¿Qué es la moral comunista?
¿Qué es la moral comunista?
La moral capitalista, cualquiera sea la forma en que se exprese, niega hoy lo humano de raíz. El sindicalista que nos dice que no se puede reivindicar lo que las cuentas de la empresa no pueden sostener sin pérdidas, o el político que nos dice que los tratamientos médicos o las pensiones deben supeditarse al objetivo de déficit, están diciendo en realidad que las necesidades humanas genéricas, universales, más básicas -el bienestar, la salud, etc.- solo pueden satisfacerse una vez lo haya hecho la necesidad del capital: acumular beneficios en cada ciclo para no devaluarse. Cuando un ecologista defiende que debemos acostumbrarnos a vivir con menos, está diciendo también lo mismo. Está dando por hecho que el capital no puede devaluarse ni siquiera para reducir sus prácticas más destructivas. Y desde esa perspectiva, la de la sostenibilidad del capital, la única forma de reducir el impacto ecológico, es reducir nuestro consumo, forma social que bajo el capitalismo toma el acceso a cuanto necesitamos para satisfacer nuestras necesidades.
Lo que llevó a Marx y a Engels a unirse al movimiento obrero revolucionario de su época fue descubrir que en la sociedad capitalista solo los trabajadores, cuando actúan como clase, ponen por delante, en sus reivindicaciones y en sus expresiones políticas, las necesidades humanas universales. No fue a una doctrina ni a una utopía social, sino a ese movimiento histórico, real, absolutamente material y tangible huelga a huelga, lucha a lucha, de afirmación de las necesidades humanas universales sobre las necesidades del capital a lo que llamaron comunismo1.
Ya tenemos un primer elemento de la moral comunista: la afirmación permanente de las necesidades humanas genéricas, propias de nuestra especie, sobre el capital y las exigencias del orden social existente.
Pero también se nos ha insinuado otro no menos importante. Hemos empezado a esbozar como esas necesidades son negadas en todo momento y lugar por la ideología que destila el propio sistema. Eso es lo mismo que decir que la clase que representa esas necesidades en la sociedad actual, clase que también es universal por estar presente en todo el mundo, es una clase universalmente negada por el mismo sistema que la ha creado. Es decir, el proletariado no puede realizar su programa -la satisfacción universal de las necesidades humanas universales- en el mundo capitalista. La única forma que tiene de realizarse como clase, como proyecto social, es negar el capitalismo como un todo... acabando con el trabajo asalariado, la división en clases, el capital y todo lo que este genera: fronteras, guerras, estados... Esto, la otra acepción de comunismo, aparece, como potencialidad, como futuro, en cada lucha de la clase2.
Cuando Engels escribe en el AntiDüring (1878) que la moral proletaria presenta el futuro en la transformación del presente, lo que señala es que la moral comunista se fundamenta en esa particular relación de la clase con el porvenir. Y que al poner por delante las necesidades humanas universales, necesidades que solo podrán verse satisfechas universalmente tras la superación del capitalismo, la moral comunista persigue plantear y representar ya hoy la abundancia -y por tanto la libertad por alcanzar- en el comportamiento, las actitudes y las formas de actuar de los elementos más conscientes de la clase.
En las siguientes páginas argumentaremos por qué y cómo esa perspectiva -indisociable de la lucha colectiva- es la única capaz de superar el rechazo permanente a lo humano que destila el capitalismo. Rechazo que se reproduce en los individuos como miedo. Miedo a lo colectivo y a la soledad, a integrarse y a ir contracorriente, a disentir y a equivocarse, a morir y sobre todo, a vivir.
Una moral fundada en el futuro
Toda moral proyecta una forma de futuro y por tanto un cierto programa que al final se alinea con intereses y visiones de clase. Pero eso es muy diferente de fundarse en el porvenir.
El ejemplo más evidente es la moral de izquierdas que todos conocemos. En cada relato político o histórico, la izquierda busca a los pobres, a las víctimas, a los de abajo, a los oprimidos. Se pone a su lado y los reivindica. Proyecta un futuro en el que todas las categorías que definen o definieron la discriminación y la opresión capitalista en algún momento de la historia podrían encontrar un espacio propio, desarrollar su identidad... y seguir existiendo. Tal empeño genera inevitablemente una cierta idealización. Un aire de nostalgia, de añoranza por el paraíso perdido impregna su propaganda, melosa y resentida a un tiempo. El supuesto colectivismo del Tahuantinsuyo incaico; el equilibrio ecológico de los pueblos indígenas; el México de las misiones anterior a la conquista estadounidense; las viejas relaciones patriarcales en la India o entre los vascos... todo lo que alguna vez fue barrido por el capitalismo o para hacerlo posible, toma inevitables tintes idílicos, pastoriles y comunitarios que agravan la afrenta de un sistema supuestamente reaccionario, por cruel, desde el primer día.
Pero la mirada desde el futuro produce un resultado muy distinto. Las sanguinarias conquistas que hicieron posible el mercado mundial, de América a India, por atroces y violentos que fueran sus medios, aparecen -vistas desde la perspectiva comunista- como momentos históricamente necesarios en la construcción de las condiciones que hacen posible por primera vez una sociedad humana liberada3, el expansionismo del joven y voraz capitalismo estadounidense sobre las praderas ocupadas por las naciones indígenas, la Alaska rusa y medio México4 fueron hitos necesarios del fantástico desarrollo de las capacidades productivas que es el gran legado del capitalismo.
El hombre y la mujer de izquierdas lamentan la caída de los viejos modos de vida precapitalistas, se ponen a su lado y reivindican sus derrotas. Versión secularizada de la moral cristiana, buscan al sufriente para ganar en cielo acompañándolo en su dolor manteniendo su existencia y enalteciendo su identidad, forma ideal y por tanto perenne, de evitar su disolución en la corriente histórica de la especie.
Los comunistas, esos aguafiestas, aspiran a una humanidad reunificada y ven en la disolución de las viejas identidades pre-capitalistas en el proletariado desarraigado, un paso histórico adelante. Mientras el capitalismo sirvió a la humanidad para acercarse a formar un metabolismo económico universal y una clase universal, lo relevante para el futuro no fue la desaparición del artesano, el indígena o el campesino independiente... sino que éstos pasaban a convertirse -o eran colocados en situación de convertirse- en proletarios. Para el comunista todos esos desmanes y conquistas no son sino momentos de la creación del proletariado como clase universal por el capitalismo ascendente.
Aun hoy, cuando hace más de un siglo que el capitalismo entró en su fase de decadencia, los embates que sufren el campesinado y las comunidades indígenas de América, Asia, África y Oceanía, no merecen otro juicio moral que el resultante de la orientación que tomen sus movimientos de lucha5. Si se rebelan contra las consecuencias del capitalismo para su vieja forma de vida, si reivindican mantener sus identidades y particularidades en vez de afirmar necesidades universales, no pueden ser sino reaccionarios. Por eso suscitan la identificación emocionada de una pequeña burguesía que los ve como metáfora de sí mismos6.
La moral del hombre y la mujer de izquierdas es la expresión del miedo a la proletarización. Ligada a ella, la resistencia a la disolución de las identidades y los particularismos, el pánico al desarraigo característico de los trabajadores, expresa la perspectiva de perder los pequeños privilegios y distinciones conquistados sobre el territorio. Su sentimentalismo muestra su impotencia. La importancia que le presta a transformar disciplinariamente el lenguaje, como si fuera equivalente a transformar la realidad, da medida del carácter antisocial de su idealismo. En conjunto, la moral del hombre y la mujer de izquierdas es la última expresión de ese socialismo reaccionario7 de la pequeña burguesía que puede percibir la destrucción capitalista y denunciarla... pero no sabe sino dar respuestas utópicas y por tanto reaccionarias, porque al final a lo que aspira es a parar el tiempo cuando no a una imposible vuelta atrás, a que retrocedan milagrosamente las contradicciones sociales que ponen en peligro su estatus en la sociedad capitalista.
Una forma de consciencia de especie
Toda moral promueve una cierta actitud vital, una forma de estar y reaccionar ante la sociedad y sus manifestaciones. La de la pequeña burguesía de izquierdas solo puede ser condescendiente y cínica, quejumbrosa y sentimental. Está en oposición total a la moral comunista, que da luz sobre lo que nos rodea, le da sentido y nos permite mirar con orgullo materialista, libre de todo sentimentalismo, la historia de nuestra especie. Historia que, a grandes rasgos, no es sino el relato contradictorio, conflictivo y terrible, sanguinario muchas veces, del progreso de la especie hacia su liberación, hacia su reunificación en una única comunidad humana no fracturada por divisiones de clase ni esclavizada por la escasez.
Un ejemplo simple y cotidiano: lo que comemos, la forma en que cocinamos, no es una expresión de las esencias de la nación como nos machacan en mil series y documentales. En cada plato tradicional se esconden los trazos de gigantescos movimientos históricos y prodigiosos avances técnicos. Basta saber ver para encontrar en ellos desde el fuego y la agricultura al nacimiento del mercado mundial que hace posible -en la explotación, la alienación y la opresión de hoy- una experiencia humana universal de la vida y el trabajo.
