simpatía con varios de los acusados y de los desaparecidos de aquellos dramas. Sólo quiero consignar aquí algunos hechos:

  • Además se apeló constantemente al patriotismo de los técnicos para arrancarles confesiones. Todo sucedía en la industrialización en medio de tal despilfarro y bajo un régimen autoritario tan intratable que era posible encontrar «sabotaje» en cualquier parte, en cualquier momento. Podría citar ejemplos innumerables. Mi cuñado difunto, el ingeniero-constructor Jayn, diplomado en Lieja, construía un gran sovjoz no lejos de Leningrado. Me decía: «En verdad, no debería construir. Me faltan materiales, llegan tarde, son de una calidad lamentable. Si me niego a trabajar en esas condiciones insensatas, me llamarán contrarrevolucionario y me enviarán a un campo de concentración. Construyo pues como puedo, con lo que consigo, pues todos los proyectos están falseados, y un día u otro puedo ser acusado de sabotaje. Estaré retrasado con respecto al plan, lo que permitirá una vez más acusarme de sabotaje. Cuando dirijo informes detallados a mis dirigentes, me responden que tomo contra ellos precauciones burocráticas y que vivimos en una época de lucha encarnizada: ¡su deber es superar los obstáculos!». Caso típico. (…)

  • El «partido industrial» –como el «partido campesino» de los grandes agrónomos– no fue sino una invención policial sancionada por el Buró Político. (…) Muchos fueron castigados por haber previsto en realidad las consecuencias desastrosas de ciertas decisiones del gobierno. El viejo socialista Groman fue detenido después de un vivo altercado con Miliutin en la Comisión del Plan. Groman, con los nervios deshechos, gritaba que llevaban al país al abismo.

  • Aunque había espionaje extranjero, los complots de los técnicos con los gobiernos de Londres, París, Varsovia y la Internacional Socialista existían únicamente en la psicosis del complot y de la impostura política.(…)

  • El Buró Político sabía exactamente la verdad. Los procesos sólo le servían para manipular la opinión en el interior y en el extranjero. (…)

  • Viví durante años en el ambiente de aquellos procesos. Cuántas veces oí a parientes o amigos de acusados comentar sus confesiones con un estupor desesperado: «¿Pero por qué miente así?». He oído discutir en detalle tales o cuales puntos de la acusación que nunca resistían a un análisis. Nadie, por lo menos en la sociedad instruida, creía en esas comedias judiciales cuyo objeto se veía perfectamente. El número de técnicos que se negaban a confesar y desaparecían en las cárceles sin proceso era por lo demás mucho mayor que el de los acusados complacientes. La Guepeú sabía sin embargo quebrantar las resistencias. Conocí a hombres que habían pasado por «el interrogatorio ininterrumpido» durante veinte o treinta horas, hasta el agotamiento completo de las fuerzas nerviosas. Otros a los que habían interrogado bajo amenaza de ejecución inmediata. Recuerdo a los que, como el ingeniero Jrennikov, murieron «en el transcurso de la instrucción». Palchinski, tecnócrata, acusado de sabotaje en la industria próspera del oro y del platino, había sido matado de un tiro de revólver por el juez de instrucción al que acababa de abofetear. Después se le declaró fusilado, con Von Mekk, viejo administrador de los ferrocarriles, cuya probidad era reconocida por Rykov, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, prometiendo su liberación.