Tomemos un tradicional mole poblano. ¿Qué lo hace posible? El txocolatl azteca que se convierte en chocolate al encontrarse con el azúcar llevada por los mercaderes árabes a Andalucía y desde ahí, de la mano de los campesinos portugueses, a Canarias, desde donde el mismo Colón la llevará a Cuba. El mole lleva además pimienta; una semilla que llega a Europa cruzando todo el Viejo Mundo y a América traída por las primeras flotas que cruzan el Pacífico desde las islas de las especias, hoy Indonesia, recalando en Filipinas y siguiendo las corrientes hasta la baja California o Acapulco. Y no es distinto en las cosas más vulgares y cotidianas: allá donde se combinan un tomate y un pimiento está narrada la Historia de la Humanidad construyendo las bases de lo que luego será el mercado mundial y para ello desarrollando la ciencia de la navegación, la Astronomía, la ingeniería naval…
La consciencia de clase es liberadora en más de un sentido y no es menor que se materialice en la capacidad de descubrir y disfrutar la obra histórica de nuestra especie en todo cuanto nos rodea. La capacidad de disfrute que ganamos al hacernos conscientes de lo que significa cada cosa cotidiana cuando la ponemos en la perspectiva del comunismo, es un adelanto, un destello de esa liberación de los sentidos que acompañará al comienzo de la verdadera historia de la Humanidad8.
El mundo visto desde la perspectiva comunista es el resultado de una gigantesca obra colectiva, azuzada y acelerada en su marcha por el conflicto y la lucha de clases, que ha acumulado conocimientos y capacidades tan extensos y potentes que hacen posible -hoy- una sociedad de abundancia y libertad plenas para todos y cada uno. Esa potencialidad, tanto como su negación por el capitalismo en decadencia, están presentes y dan forma a cada manifestación de nuestro mundo y cada expresión de sus contradicciones.
De ahí sacamos la fuerza y el optimismo. Ni de la necesidad ni del odio, ni del afán justiciero ni de la caridad, sino de la capacidad de descubrir en el presente las inmensas potencialidades de auto-liberación de nuestra especie9.
Una vida con sentido y sin miedo
Pero también, al enfrentar todo y cada cosa a la abundancia ya posible, al situarnos en relación a nuestra especie en el tiempo, las miserias que el sistema produce permanentemente, aparecen como lo que históricamente son hoy: absolutamente injustificables e innecesarias... en todas sus manifestaciones, directas e indirectas. Rebelarse contra el sistema de explotación que articula universalmente a la sociedad solo puede dar lugar a una oposición generalizada contra toda desigualdad social y poder de dominación10.
Por eso, la actitud moral del comunista no tiene nada que ver con la condescendencia del izquierdista sobrado ni con el resentimiento y la violencia obsesiva del trol. Nuestra moral no quiere hablar de nosotros mismos como individuos ni proyectarnos frente a los demás de ninguna manera. Bien al contrario, quiere ser pragmática: solo le interesa lo que conduce realmente a la liberación de la humanidad11.
Y eso, para empezar, significa hablar en plural. Igual que transformar la Naturaleza ha transformado nuestra naturaleza social12, solo participar colectivamente del conflicto de clases puede transformarnos, de individuos atomizados en elementos realmente conscientes, realmente útiles, fermento de su solución13. El primer miedo a vencer: el miedo a la soledad, o lo que es lo mismo, el miedo a la organización.
Sin miedo a la soledad
En los tiempos del primer socialismo obrero -los comunistas icarianos en Francia y la Liga de los Comunistas en Alemania- la vida social del militante comunista era intensa. A la tradición de los banquetes, heredada del republicanismo, siguió la de los picnics, festas de prado que mezclaban el ocio familiar, la discusión y la formación política. En uno de los pocos aciertos de «El joven Marx», se muestra como Marx y Jenny conocen en una de estas festas icarianas a las afueras de París a Proudhon y Bakunin. La película, en cambio, no muestra ni de lejos lo que era la cotidianidad de los obreros de la Liga, a los que reduce a extras y decorado humano. La verdad es que estaban muy lejos de serlo. Al fnal de la jornada de trabajo se quedaba para fumar y beber una cerveza discutiendo los periódicos del día, que se compraban en común.
El famoso segundo congreso de la Liga en el que se aprueba el Manifesto Comunista vino precedido de meses de correspondencia entre los miembros de toda Europa, reuniones y largas discusiones. Y cuando por fin se celebró, en el Red Lion -un hotel y pub del Soho que todavía sigue abierto como coctelería– duró tres días enteros de intensos y apasionados debates. La importancia que sus miembros le daban iba pareja a su compromiso y éste puede medirse no solo por el trabajo de preparación y debate previo, sino también por lo que suponía para un trabajador de la época viajar hasta Londres y renunciar al salario por un tiempo indeterminado… si no era detenido en el camino.
Podemos imaginar el ambiente de las reuniones comunistas por los relatos de los asistentes, para los que tales viajes eran grandes aventuras que describían en cartas y charlas a sus compañeros a la vuelta. Así sabemos, por ejemplo que cuando los delegados al encuentro de Sant Martin in the Fields en el que nacerá la I Internacional llegaron a las banquetas en las que trabajarían aquellos días, encontraron una bolsa de tabaco y dos pintas de cerveza. Un congreso obrero era un espacio de relación fraterna, de escucha y de reflexión. Un lugar donde se desarrollaba la consciencia de clase. Por eso las tretas y conspiraciones miserables de Bakunin y su secta generaron tanta violencia entre la gran mayoría de representantes obreros. Fue el primer aviso de lo venenosa que llegaría a ser la descomposición de la pequeña burguesía para los comunistas.
Si vamos a la II Internacional, con sus asambleas semanales, sus escuelas obreras, sus ateneos, sus asociaciones de tiempo libre, sus Casas del pueblo, sus cancioneros… realmente nos cuesta imaginar hasta que punto la expresión política independiente de la clase articulaba a su alrededor una cotidianidad que multiplicaba la lucha obrera y su representación política en cada aspecto de la vida. Una multitud de pequeñas cosas14 que nos ayudan a entender a más de un siglo y unas pocas derrotas de distancia, la profunda relación con el partido obrero de millones de trabajadores, el drama que supuso la traición de la socialdemocracia y la fortaleza de los comportamientos militantes de la época revolucionaria que la siguió.
Todo esto que los académicos llaman hoy la sociabilidad obrera, toda esa experiencia de fraternidad, superación intelectual y desarrollo político continuo que la vida socialista ofrecía, eran generadoras de sentido en la vida de cada militante.
Eso no quiere decir en absoluto que fuera fácil ni que tuviera siquiera la comprensión del entorno, especialmente en países, como España, en que el proletariado era débil no tanto numérica como políticamente. Juan José Morato -un tipógrafo que fue testigo, militante e historiador del primer PSOE- nos cuenta como todavía en 1882 la dominante era la indiferencia entre la mayoría de compañeros de trabajo y el desprecio, que no siempre quedaba en displicencia, de los anarquistas15. Leer a Morato es descubrir el lento acendramiento, el esfuerzo intelectual casi heroico de aquellos trabajadores que apenas podían acceder y aun menos traducir, los textos marxistas europeos y que tenían que sostener el esfuerzo entre la represión, las migraciones forzosas y la escasez más absoluta. Tardaron años en llegar a tener su propio periódico semanal. Nunca aspiraron a otra cosa que la autofinanciación -una obviedad para una organización que se consideraba revolucionaria- y poco a poco construyeron a su alrededor un tejido que pivotaba sobre las Casas del pueblo, levantadas con trabajo voluntario los domingos y financiadas por los magros sueldos de los propios militantes y los excedentes del pequeño tejido de cooperativas socialistas.
Podemos imaginar el orgullo y la sensación de fortaleza que les dieron aquellos edificios, modernos, amplios y bonitos, levantados con sus propias manos y que rivalizaban con los casinos de los caciques provinciales e incluso, en la capital, con el Ateneo y el Círculo de Bellas Artes de la burguesía republicana. Y no hablemos de las campañas de alfabetización, las guarderías, las conferencias, es decir las pequeñas cosas al lado de las cajas de resistencia y, a partir de cierto momento, la representación política.
La vida del obrero militante era una vida sacrificada por definición, arriesgada muchas veces y dura siempre. Pero estaba llena de sentido, colectiva e individualmente. Era enaltecedora y envolvía al trabajador desde el primer día en un proceso de superación personal, formación en comunidad y discusión colectiva permanente en que pasaba de aprender a leer a redactar e incluso a conocer los rudimentos del arte de imprimir.
Sin esta escuela de la Segunda Internacional es difícil entender, por ejemplo, cómo eran los militantes de base del partido bolchevique que mantuvieron la organización y derrotaron la primera gran tentativa contrarrevolucionaria, el golpe de Kornilov, enfrentándose a la dirección del partido y coincidiendo, sin saberlo, con lo que defendía Lenin desde su aislamiento finés.
La vivencia del comunismo ha sido siempre, desde los orígenes del movimiento, lo contrario de la ideología pequeñoburguesa, destinada al consumo individual, reducible a experiencias, estéticas y actitudes para la galería. La actividad de los comunistas ha sido, aun en los peores momentos, aprendizaje y debate colectivo. Lo vemos en los testimonios que nos quedan del peor momento de represión de la contrarrevolución, la famosa Medianoche del siglo. Incluso los comunistas de la generación que vivió los momentos más dramáticos de la derrota de la clase y el exilio, retomaron y reconstruyeron la actividad militante creando rutinas colectivas de estudio, crítica, discusión e intervención, por modestos que fueran los medios y adversos los condicionantes. Si algo no han sufrido los comunistas ha sido la soledad individual.
Hoy más que nunca, el capitalismo nos niega como clase en todas sus manifestaciones ideológicas con la fuerza aplastante de su maquinaria mediática. La unión de la ideología culpabilizadora y negadora, machacada en cada minuto de radio y televisión, con la precarización del trabajo y la vida que impone un capitalismo agotado histórica y económicamente, es una verdadera máquina de atomizar y triturar. Por eso el primer acto de conciencia efectiva, ahora como siempre es, sencillamente, juntarse.
Sin miedo a la organización
Y sin embargo, nunca ha habido tanto miedo a la organización. En la era de los grandes servicios virtuales, centralizados, filtrados y controlados por estados y megacorporaciones tecnológicas, los mismos que comparten con naturalidad datos, imágenes e intimidades en máquinas propiedad del capital financiero más concentrado de la historia, temen como la peste el centralismo, es decir, el compromiso con los resultados de la decisión colectiva.
El centralismo de una organización revolucionaria no es el mecanismo de un autómata, no es una relojería de comités y asambleas que acaba en un mando. Es ante todo construcción colectiva de posiciones políticas a través de un debate interno que implica a todos... esto es: centralismo. La estructura más centralizada es la asamblea de todos los miembros. Como quiera que, por permanentes que sean, las asambleas y los espacios deliberativos tienen un límite de escala, la organización de cuerpos militantes de cientos, miles o centenares de miles de personas con distintos grados de aporte y compromiso, exige representación y delegación. En una palabra: congresos.
Por contra, la democracia directa, el mandato imperativo y los referendums online entre las bases, tocan una melodía democrática que a cualquiera resulta familiar y tranquilizadora. Pero el resultado de cualquier sistema de voto individual será siempre debilitar el carácter de clase de las organizaciones que lo adopten16.
¿Cómo? ¿Cómo puede ser que una asamblea general sea el culmen del centralismo y un referendum online su negación? La relación entre democracia y centralismo no es un problema técnico, es un problema político que enfrenta los objetivos y los medios, la naturaleza de la clase y del tipo de consciencia que puede alcanzar en sus minorías... y es al fin, también, un problema moral: qué significa pertenecer, qué responsabilidad tomo como miembro.
Vayamos por partes. Ninguna organización de clase, sea una asamblea de huelga o una organización política, es el resultado de sumar individuos ni trayectorias individuales. En correspondencia, sus postulados no son el resultado de agregar aritmeticamente las opiniones de un conjunto de individuos. Al revés, los individuos son perfectamente impotentes ante la presión de un sistema que los conforma para explotarlos. El contenido de clase de una organización solo puede emerger de lo que refleje la acción colectiva y consciente en el conflicto de clase.
En la asamblea general o el congreso de delegados que deciden su voto tras escuchar los debates, no se elige idealmente entre posiciones. Las posiciones vienen representadas por personas con las que los delegados actúan y a las que juzgan. Se reproduce así el tipo de dinámicas de una asamblea de huelga. No da lo mismo quién defienda una posición ni la convicción con que lo haga, no hay solo dicotomías sino que emergen perspectivas tras ellas que se cruzan y contraponen. Y sobre todo, las posiciones, su defensa y los resultados del debate son el resultado y el reflejo de una voluntad de acción colectiva, no la medida de una opinión en la que no importa el grado del compromiso del votante.
Por qué entonces es tan reconfortante, tan sedante el discurso de la democracia directa. Porque templa el miedo a tomar una verdadera responsabilidad personal: siempre tendré el control, al final mi voto lo decido yo, se dice el militante temeroso, en realidad desmoralizado. Pero el voto individual, distante y secreto, al atomizar la toma de decisiones, al igualar niveles de compromiso y trayectoria muy diferentes, no puede sino fomentar el peso del prejuicio y la influencia de los líderes más conocidos.
Aun hay algo más, y terriblemente desmoralizador, cuando se lleva la atomización electoral dentro de la organización: se pasa de asociar la militancia a una pertenencia real, material, a aceptar que se reduzca a una adhesión formal adornada con postureo. Bien está que los partidos izquierdistas reconozcan como miembros a quienes entren en la parte privada de su web una vez cada seis meses. Su función es encuadrar, su aspiración gobernar el viejo armatoste del estado burgués. Pero la moral comunista exige algo muy distinto de nosotros si queremos ser parte de lo que conduzca realmente a la liberación de la humanidad. No es un carnet ni un usuario digital lo que nos hace miembros de la vanguardia de nuestra clase.
En la interna es aportar al trabajo general y sobre todo, tener el coraje de aportar al acendramiento de posiciones útiles: leer, informarse, pensar, discutir sin escatimar el debate ni hacer de la discusión un deporte que ahogue la política en un espíritu de justa erudita y juegos florales17, nadar contracorriente cuando toque, aprender a convencer y a ser convencido con argumentos y, esa es la mayor responsabilidad, ganar criterio político.
Y eso solo es la primera parte. Porque lo aprendido y clarificado es solo una herramienta con la que aportar a las luchas reales de la clase, a los trabajadores que buscan argumentos porque intuyen que necesitan poder ver mejor y más lejos para cambiar las cosas. Y hacerlo de manera válida, útil a la extensión de la consciencia de clase.
En pocas palabras, la moral comunista nos infunde y nos exige el coraje de pertenecer y aportar a las luchas de la clase desde ese futuro que define los intereses del movimiento en su conjunto, con independencia del país en el que tenga lugar y del momento de desarrollo en el que esté18.
Sin miedo a la fraternidad
Hay quien nos asegura que la amistad está por encima de la política y quien se enorgullece de poner los principios políticos por encima de la amistad. Unos y otros están profundamente equivocados: entienden la moral como un juego de suma cero y, generalmente, siembran el sectarismo.
Los ejemplos de amistad profunda y lealtad personal de revolucionarios con antiguos compañeros que habían abandonado la lucha o se habían posicionado en contra de ella, son muchísimos: Lenin con Martov, Natalia y León Troski con Marguerite y Alfred Rosmer. No son casos extraordinarios, o al menos no más extraordinarios que la amistad misma. Son ejemplos, en realidad, de la perspectiva moral desde la que los comunistas abordan la amistad.
La amistad y la consciencia, que se manifiesta en posiciones políticas, pertenecen a dos dimensiones interconectadas en la vida de la clase: una a la comunitaria, otra a la comunista.
La comunitaria está formada por todas esas relaciones que se configuran a partir de la solidaridad en la resistencia a la explotación, que se expresan como afectos y que generan pertenencia en un ámbito de conocimiento mutuo: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo de los que te puedes fiar. Son casi siempre promiscuas, es decir, superadoras hasta cierto punto de las divisiones y discriminaciones tradicionales en una sociedad. Producen todo eso que forma el colchón que recoge a los que caen, el plato que nunca te va a faltar, la casa que es también tuya, el déjame a los niños y el nosotros nos encargamos. Lo comunitario es por definición espontáneo, no está -a día de hoy- institucionalizado y no tiene otra «finalidad» que el disfrute de la fraternidad y lo que antiguamente se llamaba el «socorro mutuo».
La consciencia cuando emerge en el curso de las luchas, en una huelga por ejemplo, es superadora de todas las divisiones a un punto y escala que las relaciones interpersonales basadas en la solidaridad y el afecto no pueden alcanzar. La consciencia supera, también, las mismas divisiones de la pertenencia comunitaria. No importa de quién eres en una lucha. Importa creérsela y aportar.
Eso es lo que tiene en común con la militancia comunista, cuando, para una minoría, la consciencia se materializa en actividad política. Del mismo modo que la consciencia en las luchas, la militancia es colectiva y organizada, no menos centralista, pero sobre otras bases y a menor escala. Pero es además, obvia y conscientemente finalista. Y su necesidad de fortaleza de propósito, de creérselo, tiene un matiz: sin él, las luchas se desfondan y mueren, pero las organizaciones políticas degeneran y confunden.
Ninguno de los tres elementos anteriores es independiente de los demás. El conector que los une y que nos permite entenderlo es el comunismo como perspectiva -y por tanto moral- de la clase universal.
Para los comunistas la amistad, la fraternidad, relación definitoria de lo comunitario, es un hecho moral. Somos capaces de percibir en ella el futuro actuando en el presente. Porque aun siendo expresión y componente de una dimensión pre-política de la clase universal, proyecta -y no podía ser de otra manera- elementos centrales de la perspectiva comunista:
- En lo comunitario, en lo fraterno, el otro, es un fin en sí mismo, del mismo modo en que los humanos, todos y cada uno, dejarán de ser meros medios de la acumulación para convertirse en fines y medida del desarrollo en una sociedad comunista.
- Las relaciones de verdadera amistad son relaciones no mercantilizadas, en resistencia a la mercantilización general de lo humano. Permiten, una vez más, atisbar, percibir en un destello, algo de lo que supondrá el paso de sociedad -dividida en clases- a comunidad humana reunificada. Pero su carácter de ventana al futuro es también su debilidad.
La amistad, también somos conscientes de ello, como todo lo comunitario que pervive en la sociedad de clases, está en oposición objetiva a la estructura de la sociedad. Por eso es frágil si no se dota de una perspectiva de superación de ésta, si se limita a resistir. Baste la forma más básica de lo comunitario-desmercantilizado, la pareja, como ejemplo y extrapólense las estadísticas de divorcio. Por eso, la amistad enriquecida con la lucha, lo comunitario alentado por lo comunista, resulta tan potente, tan vitalmente enriquecedor. Y por eso son tan comunes -y dañinos- errores como los que comentábamos al comienzo.
Visto lo visto, oponer amistad y principios políticos, supeditar la una a los otros o al revés, es un puro sinsentido. Entonces, ¿por qué se plantea? Porque hay un tipo de ambiente político diseñado para que la instrumentalización del otro surja sola. Es el característico de las sectas izquierdistas. Estos grupos tienden, por distintos medios, normalmente no coercitivos sino espontáneos, derivados de su propia concepción de la actividad, a limitar la dimensión comunitaria de la vida de sus miembros a las relaciones con otros miembros del mismo grupo. Entonces, de manera inevitable, lo militante y lo comunitario se confunden… y pudren por igual. La suerte política del grupo pasa a ser la de la red de afectos del miembro, separarse de la línea del grupo es para él separarse de los amigos, del círculo de confianza, del entorno casi familiar. Hacer dudar a un miembro, criticar unas tesis en un debate, es poner en cuestión su vida entera. El militante vive vive bajo la permanente acechanza de la soledad y el desarraigo si sale del consenso grupal e inevitablemente percibe a quien quiere hacerle dudar como a un agresor. Los que salen de tales grupos -a enorme coste emocional y social- son los que suelen tomar la bandera de principios por encima de la amistad. Puede parecer un relato exagerado, pero es aplicable a muchos grupos muy diversos -alguno hay hasta con parlamentarios- en muchos países.