  • Yo estaba muy ligado a varios colaboradores científicos del Instituto Marx-Engels, dirigido por David Borísovich Riazánov, que había hecho de él un establecimiento científico de gran clase. Riazánov, uno de los fundadores del movimiento obrero ruso, alcanzaba hacia los sesenta años la cúspide de un destino que podría parecer un éxito excepcional en tiempos tan crueles. Había consagrado una gran parte de su vida al estudio más escrupuloso de la biografía y de los textos de Marx –y la revolución lo colmaba; en el partido, su independencia de espíritu era respetada. Era el único que había elevado incesantemente su voz contra la pena de muerte, incluso durante el terror, reclamando sin cesar la estricta limitación de los derechos de la Cheka y luego de la Guepeú. Los heréticos de todas clases, socialistas, mencheviques u opositores de izquierda o de derecha, encontraban paz y trabajo en su Instituto, con tal de que tuviesen amor al conocimiento. Seguía siendo el hombre que había dicho en plena conferencia: «Yo no soy de esos viejos bolcheviques a los que durante veinte años Lenin trató de viejos imbéciles…». Me había encontrado con él varias veces: corpulento, de brazos fuertes, barba y bigote tupidos y blancos, mirada tensa, frente olímpica, temperamento tormentoso, palabra irónica… Naturalmente detenían a menudo a sus colaboradores heréticos y él los defendía con circunspección. Tenía entrada en todas partes, los dirigentes temían un poco su hablar franco. Acababan de consagrar su fama festejando sus sesenta años y su obra, cuando el arresto del menchevizante Sher, un intelectual neurótico, que hizo inmediatamente todas las confesiones que tuvieron a bien dictarle, puso a Riazánov fuera de sí. Habiéndose enterado de que montaban un proceso contra viejos socialistas imponiéndoles confesiones grotescamente monstruosas, Riazánov se sulfuró, repitió ante miembros del Buró Político que era deshonrar al régimen, que todo aquel delirio organizado no tenía pies ni cabeza y que Sher, además, estaba medio loco. Durante el proceso llamado del «Centro Menchevique», el acusado Rubin, protegido de Riazánov, pone de pronto a este en tela de juicio y lo acusa de haber ocultado en el Instituto documentos elaborados por la Internacional Socialista sobre la guerra contra la URSS. Todo lo que se decía en la audiencia estaba concertado de antemano; aquella revelación sensacional tenía lugar por una orden. Convocado esa misma noche el Buró Político, Riazánov tuvo un violento altercado con Stalin. «¿Dónde están los documentos?», gritaba el secretario general. Riazánov respondía con violencia: «¡No los encontrarán en ninguna parte a menos que los traigan ustedes mismos!». Fue detenido, encarcelado, deportado a pequeñas ciudades del Volga, condenado a la miseria y a la decadencia física; los bibliotecarios recibieron la orden de expurgar de las bibliotecas sus obras y sus ediciones de Marx. Para quien conoce la política de la Internacional Socialista y el carácter de sus dirigentes, Fritz Adler, Vandervelde, Abrámovich, Otto Bauer, Bracke, la acusación forjada es de un grotesco absolutamente inverosímil. Si hubiera habido que admitirla, Riazánov, traidor, merecía la muerte; se limitaron a exiliarlo. Al escribir este libro me entero de que murió hace un par de años (¿en 1940?) en la soledad y el cautiverio, nadie sabe exactamente dónde2.

Memorias de un revolucionario. Victor Serge, 1941

Serge prosigue con la serie inacabable de procesos, desapariciones, muertes sumarias de dirigentes. La burocracia se está dando forma a sí misma, creando un lenguaje a su medida, destruyendo los significados de todo. No queda ya más que Stalin del viejo Comité Central que había hecho la revolución.

Los hitos de la contrarrevolución prosiguen: el 1928 el VI Congreso de la Comintern convierte en universal el insensato «giro izquierdista» que ha llevado a la matanza de Cantón. Su efecto en Alemania será el golpe final al movimiento revolucionario del proletariado alemán ya muy debilitado por las derrotas del 19 al 26. Los militantes del KPD, atados a los «socialistas independientes» por mor de la consigna de convertirse en «partido de masas», desnortados políticamente, no podían ser un freno al desarrollo del nazismo. No, porque deberían haberse unido a la socialdemocracia, como pensaba Trotski, sino simplemente porque Moscú les empujaba al aventurerismo y al efectismo continuamente para recuperar peso internacional.

Como vimos en el caso chino y se vería pronto en el español, la derrotas del proletariado y la práctica desintegración de los partidos comunistas oficiales que le siguió, solo llevó al stalinismo a modificar la composición de clase de estos y buscar alianzas políticas con los sectores de la burguesía que pudieran alinearse en lo único que era realmente importante para ellos: la seguridad del estado ruso. Eso es lo que generalizará el VIIº y último congreso de la Internacional con los frentes populares: la alianza, país a país, con los sectores «democráticos» de la burguesía y la defensa del estado burgués democrático, propiedad privada incluida y a penas decorada por un falso reformismo estatalizante.

Como en todo este proceso, cada avance de la contrarrevolución fuera de Rusia va acompañado de un avance de la burocracia dentro de Rusia. 1936 es el año en que el stalinismo aprueba una Constitución soviética a su medida. Hecho relevante, desaparecen los soviets que a partir de ahora ya no son asambleas de delegados obreros libremente electos y revocables, sino que aúnan solo a representantes de los sindicatos y organizaciones sectoriales del partido único. Era solo un reconocimiento legal, los soviets llevaban muertos mucho tiempo, pero atreverse a escribirlo y proclamarlo es sintomático de la seguridad que la burocracia en sí misma por esas fechas.