Pero hay otra variante que en ciertos ambientes y lugares es igualmente destructiva. Es común entre migrantes o en entornos como el universitario donde -a pesar del mito y los tópicos- es difícil encontrar conversaciones gratificantes y amigos que compartan preocupaciones intelectuales. Se forman entonces grupos de discusión que con la discusión política como candil de Diógenes, seleccionan a sus miembros por principios y curiosidades comunes. Pero compartir principios y curiosidades no significa compartir una voluntad. La necesidad comunitaria se viste sin embargo de falsa virtud militante, el grupo toma unas siglas y vive hasta que el núcleo dinamizador ideologizado resulta demasiado cansino o manifiesta diferencias irreconciliables. Los miembros comunes, que hasta entonces vivieron los debates como un espectáculo intelectual, toman entonces la bandera de la amistad por encima de la política como bálsamo de la herida grupal que se está abriendo. A fin de cuentas, aun sin reconocerlo, nunca fueron otra cosa que un grupo de amigos unidos para compartir, aprender y darse apoyo -lo que no es poco- pero no una organización política.
¿Cuál es el error, si no crimen, de unos y otros? Constreñir lo comunitario en lo político y lo político en lo comunitario. No, los comunistas no somos individuos aislados que solo viven y hablan con otros individuos que viven para la teoría o para una organización y que a falta de más relaciones tienen que sacar una vida comunitaria de ahí.
Los comunistas somos trabajadores como tantos otros, con nuestras comunidades y redes de afectos, con nuestra familia y nuestros grupos de amigos y compañeros de trabajo. No somos una secta en busca de lazos con la clase, somos esa parte de la clase que tiene una perspectiva comunista. Como tal, no existimos en soledad, como individuos, nos agrupamos con otros. Con esos otros, nuestros compañeros de militancia, hacemos, aprendemos y discutimos, e inevitablemente, surgen la fraternidad y la amistad. Amistades que no tienen por qué desaparecer si la militancia común lo hace. Amistades también que no condicionan el disenso y, cuando toca, la ruptura política. Amistades, que aun si desaparecieran, no aislarían a nadie.
Tras este pequeño gabinete de horrores, volvamos al centro de todo esto. La amistad es una relación desmercantilizada en la que vemos al otro como un fin en sí mismo. Nos da un destello de cómo serán las relaciones humanas en una sociedad liberada. Nuestras amistades, nuestras comunidades, son un tesoro a cuidar. Y bien está por tanto que las veamos y tratemos como objetivos en sí. Pero una organización no es una persona, no es un grupo de amigos ni una comunidad (entendida como conjunto de relaciones interpersonales), no es un fin en sí mismo, es un instrumento. Y una organización política es un instrumento político. Si aceptamos ésto con todas sus consecuencias entenderemos que los amigos pueden estar dentro o fuera, entrar y salir, sin dejar de ser amigos. Pero, mientras sean compañeros, no se librarán de tener que discutir cada desacuerdo.
Sin miedo a enfrentar la moral mercantilizadora
Para el capitalismo todo intercambio voluntario es moral. Al ser voluntario se le supone libre y se infiere que ninguna de las partes pierde con él. De ese modo todo lo que se produce para ser intercambiado -mercancía- tiene en sí una dimensión moral, es bueno por ser libre y generar relaciones de igualdad. Solo sería condenable que alguien fuera coaccionado por otro para intercambiar contra su voluntad, pero si dada su situación, intercambia cualquier tipo de servicios, nada habría que decir. Es la religión de la mercancía, ese fetiche que oculta en realidad un conjunto de relaciones sociales de explotación de una clase por otra19. Relaciones que parten de una coerción básica: la existencia de una clase social que necesita vender su fuerza de trabajo para sobrevivir.
Del mismo modo que la moral capitalista es la afirmación en el presente de la naturalidad y eternidad de la acumulación y sus presupuestos, la moral comunista no es otra cosa que la afirmación en el presente de la perspectiva de una sociedad de abundancia, desmercantilizada y por tanto, sin trabajo asalariado.
La mercantilización ya no acerca a la sociedad a su futuro sino que la ata a un sistema de explotación caduco y dañino para la especie. Solo por esto, mercantilizar nuevos bienes que hasta ahora no eran mercancía -desde el conocimiento al agua potable, desde la habitación de invitados en airbnb a la infinidad de pequeños servicios que se ofrecen en cualquier banco de tiempo- no puede sino producirnos rechazo moral. Curiosamente buena parte de quienes comparten este rechazo cuando se habla del cuarto vacío de su casa o del vecino, están en desacuerdo cuando la mercantilización afecta al cuerpo de las personas.
¿No es mercantilización vender tu fuerza de trabajo? ¿No se mercantiliza todo bajo el capitalismo? ¿Por qué va a ser la mercantilización del «trabajo sexual» -prostitución- o de la gestación -la famosa «subrogada»- peor que la de cualquier otra cosa?
El capitalismo no solo mercantiliza las necesidades humanas, también mercantiliza los horrores que él mismo produce. No tiene el mismo significado moral producir comida como mercancía que armas. La primera es una actividad que seguirá existiendo -en un marco de relaciones sociales completamente distintas- porque responde a una necesidad humana, la segunda no. Tampoco es una necesidad humana someter sexualmente a otras personas, como no lo es utilizar un cuerpo ajeno para que geste embriones y entregue bebés.
Así que sí, evidentemente los comunistas tenemos una perspectiva moral que aportar sobre la prostitución y la gestación subrogada: no expresan necesidades genéricas, humanas, sino la insanía del sistema y la desposesión de sí mismos de quienes voluntaria y libremente salen al mercado con tales mercancías.
Sin miedo a nadar contracorriente
Por desgracia no todas las tendencias a la mercantilización son tan obvias para los revolucionarios. La presión de la ideología dominante es tal que ni siquiera las organizaciones políticas de clase están libres de ellas. Y, de hecho, se da entonces uno de los ejemplos de la importancia central de la moral comunista.
En las organizaciones de clase el disolvente de la moral comunista no es en un primer embate la inmoralidad capitalista sino la desmoralización. Solo entonces, cuando la moral falla, la lógica mercantil del intercambio vuelve. Tipicamente, en las organizaciones políticas se apropia de las entrañas del organismo político desde dentro, destruyendo su capacidad como fermento de la consciencia de clase. Al trocar principios por número o por éxitos, la mercantilización de cosas y personas reaparece: compañeros, aliados o trabajadores se convierten en instrumentales. Las palabras se retuercen entre actos y argumentos que las vacían de significado. Se sigue la corriente, las modas políticas y se genera una falsa impresión de movimiento con tal de recuperar la fe en el futuro20 y antes de darse cuenta se ha pasado del oportunismo a la esterilidad, cuando no a algo aun peor. El objetivo, la perspectiva comunista, se degrada hacia la nada e inevitablemente en nada queda el programa en la organización.
La moral comunista, la ligazón íntima entre el modo de hacer, hablar y batallar y la perspectiva permanente de la abolición de la escasez, la mercancía y el trabajo asalariado no es un adorno ni una deriva mística ni moralizante, es un hecho material con consecuencias materiales sin cuyo fortalecimiento consciente los fetiches idealistas11, las utopías reaccionarias de autómatas sociales y cuadros de mandos, volverán una y otra vez, desarmando uno por uno los mejores esfuerzos de nuestra clase. Porque a fin de cuentas, ¿qué es la moral comunista sino creer de verdad en la posibilidad material e inmediata del comunismo? ¿qué aporte a lo las condiciones subjetivas vamos a poder hacer si no somos capaces de ver que las condiciones objetivas están delante de nuestras narices desde hace más de un siglo?
Sí. Significa nadar contracorriente. Más aun de lo que parece. Porque la más retorcida de las tentaciones oportunistas está ya planteándose: abrazar el apocalipsis para no tener que afirmar la necesidad de hacer presente el futuro de abundancia posible.
Sin miedo las pesadillas apocalípticas
Cuando la burguesía evalúa los desastres que ella misma crea, el guión de las acciones reales que toma ignora las necesidades humanas y se centra en lo único que importa para el sistema: el sostenimiento de la acumulación. No poder determinar costes arancelarios a una fecha dada es caos, pero que la pobreza explote porque los alimentos básicos como el pan o la carne están dolarizados o en el mercado de futuro de materias primas se ha refugiado de repente una masa ingente de capital especulativo, resulta lo más lógico del mundo para ellos. No poder predecir si en dos semanas tendrán aduanas en los puertos británicos es caótico y gravísimo, pero que millones pierdan casa y se vean condenados a la hambruna por la guerra o los desastres naturales, es solo un coste diferible en el tiempo y en todo caso menor a un rescate bancario desde el punto de vista de la acumulación. Para ellos que aumenten las bajas laborales es escandaloso, que miles de trabajadores mueran en los campos europeos de sobretrabajo y miseria, no. Para la moral de la burguesía, la vida y las necesidades humanas no tienen valor por sí mismas más allá de su eventual utilidad para la acumulación.
Si para algo le interesan esas necesidades humanas es para convertirlas en formas de encuadramiento. Encuadramiento completamente estéril para los trabajadores desde el punto de vista de la solución de problemas que el propio sistema genera una y otra vez, pero inevitablemente fructífero para el orden existente -siquiera temporalmente- a la hora de vender uniones sagradas y dividir cualquier respuesta efectiva antes de que se produzca. Por eso las campañas aparentemente humanitarias que nos machacan a través de los medios -desde la violencia de género a la paz, pasando por el cambio climático y los derechos lingüísticos, sexuales y de cualquier otro tipo- no transforman nada, no cambian nada. Su función no es la que declaran. Para la moral de la burguesía las necesidades humanas solo son políticamente relevantes si son instrumentalizables para el sostenimiento de su dominio.
Tenemos pues enfrente a un enemigo para el que lo necesario y laudable, es solo aquello que o bien es instrumental a la acumulación o bien refuerza las condiciones que la hacen posible. Es decir, tenemos delante una moral de la explotación y el sometimiento. Por supuesto, no va a decirlo abierta y honestamente, sería inmoral según su propia lógica: no le produce ni más ganancia ni mayor control social. Necesariamente va a crear un terreno de juego trucado y falseado, necesariamente va a producir ideología política. La verdad moral de la burguesía es la palabra instrumentalizada, la palabra útil para sojuzgar las necesidades humanas.
Y sin embargo, hay cierta verdad retorcida en su mentira. Hoy todos sus discursos transparentan también su propio pesimismo existencial y el de una pequeña burguesía que juega un papel importantísimo -a través de la universidad, los medios de comunicación, las artes- en la creación de ideología. Para ellos, no poder soltar el lastre de la crisis y verse involucrados en una espiral de conflictos comerciales y bélicos, despierta un miedo cerval a la finitud del capitalismo. Solo plantearse la cuestión de la viabilidad o la sostenibilidad del sistema de explotación y dominio significa poner sobre la mesa el fin del mundo, de su mundo.
El cine se llena entonces de invasiones extraterrestres, plagas, epidemias y desastres. Las profecías apocalípticas se incorporan al lenguaje político. Los crímenes capitalistas cotidianos se liberan en sombras monstruosas: la violencia machista se torna feminicidio, conspiración masculina universal para someter y exterminar a las mujeres, los desastres medioambientales se convierten en cambio climático catastrófico e irreparable que extinguirá a nuestra especie sin remedio... Incapaz de liberar las inmensas fuerzas creadoras acumuladas por él mismo, el capitalismo produce fantasmas y profecías que representan su propia deriva descompuesta y destructiva como algo exterior a él. Si el feudalismo decadente achacó a endemoniados y fuerzas sobrenaturales su propia desgracia, si produjo flagelantes y penitentes que buscaban exorcizarlos autocastigándose, y se refociló en el mito de una cruzada infantil, el capitalismo ya en putrefacción crea sus propias versiones de unos y otros: moraliza las dietas mientras el hambre repunta, sublima en la extinción de la especie la agonía de los beneficios, a falta de masas a las que embelesar organiza en las escuelas a los adolescentes para pasearlos en procesiones semanales expiatorias. Aspira a que lo que ya no une el progreso, se mantenga unido por el miedo.
¿Podría haber mayor tentación para el desmoralizado? ¡¡El capitalismo nos da la razón!! El comunismo es necesario porque... ¡el fin está cerca! Pero no es verdad. El capitalismo puede seguir de colapso en colapso manteniendo la acumulación, descomponiendo las bases mismas de la sociedad por un larguísimo periodo de decadencia continuamente acentuada hasta... la vuelta a la barbarie, no a la barbarie como metáfora de la guerra, a la barbarie, literalmente 21.
De hecho, uno de los fenómenos ideológicos más significativos de nuestra época es la aparición de un conjunto de ideologías que exaltan la barbarie actualizándola y presentándola abiertamente como alternativa al comunismo. No es casualidad que aparecieran en los arrabales pequeñoburgueses y académicos de las luchas obreras de los setenta ni que se consolidaran durante la derrota de aquella última gran oleada mundial de luchas. Estas corrientes, que suelen conocerse bajo la marca común de comunización, no nacen de una tradición organizativa ni militante, son en realidad un conjunto más o menos convergente de autores y pequeños grupos literarios no relacionados directamente con la lucha de clases que aparecen a partir de los años sesenta. Por eso tampoco tienen un programa o un cuerpo de posiciones homogéneo. Es una corriente intelectual al modo en que lo fueron el existencialismo o el postmodernismo del que en cierta forma hacen parte. Son un destilado de lo más sofisticado que puede producir hoy la ideología burguesa. Un misil lanzado explícita y directamente contra la moral comunista.
Para los comunizadores el capital es un haz de relaciones que configura a la sociedad como un sujeto total, como un ser colectivo único, un homúnculo. El sujeto de la historia contemporánea no son las clases ni la lucha de clases, sino el capital que configura y da forma a sus partes. La historia de la sociedad bajo el capital, su desarrollo, es el movimiento que va de la dominación formal (la sociedad de clases enfrentadas) a la dominación real, una fase en el que el capital escapa ya al control de las mismas clases dominantes y se convierte en el tejido social mismo. Bajo la dominación real del capital, éste ni siquiera se centra en la producción, sino en su propia reproducción material y simbólica. Las ideas mismas de fuerzas productivas y de progreso, de modo de producción y de decadencia, expresan para ellos que el proletariado y sus expresiones políticas nunca abandonaron el programa del capital: el desarrollo, que no sería otra cosa que desarrollo del propio capital, puesto que el capital es todo el tejido social. Por eso, atacan, la revolución proletaria abriera un periodo de transición, el socialismo, capaz de culminar en una sociedad de abundancia hiperproductiva y en metabolismo común con la Naturaleza, el comunismo, nunca fue otra cosa que una utopía, pues la idea de progreso reproducía la misma lógica, el capital mismo. La idea de una clase universal portadora en su ser social del comunismo, sería por tanto absurda: la parte -el proletariado- no puede elevarse al todo -la sociedad- abandonando lo que la constituye y define en su ser y comprensión del mundo como clase: el capital. El comunismo nunca fue posible, concluyen.
¿Y entonces? Siempre fue posible fue la comunización, nos dicen, la negación pura y simple de las relaciones sociales dominantes y su fin abrupto mediante la revuelta generalizada del conjunto social. El homúnculo desligaría sus partes y se desmoronaría. ¿Pero qué partes impulsarían el proceso si las clases no son sujetos históricos? Todas: las revueltas raciales, de género, obreras, las protestas medioambientales, las algaradas y saqueos del lumpen… todas ellas son expresiones particulares, parciales, de las contradicciones del capital. Por sí mismas ninguno de sus protagonistas configura un sujeto histórico… ni falta que hace. No se trata de que ninguna parte, identidad o clase, mueva la sociedad hacia ningún lado. Bastaría con que se agitaran, se revolvieran hasta desmoronar el tejido social que las une.
Separarse de la producción al estilo Tiqqun o casa okupa, formando pequeñas comunidades improductivas y conscientemente parasitarias, jugaría en sí mismo un papel de vanguardia. Los saqueos y explosiones del lumpen mostrarían mejor que ninguna huelga de masas la forma de negar el capital: tomar la producción y disfrutarla/consumirla negándose a producir después nunca más. La comunización daría paso inmediato no al fin del trabajo asalariado, sino al fin del trabajo social; no al fin de la mercantilización de la producción, sino al fin de la producción social; no a una sociedad autoconsciente sino a la desaparición de la sociedad; no a un metabolismo común con la Naturaleza sino a una «regeneración» de la Naturaleza por el fin de la sociedad humana.
La comunización no es otra cosa que la defensa y teorización académica de la regresión a la barbarie. Es difícil expresar de modo más claro por qué, del mismo modo que ante la decadencia capitalista no hay otra alternativa al comunismo que el hundimiento del conjunto social22, no hay otra alternativa a la moral comunista que una moral anti-humana.
Sin miedo a la humanidad y el trabajo
La comunización sin embargo resulta atractiva para muchos jóvenes. El gastado vigor del capital le produce dificultades, en otro tiempo inimaginables, para poder incorporar nuevas generaciones de trabajadores a la producción. Ya le gustaría al capital poder explotar a más fuerza de trabajo... pero ya no es el que fue. Si no es condiciones de precariedad extrema y cuasi-gratuidad no tiene capacidad para absorber más trabajo que explotar.
Por su lado, cada vez más jóvenes, desvalidos, situados fuera del trabajo productivo y de su socialización, son incapaces de imaginarse defendiendo sus intereses colectivos.
El miedo, tantas veces heredado de una familia en proletarización, el desvalimiento, producen monstruos patéticos. Pensemos en el animalista típico por ejemplo, personalización de la alienación máxima respecto a la Naturaleza: un urbanita joven, parado o estudiante sin contacto con la vida rural. Su referencia no es la bestia de tiro, sino la mascota, su mascota, ese animal separado de toda función productiva, dependiente de la familia incluso para comer o salir fuera de la claustrofóbica vivienda media. Su alienación respecto a la Naturaleza solo es comparable con su ajenidad respecto al trabajo. El animalismo, un viejo delirio pequeñoburgués, se extendió entre los jóvenes cuando estos se descubrieron condenados por la crisis a una vida tan improductiva, dependiente y poco autónoma como la de la mascota familiar. Mimetizaron el paternalismo recibido y lo replicaron patéticamente con los únicos seres que sienten aun más desvalidos aun que ellos mismos. Representación hiperplásica de la alienación, el animalismo se mueve en la cada vez más difusa frontera entre la ensoñación política pequeñoburguesa y la patología clínica.