Estamos en la época en la que las «minorías» pasan a ser consideradas sujetos políticos y por tanto potenciales objetos de represión. El concepto de «minoría» no está restringido a las minorías nacionales, se hace extensivo a grupos masivos de trabajadores. Un ejemplo: en 1935 se acaba de construir el ferrocarril transmanchuriano. Unos 25.000 trabajadores, familias enteras que habían sido deportadas para su construcción, sobreviven a la obra. Cientos, tal vez miles, han muerto de hambre, agotamiento o frío en esta línea que se considera estratégica y que ha estado en el corazón de las consideraciones y vaivenes sobre China en 1929. Pero en 1932 los japoneses crean el «Manchukuo» sobre sus conquistas chinas: un estado títere a cuya cabeza ponen a PuYi, el último descendiente de la dinastía mongol. En 1935 Stalin decide vender al Manchukuo el ferrocarril y su gestión. Los trabajadores vuelven saludados como héroes por el camino. El régimen tapaba así, festejando a los trabajadores, una retirada ante el imperialismo japonés. Pero en septiembre aparecen las dudas. ¿Qué contarán y qué efecto tendrá lo que cuenten? Se emite la orden 00593 de «operaciones nacionales». Los 25.000 supervivientes -hombres, mujeres y niños- serán considerados una «minoría». La orden se define como «gran campaña para arrestar y eliminar» a estos miles de supuestos «espías germano japoneses». Las operaciones comienzan el 1 de octubre de 1937 y se prolongarán hasta noviembre del 38. En el proceso, que se extiende por toda la URSS, algunos consiguen escapar o librarse. Todavía hoy siguen apareciendo cadáveres y fosas.

Pero si cupiera alguna duda a esas alturas sobre la naturaleza del stalinismo, la insurrección revolucionaria del proletariado español el 19 de julio de 1936 que para en seco el golpe militar-fascista y derrumba al estado republicano, demostrará el verdadero significado de la política de «frente popular». El PCE stalinista, alimentado y dirigido desde Moscú reorganizará el estado republicano, reestablecerá la propiedad privada, desarmará a los trabajadores y masacrará a los insurgentes, presentándose por primera vez en la escena de la Revolución mundial no como el facilitador de la contrarrevolución, sino como protagonista principal y verdugo de la contrarrevolución misma.

Tras la derrota del proletariado español aun habría una última demostración del significado del «socialismo en un solo país» antes de la nueva guerra imperialista. En 1939 Stalin y Hitler aprueban una alianza de facto: el «pacto Ribbentrop-Mólotov» por el que se dividen Polonia, Finlandia y Bielorrusia y comienzan una colaboración que llevará a decenas de comunistas alemanes refugiados en Moscú a ser entregados a la Gestapo. Cuando Alemania invade Francia y Bélgica, los partidos comunistas stalinizados se abstienen y comienzan a tener una posición activa contra todo tipo de huelgas en las zonas ocupadas. Son consignas de Moscú. Es plenamente coherente con la doctrina del «socialismo en un solo país» y así lo teorizan: era su forma de contribuir a defensa de la «patria socialista» cuyo pacto de no-agresión no debía verse en peligro por ningún movimiento obrero en el resto del mundo.

Cuando finalmente Alemania invada la URSS, sobrevendrá un último giro: el llamamiento a los trabajadores de los países aliados a alistarse en los ejércitos de sus burguesías. Era la vuelta definitiva y evidente al punto original: la traición de la II Internacional en 1914 y su colaboración en la guerra imperialista con la burguesía. Natalia Sedova, esposa de Trotski, asegurará después que éste era el momento que Trotski estaba esperando para denunciar al estado y la burocracia rusas como definitivamente burguesas.

Pero si echamos la vista atrás nos damos cuenta de que en la base, desde el comité anglosoviético a las huelgas francesas de 1940, pasando por la revolución china y España, está una y otra vez el famoso «socialismo en un solo país». Si el socialismo es la misión histórica del proletariado y este puede construirse en un solo país, los trabajadores del resto del mundo deben «apoyar incondicionalmente» al «estado proletario». No es ya solo que se reconozca así una posible oposición de intereses entre entre la revolución mundial y el estado «soviético», es que se teoriza y se practica la supeditación y el sacrificio de la revolución -y las masas trabajadoras- al encaje del estado y la burocracia rusas en la burguesía mundial, convirtiendo lo que queda de la Internacional y de los Partidos comunistas en los agentes y protagonistas directos de la contrarrevolución, enfrentados a cualquier movimiento de clase independiente. Todo con tal de evitar que el movimiento obrero pueda contrariar las estrategias del estado ruso en su relación con estados capitalistas. Ni hablemos por tanto de convertir la guerra imperialista en revolución, la vieja consigna de Liebknecht, Luxemburgo y Lenin… los partidos stalinistas en Francia, Italia y tantos otros países fusilarán y masacrarán huelguistas e internacionalistas como había hecho ya el PCE en 1937-39.


  1. La expresión «la fracción comunista» fue sustituida en la traducción stalinista de las completas de Lenin al español por «el grupo del Congreso»  

  2. Riazanov fue fusilado el 21 de enero de 1938 en Sarátov al final de la «gran purga».