¿Y qué hablar de las manías dietéticas como el veganismo? Declaración de desvalimiento y de deseo de pertenencia al mismo tiempo son una reacción que quiere ser honesta disponiendo de demasiados pocos elementos como para poder escapar de la miseria moral que nos rodea. Desprovistos a su alrededor de la referencia de movimientos de clase que abran perspectivas reales para la especie, desprovistos incluso de la experiencia colectiva del trabajo alienado, muchos jóvenes de familias trabajadoras abrazan el veganismo como podrían abrazar el ecologismo apocalíptico o cualquier otra religión política que modifique ilusoriamente su situación. Porque el vegano ya no es el improductivo en la mesa de los padres, ya no es uno más en el grupo de amigos de adolescencia interminable, sino una estoica referencia moral incomprendida capaz de ver más allá de lo inmediato y proyectarse en el sufrimiento de todos los seres sensibles. El vegano ya no es el solitario sin lugar en la cafetería de la facultad, sino el que marca la diferencia en cada reunión social, denunciando la ceguera consumista y asesina que hace de los amigos unos mansos. El vegano es el que renuncia a la socialización a base de menú barato, para encontrar a sus pares en… una sección propia y más cara del hipermercado.
En realidad, como todas las revueltas basadas en elecciones de consumo, el veganismo está plenamente integrado en la religión de la mercancía. Es una parte alternativa de lo normativo, es excéntrico pero tan aceptable como comprar productos ecológicos, escuchar música alternativa o ir a trabajar en bici. A fin de cuentas no es más que una opción de consumo, un guiño identitario. Algo completamente inocuo en una sociedad basada en la explotación económica de la clase productora.
Porque al final, volvemos una y otra vez ahí. En el capitalismo actual, históricamente decadente, con una descomposición social galopante, la comunión con la Naturaleza no puede avanzar más. La fractura con la Naturaleza no puede superarse sin superar la fractura que sostiene y que divide a nuestra propia especie. El capitalismo, cada vez más inhumano y, de hecho, antihumano, ni se conmueve ante unos jóvenes que quieren humanizar a mascotas y animales huyendo de la negación de su propia pertenencia a la humanidad.
Vista desde este ángulo, entenderemos que la comunización es el resultado de un problema moral no tan diferente de los delirios animalistas o veganos. La alienación de los que no son ni siquiera aceptados en la producción es aun mayor, más cegadora, que la alienación que la explotación produce. Rezagados y doloridos por no haber sido incluidos en la producción, pero viviendo con miedo el salto a ser explotados -que es la forma social de entrar en la producción para los proletarios- no son pocos los jóvenes incapaces de imaginarse el mecanismo social como un esfuerzo colectivo. Incapaces de ver el capitalismo asocian la destrucción de este a su opuesto: la producción social. Y reducidos al fundo alienado de la soberanía del consumidor, solo pueden imaginar la abundancia en términos burgueses de orgía consumista. Temerosos de ser aplastados en su ilusoria libertad por la absorción en el mundo asalariado, compran la culpabilización del trabajador y oponen humanidad a Naturaleza, inhumanidad máxima. En ese mundo de opuestos invertidos, de la utopía pequeñoburguesa queda la peor de las distopías, el genocidio implícito del fin del trabajo y de la sociedad, o su versión a plazos, parodia siniestra del viejo reformismo, el decrecimiento.
La humanidad, a día de hoy no tiene existencia material colectiva más allá de la explotación universalizada. Es un sujeto colectivo en formación cuya consciencia germinal, la consciencia de la clase universalmente explotada y negada, ni siquiera puede mantenerse entre los revolucionarios si no es impulsada por una moral comunista, la capacidad para ver y actuar en el presente desde el futuro históricamente perentorio. Incapaces de sentirse parte del trabajo colectivo, temiendo serlo, están desprovistos en realidad de cuanto precisan para entenderlo todo23, condición necesaria para entenderse a ellos mismos, y dejar de temer a... su propia especie y abrazar la vida sin tapujos espiritualistas ni egocentrismos infantiles24.
La forma plenamente humana de vivir
La moral proletaria, todavía no es una moral humana genérica y definitiva. No puede serlo porque el conocimiento, la consciencia que puede desarrollarse en la sociedad burguesa sigue siendo una consciencia de clase limitada y condicionada por la fractura social. Pero al ser la moral de una clase universal, al contener al menos la perspectiva de una Humanidad reunificada, presenta el futuro en la transformación del presente. Es en este elemento de futuro en el que reside la única base moral firme desde la que es posible enfrentarse a la burguesía.
También es, para el individuo, la única forma de construir un lazo con el resto de su especie y muchas veces, hasta con sus compañeros de trabajo. Y esto es ahora más importante que nunca. En un capitalismo que lleva ya un siglo en decadencia y descomposición, las relaciones humanas están ya muy tocadas. Especialmente en el puesto de trabajo. No vamos al trabajo por propia voluntad y el lazo que nos une fuera de los momentos en que plantamos cara, es solo una común situación de abatimiento. Solo cabe esperar de los compañeros de trabajo una actitud humana, moral, durante las luchas. Es la lucha la que nos dignifica; el trabajo asalariado, forzado, nos degrada y degrada las relaciones humanas25.
Esa es la base siempre presente. Pero hay más, más matices. Nos damos cuenta de que cada vez es más común una cierta y peligrosa fragilidad emocional: personas que no soportan que las relaciones se acaben, que necesitan humillar públicamente a su ex de maneras más o menos dañinas para ocultar la vergüenza y el miedo que sienten al sentirse abandonados. No falta quien le echa la culpa a las redes sociales o a las series de TV yankis, al discurso ultraindividualista permanente de los ganadores y perdedores, de la popularidad de instituto, de la necesidad de atraer atención sin aportar nada a los demás. Otros apuntarán a los discursos sobre la crianza de las últimas dos décadas, a la obsesión por evitar a los niños la frustración… Pero todo eso son bien expresiones de la ideología dominante, bien adaptaciones y reflejos de los miedos de unas familias trabajadoras que han convergido con la escuela para convertir la educación sentimental de las dos últimas generaciones en una máquina de crear niños mezquinos, siempre temerosos de dejar de ser especiales y ser rechazados… e irremediablemente frustrados a los 30 años. Las causas de fondo, sin embargo, siempre son materiales. Eso sí, en algo tienen razón: la ausencia de responsabilidades personales hasta casi la treintena es importante en la aceleración del sálvese quien pueda.
El capitalismo hoy puede seguir acumulando capital e incluso tener cierto éxito en las cifras. Lo hace cada vez que la crisis aprieta, a costa de precarización y empobrecimiento. Pero en las fases de retroceso del PIB tanto como en las de crecimiento, produce vidas dependientes, precarias, sometidas a una frustración permanente, incapaces objetivamente de sentirse útiles, empujadas al delirio para encontrar un mínimo sentido. Una verdadera trituradora que deja miles de cadáveres en suicidios y cientos muertos en el trabajo cada año incluso en países centrales como España. El capitalismo vive esta etapa de prórroga histórica como una negación permanente de lo humano que nos deforma y nos mata.
No hay otra salida que enfrentar el capitalismo, dejar de ser individuos aislados buscando mantener la cabeza sobre el agua pegando manotazos sobre nuestros iguales y tomar el futuro en nuestras manos. Eso solo es posible luchando colectivamente.
Y mientras la lucha de clase brota y se afirma, para el individuo solo hay una forma de ser humano, ligarse a ella... desde el futuro. Aun contra toda evidencia y sentido común. ¿Qué otras evidencias pueden haber hoy más que las del propio sistema pretendiendo eternidad y culpabilizándonos de sus desastres? ¿Qué otro sentido puede ser común que el sentido de la santidad de la propiedad, la inevitabilidad de la miseria y la necesidad de la acumulación? ¡Vaya descubrimiento! Dejada a un lado cualquier otra posibilidad, el sistema existente es el único posible. Orillada cualquier necesidad humana que lo contradiga, la acumulación de capital y el beneficio son las medidas del progreso. Rechazada la humanidad y negadas sus necesidades, el comunismo es irracional. Todo eso solo significa que el capitalismo solo cobra sentido, solo puede justificarse, cuando se reduce a sí mismo al absurdo de ser el fin de la historia negando la existencia misma de cualquier futuro que no sea un presente prolongado o un apocalipsis.
El volumen con el que la ideología capitalista machaca su mensaje en mil formas y maneras es necesariamente proporcional a lo absurdo, antihistórico y antihumano de su significado. El ruido, la fuerza de la corriente que puede crear el poder concentrado en el estado de la burguesía y sus herramientas de crear opinión, resulta abrumador. Y sin embargo, no somos los comunistas, sino el capitalismo el que va contracorriente de la necesidad histórica. El futuro, el único realmente posible y el único digno de ese nombre es incompatible con él. Por eso, afirmar la perspectiva del comunismo, la posibilidad material y la necesidad de la abundancia en presente, nos da una capacidad de resistencia que ninguna religión puede otorgar26 y nos mantendrá en la única perspectiva desde donde es posible generar sentido a la vida de la especie y de los individuos, abrazando la única manera realmente humana de vivir.
«El comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual». Marx y Engels. La Ideología alemana, 1846 ↩
«El Gobierno comprende muy bien que las huelgas abren los ojos a los obreros, y por ese motivo les tiene tanto miedo y se esfuerza a todo trance por sofocarlas lo antes posible. Un ministro alemán del Interior, que adquirió particular fama por su enconada persecución de los socialistas y los obreros conscientes, declaró no sin motivo, en una ocasión, ante los representantes del pueblo: Tras cada huelga asoma la hidra (monstruo) de la revolución». Lenin, Sobre las huelgas, 1899 ↩
«Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la Humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe: ¿Quién lamenta los estragos/ Si los frutos son placeres? /¿No aplastó miles de seres / Tamerlán en su reinado?». Marx, La dominación británica en la India, 1853. ↩
«En América hemos presenciado la conquista de México, la que nos ha complacido. Constituye un progreso, también, que un país ocupado hasta el presente exclusivamente de sí mismo, desgarrado por perpetuas guerras civiles e impedido de todo desarrollo, un país que en el mejor de los casos estaba a punto de caer en el vasallaje industrial de Inglaterra, que un país semejante sea lanzado por la violencia al movimiento histórico. Es en interés de su propio desarrollo que México estará en el futuro bajo la tutela de los Estados Unidos. Es en interés del desarrollo de toda América que los Estados Unidos, mediante la ocupación de California, obtienen el predominio sobre el Océano Pacífico». Engels, 1847. ↩
«A la escala del desarrollo social capitalista, responde la escala de la capacidad del proletariado para imponer el comunismo y así impulsar un nuevo modo de desarrollo social. Sin embargo, los límites de este desarrollo capitalista han sido evidenciados por la posibilidad y la realidad de una Primera Guerra Mundial, indicando el logro de la dominación del capital en el planeta. Esta dominación completa significa que incluso si encontramos sobrevivientes de modos de explotación anteriores, están conectados, integrados, totalmente absorbidos por los circuitos globales de la explotación capitalista. A partir de entonces, el desarrollo social global no es posible bajo la égida del capital, el sistema capitalista es obsoleto, decadente; crecimiento y desarrollo, hasta entonces concomitantes, se desvinculan e incluso se oponen entre sí. En esta etapa de desarrollo, corresponde la capacidad del proletariado de afirmar de forma inmediata para todo el mundo, el proyecto comunista revolucionario. Esta capacidad significa que incluso si uno se encuentra con explotados de un tipo diferente al de los proletarios, ya no pueden tener la más mínima independencia con respecto a los objetivos del proletariado. De hecho, están conectados y sujetos al mismo modo general de explotación y opresión; deben ser considerados como parte del proletariado mundial. Las luchas que no conciernen directa y exclusivamente a la clase obrera, no sólo no la benefician, sino que ahora se oponen irreductiblemente a ella». G. Munis, Nuevas naciones, viejas luchas, vieja cantinela, 1990. ↩
«Los estamentos medios —el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino—, todos ellos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales estamentos medios. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver atrás la rueda de la Historia. Son revolucionarios únicamente por cuanto tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado, defendiendo así no sus intereses presentes, sino sus intereses futuros, cuando abandonan sus propios puntos de vista para adoptar los del proletariado». Marx y Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 1848. ↩
«Este socialismo analizó con mucha sagacidad las contradicciones inherentes a las modernas relaciones de producción. Puso al desnudo las hipócritas apologías de los economistas. Demostró de una manera irrefutable los efectos destructores de la maquinaria y de la división del trabajo, la concentración de los capitales y de la propiedad territorial, la superproducción, las crisis, la inevitable ruina de los pequeños burgueses y de los campesinos, la miseria del proletariado, la anarquía en la producción, la escandalosa desigualdad en la distribución de las riquezas, la exterminadora guerra industrial de las naciones entre sí, la disolución de las viejas costumbres, de las antiguas relaciones familiares, de las viejas nacionalidades. Sin embargo, el contenido positivo de ese socialismo consiste, bien en su anhelo de restablecer los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos las antiguas relaciones de propiedad y toda la sociedad antigua, bien en querer encajar por la fuerza los medios modernos de producción y de cambio en el marco de las antiguas relaciones de propiedad, que ya fueron rotas, que fatalmente debían ser rotas por ellos. En uno y otro caso, este socialismo es a la vez reaccionario y utópico». Marx y Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 1848. ↩
«Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso de producción social, no en el sentido de un antagonismo individual, sino en el de un antagonismo que nace de las condiciones sociales de existencia de los individuos; las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, pues, la prehistoria de la sociedad humana». Carlos Marx. Prefacio a Contribución a la Crítica de la Economía Política, enero de 1859. ↩
«Si nos preguntamos cuál es el motivo fundamental que mueve a un socialista marxista consciente en su actividad a menudo penosa y caracterizada por la abnegación, encontraremos una respuesta muy definida. No es la necesidad. […] La lucha de la clases trabajadora es precisamente una lucha de clase, llena de sacrificios personales en nombre del éxito general, que se desarrolla a través de generaciones. Así pues, no hay necesidad personal, sino conocimiento de la condición de toda la clase, no ventajas personales, sino fines de clase; éste es el espíritu del movimiento obrero consciente. El anarquismo destructivo y el reformismo son enfermedades de ese movimiento, desviaciones hacia el individualismo, hacia un romo realismo que lo aleja del idealismo de clase; de hecho tenemos más derecho a hablar de idealismo que de egoísmo de clase, expresión internamente contradictoria. Tampoco el odio de clase puede ser el motor principal. Junto con la necesidad, es la base de la protesta semiconsciente; es cierto que no desaparece, no pierde todo significado al crecer la conciencia socialista, pero es muy limitado, puesto que el socialismo científico atenúa la falta de los culpables, señalando las verdaderas raíces de los males sociales y suaviza la intensidad del odio indicando con gesto seguro el futuro sagrado y abriendo el camino hacia él. La piedad y la sed de justicia podrían tener su parte, pero Marx se alza firmemente contra los cruzados de la piedad y de la justicia cuando obstaculizan el progreso económico en nombre de sus sentimientos y principios. Haya justicia y que perezca el progreso es el lema de los moralistas. Marx diría más bien haya progreso y perezca la justicia, y ello en virtud de la certeza incondicional de que una justicia no basada en una fuerza económica desarrollada es una quimera y, en el caso de que llegara a realizarse, estaría basada en la caridad. El socialismo científico no exige de sus adeptos piedad y justicia, sino seguridad, valor, capacidad de pasar del marco de los sufrimientos de la época de transición al general de la madurez de la Humanidad. De esta forma, el motivo fundamental del socialista consciente es el idealismo de la especie, estrechamente ligado al idealismo de la clase». Anatoli Lunacharski. Religión y socialismo, 1907. Negritas de los editores. ↩
«El deber de protestar contra la opresión nacional y de combatirla, que corresponde al partido de clase del proletariado, no encuentra su fundamento en ningún derecho de las naciones particular, así como tampoco la igualdad política y social de los sexos no emana de ningún derecho de la mujer al que hace referencia el movimiento burgués de emancipación de las mujeres. Estos deberes no pueden deducirse más que de una oposición generalizada al sistema de clases, a todas las formas de desigualdad social y a todo poder de dominación. En una palabra, se deducen del principio fundamental del socialismo». Rosa Luxemburgo, La cuestión nacional y la autonomía, 1909. ↩
«Está permitido todo lo que conduce realmente a la liberación de la humanidad. Y puesto que este fin solo puede alcanzarse por caminos revolucionarios, la moral emancipadora del proletariado posee -indispensablemente- un carácter revolucionario. Se opone irreductiblemente no solo a los dogmas de la religión, sino también a los fetiches idealistas de toda especie, gendarmes ideológicos de la clase dominante. Deduce las reglas de la conducta de las leyes del desarrollo de la humanidad, y por consiguiente, ante todo, de la lucha de clases, ley de leyes». León Trotski, Su moral y la nuestra, 1938. ↩↩
«El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza. Desarrolla las potencias que dormitaban en ella y sujeta a su señorío el juego de fuerzas de la misma». Marx, El Capital, 1857. ↩
«El proletariado cuando no reacciona es sólo la fuerza mediante la cual el capitalismo se reproduce aprovechando la apatía general de su enemigo histórico. La clase obrera es entonces sólo un conglomerado amorfo de personas que se las arreglan lo mejor que pueden para sobrevivir en una sociedad insoportable, reproduciendo el ambiente de competencia y enemistad, el espíritu insano del capitalismo. En una palabra, no actúa como clase con intereses comunes frente a las alimañas capitalistas. Otras veces, sin embargo, el proletariado actúa unido como una clase portadora del único devenir humano posible: el comunismo. Entonces dos tipos de sociedades pueden enfrentarse entre sí, una reaccionaria y otra revolucionaria. Entre estos dos estados de hecho y estos mismos hechos hay individuos que son revolucionarios independientemente del estado momentáneo en el que se encuentre la clase en su conjunto, sólo su número varía según la situación social. Son revolucionarios porque son conscientes de que su objetivo y el de la clase en su conjunto es el comunismo. Estos individuos revolucionarios tienden a organizarse por afinidad de ideas, ideas que no caen del cielo sino que provienen de una interpretación particular de la historia de la lucha de clases». FOR, Organización y actividad revolucionaria, 1979. ↩
«Pequeñas cosas, sin grandes cosas abundan en la vida humana. Pero en la Historia, jamás se consiguen grandes cosas sin pequeñas cosas. Más exáctamente: las pequeñas cosas, en una gran época, integradas a una gran obra, dejan de ser pequeñas cosas» León Trotski. Sobre la vida cotidiana, 1923. ↩
«La simiente de la que nacería la Unión General de Trabajadores [se desarrolló al] ensanchar la esfera de relaciones personales de los núcleos socialistas (…) No núcleos fuertes, sino más bien como aglomeración de contados amigos y partidarios, humildes obreros mecánicos todos, que tenían siempre enfrente la hostilidad de los anarquistas, el menosprecio de los republicanos y lo que era peor, la indiferencia de la masa obrera». Juan José Morato, El Partido Socialista Obrero, 1918. ↩
«¿Podemos reconocer el referéndum como un método normal de decisión dentro de nuestro partido? La respuesta sólo puede ser negativa. Quien está a favor del referéndum reconoce que la democracia interna del partido es sólo la suma aritmética de decisiones locales, condicionadas inevitablemente por las fuerzas y la experiencia limitadas de cada sección. Quien esté en favor de un referéndum debe estar a favor de los mandatos imperativos: es decir, a favor de que cada sección local tenga derecho a exigir a su representante en el congreso del partido que vote de manera predeterminada. Quien reconoce el mandato imperativo está automáticamente en contra de la concepción del congreso como órgano supremo del partido. Es suficiente sustituir el congreso por un recuento de votos locales. El partido, como un todo centralizado, desaparece. Aceptando el referéndum, la influencia de las secciones más avanzadas y de los camaradas con más experiencia o más perspicaces se sustituye por la influencia de los menos experimentados, de las secciones más atrasadas, etc. Naturalmente estamos por un examen a fondo y porque sobre cada cuestión voten todas las secciones locales del partido, todas las células. Pero, al mismo tiempo, cada delegado elegido por su sección debe tener derecho a sopesar todos los argumentos expuestos en el congreso y a votar según le dicte su juicio político, y si, después del congreso, no es capaz de convencer a su organización de lo correcto de sus apreciaciones, ésta debe privarle consecuentemente de su confianza política. Casos así son inevitables. Pero son un mal infinitamente menor que el sistema de referéndum o de voto imperativo, que destruyen por completo el partido como un todo». León Trotski, El referendum y el centralismo democrático, 1939. ↩
«Un obrero pasa el día en la fábrica. Tiene, en comparación, pocas horas libres para el partido. En las reuniones, está interesado por aprender las cosas más importantes: la evaluación correcta de la situación y las conclusiones políticas. Valora los líderes que hacen esto de la forma más clara y precisa posible y que están al tanto de los acontecimientos. Los elementos pequeñoburgueses, especialmente los desclasados, divorciados del proletariado, vegetan en un ambiente artificial y cerrado. Tienen mucho tiempo para charlar de política y sus substitutivos. Sacan faltas y cotillean sobre los jefes del partido. Siempre conocen a un líder que les ha puesto al corriente de todos los secretos. La discusión es su elemento. Nunca tienen bastante cantidad de democracia. Se vuelven excitables, dan vueltas en un círculo vicioso y sacian su sed con agua salada. ¿Quiere usted conocer el programa organizativo de la oposición? Consiste en una loca búsqueda de la cuarta dimensión de la democracia interna. En la práctica, esto consiste en enterrar la política bajo la discusión; y enterrar el centralismo bajo la anarquía de los círculos intelectuales. En cuanto entren unos cuantos miles de trabajadores en el partido, llamarán al orden severamente a los anarquistas pequeñoburgueses. Cuanto antes, mejor». León Trotski, Carta abierta al camarada Burham, 1940. ↩
«Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto». Marx y Engels, Manifiesto del Partido comunista, 1848. ↩
«¿De dónde brota, entonces, el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía? Obviamente, de esa forma misma. La igualdad de los trabajos humanos adopta la forma material de la igual objetividad de valor de los productos del trabajo; la medida del gasto de fuerza de trabajo humano por su duración, cobra la forma de la magnitud del valor que alcanzan los productos del trabajo; por último, las relaciones entre los productores, en las cuales se hacen efectivas las determinaciones sociales de sus trabajos, revisten la forma de una relación social entre los productos del trabajo. Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores. […] La forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha forma se representa, no tienen absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancias, y que es inseparable de la producción mercantil. [...] La forma natural del trabajo, su particularidad, y no, como sobre la base de la producción de mercancías, su generalidad, es lo que aquí constituye la forma directamente social de aquél. La prestación personal servil se mide por el tiempo, tal cual se hace con el trabajo que produce mercancías, pero ningún siervo ignora que se trata de determinada cantidad de su fuerza de trabajo personal, gastada por él al servicio de su señor. El diezmo que le entrega al cura es más diáfano que la bendición del clérigo. Sea cual fuere el juicio que nos merezcan las máscaras que aquí se ponen los hombres al desempeñar sus respectivos papeles, el caso es que las relaciones sociales existentes entre las personas en sus trabajos se ponen de manifiesto como sus propias relaciones personales y no aparecen disfrazadas de relaciones sociales entre las cosas, entre los productos del trabajo». Carlos Marx. El Capital, 1857 ↩
«No tienen razón quienes con tanta frecuencia consideran esta palabra un simple insulto, sin tratar de reflexionar en su significado. El oportunista no traiciona a su partido, no le es desleal, no se retira de él. Sigue sirviéndolo, sincera y celosamente. Pero su rasgo típico y característico es que cede al estado de ánimo de momento, es su incapacidad de oponerse a lo que está en boga, es su miopía y abulia políticas. Oportunismo significa sacrificar los intereses prolongados y esenciales del Partido en aras de sus intereses momentáneos, transitorios y secundarios». Lenin. ¡El radical ruso reflexiona con retardo!, 1906. ↩
«La solución es unívoca: es el comunismo. En su defecto, no queda sino la marcha atrás, la putrefacción de la vieja sociedad hasta su desintegración y la vuelta a una magma social del que poco a poco surgiesen nuevas estructuras totalmente imprevisibles». G. Munis, Partido-Estado, stalinismo, revolución, 1974. ↩
«Comprendemos ahora la verdad que encerraba la frase que formularon por primera vez Marx y Engels como base científica del socialismo, en la gran carta de nuestro movimiento, el Manifiesto Comunista. El socialismo, dijeron, se volverá una necesidad histórica. El socialismo es inevitable, no sólo porque los proletarios ya no están dispuestos a vivir bajo las condiciones que les impone la clase capitalista, sino también porque si el proletariado no cumple con sus deberes de clase, si no construye el socialismo, nos hundiremos todos juntos». Rosa Luxemburgo, Discurso ante el Congreso de fundación del Partido Comunista Alemán, 1919. ↩
«La fuerza motriz del progreso es […] el desarrollo de la técnica (procedimientos e instrumentos) que representa la acumulación y elaboración de la experiencia de trabajo. […] La práctica origina el conocimiento, lo concreta y limita, y lo verifica. [...] El trabajo humano es colectivo, no puede quedarse en la conciencia de un trabajador aislado. Para que el hombre sea libre, para que los resultados se correspondan por completo con sus fines es necesaria la organización de la conciencia y la voluntad colectiva. […] El deseo de vivir que está en la base del trabajo tiene como expresión el ideal del poder económico del Hombre. El deseo de vivir y el ansia de libertad, que son inseparables (ambos coinciden sustancialmente) solo pueden encontrar su expresión plena en el ideal de la integridad perfecta y de la unidad interna del verdadero sujeto del ser social, el colectivo. En consecuencia: el aumento de las fuerzas productivas de la Humanidad, es la primera tarea que debe emprender necesariamente en toda circunstancia la Humanidad cuyo pensamiento y sentimiento hayan captado la vida en todo su desarrollo. El colectivismo es la segunda tarea y únicamente con su realización adquiere un verdadero sentido la acumulación de capacidades [fuerzas productivas] realizada por la Humanidad». Anatoli Lunacharski. Religión y socialismo, 1907. ↩
«Marx señala en el ensayo sobre Malthus y Ricardo, que la lucha, esencia de la historia, es desarrollada por la especie: el individuo debe aceptarla quiera o no. Podemos decir: genus volentem ducit, nolentem trahit. El individuo consciente identifica sus propios fines con los de la especie. Uno de estos individuos fue el propio Marx. ¿Qué siente tal personalidad consciente? Subordina sus propios fines a los de la especie. En esto reside su gran diferencia respecto al individualismo antirreligioso de Stirner. Este se burlaba de la «cripto-religiosidad de los ateos colectivistas». […] La emancipación humana, por tanto, tiene en su aspecto externo un carácter de revolución en la autoconciencia del hombre. La pequeña burguesía solo conoce dos formas para esta toma de conciencia: el baricentro está en dios, el hombre gira, por así decirlo, en torno suyo; es la vieja autoconciencia religiosa, el teocentrismo; la segunda: el centro está en el yo, todo el mundo gira entorno a él; es el punto de vista antirreligioso, el egocentrismo. El proletariado ofrece una forma completamente nueva, el centro es la especie, el colectivo, la personalidad gira en torno a la especie, pero siente su unión radical con ella; es el antropocentrismo, distante por igual de las dos formas anteriores, tan opuesto a la anti-religiosidad como a la vieja religiosidad». Anatoli Lunacharski. Religión y socialismo, 1907 ↩
«El proletariado cuando no reacciona es sólo la fuerza mediante la cual el capitalismo se reproduce aprovechando la apatía general de su enemigo histórico. La clase obrera es entonces sólo un conglomerado amorfo de personas que se las arreglan lo mejor que pueden para sobrevivir en una sociedad insoportable, reproduciendo el ambiente de competencia y enemistad, el espíritu insano del capitalismo. En una palabra, no actúa como clase con intereses comunes frente a las alimañas capitalistas». FOR, Organización y actividad revolucionaria, 1979 ↩
«Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud. Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente. […] me reservo el derecho de decidir por mi cuenta el momento de mi muerte. El «suicidio» (si es que cabe el término en este caso) no será, de ninguna manera, expresión de un estallido de desesperación o desaliento. Natasha y yo dijimos más de una vez que se puede llegar a tal condición física que sea mejor interrumpir la propia vida o, mejor dicho, el proceso demasiado lento de la muerte… Pero cualesquiera que sean las circunstancias de mi muerte, moriré con una fe inquebrantable en el futuro comunista. Esta fe en el Hombre y su futuro me da aun ahora una capacidad de resistencia que ninguna religión puede otorgar». León Trotski, Testamento,1940. ↩